6 de Octubre.
A última hora de la tarde.
Por lo que se oye abajo, creo que la criatura está a punto de entrar. Hará una media hora he oído que uno de los tablones caía al suelo. Naturalmente, yo ya no sé cuánto dura media hora. Por temor de que atraiga a otros de su especie, me he decidido a aprovechar la oscuridad de la noche para escapar de este sitio. Me he pasado la hora del crepúsculo metiendo las cosas en la nueva mochila que he encontrado en el piso de abajo. Lo he redistribuido todo para que los objetos más necesarios queden arriba, o en uno de los compartimientos que se cierran con cremallera. Como aún me sobraba mucho espacio, me llevo también una manta de lana verde que he sacado del armario.
He examinado las pilas que he encontrado abajo. Caducan dentro de seis años. Las he puesto en las gafas de visión nocturna y las he encendido. La luz verde que ha iluminado el visor y se ha reflejado en la palma de mi mano me ha dado a entender que funcionan bien. No tiene ningún sentido que las emplee para ver mientras cuente con la vela. También he probado la miniradio. No he captado nada, salvo estática. En un momento dado he creído oír voces, pero mi propio cerebro me engañaba. He retransmitido a ciegas un mensaje en el que explicaba mi situación, pero no he podido dar detalles exactos del lugar donde me encuentro. Quizá cuando haya avanzado un poco más hacia el sur emplearé los códigos que John insistió en hacerme memorizar. Los puntos de sutura me escuecen de nuevo y por eso he tratado de aplicarles antibiótico. Espero que me ayude a combatir cualquier infección que pueda haber. Dentro de unos días me quitaré los puntos.
Ha llegado la hora de apagar la vela.
7 de Octubre.
A primera hora de la madrugada.
No sé muy bien por qué esas cosas son como son, ni por qué son distintas…
Más agresivas y persistentes.
Anoche salí de la casa por la misma ventana por la que había entrado. Me hice la cama, más que nada porque así me sentía mejor, pero también para posponer el inevitable momento de partir. En cuanto acabé con la cama, encendí la luz y me puse las gafas de visión nocturna. Al ajustármelas, mis temores se hicieron realidad, porque vi que el estruendo que la criatura armaba en el piso de abajo había atraído a una docena de muertos vivientes a nuestra zona. Ésos eran los que podía contar desde una sola ventana. Estimé que debía de haber unos treinta alrededor de la casa.
Mientras salía al tejado del porche, escuché el ruido que hacían al caminar por las hierbas altas y tropezar con las ramas, en sus intentos por localizar el ruido en la oscuridad. Los viejos hábitos nunca mueren, y yo sabía que me quedaban veintinueve cartuchos de munición en cada uno de los cargadores, aunque, con el arma que llevaba, tampoco me iban a servir para nada. Me acerqué con cautela al alero y miré hacia abajo. Allí abajo había dos. Me asomé y les disparé, y fallé el tiro en la cabeza de uno. El que sí derribé se cayó sobre el otro y con ello me dio una segunda oportunidad. Disparé al número dos y bajé por el costado de la casa tal como había subido antes. Me marché por la ruta más segura y por el camino maté a otros tres. Cada vez que apretaba el gatillo, el área circundante se iluminaba con un fulgor verde. Las gafas de visión nocturna amplificaban el centelleo del silenciador.
La fatiga no me permitía echarme a correr. Caminaba a paso ligero y los esquivaba. Al acercarme a la carretera me volví hacia la casa. Parecía que una de esas cosas casi corriera hacia mí. Por un momento, creí de verdad que esa criatura podía verme en la penumbra. Mis miedos se calmaron cuando la criatura se volvió hacia un lado y se detuvo. Según parecía, olisqueaba el aire y movía la cabeza lentamente hacia uno y otro lado en un intento por localizarme. Sostenía en la mano un objeto que no pude distinguir. El estómago me dijo que era la misma a la que antes había visto por la mirilla.
Me alejé de ella y regresé a la carretera. No tenía ni idea de a dónde iba. Recorrí varios kilómetros en dirección hacia el sur por una vieja carretera pavimentada, atento a no meter el pie en las grietas para no partirme el pescuezo. Los carteles indicaban que faltaba poco para llegar a Oil City. Incluso era posible que la carretera me llevase hasta Shreveport, una ciudad en la que no me atrevería a entrar. Necesitaba un sitio para pasar la noche. No dejé de caminar hasta que divisé un fulgor en el horizonte que anunciaba la salida del sol. Más adelante, en la misma carretera, he visto un autobús escolar.
Creo que debían de ser las 4.30 horas. Estaba aterido de frío y necesitaba, por lo menos, un par de horas de sueño antes de hacer frente al nuevo día. Me he acercado hasta el autobús, siempre pendiente de lo que pudiera haber alrededor. El área parecía estar despejada, pero albergaba un montón de incógnitas. Unos pocos coches y camiones, muy deteriorados, se amontonaban a un lado de la carretera, en el camino que llevaba hasta el autobús. Cerca de los vehículos había varios esqueletos putrefactos. Los muertos y las aves se habían comido toda su carne.
Al acercarme al autobús, he visto, con gran alegría, que la puerta estaba abierta, y me he dicho que, por lo menos, dentro no habría criaturas lo bastante inteligentes como para encontrar la salida. Me he aproximado con mucha precaución a la parte frontal, he trepado al parachoques y me he encaramado por el capó. Una vez en el capó, he mirado por el parabrisas y he visto las hileras de asientos. Estaban vacías. He trepado hasta el techo del autobús para poder echar una mirada en 360 grados a mi alrededor. No se movía nada, salvo un par de conejitos en la cuneta.
He pensado en pegarles un tiro, pero estaba demasiado oscuro como para correr el riesgo, incluso con un sonido tan leve. He sacado la manta de lana de la mochila y he dejado esta última sobre el techo. He vuelto a bajar por el capó y he entrado por la puerta del autobús. Primero he arrojado la manta sobre el asiento del conductor, y luego me he arrodillado y he apuntado bajo los asientos con el subfusil. No he visto nada, salvo una vieja bolsa de papel para el almuerzo. Entonces he cogido la palanca manual y he cerrado la puerta del autobús, tan suavemente como me ha sido posible, esforzándome al máximo por no hacer ruido. Por desgracia, no es la primera vez que duermo en un autobús.
He dejado la mochila sobre el techo porque allí no correrá peligro, y si tuviese que huir a toda velocidad, podría salir por cualquiera de las ventanas y recobrarla. En cambio, si dejase la mochila dentro, tal vez no pasaría por la ventana, y si se diera el caso de que tuviese que huir, me vería obligado a abandonar todas mis provisiones y suministros. He cortado tiras de vinilo de uno de los asientos del autobús y las he entrelazado para dar forma a una tosca atadura. La he empleado para inmovilizar la palanca de la puerta y asegurarme de que nadie pueda entrar sin provocar estruendo. Ahora me voy a dormir, si es que a esto se le puede llamar dormir.
Por la mañana.
Debe de faltar poco para la media mañana y yo estoy en el cuarto asiento del costado derecho del autobús. He dormido las cuatro horas que necesitaba, o, por lo menos, me lo parece. La mochila aún está en el techo del autobús. En torno a mí no se mueve nada, y lo más probable es que suba, coja las cosas y me marche tan pronto como esté seguro de que no corro ningún peligro. Cuanto más pienso en el Hotel 23, más importante veo regresar allí, con mi familia. Aunque no me quito de la cabeza la idea de que mis padres puedan estar vivos, sé que lo más probable es que hayan muerto. Mi hogar no es ningún búnker, y el hogar de mis padres, al igual que todos los demás hogares que se edificaron en Estados Unidos en los últimos cincuenta años, no se construyó para resistir un asedio. Me pregunto cuánta gente habría podido sobrevivir si durante los últimos tiempos las hubieran hecho «como antes».
Por la tarde.
Todavía es día 7.
Hoy por la mañana, cuando me disponía a recoger la mochila que había dejado sobre el autobús, me he encontrado cara a cara con una horrible sorpresa. El cabrón de la casa había logrado seguirme. Yo me había encaramado al capó y estaba a punto de subir cuando he oído el entrechoque de acero contra acero. El ruido me ha sobresaltado tanto que he estado a punto de caerme de espaldas. Me he arrojado contra el parabrisas y lo he agrietado. Al volver la cabeza, he sabido al instante que era la criatura, la misma aparición que me había mirado fijamente por la mirilla de la casa antigua. ¿Cómo era posible que una criatura tan estúpida hubiese logrado seguirme? Una pregunta aún mejor: ¿Cómo era posible que aquella criatura supiese blandir un hacha?
He subido hasta el techo del autobús y he visto, estupefacto, cómo actuaba. Trataba de trepar para perseguirme. No iba a cometer el mismo error que antes. Había que acabar con ese integrante del 10 por ciento de muertos vivientes con talento. He desplazado el indicador de recámara cargada y le he reventado el rostro a la criatura, la cual se ha desplomado al instante. Esa cosa había armado mucho estrépito antes de que la matara, y eso significaba que había llegado la hora de marcharse.
Antes de irme he registrado a la criatura por si encontraba algo de valor, y mira por dónde, llevaba en la muñeca un reloj digital de plástico G-Shock, muy estropeado por fuera. Le he quitado el reloj y le he echado una ojeada antes de meterlo en la mochila junto con el hacha. En la pantalla se leía: 7-10 y 12.23.
He seguido caminando en dirección sudoeste, dejando atrás una escena de decadencia tras otra. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que vi al primero? Caminaba y me imaginaba lo que sería poder volver a hablar con alguien. La sensación de soledad se adueñaba de mí. De entre todas las experiencias vividas en mi lucha por la supervivencia, ése había sido el sentimiento más importante. Cada cual lo sentirá de manera distinta, pero, para mí, el sentimiento que va ligado a la soledad es el miedo.
Me he esforzado una y otra vez por no pensar en los muertos vivientes, pero no lo he conseguido. Sin necesidad de dormirme, he padecido una pesadilla en la que llegaba a un campo abierto. Tenía que atravesarlo para llegar a una zona arbolada. Como en una escena sacada de una película bélica, cuando estaba a punto de llegar a la mitad del campo, un ejército de muertos irradiados aparecía en lo alto de una colina. De inmediato, se echaban a correr hacia mí. Antes de que pudiera verles la podredumbre de los ojos, he logrado despertar de la pesadilla y he seguido caminando. No se oía ningún ruido. Tan sólo la leve caricia del viento en el rostro me ha hecho saber que había regresado a esta realidad.