LLAMAN A LA PUERTA

5 de Octubre.

De madrugada.

Casi no me queda agua. Quizá medio litro. Al caerse el helicóptero, volábamos hacia el norte desde Shreveport. No conozco con exactitud mi ubicación, pero, tras pensarlo con calma, he decidido avanzar hacia el sudoeste en la dirección aproximada en la que debe de hallarse el Hotel 23. Necesito agua limpia para lavarme la herida de la cabeza. La herida abierta rezuma pus y tengo que apretarla cada pocas horas para aliviar la presión. Además, siento mucho escozor en torno a la herida. Por lo menos, está claro que mi cuerpo combate la infección. En circunstancias normales me movería de noche, pero la escasez de agua me ha obligado a adentrarme de nuevo en el mundo de los muertos. Ahí abajo debe de haber una docena de criaturas y sé que me van a ver, o que me oirán cuando salga de la cabina de prensa, porque no voy a intentar bajar por la pared del estadio. El riesgo de romperme una pierna sería demasiado grande.

He estado pensando un poco sobre esto de escribir todo lo que me ocurre. Creo que tendría que dejar de escribir durante un tiempo, porque ya voy a estar bastante ocupado con más esfuerzos por regresar y, en esta situación, escribir podría ser nocivo (mortal) para mi salud. Debo confesar que hace tiempo que trato de dejarlo, pero no lo he conseguido. Escribo siempre que puedo y eso me hace sentir mejor. Aunque únicamente lo haga de manera esporádica, y en ocasiones tan sólo para reflejar mi propio aburrimiento, poner toda esta mierda sobre el papel me ayuda a preservar la cordura.

Mientras escribo estas líneas, trato de recordar todas las contraseñas bancarias y de correo electrónico que había tenido en otro tiempo. ¡Había tenido una cuenta en la cooperativa de crédito durante más de diez años, siempre con la misma contraseña, y no logro recordarla! He tenido que concentrarme mucho para recordar la contraseña del correo electrónico, la misma que utilicé a diario durante muchos años hasta que nos ahogamos en esta mierda.

Contraseña: 4601 9691 46092

Cseña correo electrónico: n@S@1radi@tor.

Lo he metido todo en la mochila, he cargado el MP5 y, por rapidez y comodidad, he guardado en la parte de arriba todo lo que me puede resultar más necesario. He empleado el rollo aplastado de cinta aislante para sujetar la navaja de supervivencia con su funda sobre la tira izquierda de la mochila, con la empuñadura hacia abajo. Así podré empuñarlo fácilmente si me veo en la necesidad de luchar cara a cara con una de esas cosas. Creo que he descansado lo suficiente como para llegar a alguna parte, y tal vez, con suerte, podré seguir adelante durante un rato. Dentro de una hora me marcho.

A última hora de la tarde.

Hoy he salido al campo de fútbol a luchar. He abandonado la cabina de prensa tras beberme la última gota de agua. Llevaba la mochila repleta y pegada al cuerpo, y he acabado por sentir un ligero dolor en la espalda. El primer concursante de «El tiro justo» era un hombre joven con una zapatilla de deporte en un pie y una camiseta verde de Seven-Up hecha una puta mierda. Me ha visto salir de la cabina y en seguida ha empezado a subir por las escaleras sin dejar de tambalearse. Yo aún no me sentía muy seguro en el manejo del arma, así que le he dejado acercarse, y entonces he tirado del gatillo y el cráneo se le ha salido de su sitio como la tapadera de una lata de galletas. Se ha caído de espaldas y el hueso de la pierna se le ha roto con un chasquido aún más fuerte que el de la bala que ha acabado con él. Otros testigos de lo ocurrido han venido a por mí.

Una vez más, he tenido que hacer frente al 10 por ciento con talento, aunque no tuvieran nada que ver con el 10 por ciento del que hablaba el activista W. E. B. Du Bois al referirse a la posibilidad de que un 10 por ciento de los estadounidenses de color alcanzara puestos de liderazgo. En mis viajes y apuros recientes he notado que aproximadamente una de cada diez criaturas es más lista o más rápida que sus compatriotas, o ambas cosas a la vez. La he descubierto en seguida. Tenía el cuerpo muy erguido y caminaba con vigor hacia mí, mientras los otros no paraban de dar traspiés. No le he dado cuartel y le he disparado en el cuello y la cabeza. Se ha desplomado con la misma facilidad que los demás, pero es probable que procediese de una zona irradiada. No estaba tan irradiada como la horrenda criatura del barco de los guardacostas, pero yo conocía los extraños efectos que la radiactividad producía en ellos. Podían enfrentarse a otro nivel con los seres humanos vivos… por ejemplo: conmigo.

No he acabado con todos los que estaban en el campo. Tan sólo he matado a los suficientes para que la amenaza no superara un nivel manejable. Me había propuesto matar a todos los que fuese necesario, avanzar hasta un extremo del campo, rodearlo hasta el otro extremo y marcharme. He matado a cuatro sin perder de vista a los otros ocho. He tratado de verles bien las muñecas, porque estaba dispuesto a hacer dos pasadas si a la segunda podía quitarle el reloj a alguno de ellos. No he logrado verlo bien y, a decir verdad, tenía miedo de quedarme mucho tiempo en el campo.

He hecho una pasada y he abandonado el área, y me he dirigido al sudoeste guiándome por la brújula, hasta que he llegado a un poste que decía: «Oil City-16 km». Me encontraba en una intersección entre una carretera rural y una autopista de dos carriles. Había ido hasta allí siguiendo la carretera rural, siempre a unos diez metros de distancia de ésta, para evitar que me viesen. Mis experiencias en este mundo me dicen que los enemigos más peligrosos no son los muertos. Desde mi posición ventajosa en la encrucijada he visto que en la autopista, en dirección sur, quedaba una antigua barricada, y en dirección norte se apilaban unos cuarenta coches que habían colisionado entre sí. Un arroyuelo brotaba de un tubo de desagüe cercano a la carretera. He llegado a la conclusión de que, al menos por el momento, la necesidad de agua era más acuciante que la de no dejarse ver, y por eso he ido hacia el sitio donde se oía rezumar el agua.

Al acercarme al tubo, que era grueso como un barril, habría jurado que veía movimiento cerca de la lejana barricada. Me he quedado quieto durante un minuto entero para asegurarme. Pero, fuera lo que fuese, no ha vuelto a moverse. Me he agachado y he bebido agua hasta que un ruido me ha llamado la atención. He levantado la cabeza con tanta brusquedad que me la he golpeado contra el tubo y por unos momentos he visto las estrellas. La he sacudido para reanimarme y he vuelto a escuchar. He distinguido el rítmico estruendo de un motor. No era muy distinto del sonido de un cortacésped. He tratado de mirar en la dirección por la que aparentemente se acercaba, pero no lo he visto, por mucho que forzara la vista. El sonido ha desaparecido con la misma rapidez con la que había aparecido. Me he sentado, y durante un rato he pensado en lo que podía ser. ¿Una moto? No. No me lo había parecido en absoluto. Era un sonido familiar.

He bebido hasta no poder más, he llenado el recipiente de agua que llevaba en la mochila y he seguido adelante, siempre a unos diez metros de la carretera. He visto todo tipo de cosas que sería preferible no ver. Había cadáveres putrefactos esparcidos sobre la barricada y a su alrededor. Había cartuchos usados por todas partes, como si un ejército hubiese tratado de exterminar a una horda entera pocos meses antes. Había hombres muertos, de pie sobre la carretera, aturdidos, como hibernados. Era de imaginar que no había nada que los motivase. Me imagino que será su manera de conservar la energía. He visto a lo lejos una jauría de perros que atravesaba un campo. Me hallaba a sotavento, por lo que estoy seguro de que no habían detectado mi presencia. En cualquier caso, no se detectaban indicios de vida humana.

El sol descendía hacia el horizonte, y había llegado el momento de encontrar cobijo para pasar la noche, porque así podría calmarme y poner orden en mis pensamientos. Debía de hallarme a cuatro o cinco kilómetros de la intersección cuando he descubierto una casa a lo lejos, detrás de una hilera de árboles. Me he acercado con mucha cautela, sin dejar de mirar en todas las direcciones, y volviéndome en muchas más ocasiones de las que habrían sido necesarias. Todo estaba muy tranquilo, pero los acontecimientos del día aún me tenían alterado. El riñón se me había llenado de agua y tenía que mear. Me he acordado de cuando jugaba al escondite en mi infancia: siempre me entraban las ganas de mear en el momento menos oportuno. Era una casa vieja de dos pisos, de los años cincuenta del siglo pasado. Parecía que la pintura se desconchara delante de mis ojos.

La he contemplado durante largo rato. Me he fijado en un modelo reciente de Chevy, destruido por el fuego, aparcado a pocos metros a un lado de la casa. Se distinguían orificios de bala en el capó y en la carrocería. Las ventanas del piso de abajo estaban cerradas con tablones de madera y había residuos humanos de hacía ya tiempo en el suelo, al pie de las ventanas. He escuchado y mirado hasta que la llegada del crepúsculo me ha obligado a tomar una decisión. La casa parecía abandonada. He dado la vuelta en busca de lugares por donde entrar. También había tablones clavados sobre la puerta delantera y la trasera. Mi única posibilidad de entrar consistía en trepar hasta el tejado y meterme por una de las ventanas de arriba, que no estaban bloqueadas.

He hecho acopio de todo el valor que tenía y he trepado con mi cuerpo maltrecho por una de las columnas del porche, hasta llegar al tejado de éste, desde el que se podía acceder a una de las ventanas superiores. No lo habría logrado si en mi época en los marines no hubiese hecho flexiones de bíceps a diario. Una vez arriba he admirado el paisaje y he escuchado todo lo que se oía por los alrededores. Al otro lado de la ventana estaba oscuro, tan oscuro que no he tenido ningunas ganas de entrar. La ventana se abría verticalmente, hacia atrás, y dejaba un resquicio de unos quince centímetros por el que el aire entraba y agitaba la delgada cortina blanca. La cortina se movía con la brisa, o quizá fuese mi aliento. He dejado pasar lo que me han parecido varias horas de espera. No quería entrar. Le he dado vueltas a si podría dormir fuera, pero he descartado en seguida esa posibilidad, por miedo a caerme del porche e ir a parar a manos de los muertos vivientes. La luz del sol se filtraba en la atmósfera hasta teñirse de un tono rojizo y se despedía de mi alma por el horizonte occidental. He agarrado la mochila y he sacado la linterna.

He acercado la mano a la ventana y he sentido como una descarga eléctrica al tocarla. He tratado de abrirla con una mano, pero llevaba tanto tiempo sin que nadie la manipulase que no quería ceder. Valiéndome de ambos brazos y también de las piernas, he logrado levantarla lo suficiente como para asomarme. He abierto la cortina y he enrollado una punta en torno a la linterna. La habitación parecía todo lo normal que puede parecer una habitación en una casa abandonada. La puerta estaba cerrada y la cama estaba hecha, pero había excrementos de ave y hojas secas por el suelo.

He asomado todavía más la cabeza para asegurarme de que no hubiese ningún peligro. Me he quedado tranquilo y por eso me he metido dentro. Mi primer pensamiento se ha dirigido a la puerta, y a preguntarme si estaría cerrada con llave. He caminado lentamente hasta ella. El entarimado del suelo ha crujido bajo mi peso. Después de haber hecho tantos ruidos, me he detenido y he escuchado por si se oía algún sonido en el pasillo, o en la escalera. No he oído nada. He ido hasta la puerta del dormitorio y he examinado el pomo… estaba cerrada por dentro. Entonces, en silencio, he examinado el armario, he mirado bajo la cama y he buscado por todos los rincones donde pudiera esconderse el hombre del saco. He encontrado una vela usada y una caja de cerillas medio llena en el armario ropero.

Me he planteado encender la vela para no consumir inútilmente la pila de la linterna. Después de pensarlo un rato, he echado la cortina tras las ventanas del dormitorio y, sigilosamente, he colgado sobre éstas algunas mantas extra que he sacado del armario empotrado. He encendido la vela y me he calentado las manos con su llama. Los ojos se me han acostumbrado poco a poco a la luz de la vela y he empezado a… no a dormirme, pero sí algo parecido.

No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba dormido, pero el sonido del trueno me ha despertado con un sobresalto. He mirado la vela y he visto que no se había consumido mucho. Me he acercado a la ventana y he apartado la sábana para contemplar el campo. Al caer un rayo he divisado una silueta humana en la lejanía. No tenía ni idea de la condición ni de las intenciones de la criatura. He mirado sin cesar al vado… a la espera de que los relámpagos alumbraran la noche. Finalmente, la silueta se ha alejado y he tenido que preguntarme si de verdad había llegado a verla.

Todavía llueve y me he decidido a echarme en la cama. No se oye ningún ruido al otro lado de la puerta, pero esta noche dormiré con mi arma, y probablemente haré lo mismo durante todas las noches que me quedan por vivir.

6 de Octubre.

Esta mañana he despertado sin novedad, aparte del rumor del viento que se oye afuera. Tenía hambre. Me quedan tres raciones de comida preparada que rescaté del helicóptero. He ido comiendo bocados. Pienso que hoy puede ser un buen día para meterme más comida en el organismo. Ya no me duele tanto la cabeza. La sutura me escuece, pero trato de no tocármela. Cuando miro por la ventana, a la lejanía, no veo ni rastro de los muertos vivientes. Afuera tenemos mal tiempo y parece que vaya a estallar una nueva tormenta.

Había empezado a hacer estiramientos y a prepararme para pasar el día cuando me he acordado de lo que en ese momento era lo más importante de mi vida: el piso de abajo de la casa. Por primera vez en mucho tiempo, me había perdido en mis pensamientos. Había olvidado dónde estaba. Parecía como si llevara días en aquella habitación, pero había sido una única noche. Mi mente le decía a mi subconsciente que la casa era segura, que era la mía. Por supuesto, no era ésa la realidad. Tal vez hubiera una docena de ellos allí abajo, dormidos en trance, sin percibir mi presencia. Parece que entren en un extraño estado de hibernación cuando no tienen comida ni estímulos a mano. He pensado que una familia entera podría estar aturdida en el piso de abajo, a la espera del primer signo de vida para ponerse en modo cazador-asesino.

He hecho un esfuerzo por no ponerme a explorar la casa sin haberme metido antes un bizcocho en el estómago. Después de comer, he bebido un poquito de agua y he empezado a buscar excusas para no bajar por la escalera a echar una ojeada. Sabía que tenía que hacerlo, porque en la casa encontraría recursos que podrían mantenerme con vida. Hasta que el sol no ha emergido de entre las nubes y se ha elevado en el cielo, no me he decidido a ir al piso de abajo.

He revisado el arma y he sujetado el LED en el silenciador del MP5 con la cinta americana que llevaba en la mochila. He tirado la corredera de la Glock medio centímetro para atrás para asegurarme de que estuviese cargada. He alargado la mano izquierda para abrir la puerta con cuidado de que no quedara expuesta ninguna parte de mi cuerpo. Estaba encallada, seguramente por no haberse abierto durante varios meses. He tratado de forzarla y ha cedido con un sonoro clic. He puesto la mano en la puerta y la he mantenido cerrada mientras escuchaba. Si el ruido los atraía, la cerraría de nuevo y escaparía por el otro lado.

He aguardado por lo menos durante cinco minutos, y me ha parecido oír de todo, desde muertos vivientes hasta un cortacésped, pasando por una sirena de niebla. He separado la mano de la puerta y he tirado del picaporte. Probablemente he sido el primero en hacerlo durante mucho tiempo. Mientras tiraba del picaporte, he preparado la mano derecha para matar a todo lo que se interpusiera en mi camino. El silenciador con la cinta aislante es la primera parte de mí que se ha asomado por la puerta. El reflejo azul del LED ha alumbrado el pasillo al asomarse el arma.

Me he preguntado si de verdad había revisado el cargador, o si tan sólo me lo había imaginado. Tras ahuyentar esos pensamientos, he dado un paso adelante. Me he vuelto hacia la puerta del dormitorio, la misma por la que acababa de salir. Tenía manchas antiguas de sangre, como si alguna criatura la hubiese golpeado hasta perder todo interés. Esas criaturas saben lo que hacen.

Me he dado la vuelta y he notado algo extraño. Había manchas blancas en la pared, en el mismo sitio donde debía de haber habido cuadros. Era como si los dueños de la casa hubiesen querido llevarse los cuadros. A mí se me ocurren cientos de cosas más importantes para llevarse. Había moscas muertas por el suelo, tan abundantes como el propio polvo. El pasillo de arriba estaba cubierto por capas de ambos materiales, y no se distinguían huellas que pudiesen revelar actividad reciente. Si había alguna criatura dentro de la casa, viva o muerta, no se había molestado en subir hasta allí. Entonces he descubierto por qué. Cuando estaba a punto de dar el paso hasta el primer escalón, me he detenido y he mirado a mis pies. Había tan sólo dos escalones, y luego nada. Alguien se había cargado la escalera. En el piso de abajo estaban los cadáveres de seis muertos vivientes, todos ellos con un tiro en la cabeza. Aquello empezaba a tener sentido. El propietario de la casa debía de haber destruido la escalera y se había parapetado en el piso de arriba. Probablemente había disparado contra los monstruos y se había marchado por la ventana del dormitorio. Esa es mi mejor hipótesis. Eso no explicaba las manchas de sangre en la puerta por la que había salido, ni la manera en que las criaturas habían logrado entrar en la casa, pero, por otra parte, tampoco había explorado todo el piso de arriba.

Me he alejado de la escalera y he caminado con pasos lentos hasta dos puertas cerradas que se encontraban al otro extremo del pasillo. El suelo crujía bajo mis pies, pero no he hecho caso del ruido. No me parecía que hubiese nadie. La primera puerta que he encontrado era la de un baño. Si hubiera sido posible encender la luz, habría tenido el mismo aspecto que cualquier otro baño de antes de que los muertos resucitaran. Todo estaba en su sitio, las toallas polvorientas colgaban de sus respectivos toalleros y una pastilla de jabón aguardaba en la pequeña repisa al lado de la bañera. La he cogido y me la he guardado en el bolsillo de los pantalones. He ido hasta la taza del váter y he mirado en todas direcciones. No he visto nada fuera de lo ordinario, salvo un pequeño y extraño azulejo sobre la cisterna que mostraba, precisamente, una taza de váter junto al texto: «Si eres torpecito y ensucias cuando haces pis, sé buenecito y límpialo en un plis».

Yo mismo no sé por qué, pero me ha hecho gracia y me he reído entre dientes durante un buen par de minutos. Antes de salir del baño, he mirado bajo la pica del lavabo y he visto un recipiente de plástico en el que había todo tipo de medicamentos. Me he quedado un tubo de antibióticos triples y un rollo de papel higiénico, y he pasado a la puerta número dos.

He abierto la puerta con el arma a punto. Dentro estaba muy oscuro, porque unas pesadas cortinas cubrían las ventanas. He ido enfocando todos los rincones de la habitación con mi luz y la he encontrado muy desarreglada. El colchón de la cama estaba girado, y he visto ropa sucia y basura esparcida por todo el suelo. Había pequeñas deposiciones de rata por todas partes, las cuales se añadían al olor a «libro viejo» de la habitación. Antes de entrar en cada una de las habitaciones le daba rienda suelta a mi fantasía, casi a la espera de hallar una imagen terrorífica y demencial. Desde luego que me he alegrado de no toparme con el cadáver de una vieja colgado de una lámpara en un intento fallido de morir con decencia… una vieja que se balanceara con el cuello enrojecido y mascullara con voz de bruja: «¡Sé buenecito y límpialo en un plis!». Hoy no, gracias a Dios.

Aún no había visto el piso de abajo, pero no me gustaba la idea de descolgarme hasta allí tan sólo para que un ogro avispado me arrancara un trozo de culo con los dientes. No sé si alguno de ellos será avispado, pero les he visto hacer cosas cada vez más extrañas desde que empezaron a levantarse. Pienso que eso, por sí solo, ya es raro.

Después de pensarlo con calma, me he decidido a tomar el pequeño espejo de mano que había visto en el baño y a emplear la cinta aislante para sujetarlo al extremo de un palo de escoba que he sacado de una alacena del piso de arriba. Así podría ver mejor lo que había abajo sin arriesgar el pellejo. Me he pasado veinte minutos en lo alto de la escalera destruida, enfocando el espejo en todas las direcciones, hasta que he llegado a la conclusión de que podía bajar sin peligro. Lo único que se salía de lo ordinario eran los cadáveres tendidos en el suelo y una puerta abierta por la que parecía que se pudiera acceder a una especie de sótano.

Estaba tan paranoico con la posibilidad de caer entre los cadáveres que me he atado la pierna a la sólida baranda del piso de arriba. Habría sido horrible quedarse de bruces sobre un montón de cadáveres mientras otros salían por la puerta abierta y no tener ningún medio para subir arriba. Me he hecho una improvisada escalerilla con las mismas sábanas sucias con las que me había atado la pierna. He descendido con rapidez, más asustado que en mi primer día de escuela, y he ido de inmediato hasta la puerta abierta.

Al acercarme a la puerta, he comprobado que, efectivamente, allí había una escalera que descendía a un oscuro abismo. Aunque me hubiesen dicho que conducía hasta un alijo de M-16 y comida para un año, no habría bajado. Después de todo lo que me había pasado, no podía. He cerrado la puerta y, con todo el sigilo que me ha sido posible, la he bloqueado con un sofá. En cuanto he estado seguro de que la puerta del sótano no se abriría, he empezado a inspeccionar metódicamente el piso de abajo en busca de amenazas. Armario tras armario, esquina tras rincón, me he asegurado de que ninguna de esas cosas estuviera allí abajo, conmigo. He mirado por todas partes, para cerciorarme de que ni siquiera un torso seccionado me acechara bajo una de las mesas, ni en la ducha del piso de abajo.

Satisfecho de que no hubiera ningún peligro en la casa, me he puesto a buscar las cosas que necesitaba. He abierto los armarios de la cocina y he encontrado cerillas resistentes al agua y tres paquetes de pilas AA. Podría emplear de nuevo las gafas de visión nocturna. Al proseguir con más investigaciones, he encontrado una caja vieja con dos grandes trampas para ratas en su interior. Me he llevado las trampas, porque me ha parecido que serían lo bastante grandes como para capturar a un conejo pequeño, o a una ardilla, en cuanto se me acabaran las provisiones. En realidad, habría tenido que empezar a cazar para no consumir con tanta rapidez las conservas que llevo, y puede que lo haga en cuanto me sienta un poco más fuerte.

En un armario del piso de abajo he encontrado una mochila de excursionista de color negro y gris con las palabras «Arc'teryx Bora 95» bordadas en letras doradas. Era claramente superior en calidad y más cómoda que la que yo llevaba, y parecía que pudiera doblarla en capacidad. He regresado al hueco de la destrozada escalera, con cuidado de no tocar los cadáveres del suelo. He lanzado la mochila al piso de arriba y luego he proseguido con mi investigación.

He recorrido el piso de abajo y he examinado las ventanas bloqueadas con tablones de madera y la puerta igualmente reforzada. Apoyado contra la pared, al lado de una de las ventanas que quedaban a la izquierda de la puerta, he encontrado un palo de fregona con un punzón para hielo en su extremo. El punzón estaba atado con ingenio. El cordel que lo sostenía en su lugar tenía nudos complejos que seguían un patrón y lo sujetaban con mucha fuerza. La punta de aquella especie de lanza casera estaba sucia de sangre marrón y seca. No habría servido para cazar a un animal, pero sí habría sido posible emplearla para pinchar a una de esas criaturas en el ojo, o en las partes blandas de su cráneo putrefacto, y así acabar con ella sin tener que disparar ni un solo tiro y ahorrar municiones. He tomado la improvisada arma y la he colocado sobre la repisa de la cocina. Al regresar a la sala grande por donde había bajado, he oído que algo crujía. Me he quedado inmóvil y lo he oído de nuevo. Mi mayor miedo era que procediese del sótano. He ido a la puerta principal para mirar afuera y ver si podría escapar por allí.

Al acercar el ojo a la mirilla, el perfil de un hombre muerto se ha proyectado en mi pupila. He pasado un instante de terror, en el que tan sólo lo he mirado, incapaz de apartar la cara. Su rostro esquelético se encontraba a pocos centímetros del mío, al otro lado de la puerta. Sentía el apremio de dispararle por la mirilla, pero, probablemente, habría errado el tiro, y el ruido de la madera al astillarse no habría hecho más que complicar las cosas. No podía apartar la mirada de aquella mierda. Tenía la cara podrida, los ojos lechosos, abultados, y los labios habían desaparecido. Parecía que me mirara fijamente a través de la puerta. No se ha movido ni un milímetro mientras yo lo observaba. La criatura debía de medir más de dos metros. Me he puesto de puntillas y he tratado de ver desde arriba cuál era el objeto que sostenía con su mano putrefacta. No he llegado a ver bien de qué se trataba. He aguardado tras la puerta, dejando de mirarle tan sólo para parpadear, para que no se me secaran los ojos. No se movía.

No me quedaban muchas opciones…

Podía volver a hurtadillas al piso de arriba (trepando por las sábanas) y dejarlo correr, o matar a la criatura en ese mismo momento. Me he decantado por hacer otra ronda por la casa antes de regresar al piso de arriba, por si encontraba suministros que pudieran serme útiles. Sigiloso como un gato, he regresado a la cocina para mirar en el armario. Al traspasar el umbral de la cocina he provocado un ligero crujido en el entarimado. Me he detenido unos minutos y he escuchado… crec… crec… el sonido provenía del otro lado de la puerta de entrada. He optado por no prestar atención a la amenaza. Me he imaginado que la criatura debía de mover la cabeza violentamente de un lado para otro, porque no sabía si era ella misma quien había hecho el ruido, o si éste era obra de algún delicioso bocado que se hallaba dentro de la casa…

En los estantes del armario he encontrado seis latas de chile sin carne, dos latas de estofado de ternera con verduras y otros alimentos en estado de descomposición avanzada. He guardado las latas en la mochila y he buscado debajo del fregadero por si encontraba algo útil. Debajo del fregadero había una trampa vieja para ratas, idéntica a las dos que me había llevado antes. Los restos del esqueleto y la cola ya reseca de una rata que había caído en la trampa hacía mucho tiempo seguían allí. Satisfecho con lo que había encontrado, he agarrado el palo de fregona con el punzón y he regresado a la improvisada escalerilla, siempre en pugna con el antinatural impulso de echar otra ojeada por la mirilla.

He empleado el máximo cuidado para subir la mochila hasta el piso de arriba con el palo de mocho. Así podría trepar después con mayor comodidad. La mochila estaba demasiado llena y pesaba demasiado, y por ello he tenido problemas para sostenerla. Se ha caído una lata de chile y se ha estrellado contra el suelo, y ha armado un estrépito comparable al del disparo de un cañón. Me he estremecido, pero de todos modos he empujado la mochila hasta arriba y la he dejado junto a la otra mochila más grande, que seguía vacía. Cuando me agachaba para recoger la lata de comida, se ha oído un golpe muy fuerte en la puerta de entrada. La cosa debía de haber golpeado la puerta con algo, porque el ruido parecía más fuerte y potente que el que se podría hacer con una mano desnuda. He guardado la lata en uno de los bolsillos del chaleco y ha faltado poco para que subiera hasta el piso de arriba de un solo salto.

Una vez allí me he tumbado en el suelo, con la mochila a modo de almohada y los ojos fijos en el techo, porque el monstruo ya se encargaba de matar el tiempo a base de porrazos en la puerta. Golpeaba sin cesar… he oído que la puerta se astillaba y me he decidido a emplear el espejo para vigilarla. Cada vez que la criatura la golpeaba, yo pegaba un bote y sentía un escalofrío, y el espejo temblaba a su vez en mis manos. Un diminuto rayo de luz penetraba por un agujero de la puerta, a medio metro por encima del pomo. Un objeto romo no habría podido abrir una fisura como ésa. La puerta estaba reforzada con tablones por tres sitios distintos y yo recordaba que también lo estaba por fuera.

He vuelto a entrar en el dormitorio del que me había adueñado antes y me he encerrado a la hora en la que el sol descendía hacia el horizonte. Faltaba poco para que oscureciera. He sacado la navaja multiusos y he abierto una lata de chile, y he sacado la cuchara de uno de los paquetes de plástico marrón de las raciones de comida preparada. He empezado a contar los golpes que se oían abajo mientras se ponía el sol. He tardado trescientos cincuenta y tres golpes en dar buena cuenta del chile.