LAS SECUELAS

23 de Mayo.

0:57 h.

Empecé a encontrarme mejor al vigésimo primer día. El ataque de los saqueadores me había dejado exhausto. Me levanté de la cama, bebí cuatro litros de agua (en el transcurso de unas pocas horas) e hice algunos estiramientos. Le pregunté a John cuál era la situación en el exterior. Como no me dijo prácticamente nada, subí con él a la sala de control para verlo con mis propios ojos. La noche anterior, John había salido como una bala a las tinieblas exteriores, había retirado el saco que cubría una de las cámaras y había vuelto a entrar a toda prisa. Había muertos vivientes por los alrededores y no quería pasar mucho tiempo entre ellos.

Por el área donde la valla sufrió daños merodea un número mayor. Son como el agua: fluyen hacia el punto de menor resistencia. Mis dolorosas quemaduras se están curando, pero, al fin y al cabo, no eran tan graves. Unas pocas ampollas en la cara y en otras zonas. ¿Qué habría pasado si esa gente no se hubiera movido por el campo en un camión cisterna cargado de combustible? Probablemente, la ventaja numérica se habría impuesto y nos habrían matado a todos; y no sólo nos habrían superado en número los muertos vivientes, sino también quienes nos querían ver muertos. Los insurgentes me inspiraban casi tanto temor como las criaturas. Por lo menos en teoría, eran capaces de derrotarnos en el terreno de la estrategia. Bastaba con que unieran sus mentes y acordasen una manera de expulsarnos del complejo. No sabemos cuántos tangos nos quedan; de todas maneras, estoy seguro de que son muchos más que nosotros.

Por la cámara número tres vi los cuerpos calcinados de hombres que daban vueltas en torno a los restos del camión diesel y de su remolque…

Hombres a los que yo mismo había matado.

Esa misma noche salimos y los abatimos. Para evitar fogonazos, me puse las gafas de visión nocturna y me acerqué a ellos por la espalda, oculto en las tinieblas. Puse el arma en disparo único y les pegué un tiro con el cañón muy cerca del cráneo. Cada vez que apretaba el gatillo, reaccionaban y caminaban a ciegas en dirección al sonido. Aún oían, aunque a muchos de ellos ya no les quedase nada remotamente parecido a unas orejas. Repetí la misma operación en diecisiete ocasiones hasta que acabé con todos ellos. Nos dimos cuenta de que tres de los vehículos no habían sufrido daños importantes en la explosión de la otra noche. Se trataba de un Land Rover, un Jeep y un modelo reciente de Ford Bronco, a unos noventa metros del área de hierba quemada. John y yo nos acercamos con precaución. Al examinarlos de cerca, nos percatamos de que los neumáticos delanteros del Jeep habían reventado y el cristal de las ventanillas estaba agrietado y combado hacia dentro.

El Land Rover y el Ford se encontraban a cincuenta metros de distancia de allí. Al acercarme al Land Rover, vi que se hallaba en muy buen estado y que sus antiguos dueños no se habían quedado dentro. Excelente. John y yo llegamos a la puerta, la abrimos y examinamos más de cerca el interior. Olía a pino, seguramente por el árbol que le cubría el retrovisor. Entramos y comprobamos que las puertas cerraran bien. Encontré la llave puesta en el contacto y la giré. El motor arrancó. Me imagino que en un mundo como éste yo también habría dejado las llaves dentro del coche. Le eché una ojeada a la fina etiqueta de plástico de la llave. Decía: Land Rover de Nelm, Texas.

Me imaginé que los forajidos se habrían apropiado del vehículo después de que todo se fuera al garete. Tenía tres cuartos del depósito llenos y el cuentakilómetros indicaba 4827 kilómetros. Incluso las ventanillas estaban bien. Arranqué el vehículo y regresamos a toda velocidad hasta la valla del complejo. Cuando llegamos hasta las cámaras que los bandidos habían cubierto, salimos y nos turnamos para quitar los sacos mientras el otro vigilaba.

El agujero en la valla era casi tan grande como el Land Rover. Como no tenía ganas de pasarme la noche ocupado en repararlo, recurrí a mi destreza para el aparcamiento en paralelo y empleé el vehículo para tapar el agujero, a fin de que nuestros amigos de sangre fría no pudieran entrar.

John salió por la puerta del copiloto. Yo cambié de asiento y salí también por la puerta del copiloto. Eché el seguro, la cerré de golpe, y me guardé las llaves en el bolsillo. Lo que decía antes no iba en serio. Yo, a pesar de todo, no pienso dejar las llaves dentro del coche.

12:48h.

He despertado hace un par de horas después de otra noche de dolor e insomnio. Las ampollas que tengo por el cuerpo empiezan a reventar y me duelen considerablemente. Tengo varías alrededor de los ojos, porque el traje de Nomex no me protegía esa zona. El chichón que me había salido en la parte posterior de la cabeza empieza a reducirse y últimamente estoy más dolorido que justo después del incidente con el camión cisterna. Es una buena señal. Mi cuerpo se está recuperando.

Ya no pierdo el tiempo con intentos de conectarme a Internet. No sirve para nada. Las páginas web que visitaba para estar al corriente de los acontecimientos han dejado de funcionar, y esas páginas estaban alojadas en bases militares distribuidas por todo el territorio de Estados Unidos. Internet no funciona. Probablemente podemos dar por seguro que, aun cuando quedase alguien que pudiera conectarse a Internet, tampoco nos serviría para nada. Han disparado a la columna vertebral y parece que todos los informáticos han salido a comer para no volver en un centenar de años.

El Land Rover lleva GPS. He salido a ver qué tal funcionaba, y parece que el GPS sólo contacta con tres satélites de posicionamiento. No sé durante cuánto tiempo seguirán en órbita sin contar con el apoyo de la estación de control en tierra, y lo mismo puedo decir de los pajaritos que utilizamos para sacar fotos. Vamos a toda velocidad hacia la Edad de Piedra. Me esfuerzo por contener mis propios impulsos de autodestrucción. No me refiero a cortarme las venas ni nada por el estilo, sino que pienso que lo único que me ocurre es que siento la necesidad de correr más riesgos, porque estoy harto de esta situación… pero los demás están igual que yo, y por eso sigo aquí. Salgo con John para tratar de reparar discretamente la valla.

24 de Mayo.

23:44 h.

John y yo hemos reparado la valla con chatarra y piezas de maquinaria que quedaron entre los escombros después del ataque de los forajidos. También hemos traído el Ford Bronco. Llevaba cuatro latas de gasolina llenas hasta arriba en el maletero. He llenado el depósito del Land Rover con una de las latas, por si en el futuro tuviéramos que utilizarlo. No sé cómo ha sido posible, pero mientras sucedía todo esto me había olvidado de la avioneta. Me he acordado cuando John avanzaba con el Bronco. John y yo hemos ido hasta los árboles para ver si le habían hecho algo, o si alguna bala perdida la había dañado. Estaba igual que cuando la dejé. El follaje con el que había escondido la avioneta estaba seco y amarillento, y ya no la cubría del todo. John y yo hemos hecho acopio de más ramas para camuflarla mejor y luego la hemos dejado donde estaba.

Los muertos vivientes de la zona se han dispersado. Los saqueadores habían neutralizado a muchos de ellos mientras los llevaban de un lado a otro en torno al complejo. Las cámaras tan sólo nos muestran a unos pocos rezagados frente a la puerta blindada de la entrada principal. El zumbado que carga con una roca aún arrastra los pies por allí; lleva ya un mes en ese lugar. Da golpes contra la puerta del refugio y marcha al ritmo de su propio tambor. El silo de misiles vacío está hecho un desastre; John y yo no vamos a ocuparnos siquiera de él. No sé cuál es el motivo por el que esas criaturas se levantan y echan a andar después de muertas, y no quiero meterme allí y correr el riesgo de cortarme con un hueso de mandíbula infectado. Si tuviese un camión de cemento, llenaría el puto agujero y no volvería a pensar en él.

28 de Mayo.

18:51 h.

Seguimos con vida, pero nuestra situación se parece mucho a la de los pacientes de una unidad de vigilancia intensiva como las que había antes de que empezara todo esto. Vivían en tiempo prestado, condenados a morir. Estamos igual que ellos. Algún día las estadísticas me darán alcance. Sólo cabe preguntarse cuándo van a hacerlo.

Me iría muy bien hacerme con otro camión cisterna (esta vez sin hacerlo explotar), porque así tendríamos combustible para futuras expediciones que tuviéramos que realizar. Lo aparcaría a una distancia segura del complejo, porque he aprendido del error que cometieron los bandidos. Merecería la pena correr el riesgo con tal de disponer de reservas abundantes de gasolina. No sé muy bien cuánta puede llegar a transportar uno de esos camiones cisterna, pero sí sé que nos bastaría uno sólo para proveer de combustible a nuestros dos vehículos durante un período prolongado. No tendría que costarnos mucho encontrar uno, porque seguro que habrá varios en la autopista interestatal que se halla a unos pocos kilómetros más al norte.

21:05 h.

Más lenguaje codificado en la radio. Esta vez cambian de frecuencia cada minuto, de acuerdo con lo que me imagino que debe de ser un protocolo. Un buen sistema de seguridad para las comunicaciones.

31 de Mayo.

1:18 h.

No logro dormir. Hoy he charlado durante unas horas con Tara. Me siento como si mi vida ya no tuviera ningún sentido, y no soy el único. Muchos de nosotros añoramos llevar una vida normal, añoramos los tiempos en los que nos aburríamos porque teníamos que ir al trabajo y fichar. Por lo menos, antes de que todo esto ocurriera, ejercía una profesión y tenía objetivos en la vida. Ahora mi único propósito es seguir con vida. Hoy los adultos nos hemos reunido en la sala de estar, hemos bebido ron y nos lo hemos pasado bien. La euforia provocada por el alcohol casi me ha hecho olvidar nuestra situación. Necesitaba un desahogo así. Desde que llegamos aquí, hemos subsistido gracias a las raciones de comida envasada que había en el complejo. Me gustaría seguir una dieta más variada, pero hacer la compra se vuelve cada día más peligroso.

Durante una hora y media hemos celebrado el Día de los Caídos. Ayer salí con Tara a buscar unas pocas flores silvestres de Texas, a modo de recuerdo por todos los que hemos perdido. Yo, personalmente, no creo que existan flores suficientes en el mundo entero. Siento un dolor inenarrable cuando me imagino a mi madre y a mi padre caminando por los cerros de nuestra comarca igual que esas criaturas. Siento la tentación de volver a casa, buscarlos y darles reposo eterno, como tendría que hacer un buen hijo.

Hay que darle clases a Laura. Jan me pidió que le enseñase historia del mundo, porque esa materia me gustaba mucho en mi anterior vida de oficial. Laura me miraba con los ojos como platos mientras le explicaba los orígenes de Estados Unidos, el viaje del hombre a la Luna y cosas por el estilo. Ella no ha conocido un mundo sin teléfonos inteligentes, televisión de alta definición o Internet, y es demasiado joven para haber visto series como «Los Fraguel». No sé lo que daría por volver a la sala de estar de mi casa, a principios de los ochenta, un sábado por la mañana, y cantar de nuevo Vamos a jugar, los problemas déjalos. Me siento algo culpable por no tener a nadie de su edad, ningún niño que le tire de las coletas en la escuela.

Tengo que irme a dormir, porque John y yo hemos decidido salir mañana con la avioneta. Buscaremos combustible y daremos una vuelta de reconocimiento. Conservo los mapas del viaje a la isla de Matagorda y en ellos constan los aeropuertos de esta zona. Además, también querría encontrar una malla sintética de camuflaje para esconder mejor la avioneta.