DURANTE una semana fue tanto el trastorno provocado por las inundaciones, que no destacaron otras noticias en la prensa y a no ser por Rolf Carlé, la masacre en un Centro de Operaciones del Ejército habría pasado casi desapercibida, ahogada en las aguas turbias del diluvio y los contubernios del poder. Se amotinó un grupo de presos políticos y después de apoderarse de las armas de sus guardianes, se atrincheró en un sector de los pabellones. El Comandante, hombre de iniciativas súbitas y ánimo impávido, no solicitó instrucciones, simplemente dio orden de pulverizarlos y sus palabras fueron tomadas al pie de la letra. Los atacaron con armamento de guerra, mataron a un número indeterminado de hombres y no quedaron heridos porque a los sobrevivientes los reunieron en un patio y los remataron sin clemencia. Cuando a los guardias se les pasó la borrachera de sangre y contaron los cadáveres, comprendieron que sería difícil explicar su acción a la opinión pública y tampoco podrían confundir a los periodistas alegando que se trataba de rumores infundados. La estampida de los morteros mató a las aves en vuelo y del cielo cayeron pájaros muertos en varios kilómetros a la redonda, imposibles de justificar porque ya nadie estaba dispuesto a creer en nuevos milagros del Nazareno. Como indicio complementario, una fetidez implacable escapaba de las fosas comunes saturando el aire. Como primera medida no permitieron acercarse a ningún curioso y trataron de cubrir la zona con un manto de soledad y de silencio. El Gobierno no tuvo más alternativa que respaldar la decisión del Comandante. No se puede arremeter contra las fuerzas del orden, esas cosas ponen en peligro a la democracia, masculló furioso el Presidente en la intimidad de su gabinete. Entonces improvisaron la explicación de que los subversivos se habían eliminado entre ellos y repitieron la patraña tantas veces, que acabaron por creerla ellos mismos. Pero Rolf Carlé sabía demasiado sobre esos asuntos para aceptar la versión oficial y sin esperar que Aravena lo comisionara, se metió donde otros no se atrevieron.
Obtuvo una parte de la verdad de sus amigos en la montaña y el resto lo averiguó con los mismos guardias que exterminaron a los prisioneros y a quienes bastó un par de cervezas para hablar, porque ya no podían seguir soportando el asedio de la mala conciencia. Tres días después, cuando empezaba a esfumarse el olor de los cadáveres y ya habían barrido los últimos pájaros podridos, Rolf Carlé tenía pruebas irrefutables de lo sucedido y estaba dispuesto a luchar contra la censura, pero Aravena le advirtió que no se hiciera ilusiones, por televisión no podía asomar ni una palabra. Tuvo la primera pelea con su maestro, lo acusó de timorato y cómplice, pero el otro fue inflexible. Habló con un par de diputados de la oposición y les mostró sus películas y fotografías, para que vieran los métodos empleados por el Gobierno para combatir la guerrilla y las condiciones infrahumanas de los detenidos. Ese material fue exhibido en el Congreso, donde los parlamentarios denunciaron la matanza y exigieron que las tumbas fueran abiertas y se llevara a juicio a los culpables. Mientras el Presidente aseguraba al país que estaba dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias en la investigación, aunque para ello tuviera que renunciar a su cargo, una cuadrilla de conscriptos improvisaba una cancha deportiva asfaltada y plantaba una doble hilera de árboles para cubrir las fosas, los expedientes se perdieron en los vericuetos de la administración judicial y los directores de todos los medios de prensa fueron citados al Ministerio del Interior para advertirles sobre las consecuencias de difamar a las Fuerzas Armadas. Rolf Carlé continuó insistiendo con una tenacidad que acabó por vencer la prudencia de Aravena y las evasivas de los diputados, quienes al menos aprobaron una tibia amonestación al Comandante y un decreto ordenando que los presos políticos fueran tratados de acuerdo a la Constitución, tuvieran juicios públicos y cumplieran sus penas en las cárceles y no en centros especiales, donde ninguna autoridad civil tenía acceso. Como resultado, nueve guerrilleros recluidos en el Fuerte El Tucán fueron trasladados al Penal de Santa María, medida no menos atroz para ellos pero que sirvió para cerrar el caso e impedir que creciera el escándalo, empantanado en la indiferencia colectiva.
La misma semana Elvira anunció que había un aparecido en el patio, pero no le prestamos atención. Mimí andaba enamorada y lo escuchaba todo a medias, demasiado ocupada en las pasiones turbulentas de mi folletín. La máquina de escribir repiqueteaba todo el día sin dejarme ánimo para atender asuntos de rutina.
—Hay un alma en pena en esta casa, pajarito, insistió Elvira.
—¿Dónde?
—Se asoma por la pared de atrás. Es un espíritu de hombre, sería bueno precaverse, digo yo. Mañana mismo compro un líquido contra las ánimas.
—¿Se lo darás a tomar?
—No, niña, qué ideas tienes, es para lavar la casa. Hay que pasarlo por las paredes, los suelos, por todas partes.
—Es mucho trabajo, ¿no lo venden en spray?
—No pues, niña, esos modernismos no funcionan con las almas difuntas.
—Yo no he visto nada, abuela…
—Yo sí, anda vestido de persona y es moreno como San Martín de Porres, pero no es humano, cuando lo vislumbro la piel se me pone de gallina, pajarito. Ha de ser alguien perdido que busca un camino, tal vez no ha acabado de morirse.
—Tal vez, abuela.
Pero no se trataba de un ectoplasma trashumante, como se supo ese mismo día cuando el Negro tocó el timbre y Elvira, espantada al verlo, cayó sentada al suelo. Lo había enviado el Comandante Rogelio y rondaba la calle buscándome sin atreverse a preguntar por mí para no llamar la atención.
—¿Te acuerdas de mí? Nos conocimos en la época de la Señora, yo trabajaba en el boliche de la calle República. La primera vez que te vi eras una mocosa, se presentó.
Inquieta, porque Naranjo nunca había usado intermediarios y los tiempos no estaban como para confiar en nadie, lo seguí hasta una bomba de gasolina en los arrabales de la ciudad. El Comandante Rogelio me aguardaba oculto en un depósito de neumáticos. Necesité varios segundos para adaptarme a la oscuridad y descubrir a ese hombre que tanto había amado y que ahora me resultaba lejano. No nos habíamos visto en varias semanas y yo no había tenido oportunidad de contarle los cambios ocurridos en mi vida. Después de besarnos entre los tambores de combustible y latas de aceite quemado, Huberto me pidió un plano de la fábrica, porque pensaba robar uniformes para vestir de oficiales a varios de sus hombres. Había decidido introducirse en el Penal de Santa María para rescatar a sus compañeros y de paso propinar un golpe mortal al Gobierno y una humillación inolvidable al Ejército. Sus planes tambalearon cuando le anuncié que no podía colaborar con él, porque había dejado mi empleo y ya no tenía acceso a las instalaciones del edificio. Tuve la mala idea de contarle la cena en el restaurante con el Coronel Tolomeo Rodríguez. Me di cuenta que se puso furioso, porque empezó a hacerme preguntas muy amables, con una risa burlona que conozco bien. Acordamos vernos el domingo en el Jardín Zoológico.
Esa noche, después de admirarse a sí misma en el capítulo correspondiente de la telenovela, en compañía de Elvira, para quien el hecho de verla en dos lugares al mismo tiempo era una prueba más de su naturaleza celestial, Mimí entró en la habitación a desearme buenas noches, como siempre hacía, y me sorprendió dibujando líneas en una hoja de papel. Quiso saber de qué se trataba.
—¡No te metas en vainas! —exclamó aterrada al conocer el proyecto.
—Tengo que hacerlo, Mimí. No podemos seguir ignorando lo que pasa en el país.
—Sí podemos, lo hemos hecho hasta ahora y gracias a eso estamos bien. Además aquí a nadie le importa nada de nada, tus guerrilleros no tienen ni la menor oportunidad de triunfar. ¡Piensa cómo empezamos, Eva! Yo tuve la mala suerte de nacer mujer en un cuerpo de hombre, me han perseguido por marica, me han violado, torturado, puesto en prisión y mira dónde estoy ahora, todo por mi propio mérito. ¿Y tú? Lo único que has hecho es trabajar y trabajar, eres bastarda, con una mezcolanza de sangre de todos los colores, sin familia, nadie te educó ni te puso una vacuna o te dio una vitamina.
Pero hemos salido adelante. ¿Quieres echarlo todo a perder?
En cierto modo era verdad que para entonces habíamos logrado ajustar algunas cuentas privadas con la vida. Habíamos sido tan pobres, que no conocíamos el valor del dinero y se nos escurría de las manos como arena, pero ahora ganábamos suficiente para gastar en ciertos lujos. Nos creíamos ricas. Yo recibí un pago adelantado por el folletín, suma que me parecía fabulosa y me pesaba en el bolsillo. Por su parte, Mimí se consideraba en el mejor período de su existencia. Por fin había logrado el balance perfecto de las píldoras multicolores y se sentía tan bien en su cuerpo, como si hubiera nacido con él. Nada quedaba de su antigua timidez y hasta podía bromear con lo que antes era motivo de bochorno. Además de su papel de Alejandra en el serial de televisión, estaba ensayando el personaje del Caballero de Eón, un travesti del siglo dieciocho, agente secreto, quien pasó su existencia sirviendo a los reyes de Francia en atavíos de mujer y fue descubierto sólo cuando vistieron su cadáver, a los ochenta y dos años de edad.
Poseía todas las condiciones para interpretarlo y el más célebre dramaturgo del país había escrito la comedia especialmente para ella. Lo que la hacía más feliz era que creía haber encontrado por fin al hombre señalado por la astrología, aquel que la acompañaría en sus años de madurez. Desde que frecuentaba a Aravena habían renacido las ilusiones de su primera juventud; nunca tuvo una relación así, él nada le exigía, la colmaba de regalos y lisonjas, la llevaba a los sitios más concurridos donde todos pudieran admirarla, la cuidaba como un coleccionista de obras de arte. Todo anda bien por primera vez, Eva, no busques líos, me suplicó Mimí, pero yo esgrimí los argumentos tantas veces escuchados en boca de Huberto Naranjo y repliqué que éramos dos seres marginales, condenados a luchar por cada migaja y aunque rompiéramos las cadenas que nos ataban desde el día de nuestra concepción, aún quedarían los muros de una cárcel mayor, no se trataba de modificar las circunstancias personales, sino de cambiar toda la sociedad. Mimí escuchó mi discurso hasta el final y cuando habló lo hizo con su voz de hombre y una determinación en los gestos que contrastaba con el encaje color salmón de los puños de su bata y los rizos de su melena.
—Todo lo que has dicho es una soberana ingenuidad. En el caso improbable de que tu Naranjo triunfe con su revolución, estoy segura de que al poco tiempo actuaría con la misma prepotencia de todos los hombres que llegan a tener poder.
—No es cierto. Él es diferente. No piensa en sí mismo, sino en el pueblo.
—Eso es ahora, porque le sale gratis. Es un prófugo metido en la selva, pero habría que verlo si estuviera en el gobierno. Mira, Eva, los hombres como Naranjo no pueden hacer cambios definitivos, sólo modifican las reglas, pero se manejan siempre en la misma escala. Autoridad, competencia, codicia, represión, siempre es lo mismo.
—Si él no puede, ¿entonces quién?
—Tú y yo, por ejemplo. Hay que cambiar el alma del mundo. Pero en fin, para eso falta mucho y como veo que estás decidida y no puedo dejarte sola, iré contigo al zoológico. Lo que ese imbécil necesita no es un plano de la fábrica de uniformes, sino del Penal de Santa María.
La última vez que el Comandante Rogelio la había visto, se llamaba Melecio, tenía los atributos de un hombre normal y trabajaba como profesor de italiano en una academia de idiomas. A pesar de que Mimí aparecía con frecuencia en las páginas de las revistas y en la televisión, él no la reconoció, porque vivía en otra dimensión, alejado por completo de esas frivolidades, pateando víboras en el monte y manejando armas de fuego. Yo le había hablado a menudo de mi amiga, pero de todos modos él no esperaba ver junto a la jaula de los monos a esa mujer vestida de rojo cuya hermosura lo dejó aturdido y puso patas arriba sus prejuicios al respecto. No, no se trataba de un maricón disfrazado, era una hembra olímpica capaz de cortarle el aliento a un dragón.
Aunque era imposible que Mimí pasara desapercibida, procuramos disimularnos en la multitud, deambulando entre niños ajenos y echando maíz a las palomas como cualquier familia en su paseo dominical. Al primer intento del Comandante Rogelio de teorizar, ella lo frenó con una de aquellas retahílas reservadas para casos extremos. Le dijo claramente que se guardara sus discursos, porque ella no era tan candorosa como yo; que consentía en ayudarlo por esta vez, para librarse de él lo antes posible y con la esperanza de que le dieran un tiro y fuera a parar de cabeza al infierno, para que no siguiera jodiendo la paciencia; pero que no estaba dispuesta a tolerar que además la adoctrinara con sus ideas cubanas, que se fuera al carajo, pues bastantes problemas tenía ella sin necesidad de echarse encima esa revolución ajena, qué se había imaginado, a ella no le interesaban un pepino el marxismo ni ese atado de barbudos revoltosos, lo único que quería era sobrevivir en paz y ojalá lo entendiera porque si no se lo iba a explicar de otra manera. Luego se sentó pierna arriba en un banco de cemento a dibujarle un plano con un lápiz de cejas en las tapas de su libreta de cheques.
Los nueve guerrilleros trasladados del Fuerte El Tucán se encontraban en las celdas de castigo de Santa María. Detenidos siete meses antes, resistieron todos los interrogatorios sin que pudieran quebrantarles la decisión de callar ni el deseo de volver a la montaña para seguir peleando. La discusión en el Congreso los colocó en primera página de los periódicos y los elevó al rango de héroes a los ojos de los estudiantes de la Universidad, quienes empapelaron la ciudad de afiches con sus rostros.
—Que no se vuelva a saber de ellos, ordenó el Presidente, confiando en la mala memoria de la gente.
—Díganles a los compañeros que los liberaremos, ordenó el Comandante Rogelio, confiando en la audacia de sus hombres.
De esa prisión sólo había escapado años antes un bandido francés, quien logró llegar por el río hasta el mar, flotando sobre una balsa improvisada sobre cadáveres inflados de perros, pero desde entonces nadie lo había intentado. Agotados por el calor, la falta de alimento, las pestes y la violencia que sufrían en cada instante de sus condenas, los detenidos comunes carecían de fuerzas para cruzar el patio, mucho menos para aventurarse en la selva, en el caso improbable de una fuga. Los presos especiales no tenían ninguna posibilidad de lograrlo, a menos que fueran capaces de abrir las puertas de hierro, dominar a los guardias armados de metralletas, atravesar todo el edificio, saltar el muro, nadar entre pirañas por un río caudaloso e internarse en la jungla, todo eso con las manos desnudas y en el último estado de agotamiento. El Comandante Rogelio no ignoraba esos colosales obstáculos, sin embargo aseguró impasible que los rescataría y ninguno de sus hombres dudó de su promesa, mucho menos los nueve recluidos en las celdas de castigo. Una vez que logró sobreponerse a la rabia inicial, tuvo la idea de usarme como señuelo para atraer al Coronel Tolomeo Rodríguez a una trampa.
—Está bien, siempre que no le hagan daño, dije.
—Se trata de secuestrarlo, no de matarlo. Lo trataremos como a una señorita para canjearlo por los compañeros. ¿Por qué te interesa tanto ese hombre?
—Por nada… Te advierto que no será fácil pillarlo desprevenido, anda armado y tiene guardaespaldas. No es ningún tonto.
—Supongo que no llevará su escolta cuando sale con una mujer.
—¿Me estás pidiendo que me acueste con él?
—¡No! Sólo que lo cites donde te indiquemos y lo mantengas distraído. Nosotros llegaremos en seguida. Una operación limpia, sin tiros ni escándalo.
—Debo lograr que entre en confianza y eso no es posible en la primera salida. Necesito tiempo.
—Creo que ese Rodríguez te gusta… Juraría que quieres dormir con él, trató de bromear Huberto Naranjo, pero la voz le salió estentórea.
No respondí, porque me distraje pensando que seducir a Rodríguez podría ser algo muy interesante, aunque en verdad no estaba segura si sería capaz de entregarlo a sus enemigos o si, por el contrario, intentaría prevenirlo. Tal como decía Mimí, yo no estaba preparada ideológicamente para esa guerra. Sonreí sin darme cuenta y creo que esa sonrisa secreta cambió al punto los planes de Huberto, que decidió volver al primer proyecto. Mimí opinó que eso equivalía a un suicidio, conocía el sistema de vigilancia, los visitantes se anunciaban por radio y si se trataba de un grupo de oficiales, como pretendía Naranjo disfrazar a sus hombres, el director iría en persona a esperarlos al aeropuerto militar. Ni el Papa entraría en el Penal sin control de identidad.
—Entonces tenemos que introducir armas para los compañeros, dijo el Comandante Rogelio.
—Debes estar mal de la cabeza, se burló Mimí. En mis tiempos eso hubiera sido bien difícil, porque revisaban a todo el mundo a la entrada y a la salida, pero ahora es imposible, tienen un aparato para detectar metales y aunque te tragues el arma te la descubren.
—No importa. Los sacaré de allí como sea.
En los días siguientes al encuentro en el Jardín Zoológico, se reunió con nosotras en diversos lugares para afinar los detalles, que a medida que se sumaban a la lista ponían en evidencia la insensatez del proyecto. Nada pudo disuadirlo. La victoria es de los más atrevidos, replicaba cuando le señalábamos los peligros. Yo dibujé la fábrica de uniformes y Mimí el presidio, calculamos los movimientos de los guardias, aprendimos las rutinas, y estudiamos hasta la orientación de los vientos, la luz y la temperatura de cada hora del día. En el proceso Mimí se contagió con el entusiasmo de Huberto y perdió de vista la meta final, olvidó que se trataba de liberar a los prisioneros y acabó considerándolo una especie de juego de salón. Fascinada, trazaba planos, hacía listas, imaginaba estrategias, haciendo caso omiso de los riesgos, convencida en el fondo de que todo quedaría en las intenciones sin llevarse jamás a la práctica, como tantas cosas a lo largo de la historia nacional. La empresa era tan audaz, que merecía llegar a buen término. El Comandante Rogelio iría con seis guerrilleros, escogidos entre los más veteranos y valientes, a acampar con los indios en las cercanías de Santa María. El jefe de la tribu había ofrecido cruzarlos por el río y guiarlos en la selva, dispuesto a colaborar con ellos después que el Ejército irrumpió en su aldea dejando un reguero de ranchos quemados, animales despanzurrados y muchachas violadas. Se comunicarían con los prisioneros a través de un par de indios, sirvientes de la cocina de la prisión. El día señalado los detenidos debían estar preparados para desarmar a algunos guardias y deslizarse hasta el patio, donde el Comandante Rogelio y sus hombres los rescatarían. La parte más débil del plan, tal como señaló Mimí sin que fuera necesaria ninguna experiencia para llegar a esa conclusión, era que los guerrilleros lograran salir de las celdas de seguridad. Cuando el Comandante Rogelio fijó como plazo máximo el martes de la semana siguiente, ella lo miró entre sus largas pestañas de pelo de visón y en ese momento tuvo el primer atisbo de que el asunto iba en serio. Una decisión de tal magnitud no podía tomarse al azar, de modo que sacó sus naipes, le indicó que cortara el mazo con la mano izquierda, distribuyó las cartas de acuerdo a un orden establecido en la antigua civilización egipcia y procedió a leer el mensaje de las fuerzas sobrenaturales, mientras él la observaba con una mueca sarcástica, mascullando que debía estar demente para confiar el éxito de semejante empresa a esa extravagante criatura.
—No puede ser el martes, sino el sábado, determinó ella cuando volteó El Mago y salió con la cabeza para abajo.
—Será cuando yo diga, replicó él dejando bien clara su opinión sobre ese delirio.
—Aquí dice sábado y tú no estás en condiciones de desafiar al Tarot.
—Martes.
—Los sábados por la tarde la mitad de los guardias anda de parranda en el burdel de Agua Santa y la otra mitad ve el béisbol en la televisión.
Ese fue el argumento decisivo en favor de la quiromancia. En eso estaban, discutiendo alternativas, cuando me acordé de la Materia Universal. El Comandante Rogelio y Mimí levantaron la vista de los naipes y me contemplaron perplejos. Así fue como sin proponérmelo, terminé en compañía de media docena de guerrilleros amasando porcelana fría en un rancho indígena a poca distancia de la casa del turco donde pasé los mejores años de mi adolescencia.
Entré en Agua Santa en un coche destartalado con placas robadas, conducido por el Negro. El lugar no había cambiado mucho, la calle principal había crecido un poco, se veían viviendas nuevas, varios almacenes y algunas antenas de televisión, pero permanecían inmutables el bochinche de los grillos, el sofoco implacable del mediodía y la pesadilla de la selva que comenzaba al borde del camino. Tenaces y pacientes, sus habitantes soportaban el vaho caliente y el desgaste de los años, casi aislados del resto del país por una vegetación inmisericorde. En principio no debíamos detenernos en el pueblo, nuestro destino era la aldea de los indios a medio camino de Santa María, pero cuando vi las casas con sus techos de tejas, las calles lustrosas por la última lluvia y las mujeres sentadas en sus sillas de paja en los umbrales de las puertas, me volvieron los recuerdos con una fuerza ineludible y le supliqué al Negro que pasara frente a La Perla de Oriente sólo para echar un vistazo, aunque fuera de lejos. Tantas cosas se habían arruinado en ese tiempo, tantos habían muerto o habían partido sin despedirse, que imaginaba la tienda convertida en un fósil irremediable, descuajada por el uso y las travesuras del olvido, por eso me sorprendió verla surgir ante mis ojos como un espejismo ileso. Su fachada estaba reconstruida, las letras del nombre recién pintadas, la vitrina lucía herramientas agrícolas, comestibles, ollas de aluminio y dos flamantes maniquíes con pelucas amarillas. Había tal aire de renovación, que no pude resistir y me bajé del automóvil para asomarme a la puerta. El interior también había sido rejuvenecido con un mostrador moderno, pero los sacos de granos, los rollos de telas baratas y los frascos de caramelos eran similares a los de antes.
Riad Halabí se hallaba sacando cuentas junto a la caja, vestido con una guayabera de batista y tapándose la boca con un pañuelo blanco. Era el mismo que yo guardaba en la memoria, ni un minuto había pasado para él, estaba intacto como a veces se conserva el recuerdo del primer amor. Me aproximé con timidez, conmovida por la misma ternura de los diecisiete años, cuando me senté sobre sus rodillas para pedirle el regalo de una noche de amor y ofrecerle esa virginidad que mi Madrina medía con una cuerda de siete nudos.
—Buenas tardes… ¿tiene aspirinas? —fue lo único que pude decir.
Riad Halabí no levantó la vista ni apartó el lápiz de su libro de contabilidad y me señaló con un gesto el otro extremo del mesón.
—Pídaselas a mi mujer —dijo con el ceceo de su labio de conejo.
Me volví, segura de encontrar a la maestra Inés convertida en esposa del turco, tal como imaginé muchas veces que sucedería finalmente, pero en cambio vi a una muchacha que no debía tener más de catorce años, una morenita achaparrada de boca pintada y expresión obsequiosa. Compré las aspirinas pensando que años atrás ese hombre me había rechazado porque yo era demasiado joven y en aquel momento su actual mujer debía andar en pañales. Quién sabe cuál habría sido mi suerte de haberme quedado a su lado, pero de una cosa estoy segura: en la cama me habría hecho muy feliz. Sonreí a la niña de labios rojos con una mezcla de complicidad y envidia y me fui de allí sin intercambiar ni una mirada con Riad Halabí, contenta por él, se veía bien. A partir de ese momento lo recuerdo como el padre que en verdad fue para mí; esa imagen le calza mucho mejor que la del amante de una sola noche. Afuera el Negro rumiaba su impaciencia, eso no estaba incluido en las órdenes recibidas.
—Rajemos. El Comandante dijo que nadie debía vernos en este pueblo de porquería donde todo el mundo te conoce, me reclamó.
—No es un pueblo de porquería. ¿Sabes por qué se llama Agua Santa? Porque hay un manantial que lava los pecados.
—No me jodas.
—Es cierto, si te bañas en esa agua no vuelves a sentir culpa.
—Por favor, Eva, sube al coche y salgamos de aquí.
—No tan rápido, todavía tengo algo que hacer, pero debemos esperar la noche, es más seguro…
Al Negro le resultó inútil la amenaza de dejarme tirada en la carretera, porque cuando se me pone una idea en la cabeza rara vez cambio de opinión. Por otra parte, mi presencia era indispensable para rescatar a los prisioneros, así es que no sólo tuvo que acceder, sino que también le tocó cavar un hoyo apenas bajó el sol. Lo conduje por detrás de las casas hasta un terreno irregular, cubierto de espesa vegetación y le señalé un punto.
—Vamos a desenterrar algo, le dije y él obedeció porque supuso que, a menos que el calor me hubiera ablandado el cerebro, también eso debía ser parte del plan.
No fue necesario afanarse demasiado, la tierra arcillosa estaba húmeda y blanda. A poco más de medio metro de profundidad encontramos un envoltorio de plástico cubierto de moho. Lo limpié con la punta de la blusa y sin abrirlo lo puse en mi bolso.
—¿Qué hay adentro? —quiso saber el Negro.
—Una dote de matrimonio.
Los indios nos recibieron en una elipse despejada donde ardía una hoguera, única fuente de luz en la densa oscuridad de la selva. Un gran techo triangular de ramas y hojas servía de parapeto común y debajo colgaban varias hamacas en diferentes niveles. Los adultos llevaban alguna prenda de ropa, hábito adquirido en contacto con los pueblos vecinos, pero los niños iban desnudos, porque en las telas siempre impregnadas de humedad, se multiplicaban los parásitos y brotaba un musgo pálido, causa de diversos males. Las muchachas llevaban flores y plumas en las orejas, una mujer amamantaba a su hijo con un seno y con el otro a un perrito. Observé esos rostros, buscando mi propia imagen en cada uno de ellos, pero sólo encontré la expresión sosegada de quienes vienen de vuelta de todas las preguntas. El jefe se adelantó dos pasos y nos saludó con una leve inclinación. Llevaba el cuerpo erguido, tenía los ojos grandes y separados, la boca carnosa y el cabello cortado como un casco redondo, con una tonsura en la nuca donde lucía orgulloso las cicatrices de muchos torneos de garrotazos. Lo identifiqué al punto, era el hombre que todos los sábados conducía a la tribu a pedir limosna en Agua Santa, el que me encontró una mañana sentada junto al cadáver de Zulema, el mismo que mandó a avisar la desgracia a Riad Halabí y cuando me detuvieron se plantó delante de la Comandancia a patear el suelo como un tambor de advertencia. Deseaba saber cómo se llamaba, pero el Negro me había explicado con anterioridad que esa pregunta sería una grosería; para esos indios nombrar es tocar el corazón, consideran una aberración llamar a un extraño por su nombre o permitir que este lo haga, así es que más valía abstenerme de presentaciones que podían ser mal interpretadas. El jefe me miró sin dar muestras de emoción, pero tuve la certeza de que también me había reconocido. Nos hizo una señal para indicar el camino y nos condujo a una cabaña sin ventanas, olorosa a trapo chamuscado, sin más mobiliario que dos taburetes, una hamaca y una lámpara de querosén.
Las instrucciones indicaban esperar al resto del grupo, que se juntaría con nosotros poco antes de la noche del viernes señalado. Pregunté por Huberto Naranjo, porque me figuré que pasaríamos esos días juntos, pero nadie pudo darme noticias suyas. Sin quitarme la ropa me eché en la hamaca, perturbada por el barullo incesante de la selva, la humedad, los mosquitos y las hormigas, el temor de que las víboras y las arañas venenosas se deslizaran por las cuerdas o estuvieran anidadas en el techo de palmas y me cayeran encima durante el sueño. No pude dormir. Pasé las horas interrogándome sobre las razones que me habían conducido hasta allí, sin llegar a ninguna conclusión, porque mis sentimientos por Huberto no me parecieron motivo suficiente. Me sentía cada día más lejos de los tiempos en que vivía sólo para los furtivos encuentros con él, girando como una luciérnaga en torno a un fuego escurridizo. Creo que sólo acepté ser parte de esa aventura para ponerme a prueba, a ver si compartiendo esa guerra insólita lograba acercarme de nuevo al hombre que alguna vez amé sin pedirle nada. Pero esa noche estaba sola, encogida en una hamaca infestada de chinches que olía a perro y a humo.
Tampoco lo hacía por convicción política, porque si bien había adoptado los postulados de esa utópica revolución y me conmovía ante el coraje desesperado de ese puñado de guerrilleros, tenía la intuición de que ya estaban derrotados. No podía evitar ese presagio de fatalidad que me rondaba desde hacía un tiempo, una vaga inquietud que se transformaba en ramalazos de lucidez cuando estaba ante Huberto Naranjo. A pesar de la pasión que ardía en la mirada de él, yo podía ver el aire de descalabro cerrándose a su alrededor. Para impresionar a Mimí yo repetía sus discursos, pero en verdad pensaba que la guerrilla era un proyecto imposible en el país. No quería imaginar el final de esos hombres y de sus sueños. Esa noche, insomne en el cobertizo de los indios, me sentí triste. Bajó la temperatura y me dio frío, entonces salí y me acurruqué junto a los restos del fuego para pasar allí la noche. Pálidos rayos, apenas perceptibles, se filtraban a través del follaje y noté, como siempre, que la luna me tranquilizaba.
Al amanecer escuché el despertar de los indios bajo el techo comunitario, todavía entumecidos en sus chinchorros, conversando y riendo. Algunas mujeres fueron a buscar agua y sus niños las siguieron imitando los gritos de las aves y los animales del bosque. Con la llegada de la mañana pude ver mejor la aldea, un puñado de chozas tiznadas del mismo color del barro, agobiadas por el aliento de la selva, rodeadas por un trozo de tierra cultivada donde crecían matas de yuca y maíz y unos cuantos plátanos, únicos bienes de la tribu, despojada durante generaciones por la rapacidad ajena. Esos indios, tan pobres como sus antepasados del principio de la historia americana, habían resistido el trastorno de los colonizadores sin perder del todo sus costumbres, su lengua y sus dioses. De los soberbios cazadores que alguna vez fueron, quedaban unos cuantos menesterosos, pero tan largos infortunios no habían borrado el recuerdo del paraíso perdido ni la fe en las leyendas que prometían recuperarlo. Aún sonreían con frecuencia. Poseían algunas gallinas, dos cerdos, tres piraguas, implementos de pesca y esos raquíticos plantíos rescatados de la maleza con un esfuerzo descomunal. Dedicaban las horas a buscar leña y alimento, tejer chinchorros y cestos, tallar flechas para vender a los turistas a la orilla del camino. A veces alguno salía de caza y si tenía suerte, regresaba con un par de pajarracos o un pequeño jaguar que repartía entre los suyos, pero que él mismo no probaba para no ofender al espíritu de su presa.
Partí con el Negro a deshacernos del automóvil. Lo llevamos a la espesura y lo despeñamos en un barranco insondable, más allá de la algarabía de los loros y el desenfado de los monos, donde lo vimos rodar sin escándalo, silenciado por las hojas gigantescas y las lianas ondulantes y desaparecer devorado por la vegetación, que se cerró sobre su huella sin dejar rastro. En las horas siguientes llegaron uno a uno los seis guerrilleros, todos a pie y por diversos caminos, con la compostura de quienes han vivido largamente en la inclemencia. Eran jóvenes, decididos, serenos y solitarios, tenían las mandíbulas firmes, los ojos afilados y la piel ofuscada por la intemperie, marcados los cuerpos de cicatrices. No hablaron conmigo más de lo necesario, sus movimientos eran medidos, evitando todo derroche de energía. Habían escondido parte de sus armas y no las recuperarían hasta el momento del asalto. Uno de ellos se perdió bosque adentro guiado por un indígena, iba a apostarse en la orilla del río a observar el Penal con catalejos; otros tres se fueron en dirección al aeropuerto militar donde debían instalar los explosivos, siguiendo las instrucciones del Negro; los dos restantes organizaron lo necesario para la retirada. Todos llevaron a cabo sus quehaceres sin aspavientos ni comentarios, como si fuera un oficio rutinario.
Al atardecer llegó por el sendero un jeep y corrí a recibirlo, deseando que fuera al fin Huberto Naranjo. Había pensado mucho en él, con la esperanza de que un par de días juntos podría cambiar por completo nuestra relación y, con suerte, devolvernos ese amor que alguna vez llenó mi vida y hoy parecía descolorido. Lo último que imaginé fue que del vehículo descendería Rolf Carlé con una mochila y su cámara. Nos miramos desconcertados, pues ninguno esperaba ver al otro en ese lugar y en esa circunstancia.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—Vengo por la noticia —sonrió él.
—¿Cuál noticia?
—La que ocurrirá el sábado.
—Vaya… ¿cómo lo sabes?
—El Comandante Rogelio me pidió que la filmara. Las autoridades tratarán de silenciar la verdad y yo vine para ver si puedo contarla. ¿Y por qué estás tú aquí?
—Para amasar.
Rolf Carlé escondió el jeep y partió con su equipo siguiendo los pasos de los guerrilleros, quienes ante la cámara se cubrían las caras con pañuelos para no ser reconocidos más tarde. Entretanto yo me dediqué a la Materia Universal. En la penumbra de la choza, sobre un trozo de plástico extendido en el suelo de tierra apisonada, junté los ingredientes tal como había aprendido de mi patrona yugoslava. Al papel remojado le agregué igual proporción de harina y cemento, lo ligué con agua y lo sobé hasta conseguir una pasta firme de un color gris, como leche de ceniza. La estiré con una botella ante la mirada atenta del jefe de la tribu y de varios niños, que comentaban entre ellos en su lengua cantarina, gesticulando y haciendo morisquetas. Preparé una masa gruesa y flexible y con ella envolví las piedras, escogidas por su forma ovalada. El modelo era una granada de mano del Ejército, trescientos gramos de peso, diez metros de acción, veinticinco de alcance, metal oscuro. Parecía una pequeña guanábana madura. Comparada con el elefante de la India, los mosqueteros, los bajorrelieves de las tumbas faraónicas y otras obras fabricadas por la yugoslava con ese mismo material, la falsa granada era muy sencilla. Sin embargo necesité realizar varias pruebas, porque hacía mucho que no practicaba y la ansiedad me atoraba el entendimiento y me agarrotaba los dedos. Cuando logré las proporciones exactas, calculé que no habría tiempo para hacer las granadas, dejarlas endurecer, darles color y esperar el secado del barniz, entonces se me ocurrió teñir la masa para evitar pintarla después de seca, pero al mezclarla con la pintura perdía elasticidad. Comencé a murmurar maldiciones y a rascarme impaciente las picaduras de mosquitos hasta sacarme sangre.
El jefe de los indios, que había seguido cada etapa del proceso con la mayor curiosidad, salió de la choza y regresó poco después con un puñado de hojas y un cazo de greda. Se acuclilló a mi lado y se puso a masticar las hojas con paciencia. A medida que las convertía en papilla y las escupía en el recipiente, la boca y los dientes se le volvían negros. Después exprimió ese mejunje en un trapo, obtuvo un líquido oscuro y oleoso, como sangre vegetal y me lo pasó. Incorporé los escupitajos a un poco de masa y vi que el experimento servía, al secarse quedaba de un color parecido a la granada original y no alteraba las virtudes admirables de la Materia Universal.
Por la noche regresaron los guerrilleros y después de compartir con los indios unos trozos de casabe y pescado cocido, se instalaron a dormir en la choza que les habían asignado.
La selva se volvió densa y negra, como un templo, bajaron las voces y hasta los indios hablaban en susurros. Poco después llegó Rolf Carlé y me encontró sentada ante los leños todavía ardientes, abrazada a mis piernas, con la cara oculta entre las rodillas. Se agachó a mi lado.
—¿Qué te pasa?
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De los ruidos, de esta oscuridad, de los espíritus maléficos, las serpientes y los bichos, de los soldados, de lo que vamos a hacer el sábado, de que nos maten a todos…
—Yo también tengo miedo, pero no me perdería esto por nada.
Le tomé la mano y se la retuve con firmeza por unos instantes, su piel estaba caliente y tuve la impresión renovada de conocerlo desde hacía mil años.
—¡Qué par de tontos somos! —traté de reírme.
—Cuenta una historia para distraernos —pidió Rolf Carlé.
—¿Cómo te gustaría?
—Algo que no le hayas contado a nadie. Invéntala para mí.
«Había una vez una mujer cuyo oficio era contar cuentos. Iba por todas partes ofreciendo su mercadería, relatos de aventuras, de suspenso, de horror o de lujuria, todo a precio justo. Un mediodía de agosto se encontraba en el centro de una plaza, cuando vio avanzar hacia ella un hombre soberbio, delgado y duro como un sable. Venía cansado, con un arma en el brazo, cubierto del polvo de lugares distantes y cuando se detuvo, ella notó un olor de tristeza y supo al punto que ese hombre venía de la guerra. La soledad y la violencia le habían metido esquirlas de hierro en el alma y lo habían privado de la facultad de amarse a sí mismo. ¿Tú eres la que cuenta cuentos? preguntó el extranjero. Para servirte, replicó ella. El hombre sacó cinco monedas de oro y se las puso en la mano. Entonces véndeme un pasado, porque el mío está lleno de sangre y de lamentos y no me sirve para transitar por la vida, he estado en tantas batallas, que por allí se me perdió hasta el nombre de mi madre, dijo. Ella no pudo negarse, porque temió que el extranjero se derrumbara en la plaza convertido en un puñado de polvo, como le ocurre finalmente a quien carece de buenos recuerdos. Le indicó que se sentara a su lado y al ver sus ojos de cerca se le dio vuelta la lástima y sintió un deseo poderoso de aprisionarlo en sus brazos. Comenzó a hablar. Toda la tarde y toda la noche estuvo construyendo un buen pasado para ese guerrero, poniendo en la tarea su vasta experiencia y la pasión que el desconocido había provocado en ella. Fue un largo discurso, porque quiso ofrecerle un destino de novela y tuvo que inventarlo todo, desde su nacimiento hasta el día presente, sus sueños, anhelos y secretos, la vida de sus padres y hermanos y hasta la geografía y la historia de su tierra. Por fin amaneció y en la primera luz del día ella comprobó que el olor de la tristeza se había esfumado. Suspiró, cerró los ojos y al sentir su espíritu vacío como el de un recién nacido, comprendió que en el afán de complacerlo le había entregado su propia memoria, ya no sabía qué era suyo y cuánto ahora pertenecía a él, sus pasados habían quedado anudados en una sola trenza. Había entrado hasta el fondo en su propio cuento y ya no podía recoger sus palabras, pero tampoco quiso hacerlo y se abandonó al placer de fundirse con él en la misma historia…»
Cuando terminé de hablar, me puse de pie, me sacudí el polvo y las hojas de la ropa y me fui a la choza a tenderme en la hamaca. Rolf Carlé se quedó sentado frente al fuego.
En la madrugada del viernes llegó el Comandante Rogelio, tan sigiloso que los perros no ladraron cuando entró en la aldea, pero sus hombres lo advirtieron, porque dormían con los ojos abiertos. Me sacudí el entumecimiento de las últimas dos noches y salí a abrazarlo, pero él me detuvo con un gesto, sólo perceptible para mí, tenía razón, era impúdico hacer alardes de intimidad ante quienes no habían tenido amor en tanto tiempo. Los guerrilleros lo recibieron con toscas bromas y palmetazos y pude apreciar cuánto confiaban en él, porque a partir de ese momento la tensión se aflojó, como si su presencia fuera un seguro de vida para los demás. Traía en una maleta los uniformes, doblados y planchados con pulcritud, los galones, las gorras y las botas de reglamento. Fui a buscar la granada de muestra y se la puse en la mano.
—Bien, aprobó él. Hoy haremos llegar la masa al Penal. No aparecerá en el detector de metales. Esta noche los compañeros podrán fabricar sus armas.
—¿Sabrán hacerlas? —preguntó Rolf Carlé.
—¿Te parece que íbamos a olvidar ese detalle? —se rio el Comandante Rogelio—. Les mandamos las instrucciones y seguro ya tienen las piedras. Sólo deberán forrarlas y dejarlas secar algunas horas.
—Hay que mantener la masa envuelta en plástico para que no pierda la humedad. La textura se marca con una cuchara y luego se deja endurecer. Al secarse oscurece y queda como metal. Ojalá no se olviden de poner las falsas espoletas antes de que fragüe, expliqué.
—Este país da para todo, hasta para fabricar armas con masa de empanada. Nadie creerá mi reportaje, suspiró Rolf Carlé.
Dos muchachos de la aldea remaron en una curiara hasta el Penal y entregaron una bolsa a los indios de la cocina. Entre racimos de plátanos, trozos de yuca y un par de quesos, iba la Materia Universal, con su aspecto inocente de pan crudo, que no llamó la atención de los guardias, acostumbrados a recibir modestos comestibles. Entretanto los guerrilleros revisaron una vez más los detalles del plan y luego ayudaron a la tribu a terminar sus preparativos. Las familias empacaron sus míseros bienes, ataron las gallinas por las patas, recogieron sus provisiones y sus utensilios. Aunque no era la primera vez que se veían forzados a emigrar a otro punto de la región, estaban desolados, porque habían vivido varios años en ese claro de la selva, era un buen lugar, cercano a Agua Santa, a la carretera y al río. Al día siguiente tendrían que abandonar los conucos, porque apenas los soldados descubrieran su participación en la fuga de los presos, la represalia sería feroz; por motivos menos graves caían como un cataclismo sobre las poblaciones indígenas, destruyendo tribus enteras y arrasando todo recuerdo de su paso por la tierra.
—Pobre gente…, ¡quedan tan pocos de ellos! —dije.
—También tendrán un lugar en la revolución —afirmó el Comandante Rogelio.
Pero a los indios no les interesaba la revolución ni ninguna otra cosa proveniente de esa raza execrable, ni siquiera podían repetir esa palabra tan larga. No compartían los ideales de los guerrilleros, no creían sus promesas ni entendían sus razones y si aceptaron ayudarlos en ese proyecto cuyo alcance no eran capaces de medir, fue porque los militares eran sus enemigos y eso les permitía vengar algunos de los múltiples agravios padecidos a lo largo de los años. El jefe de la tribu comprendió que aunque se mantuvieran al margen, la tropa los haría responsables, porque la aldea se hallaba muy cerca del Penal. No les darían oportunidad de explicar, de manera que si de todos modos iban a sufrir las consecuencias, más valía que fuera por una buena causa. Colaboraría con esos barbudos silenciosos, que al menos no robaban sus alimentos ni manoseaban a sus hijas, y luego escaparía. Con varias semanas de anticipación decidió la ruta a seguir, siempre adentrándose en el follaje, con la esperanza de que la impenetrable vegetación detuviera el avance del Ejército y los protegiera por un tiempo más. Así había sido durante quinientos años: persecución y exterminio.
El Comandante Rogelio mandó al Negro en el jeep a comprar un par de chivos. Por la noche nos sentamos con los indios alrededor del fuego, asamos los animales en las brasas y destapamos unas botellas de ron, reservadas para esa última cena.
Fue una buena despedida, a pesar de la inquietud que impregnaba el ambiente. Bebimos con moderación, los muchachos entonaron algunas canciones y Rolf Carlé provocó admiración con unos trucos de magia y con las fotos instantáneas de su máquina, prodigioso aparato capaz de escupir al minuto las imágenes de los indios atónitos. Finalmente dos hombres se dispusieron a montar guardia y los demás nos fuimos a descansar, porque nos esperaba una faena pesada.
En la única choza disponible, alumbrada por la lámpara de querosén que parpadeaba en un rincón, los guerrilleros se acomodaron en el suelo y yo en la hamaca. Me había imaginado que pasaría esas horas a solas con Huberto, nunca habíamos estado juntos una noche completa, sin embargo me sentí satisfecha con el arreglo; la compañía de los muchachos me tranquilizó y pude por fin dominar mis temores, relajarme y dormitar. Soñé que hacía el amor balanceándome en un columpio. Veía mis rodillas y mis muslos entre los vuelos de encaje y tafetán de unas enaguas amarillas, subía hacia atrás suspendida en el aire y veía abajo el sexo poderoso de un hombre esperándome. El columpio se detenía un instante arriba, yo levantaba la cara al cielo, que se había vuelto púrpura y luego descendía velozmente a enclavarme. Abrí los ojos asustada y me encontré envuelta en una niebla caliente, escuché los sonidos turbadores del río a lo lejos, el clamor de los pájaros nocturnos y las voces de los animales de la espesura. El tejido áspero del chinchorro me raspaba la espalda a través de la blusa y los mosquitos me atormentaban, pero no pude moverme para espantarlos, estaba aturdida. Volví a hundirme en un sopor pesado, empapada de transpiración, soñando esta vez que navegaba en un bote estrecho, abrazada a un amante cuyo rostro iba cubierto por una máscara de Material Universal, que me penetraba con cada impulso de las olas, dejándome llena de magullones, tumefacta, sedienta y feliz, besos tumultuosos, presagios, el canto de aquella selva ilusoria, una muela de oro entregada en prenda de amor, un saco de granadas que estallaban sin ruido sembrando el aire de insectos fosforescentes.
Me desperté sobresaltada en la penumbra de la choza y por un momento no supe dónde me hallaba ni qué significaba ese estremecimiento en mi vientre. No recibí, como otras veces, el fantasma de Riad Halabí acariciándome desde el otro lado de la memoria, sino la silueta de Rolf Carlé sentado en el suelo frente a mí, la espalda apoyada en la mochila, una pierna doblada y la otra extendida, los brazos cruzados sobre el pecho, observándome. No pude distinguir sus facciones, pero vi el brillo de sus ojos y de sus dientes al sonreírme.
—¿Qué pasa? —susurré.
—Lo mismo que a ti —replicó él—, también en voz baja para no despertar a los demás.
—Creo que yo estaba soñando…
—Yo también.
Salimos sigilosamente, nos dirigimos a la pequeña explanada del centro de la aldea y nos sentamos junto a las brasas moribundas de la hoguera, rodeados por el murmullo incansable de la selva, alumbrados por los tenues ramalazos de luna que atravesaban el follaje. No hablamos, no nos tocamos, ni intentamos dormir. Esperamos juntos el amanecer del sábado.
Cuando comenzó a aclarar, Rolf Carlé partió a buscar agua para colar café. Yo me puse de pie y me despabilé, me dolía el cuerpo como si hubiera recibido una paliza, pero me sentía por fin apaciguada. Entonces vi que tenía los pantalones manchados con una aureola rojiza y eso me sorprendió, hacía muchos años que no me ocurría, casi lo había olvidado. Sonreí contenta, porque supe que no volvería a soñar con Zulema y que mi cuerpo había superado el miedo al amor. Mientras Rolf Carlé soplaba las brasas para avivar la fogata y colgaba la cafetera en un gancho, fui a la cabaña, saqué una blusa limpia de mi bolso, la rompí en pedazos para usarlos como toallas y me dirigí al río. Volví con la ropa mojada, cantando.
A las seis de la mañana todo el mundo estaba preparado para comenzar ese día definitivo en nuestras vidas. Nos despedimos de los indios y los vimos partir silenciosos, llevándose a sus niños, sus cerdos, sus gallinas, sus perros, sus bultos, perdiéndose en el follaje como una fila de sombras. Atrás quedaron sólo quienes iban a ayudar a los guerrilleros a cruzar el río y los guiarían en la retirada por la selva. Rolf Carlé fue de los primeros en irse con su cámara al brazo y su mochila a la espalda. Los otros hombres se fueron también, cada uno a lo suyo.
Huberto Naranjo se despidió de mí con un beso en la boca, un beso casto y sentimental, cuídate mucho, tú también, anda directo a tu casa y trata de no llamar la atención, no te preocupes, todo saldrá bien, ¿cuándo nos veremos? tendré que ocultarme por un tiempo, no me esperes, otro beso y yo le eché los brazos al cuello y lo apreté con fuerza, restregando la cara contra su barba, con los ojos húmedos porque también le estaba diciendo adiós a la pasión compartida durante tantos años. Subí al jeep, donde el Negro me esperaba con el motor en marcha para conducirme hacia el norte, a un pueblo distante donde tomaría el autobús rumbo a la capital. Huberto Naranjo me hizo una señal con la mano y los dos sonreímos al mismo tiempo. Mi mejor amigo, no te vaya a suceder una desgracia, te quiero mucho, murmuré, segura de que él estaba balbuceando lo mismo, pensando que era bueno contar el uno con el otro y estar siempre cerca para ayudarse y protegerse, en paz porque nuestra relación había dado un giro y se había acomodado por fin donde siempre debió estar, pensando que éramos dos compinches, dos hermanos entrañables y ligeramente incestuosos. Cuídate mucho, tú también, repetimos.
Todo el día viajé vapuleada por el vaivén del vehículo, a saltos por un insidioso camino hecho para el uso de pesados camiones de carga y desgastado hasta su esqueleto por las lluvias, que abrían huecos en el asfalto, donde hacían sus nidos las boas. En un recodo de la ruta, la vegetación se abrió de súbito en un abanico de verdes imposibles y la luz del día se tornó blanca, para dar paso a la ilusión perfecta del Palacio de los Pobres, flotando a quince centímetros del humus que cubría el suelo. El chofer detuvo el autobús y los pasajeros nos llevamos las manos al pecho, sin atrevernos a respirar durante los breves segundos que duró el sortilegio antes de esfumarse suavemente. Desapareció el Palacio, la selva retornó a su sitio, el día recuperó su transparencia cotidiana. El chofer puso en marcha el motor y volvimos a nuestros asientos, maravillados. Nadie habló hasta la capital, donde llegamos muchas horas más tarde, porque cada uno iba buscando el sentido de esa revelación. Yo tampoco supe interpretarla, pero me pareció casi natural, porque la había visto años antes en la camioneta de Riad Halabí. En esa ocasión iba medio dormida y él me sacudió cuando se iluminó la noche con las luces del Palacio, los dos nos bajamos y corrimos hacia la visión, pero las sombras la envolvieron antes que pudiéramos alcanzarla. No podía apartar mi mente de lo que ocurriría a las cinco de la tarde en el Penal de Santa María. Sentía una insoportable opresión en las sienes y maldecía esa morbosidad mía que me atormenta con los peores presagios. Que les vaya bien, que les vaya bien, ayúdalos, pedí a mi madre como siempre hacía en los momentos cruciales y comprobé una vez más que su espíritu era impredecible, a veces surgía sin previo aviso dándome un tremendo susto, pero en ocasiones como esa en que la llamaba con urgencia, no daba señal alguna de haberme oído. El paisaje y el calor agobiante me trajo a la memoria mis diecisiete años, cuando hice ese recorrido con una maleta de ropa nueva, la dirección de un pensionado de señoritas y el reciente descubrimiento del placer. En esas horas quise tomar el destino en mis manos y desde entonces muchas cosas me habían sucedido, tenía la impresión de haber vivido varias vidas, de haberme vuelto humo cada noche y haber renacido por las mañanas. Intenté dormir, pero los vaticinios de mal agüero no me dejaban en paz y ni siquiera el espejismo del Palacio de los Pobres logró quitarme el sabor de azufre que llevaba en la boca. Una vez Mimí examinó mis presentimientos a la luz de las difusas instrucciones del manual del Maharishi y concluyó que no debo confiar en ellos, porque nunca anuncian algún hecho importante, sólo acontecimientos de pacotilla, y en cambio cuando me sucede algo fundamental, siempre llega por sorpresa. Mimí demostró que mi rudimentaria capacidad adivinatoria es del todo inútil. Haz que salga todo bien, volví a rogarle a mi madre.
Llegué a casa la noche del sábado con un aspecto calamitoso, sucia de transpiración y polvo, en un coche de alquiler que me condujo desde el terminal de los buses hasta mi puerta, pasando a lo largo del parque iluminado por faroles ingleses, el Club de Campo con sus filas de palmeras, las mansiones de millonarios y embajadores, los nuevos edificios de vidrio y metal. Estaba en otro planeta, a incalculable distancia de una aldea indígena y unos jóvenes de ojos afiebrados dispuestos a batirse a muerte con granadas de disparate. Al ver encendidas todas las ventanas de la casa tuve un instante de pánico imaginando que la policía se me había adelantado, pero no alcancé a dar media vuelta, porque Mimí y Elvira me abrieron antes. Entré como una autómata y me dejé caer en un sillón deseando que todo eso sucediera en un cuento salido de mi cerebro ofuscado, que no fuera cierto que a esa misma hora Huberto Naranjo, Rolf Carlé y los otros podían estar muertos. Miré la sala como si la viera por primera vez y me pareció más acogedora que nunca, con esa mezcolanza de muebles, los improbables antepasados protegiéndome desde los marcos colgados en la pared, y en un rincón el puma embalsamado con su fiereza inmutable, a pesar de tantas miserias y tan variados trastornos acumulados en su medio siglo de existencia.
—Qué bueno estar aquí… me salió del alma.
—¿Qué diablos pasó? —me preguntó Mimí después de revisarme para comprobar si estaba en buen estado.
—No sé. Yo los dejé ocupados en los preparativos. La fuga debió ser alrededor de las cinco, antes que metieran a los presos en las celdas. A esa hora armarían un motín en el patio para distraer a los guardias.
—Entonces ya tendrían que haberlo anunciado por la radio o la televisión, pero no han dicho nada.
—Más vale así. Si los hubieran matado ya se sabría, pero si lograron escapar el Gobierno se quedará mudo hasta que pueda acomodar la noticia.
—Estos días han sido terribles, Eva. No he podido trabajar, me enfermé de miedo, supuse que estabas presa, muerta, mordida de culebra, comida por las pirañas. ¡Maldito Huberto Naranjo, no sé para qué nos metimos en esta locura! —exclamó Mimí.
—Ay, pajarito, andas con cara de gavilán. Yo soy de antigua ley, no me gustan los desórdenes, ¿qué tiene que andar haciendo una niña en materias de hombre, digo yo? No te di limones partidos en cruz para esto, suspiró Elvira mientras iba y venía por la casa sirviendo café con leche, preparando el baño y ropa limpia. Un buen remojón en agua con tilo es bueno para pasar los sustos.
—Mejor me doy una ducha, abuela…
La novedad de que había vuelto a menstruar después de tantos años, fue celebrada por Mimí, pero Elvira no vio razón para alegrarse, era una inmundicia y bien bueno que ella había pasado la edad de esas turbulencias, mejor sería que los humanos pusieran huevos como las gallinas. Extraje de mi bolso el paquete desenterrado en Agua Santa y lo deposité sobre las rodillas de mi amiga.
—¿Qué es esto?
—Tu dote de matrimonio. Para que las vendas y te operes en Los Ángeles y puedas casarte.
Mimí quitó el envoltorio manchado de tierra y apareció una caja roída por la humedad y el comején. Forcejeó con la tapa y al abrirla rodaron sobre su falda las joyas de Zulema, relucientes como acabadas de limpiar, el oro más amarillo que antes, esmeraldas, topacios, granates, perlas, amatistas, embellecidas por una nueva luz. Aquellos adornos que resultaban miserables a mis ojos cuando los asoleaba en el patio de Riad Halabí, ahora parecían el regalo de un califa en las manos de la mujer más hermosa del mundo.
—¿Dónde te robaste eso? ¿No te enseñé respeto y conciencia, pajarito? —susurró Elvira espantada.
—No me lo robé, abuela. En medio de la selva hay una ciudad de oro puro. De oro son los adoquines de las calles, de oro las tejas de las casas, de oro los carretones del mercado y los bancos de las plazas, y también son de oro los dientes de todos sus habitantes. Allí los niños juegan con piedras de colores, como estas.
—No las venderé, Eva, voy a usarlas. La operación es una barbaridad. Cortan todo y después fabrican un hueco de mujer con un pedazo de tripa.
—¿Y Aravena?
—Me quiere tal cual soy.
Elvira y yo proferimos una doble exclamación de alivio. Para mí todo ese asunto es una carnicería espantosa cuyo resultado final no puede ser sino una burlona imitación de la naturaleza y a Elvira la idea de mutilar al arcángel le resultaba sacrílega.
El domingo muy temprano, cuando estábamos todavía dormidas, sonó el timbre de la casa. Elvira se levantó refunfuñando y encontró en la puerta a un tipo sin afeitarse, arrastrando una mochila, con un negro artefacto mecánico al hombro y los dientes brillando en su rostro oscuro de polvo, fatiga y sol. No reconoció a Rolf Carlé. Mimí y yo aparecimos en ese instante en camisón de dormir y no tuvimos que hacer preguntas, porque la sonrisa era elocuente. Venía a buscarme, decidido a esconderme hasta que se calmaran los ánimos, porque estaba seguro de que la fuga desencadenaría un zafarrancho de imprevisibles consecuencias. Temía que alguien del pueblo me hubiera visto y me identificara como la misma que años atrás trabajaba en La Perla de Oriente.
—¡Te dije que no debíamos meternos en vainas! —se lamentó Mimí, irreconocible sin su maquillaje de batalla.
Me vestí y preparé un maletín con algo de ropa. En la calle estaba el automóvil de Aravena, se lo había prestado a Rolf al amanecer, cuando fue a su casa a entregarle varios rollos de película y la noticia más alucinante de los últimos años. El Negro lo había conducido hasta allí y después se llevó el jeep con la misión de hacerlo desaparecer para que no pudieran seguir la pista de su dueño. El director de la Televisora Nacional no estaba acostumbrado a madrugar y cuando Rolf le contó de qué se trataba, creyó verse atrapado en un sueño. Para despabilarse se tomó medio vaso de whisky y encendió el primer cigarro del día, luego se sentó a pensar qué hacer con aquello que le habían depositado en las manos, pero el otro no le dio tiempo para meditaciones y le pidió las llaves de su coche porque su trabajo aún no había concluido. Aravena se las entregó con las mismas palabras de Mimí, no te metas en vainas, hijo. Ya me metí, le contestó Rolf.
—¿Sabes manejar, Eva?
—Hice un curso, pero no tengo práctica.
—Se me cierran los ojos. A esta hora no hay tráfico, anda despacio y toma el camino de Los Altos, hacia la montaña.
Algo asustada, me instalé al volante de aquella nave tapizada en cuero rojo, di el contacto con dedos inseguros, puse el motor en marcha y partimos a sacudones. Antes de dos minutos mi amigo se había dormido y no despertó hasta que lo remecí dos horas más tarde para preguntarle qué dirección debía tomar en una bifurcación. Así llegamos ese domingo a la Colonia.
Burgel y Rupert nos acogieron con el afecto impertinente y ruidoso que evidentemente les era propio y procedieron a preparar un baño para el sobrino, quien a pesar de la siesta en el coche, traía la expresión estragada de un sobreviviente de terremoto. Rolf Carlé descansaba en un nirvana de agua caliente cuando acudieron presurosas las dos primas, llenas de curiosidad porque era la primera vez que él aparecía por la casa con una mujer. Las tres nos encontramos en la cocina y durante medio minuto nos escudriñamos, nos medimos y nos evaluamos, al principio con natural desconfianza y luego con la mejor voluntad, por un lado dos opulentas señoras rubias de mejillas frutales, con las faldas de fieltro bordado, las blusas almidonadas y los delantales de encaje que usaban para impresionar a los turistas; por el otro yo, bastante menos primorosa. Las primas eran tal cual yo las imaginaba por la descripción de Rolf, aunque diez años mayores, y celebré que a los ojos de él permanecieron detenidas en una adolescencia eterna. Creo que ellas comprendieron al primer vistazo que se encontraban ante una rival y debe haberles extrañado que yo fuera tan diferente a ellas —tal vez se habrían sentido halagadas si Rolf hubiera escogido una réplica de ellas mismas— pero como ambas son benevolentes depusieron los celos y me acogieron como a una hermana. Fueron en búsqueda de los niños que componen su familia y me presentaron a sus maridos, grandes, bonachones, olorosos a velas de fantasía. Luego ayudaron a su madre en la preparación de la comida. Poco después, sentada a la mesa y rodeada por esa saludable tribu, con un cachorro de perro policial a los pies y un trozo de pernil con puré de patatas dulces en la boca, me sentí tan lejos del Penal de Santa María, de Huberto Naranjo y de las granadas de Materia Universal, que cuando encendieron el televisor para ver las noticias y apareció un militar contando los pormenores de la fuga de los nueve guerrilleros, tuve que hacer un esfuerzo para comprender sus palabras.
Sudoroso y acorralado, el director del Penal manifestó que un grupo terrorista había realizado el asalto con helicópteros, armados con bazookas y metralletas, mientras en el interior del recinto los delincuentes redujeron a los visitantes con bombas. Con un puntero señaló un plano del edificio y detalló los movimientos de los implicados, desde el instante en que abandonaron sus celdas hasta que se perdieron en la selva. No pudo explicar cómo consiguieron las armas burlando las máquinas detectoras de metales, parecía cosa de magia, las granadas simplemente brotaron en sus manos. El sábado a las cinco de la tarde, cuando los sacaban a las letrinas, blandieron los explosivos ante los guardias y amenazaron con volar todos juntos si no se rendían. Según dijo el director, pálido de insomnio y con una barba de dos días, los vigilantes de turno en ese sector presentaron valerosa resistencia, pero no tuvieron alternativa y entregaron sus armas. Estos servidores de la patria, actualmente internados en el Hospital Militar con prohibición de recibir visitas y mucho menos periodistas, fueron heridos a mansalva y luego encerrados en un calabozo, de modo que no pudieron dar la voz de alarma. Simultáneamente sus cómplices provocaron una asonada entre los presos del patio y los escuadrones de subversivos en el exterior cortaron los cables de electricidad, volaron la cancha de aterrizaje del aeropuerto a cinco kilómetros de distancia, inutilizaron el camino de acceso a los vehículos motorizados y se robaron las lanchas patrulleras. Luego tiraron cables y ganchos de alta montaña por encima de las murallas, colgaron escaleras de cuerda y por allí escaparon los detenidos, finalizó diciendo el uniformado con el puntero tembleque en la mano. Un locutor de voz engolada lo remplazó para asegurar que resultaba evidente la acción del comunismo internacional, la paz del continente estaba en juego, las autoridades no descansarían hasta atrapar a los culpables y descubrir a los cómplices. La noticia terminaba con una comunicación breve: el General Tolomeo Rodríguez había sido nombrado Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas.
Entre dos tragos de cerveza, el tío Rupert comentó que deberían enviar a todos esos guerrilleros a Siberia, a ver si les iba a gustar, nunca se supo de alguien que saltara el muro de Berlín para el lado de los comunistas, siempre lo hacen para escapar de los rojos, ¿y cómo están las cosas en Cuba? ni papel para el excusado tienen allá y no me vengan con la salud, la educación, el deporte y esas macanas, que a fin de cuentas no sirven de nada a la hora de limpiarse el culo, refunfuñó. Un guiño de Rolf Carlé me indicó que era preferible abstenerse de comentarios. Burgel cambió el canal para ver el capítulo de la novela, en suspenso desde la noche anterior, cuando la malvada Alejandra quedó espiando por la puerta entreabierta a Belinda y a Luis Alfredo que se besaban con pasión, así me gusta, ahora muestran los besos de cerca, antes era una estafa, los enamorados se miraban, se tomaban de las manos y justo cuando iba a comenzar lo mejor nos mostraban la luna, hay que ver cuántas lunas hemos tenido que soportar, y una se quedaba con las ganas de ver lo que seguía, fíjense, Belinda mueve los ojos, a mí me parece que en realidad no es ciega. Estuve a punto de contarle las intimidades del libreto, tantas veces ensayado con Mimí, pero por suerte no lo hice, eso habría destrozado sus ilusiones. Las dos primas y sus maridos continuaron pendientes de la televisión, mientras los niños dormían sobre los sillones y afuera caía la tarde, apacible y fresca. Rolf me tomó por un brazo y me llevó a dar una vuelta.
Salimos a pasear por las calles torcidas de ese insólito pueblo de otro siglo, incrustado en un cerro del trópico, con sus casas impolutas, sus jardines floridos, sus vitrinas con relojes cucú, su minúsculo cementerio de tumbas alineadas en perfecta simetría, todo reluciente y absurdo. Nos detuvimos en una curva de la última calle para observar la bóveda del cielo y las luces de la Colonia extendida a nuestros pies por las laderas del cerro, como un ancho tapiz. Cuando ya no se oían nuestras pisadas en la acera, tuve la sensación de encontrarme en un mundo recién nacido, donde aún no se había creado el sonido. Por primera vez escuchaba el silencio. Hasta entonces hubo ruidos en mi vida, a veces casi imperceptibles como el susurro de los fantasmas de Zulema y Kamal o el murmullo de la selva al amanecer, otras veces atronadores, como la radio en las cocinas de mi infancia. Sentí la misma exaltación de hacer el amor o inventar cuentos y quise aprisionar ese espacio mudo para conservarlo como un tesoro. Aspiré el olor de los pinos, abandonada a ese nuevo deleite. Por fin Rolf Carlé comenzó a hablar y el encantamiento se esfumó, dejándome la misma frustración que tuve de niña cuando un puñado de nieve se me hizo agua en las manos. Me contó su versión de lo ocurrido en el Penal de Santa María, una parte de lo cual alcanzó a filmar y el resto lo supo por el Negro.
El sábado en la tarde el director y la mitad de los guardias, se encontraban en el burdel de Agua Santa. tal como había dicho Mimí que lo estarían, tan borrachos que al oír la explosión del aeropuerto creyeron que era Año Nuevo y no se pusieron los Pantalones. Entretanto Rolf Carlé se acercaba al islote en una piragua con sus equipos disimulados bajo una pila de hojas de palma, y el Comandante Rogelio y sus hombres en uniforme se presentaban por la puerta principal sonando la sirena, con un escándalo de circo, después de cruzar el río en una lancha arrebatada a los guardias en el muelle.
Las autoridades no estaban allí para dar las órdenes y nadie los detuvo, porque esos visitantes parecían oficiales de alta graduación. A esa misma hora los guerrilleros recibían en sus celdas la única comida del día, a través de un hueco en las puertas metálicas. Uno de ellos comenzó a quejarse de espantosos dolores de vientre, me muero, socorro, me han envenenado y de inmediato sus compañeros, desde sus calabozos, se unieron al clamor, asesinos, asesinos, nos están matando. Dos guardias entraron a callar al enfermo y lo encontraron con una granada en cada mano y tal determinación en los ojos, que no se atrevieron a respirar. El Comandante sacó a sus compañeros y a los cómplices de la cocina sin disparar un solo tiro, sin violencia y sin apuro, y los transportó en la misma embarcación hasta la otra ribera, donde se internaron en la selva guiados por los indios. Rolf filmó con una lente de largo alcance y luego se deslizó río abajo hasta el sitio donde debía juntarse con el Negro. Cuando ellos iban en el jeep a toda velocidad hacia la capital, los militares aún no se habían puesto de acuerdo para bloquear la carretera y comenzar la cacería.
—Me alegro por ellos, pero no sé de qué te sirven las películas si todo eso está censurado.
—Lo mostraremos, dijo.
—Tú sabes qué clase de democracia es esta, Rolf, con el pretexto del anticomunismo no hay más libertad que en tiempos del General…
—Si nos prohíben dar la noticia, tal como hicieron con la matanza en el Centro de Operaciones, vamos a contar la verdad en la próxima telenovela.
—¿Qué dices?
—Tu folletín saldrá al aire tan pronto termine esa estupidez de la ciega y el millonario. Tienes que arreglártelas para introducir la guerrilla y el asalto al Penal en el libreto. Yo tengo una maleta de películas sobre la lucha armada. Mucho de eso te puede servir.
—Jamás lo van a permitir…
—Dentro de veinte días habrá elecciones. El próximo presidente tratará de dar una impresión de liberalidad y será prudente con la censura. En todo caso, siempre se puede alegar que es sólo ficción y como la telenovela es mucho más popular que el noticiario, todo el mundo sabrá lo que pasó en Santa María.
—¿Y yo? La policía me va a preguntar cómo supe todo eso.
—No te tocarán porque equivale a reconocer que dices la verdad, replicó Rolf Carlé. Y a propósito de historias, me he quedado pensando en el significado del cuento de esa mujer que le vende un pasado a un guerrero…
—¿Todavía estás dándole vueltas a eso? Veo que eres hombre de reacciones lentas…
Las elecciones presidenciales transcurrieron en orden y buen ánimo, como si el ejercicio de los derechos republicanos fuera un largo hábito y no el milagro más o menos reciente, que en verdad era. El triunfo fue del candidato de la oposición, tal como había vaticinado Aravena cuyo olfato político lejos de disminuir con la edad, se había afinado. Poco después Alejandra murió en un accidente de automóvil y Belinda recuperó la vista y se casó, envuelta en metros y metros de tul blanco y coronada de diamantes falsos y azahares de cera con el galán Martínez de la Roca. El país lanzó un hondo suspiro de alivio, porque había sido una tremenda prueba de paciencia, soportar las desventuras de esas gentes todos los días durante casi un año. Pero la Televisora Nacional no les dio respiro a los pacientes espectadores y de inmediato lanzó al aire mi novela, que en un arrebato sentimental llamé Bolero, como homenaje a esas canciones que alimentaron las horas de mi niñez y me sirvieron de fundamento para tantos cuentos. El público fue tomado por sorpresa en el primer episodio y no logró reponerse del aturdimiento en los siguientes. Creo que nadie entendió adónde apuntaba aquella estrafalaria historia, estaban acostumbrados a los celos, el despecho, la ambición o, por lo menos, la virginidad, pero nada de eso aparecía en sus pantallas y se dormían cada noche con el alma perturbada por una pelotera de indios envenenados, embalsamadores en sillas de ruedas, maestros ahorcados por sus alumnos, ministros defecando en sillones de felpa obispal y otras truculencias que no resistían ningún análisis lógico y escapaban a las leyes conocidas del folletín comercial. A pesar del desconcierto producido, Bolero cogió vuelo y al poco tiempo logró que algunos maridos llegaran temprano a sus hogares para ver el capítulo del día. El Gobierno advirtió al señor Aravena, confirmado en su cargo por su prestigio y su habilidad de zorro viejo, que cuidara la moral, las buenas costumbres y el patriotismo, en vista de lo cual tuve que suprimir algunas actividades licenciosas de la Señora y disimular el origen de la Revuelta de las Putas, pero el resto fue preservado casi intacto. Mimí tuvo un papel importante, representándose a sí misma con tanto acierto, que se transformó en la actriz más popular de la farándula. A su fama contribuyó la confusión sobre su naturaleza, pues al verla resultaba poco probable el rumor de que alguna vez hubiera sido varón o, peor aún, de que todavía lo fuera en algunos detalles de su anatomía. No faltó quien atribuyera el triunfo a sus amores con el director del Canal, pero como ninguno de los dos se dio el trabajo de desmentirlo, el chisme se extinguió de muerte natural.
Yo escribía cada día un nuevo episodio, inmersa por completo en el mundo que creaba con el poder omnímodo de las palabras, transformada en un ser disperso, reproducida hasta el infinito, viendo mi propio reflejo en múltiples espejos, viviendo innumerables vidas, hablando con muchas voces. Los personajes llegaron a ser tan reales, que aparecieron en la casa todos al mismo tiempo, sin respeto por el orden cronológico de la historia, los vivos junto a los muertos y cada uno con todas sus edades a cuestas, de modo que mientras Consuelo-niña le abría el buche a las gallinas, había una Consuelo-mujer desnuda que se soltaba el cabello para consolar a un moribundo, Huberto Naranjo andaba en la sala en pantalones cortos engañando incautos con peces sin cola y surgía de súbito en el segundo piso con el lodo de la guerra en sus botas de comandante, la Madrina avanzaba con un bamboleo soberbio de las caderas como en sus mejores años y se encontraba consigo misma, sin dientes y con un zurcido en el cuello, rezando en la terraza ante un pelo del Papa. Todos se paseaban por las habitaciones creando confusión en las rutinas de Elvira, quien perdía energía discutiendo con ellos y acomodando el desorden de huracán que sembraban a su paso. Ay, pajarito, sácame a estos lunáticos de la cocina, ya estoy cansada de espantarlos a escobazos, se quejaba, pero al verlos por la noche cumpliendo sus papeles en la pantalla, suspiraba orgullosa. Acabó considerándolos de su propia familia.
Doce días antes de comenzar a grabar los capítulos de la guerrilla, recibí una notificación del Ministerio de Defensa. No entendí por qué me convocaban a esa oficina, en vez de enviarme un par de agentes de la Policía Política en sus inconfundibles coches negros, pero no dije ni palabra a Mimí o a la abuela para no asustarlas y tampoco pude advertir a Rolf, que se encontraba en París filmando las primeras negociaciones de paz del Vietnam. Había esperado esa mala noticia desde que fabriqué las granadas de Materia Universal meses atrás y en el fondo prefería enfrentarla de una vez, para salir de esa difusa inquietud que llevaba en la piel como un escozor. Cubrí mi máquina de escribir, ordené mis papeles, me vestí con la angustia de quien se prueba una mortaja, me enrollé el cabello en la nuca y salí de la casa, despidiéndome con un gesto de los espíritus que quedaban a mi espalda. Llegué al edificio del Ministerio, subí por una doble escalera de mármol, atravesé puertas de bronce custodiadas por guardias con penachos en los gorros y mostré mis documentos a un ujier. Un soldado me condujo por un pasillo alfombrado, cruzamos una puerta tallada con el escudo nacional y me encontré en una habitación alhajada con cortinajes y lámparas de cristal. En los vitrales de la ventana estaba Cristóbal Colón inmovilizado para la eternidad con un pie sobre la costa americana y el otro en su bote. Entonces vi al General Tolomeo Rodríguez detrás de una mesa de caoba. Su figura maciza se recortaba a contraluz entre la flora exótica del Nuevo Mundo y la bota del conquistador. Lo reconocí de inmediato por la impresión de vértigo que me hizo vacilar, aunque tardé varios segundos en adaptar la vista y distinguir sus ojos de felino, sus manos largas y sus dientes perfectos. Se puso de pie, me saludó con su cortesía algo presuntuosa y me ofreció asiento en uno de los sillones. Se instaló a mi lado y pidió café a una secretaria.
—¿Se acuerda de mí, Eva?
Cómo olvidarlo, si no hacía tanto tiempo de nuestro único encuentro y si gracias a la conmoción que ese hombre me provocó abandoné la fábrica y empecé a ganarme la vida escribiendo historias. Los primeros minutos se fueron en banalidades, yo en el borde del asiento, sosteniendo la taza con mano vacilante y él relajado, observándome con una indescifrable expresión. Agotados los temas de urbanidad, ambos permanecimos en silencio durante una pausa que a mí me resultó intolerable.
—¿Para qué me llamó, General? —pregunté por último, sin poder contenerme.
—Para ofrecerle un trato, y procedió a informarme, siempre en su tono doctoral, que tenía un registro completo de casi toda mi vida, desde los recortes de prensa de la muerte de Zulema, hasta las pruebas de mi reciente relación con Rolf Carlé, ese cineasta polémico a quien los Cuerpos de Seguridad también tenían en la mira. No, no me estaba amenazando, por el contrario, él era mi amigo, mejor dicho, mi rendido admirador. Había revisado los libretos de Bolero, donde figuraban entre tantas otras cosas, detalles contundentes sobre la guerrilla y esa desafortunada fuga de los detenidos en el Penal de Santa María. Me debe una explicación, Eva.
Estuve a punto de recoger las rodillas sobre el sillón de cuero y hundir la cara entre los brazos, pero me quedé quieta, mirando el dibujo de la alfombra con una atención desmesurada, sin encontrar en mi vasto archivo de fantasías algo adecuado para replicar. La mano del General Tolomeo Rodríguez me rozó apenas el hombro, no tenía nada que temer, ya me lo había dicho, es más, no iba a interferir en mi trabajo, podía continuar con mi folletín, incluso no objetaba a ese Coronel del capítulo ciento ocho, tan parecido a él mismo, se había reído al leerlo y el personaje no estaba mal, resultaba bastante decente, eso sí, mucho cuidado con el sagrado honor de las Fuerzas Armadas, con eso no se juega. Tenía sólo una observación, tal como le manifestara al Director de la Televisora Nacional en una entrevista reciente, habría que modificar esa payasada de las armas de masa y evitar cualquier mención del prostíbulo de Agua Santa, que no sólo ponía en ridículo a los guardias y funcionarios del presidio, sino que resultaba totalmente inverosímil. Me estaba haciendo un favor al ordenar ese cambio, sin duda el serial ganaría mucho al agregar unos cuantos muertos y heridos de ambos bandos, le gustaría al público y se evitaba esa bufonada inadmisible en asuntos de tanta gravedad.
—Lo que usted propone sería más dramático, pero la verdad es que los guerrilleros escaparon sin violencia, General.
—Veo que usted está mejor informada que yo. No vamos a discutir secretos militares, Eva. Espero que no me obligue a tomar medidas, siga mi sugerencia. Déjeme decirle, de paso, que admiro su trabajo. ¿Cómo lo hace? ¿Cómo escribe, quiero decir?
—Hago lo que puedo… La realidad es un revoltijo, no alcanzamos a medirla o descifrarla, porque todo ocurre al mismo tiempo. Mientras usted y yo hablamos aquí, a su espalda Cristóbal Colón está inventando América y esos mismos indios que lo reciben en el vidrio de la ventana, están todavía desnudos en la selva, a pocas horas de esta oficina, y seguirán estándolo dentro de cien años. Yo trato de abrirme camino en este laberinto, de poner un poco de orden en tanto caos, de hacer la existencia más tolerable. Cuando escribo cuento la vida como a mí me gustaría que fuera.
—¿De dónde saca las ideas?
—De las cosas que pasan y otras que pasaron antes que yo naciera, de los periódicos, de lo que dice la gente.
—Y de las películas de ese Rolf Carlé, supongo.
—Usted no me citó para hablar de Bolero, General, dígame qué pretende de mí.
—Tiene razón, el folletín ya fue discutido con el señor Aravena. La he llamado porque la guerrilla está derrotada. El Presidente tiene el propósito de acabar con esta lucha tan dañina para la democracia y tan costosa para el país. Pronto anunciará un plan de pacificación y ofrecerá amnistía a los guerrilleros que depongan las armas y estén dispuestos a acatar las leyes e incorporarse a la sociedad. Puedo adelantarle algo más, el Presidente piensa legalizar el Partido Comunista. No estoy de acuerdo con esta medida, debo admitirlo, pero mi función no es objetar el Poder Ejecutivo. Eso sí, le advierto que las Fuerzas Armadas jamás permitirán que intereses foráneos siembren ideas perniciosas en el pueblo. Defenderemos con nuestras vidas los ideales de los fundadores de la Patria. En pocas palabras, le estamos haciendo una oferta única a la guerrilla, Eva. Sus amigos podrán volver a la normalidad, concluyó.
—¿Mis amigos?
—Me refiero al Comandante Rogelio. Creo que la mayoría de sus hombres se acogerá a la amnistía si él lo hace, por eso deseo explicarle que esta es una salida honrosa, su única oportunidad, no le daré otra. Necesito que alguien de su confianza nos ponga en contacto y esa persona puede ser usted.
Lo miré a los ojos por primera vez en la entrevista y le mantuve la vista clavada, convencida de que el General Tolomeo Rodríguez había perdido el juicio si pretendía que condujera a mi propio hermano a una trampa, caramba, las vueltas del destino, no hace mucho Huberto Naranjo me pidió que hiciera lo mismo contigo, pensé.
—Veo que no confía en mí… murmuró sin desviar la mirada.
—No sé de qué me está hablando.
—Por favor, Eva, merezco que al menos no me subestime. Conozco su amistad con el Comandante Rogelio.
—Entonces no me pida esto.
—Se lo pido porque es un trato justo, a ellos les puede salvar la vida y a mí me ahorra tiempo, pero comprendo sus dudas. El viernes el Presidente anunciará estas medidas al país, espero que entonces me crea y esté dispuesta a colaborar por el bien de todos, especialmente de esos terroristas, que no tienen más alternativa que la pacificación o la muerte.
—Son guerrilleros, no terroristas, General.
—Llámelos como quiera, eso no cambia el hecho de que se encuentran fuera de la ley y yo tengo todos los medios para destruirlos, en cambio les estoy lanzando un salvavidas.
Acepté pensarlo, calculando que eso me daba un plazo. Por un instante pasó por mi mente el recuerdo de Mimí explorando la posición de los planetas en el firmamento y descifrando cábalas en los naipes para pronosticar el futuro de Huberto Naranjo: siempre lo he dicho, ese muchacho acabará convertido en magnate o en bandido. No pude evitar una sonrisa, porque tal vez la astrología y la quiromancia se equivocaban de nuevo. De pronto se me cruzó por delante la visión fugaz del Comandante Rogelio en el Congreso de la República peleando desde una butaca de terciopelo las mismas batallas que ahora daba con un fusil en la montaña. El General Tolomeo Rodríguez me acompañó hasta la puerta y al despedirse me retuvo la mano entre las suyas.
—Me equivoqué con usted, Eva. Durante meses he deseado su llamada con impaciencia, pero soy muy orgulloso y siempre mantengo la palabra empeñada. Dije que no iba a presionarla y no lo he hecho, pero ahora me arrepiento.
—¿Se refiere a Rolf Carlé?
—Supongo que eso es temporal.
—Y yo espero que sea para siempre.
—Nada es para siempre, hija, sólo la muerte.
—También trato de vivir la vida como me gustaría que fuera… como una novela.
—¿Entonces no tengo esperanza?
—Me temo que no, pero de todos modos gracias por su galantería, General Rodríguez. Y poniéndome en punta de pies para alcanzar su altura marcial, le planté un beso rápido en la mejilla.