DIEZ

LA ESCALADA del movimiento guerrillero trajo a Rolf Carlé de vuelta al país.

—Por el momento se te acabó el turismo por el mundo, muchacho, le dijo Aravena desde su escritorio de director. Había engordado mucho, estaba enfermo del corazón y los únicos placeres que todavía conmovían sus sentidos eran la buena mesa, el sabor de sus cigarros y algún vistazo disimulado a los traseros apoteósicos y ahora intocables de las hijas del tío Rupert durante sus paseos a la Colonia, pero las limitaciones físicas no habían disminuido su curiosidad profesional. La guerrilla está jorobando mucho y ya es hora de que alguien averigüe la verdad. Recibimos toda la información censurada, el Gobierno miente y las radios subversivas también. Quiero saber cuántos hombres hay en la montaña, qué clase de armamento tienen, quienes los apoyan, cuáles son sus planes, en fin, todo.

—No puede dar eso por televisión.

—Necesitamos saber lo que pasa, Rolf. Creo que esos hombres son unos locos, pero puede ser que tengamos otra Sierra Maestra ante nuestras narices y no la veamos.

—Y si así fuera, ¿qué haría?

—Nada. Nuestro papel no consiste en modificar el rumbo de la historia, sino simplemente registrar los hechos.

—Usted no pensaba así en tiempos del General.

—Algo he aprendido con la edad. Anda, observa, filma si puedes y me cuentas todo.

—No es fácil. No me permitirán que husmee en sus campamentos.

—Por eso te lo pido a ti y no a otro del equipo. Tú ya estuviste con ellos hace unos años, ¿cómo se llamaba el tipo ese que te impresionó tanto?

—Huberto Naranjo.

—¿Puedes ponerte en contacto con él de nuevo?

—No sé, tal vez ya no existe, dicen que el Ejército ha matado a muchos y otros han desertado. En todo caso el tema me gusta y veré lo que puedo hacer.

Huberto Naranjo no había muerto ni había desertado, pero ya nadie lo llamaba por ese nombre. Ahora era el Comandante Rogelio. Había pasado años de guerra, con las botas puestas, el arma en la mano y los ojos siempre abiertos para ver más allá de las sombras. Su vida era una sucesión de violencias, pero también había momentos de euforia, momentos sublimes. Cada vez que recibía a un grupo de nuevos combatientes el corazón le saltaba en el pecho, como ante el encuentro con una novia. Salía a recibirlos en el límite del campamento y allí estaban, aún impolutos, optimistas, formados en línea como les había enseñado su jefe de patrulla, todavía con su aire de ciudad, con ampollas recientes en las manos, sin los callos de los veteranos, con la mirada suave, cansados pero sonrientes. Eran sus hermanos menores, sus hijos, venían a luchar y desde ese instante él era responsable de sus vidas, de mantenerles la moral en alto y enseñarles a sobrevivir, hacerlos duros como granito, más valientes que una leona, astutos, ágiles y resistentes para que cada uno de ellos valiera por cien soldados. Era bueno tenerlos allí, sentía un espasmo en la garganta. Metía las manos en los bolsillos y los saludaba con cuatro frases bruscas, para no traicionar su emoción.

También le gustaba sentarse con sus compañeros alrededor de una fogata, en aquellas ocasiones en que eso era posible. Nunca se quedaban mucho tiempo en el mismo lugar, era necesario conocer la montaña, moverse en su terreno como pez en el agua, decía el manual. Pero había días de ocio, a veces cantaban, jugaban a cartas, oían música por la radio como personas normales. De vez en cuando él debía bajar a la ciudad para ponerse en contacto con sus enlaces, entonces caminaba por las calles pretendiendo que era un ser como los demás, aspirando esos olores ya olvidados de comida, de tráfico, de basura, observando con ojos nuevos a los niños, a las mujeres en sus quehaceres, a los perros vagabundos, como si él fuera uno más de la multitud, como si nadie lo persiguiera. De pronto en una pared veía escrito el nombre del Comandante Rogelio con letras negras y al saberse crucificado en ese muro, recordaba con una mezcla de orgullo y de temor que no debía estar allí, no tenía una vida como la de otros, era un combatiente.

Los guerrilleros provenían en su mayoría de la Universidad, pero Rolf Carlé no intentó mezclarse con los estudiantes para buscar la forma de llegar a la montaña. Su rostro aparecía a menudo en el noticiario de la televisión, era bien conocido por todos. Se acordó del contacto usado hacía unos años, cuando entrevistó por primera vez a Huberto Naranjo en los albores de la lucha armada y se dirigió al boliche del Negro.

Lo encontró en su cocina, algo más gastado, pero con el mismo buen ánimo. Se estrecharon la mano con desconfianza. Los tiempos habían cambiado y ahora la represión era labor de especialistas, la guerrilla ya no era sólo un ideal de muchachos ilusionados con la esperanza de cambiar el mundo, sino un enfrentamiento despiadado y sin cuartel. Rolf Carlé entró en materia con algunos preámbulos.

—Yo no tengo nada que ver con eso, replicó el Negro.

—No soy un soplón, nunca lo he sido. No te he delatado en todos estos años, ¿por qué iba a hacerlo ahora? Consúltalo con tus jefes, diles que me den una oportunidad, al menos que me dejen explicarles lo que pienso hacer…

El hombre lo miró largo rato, estudiando cada detalle de su rostro y seguramente aprobó lo que vio, porque Rolf Carlé sintió un cambio en su actitud.

—Vendré a verte mañana, Negro, dijo.

Volvió al día siguiente y todos los días durante casi un mes, hasta que por fin consiguió la cita y pudo exponer sus intenciones. El Partido consideró que Rolf Carlé podía ser un elemento útil; sus reportajes eran buenos, parecía un hombre honesto, tenía acceso a la televisión y era amigo de Aravena; resultaba conveniente contar con alguien como él y el riesgo no sería demasiado grande si manejaban el asunto con las precauciones debidas.

—Hay que informar al pueblo, una victoria gana aliados, decían los dirigentes.

—No alarmen a la opinión pública, no quiero oír ni una palabra sobre la guerrilla, vamos a anularla con el silencio. Están todos fuera de la ley y así serán tratados, ordenaba por su parte el Presidente de la República.

En esta ocasión el viaje de Rolf Carlé al campamento fue muy distinto al realizado antes, no se trató de una excursión con una mochila a la espalda como un escolar de vacaciones. Buena parte del trayecto lo hizo con los ojos vendados, lo trasladaron en el maletero de un coche, medio asfixiado y desmayándose de calor, otra parte la realizó de noche a través de los campos sin recibir el menor indicio de su ubicación, sus guías se turnaban y ninguno estaba dispuesto a hablar con él, pasó dos días encerrado en diversos galpones y graneros movilizado de aquí para allá sin derecho a hacer preguntas.

El Ejército, entrenado en las escuelas de contra-insurgencia, acorralaba a los guerrilleros, instalaba controles móviles en los caminos, detenía los vehículos, revisaba todo. No era fácil pasar sus líneas de control. En los Centros de Operaciones, diseminados por todo el país, se concentraban las tropas especializadas. Corría el rumor de que esos eran también campos de prisioneros y lugares de tortura. Los soldados bombardeaban las montañas, dejando un reguero de escombros. Recuerden el código de ética revolucionaria, machacaba el Comandante Rogelio, por donde pasemos no puede haber abuso, respeten y paguen todo lo que consuman, para que el pueblo aprecie la diferencia entre nosotros y los soldados, para que sepan cómo serán las zonas liberadas por la Revolución. Rolf Carlé se encontró con que a poca distancia de las ciudades, donde la vida transcurría en aparente paz, había un territorio en guerra, pero ese era un tema oficialmente prohibido. La lucha sólo era mencionada en las radios clandestinas, quedaban a conocer las acciones de la guerrilla: un oleoducto dinamitado, una garita asaltada, una emboscada al Ejército.

Después de cinco días en los cuales lo movilizaron como un fardo, se encontró subiendo un cerro y abriéndose paso en la vegetación a machetazos, hambriento, enlodado y picado de mosquitos. Sus guías lo dejaron en un claro del bosque con instrucciones de no moverse por ningún motivo, no encender fuego ni hacer ruido. Allí esperó sin más compañía que los chillidos de los monos. Al amanecer, cuando estaba a punto de perder la paciencia, aparecieron dos jóvenes barbudos y zarrapastrosos con fusiles en los brazos.

—Bienvenido, compañero, lo saludaron con anchas sonrisas.

—Ya era hora, replicó extenuado.

Rolf Carlé filmó el único largometraje que existe en el país sobre la guerrilla de esa época, antes que la derrota acabara con el sueño revolucionario y la pacificación devolviera a los sobrevivientes a la vida normal, algunos convertidos en burócratas otros en diputados o empresarios. Se quedó con el grupo del Comandante Rogelio durante un tiempo, moviéndose de noche de un sitio a otro por un terreno salvaje y descansando a veces en el día. Hambre, fatiga, miedo. La vida era muy dura en la montaña. Había estado en varias guerras, pero esa lucha de emboscadas, de ataques sorpresivos, de sentirse siempre vigilados, de soledad y de silencio, le pareció peor. El número total de guerrilleros variaba, estaban organizados en grupos pequeños para moverse con mayor facilidad. El Comandante Rogelio se desplazaba de uno a otro, encargado de todo el frente. Rolf asistió al adiestramiento de los nuevos combatientes, ayudó a montar radios y postas de emergencia, aprendió a arrastrarse sobre los codos y soportar el dolor, y al convivir con ellos y escucharlos, acabó entendiendo las razones de esos jóvenes para tanto sacrificio. Los campamentos funcionaban con disciplina militar, pero a diferencia de los soldados, carecían de ropa adecuada, medicamentos, comida, techo, transporte, comunicaciones. Llovía durante semanas y no podían encender una hoguera para secarse, era como vivir en un bosque sumergido en el mar. Rolf tenía la sensación de caminar sobre una cuerda floja tendida sobre el abismo, la muerte estaba allí, escondida detrás del próximo árbol.

—Todos sentimos lo mismo, no te preocupes, uno se acostumbra, bromeó el Comandante.

Las provisiones se consideraban sagradas, pero en ocasiones alguien no resistía la urgencia y se robaba una lata de sardinas. Los castigos eran duros, porque no sólo había que racionar la comida sino, sobre todo enseñar el valor de la solidaridad.

A veces alguno se quebraba, se echaba a llorar encogido en el suelo llamando a su madre, entonces el Comandante se acercaba, lo ayudaba a levantarse y se iba caminando con él donde nadie pudiera verlos, para darle discreto consuelo. Si comprobaba una traición, ese mismo hombre era capaz de ejecutar a uno de los suyos.

—Aquí lo normal es morir o ser herido, hay que estar preparados para todo. Lo raro es salvar la vida y el milagro será la victoria, le dijo el Comandante Rogelio a Rolf.

Rolf sintió que en esos meses envejecía, se le gastaba el cuerpo. Al final no sabía lo que estaba haciendo ni por qué perdió el sentido del tiempo, una hora le parecía una semana y de pronto una semana parecía un sueño. Era muy difícil captar la información pura, la esencia de las cosas, a su alrededor había un silencio extraño, un silencio de palabras, pero al mismo tiempo un silencio cargado de presagios, poblado de ruidos de la selva, de chillidos y murmullos, de voces remotas que llegaban por el aire, de quejidos y lamentos de sonámbulos. Aprendió a dormir a ratos, de pie, sentado, de día, de noche, medio inconsciente por el cansancio, pero siempre alerta, un susurro lo hacía saltar. Le disgustaba la mugre, su propio olor; añoraba sumergirse en agua limpia, jabonarse hasta los huesos; habría dado cualquier cosa por una taza de café caliente. En los enfrentamientos con los soldados vio morir destrozados a los mismos hombres con quienes había compartido un cigarrillo la noche anterior. Se inclinaba sobre ellos con la cámara y los filmaba fuera de sí mismo, como si estuviera a una larga distancia mirando esos cuerpos a través de un telescopio. No puedo perder la razón, se repetía como tantas veces lo había hecho antes en situaciones similares. Le volvían las imágenes de su infancia, el día que fue a enterrar a los muertos en el campo de concentración, y las visiones recientes de otras guerras. Sabía por experiencia, que todo dejaba huellas en él, que en su memoria cada acontecimiento salpicaba una mancha y a veces pasaba mucho tiempo antes de darse cuenta de que un episodio lo había marcado profundamente, era como si el recuerdo se hubiera congelado en alguna parte y de pronto por algún mecanismo de asociación, apareciera ante sus ojos con intolerable intensidad. Se preguntaba también por qué seguía allí, por qué no mandaba todo al carajo y se volvía a la ciudad, eso habría sido más sano que quedarse en ese laberinto de pesadillas, irse, refugiarse por un tiempo en la Colonia y dejar que sus primas lo mecieran en vapores de canela, clavo de olor, vainilla y limón. Pero esas dudas no lograban detenerlo, seguía a los guerrilleros a todas partes, llevando la filmadora al hombro tal como los demás cargaban sus armas. Una tarde trajeron al Comandante Rogelio entre cuatro muchachos, venía en una angarilla improvisada, envuelto en una cobija, tiritando, retorciéndose, envenenado por un alacrán.

—Nada de mariqueras, compañeros, nadie se muere de esto, murmuró. Déjenme, se me va a pasar solo.

Rolf Carlé sentía emociones contradictorias por ese hombre, nunca estaba cómodo en su presencia, suponía que no contaba con su confianza y por lo mismo no comprendía por qué lo dejaba hacer su trabajo, le molestaba su severidad y también admiraba lo que lograba con sus hombres. De la ciudad le llegaban unos muchachos imberbes y al cabo de unos meses él los convertía en guerreros, inmunes a la fatiga y al dolor, duros, pero de algún modo se las arreglaba para preservarles los ideales de la adolescencia. No había antídoto para la picadura de alacrán, el botiquín de primeros auxilios estaba casi vacío. Se quedó al lado del enfermo arropándolo, dándole agua, limpiándolo. A los dos días bajó la calentura y el Comandante le sonrió con la mirada, entonces comprendió que a pesar de todo eran amigos.

A Rolf Carlé no le bastó la información obtenida entre los guerrilleros, le faltaba la otra mitad de la noticia. Se despidió del Comandante Rogelio sin muchas palabras, los dos conocían las reglas y habría sido una grosería hablar de ellas. Sin comentar con nadie lo que había experimentado en la montaña, Rolf Carlé se metió en los Centros de Operaciones del Ejército, acompañó a los soldados en sus excursiones, habló con los oficiales, entrevistó al Presidente y hasta consiguió permiso para asistir a los entrenamientos militares. Al finalizar tenía miles de metros de película, cientos de fotografías, horas de grabaciones, poseía más información sobre el tema que nadie en el país.

—¿Crees que la guerrilla tendrá éxito, Rolf?

—Francamente no, señor Aravena.

—En Cuba lo lograron. Allí demostraron que se puede derrotar a un ejército regular.

—Han pasado varios años y los gringos no permitirán nuevas revoluciones. En Cuba las condiciones eran diferentes, allá luchaban contra una dictadura y tenían apoyo popular.

Aquí hay una democracia llena de defectos pero el pueblo está orgulloso de ella. La guerrilla no cuenta con la simpatía de la gente, y con pocas excepciones, sólo ha podido reclutar estudiantes en las universidades.

—¿Qué piensas de ellos?

—Son idealistas y valientes.

—Quiero ver todo lo que conseguiste, Rolf, le exigió Aravena.

—Voy a editar la película para suprimir todo lo que no se puede mostrar ahora. Usted me dijo una vez que nosotros no estamos aquí para cambiar la historia, sino para dar noticias.

—Aún no me acostumbro a tus arranques de pedantería, Rolf. ¿Así que tu película puede cambiar el destino del país?

—Sí.

—Ese documental tiene que estar en mi archivo.

—No puede caer en manos del Ejército por ningún motivo, sería fatal para los hombres que están en la montaña. No los traicionaré y estoy seguro que usted haría lo mismo.

El director de la Televisora Nacional se fumó el cigarro hasta la colilla, en silencio, observando a su discípulo a través del humo sin asomo de sarcasmo, pensando, recordando los años de oposición a la dictadura del General, revisando sus emociones de entonces.

—No te gusta aceptar consejos, pero esta vez debes hacerme caso, Rolf, dijo por fin. Esconde tus películas, porque el Gobierno sabe que existen y tratará de quitártelas por las buenas o por las malas. Edita, suprime, conserva todo lo que te parezca necesario, pero te advierto que es como almacenar nitroglicerina. En fin, tal vez en un tiempo más podremos sacar al aire ese documental y quién sabe si dentro de una década también podremos mostrar lo que ahora crees que cambiaría la historia.

Rolf Carlé llegó el sábado a la Colonia con una maleta cerrada con candado y se la entregó a sus tíos con la recomendación de no hablar de eso con nadie y ocultarla hasta que él volviera por ella. Burgel la forró con una cortina de plástico y Rupert la colocó bajo unas tablas de la carpintería sin hacer comentarios.

En la fábrica sonaba la sirena a las siete de la mañana, se abría la puerta y doscientas mujeres entrábamos en tropel, desfilando ante las supervisoras, que nos revisaban de pies a cabeza en previsión de posibles sabotajes. Allí se fabricaban desde las botas de los soldados hasta los galones de los generales, todo medido y pesado, para que ni un botón, ni una hebilla, ni una hebra de hilo cayera en manos criminales, como decía el Capitán, porque esos cabrones son capaces de copiarnos los uniformes y mezclarse con nuestra tropa para entregar la patria al comunismo, malditos sean. Las enormes salas sin ventanas, se iluminaban con luces fluorescentes, el aire entraba a presión por tubos colocados en el techo, abajo se alineaban las máquinas de coser y a dos metros del suelo corría a lo largo de los muros un balcón estrecho por donde caminaban los vigilantes, cuya misión consistía en controlar el ritmo del trabajo para que ninguna vacilación, ningún escalofrío, ni el menor impedimento atentara contra la producción. A esa altura quedaban las oficinas, pequeños cubículos para los oficiales, los contadores y las secretarias. El ruido era un formidable rugido de catarata, que obligaba a andar con tapones en las orejas y a entenderse por gestos. A las doce se escuchaba por encima del barullo atronador la sirena para la colación del mediodía llamando a los comedores, donde servían un almuerzo tosco, pero contundente, similar al rancho de los conscriptos. Para muchas obreras esa constituía la única comida del día y algunas guardaban una parte para llevar a sus casas, a pesar de la vergüenza que les significaba pasar ante las supervisoras con los restos envueltos en papel. El maquillaje estaba prohibido y el pelo debía llevarse corto o cubierto por un pañuelo, porque en una ocasión el eje de una bobinadora le cogió la melena a una mujer y cuando cortaron la electricidad ya era tarde, le había arrancado el cuero cabelludo. De todos modos, las más jóvenes procuraban verse bonitas con pañuelos alegres, faldas cortas, un poco de carmín, a ver si lograban atraer a un jefe y cambiar su suerte, ascendiendo dos metros más arriba, al balcón de las empleadas, donde el sueldo y el trato eran más dignos. La historia jamás comprobada de una operaria que así llegó a casarse con un oficial, alimentaba la imaginación de las novatas, pero las mujeres mayores no elevaban la vista hacia tales quimeras, trabajaban calladas y de prisa para aumentar su cuota.

El Coronel Tolomeo Rodríguez aparecía de vez en cuando para inspección. Su llegada enfriaba el aire y aumentaba el ruido. Era tanto el peso de su rango y el poder que emanaba de su persona, que no necesitaba levantar la voz ni gesticular, le bastaba una mirada para hacerse respetar. Pasaba revista, hojeaba los libros de registro, se introducía en las cocinas, interrogaba a las obreras, ¿usted es nueva?, ¿qué comieron hoy? aquí hace mucho calor, suban la ventilación, usted tiene los ojos irritados, pase por la oficina para que le den un permiso. Nada se le escapaba. Algunos subalternos lo odiaban todos le temían, se rumoreaba que hasta el Presidente se cuidaba de él, porque contaba con el respeto de los oficiales jóvenes y en cualquier momento podría ceder a la tentación de alzarse contra el gobierno constitucional.

Yo lo había visto siempre de lejos, porque mi oficina estaba al final del pasillo y mi trabajo no requería de su inspección pero aún a esa distancia podía percibir su autoridad. Un día de marzo lo conocí. Lo estaba mirando a través del cristal que me separaba del corredor y de pronto él se volvió y nuestros ojos se encontraron. Ante él todo el personal empleaba la mirada periférica, nadie le fijaba la vista, pero yo no pude pestañear, quedé suspendida de sus pupilas, hipnotizada. Me pareció que pasaba mucho rato. Por último él caminó en mi dirección. El ruido me impedía oír sus pasos, daba la impresión de avanzar flotando, seguido a cierta distancia por su secretario y el Capitán. Cuando el Coronel me saludó con una leve inclinación, pude apreciar de cerca su tamaño, sus manos expresivas, su pelo grueso, sus dientes grandes y parejos. Era atrayente como un animal salvaje. Esa tarde, al salir de la fábrica, había una limusina oscura detenida en la puerta y un ordenanza me pasó una nota con una invitación manuscrita del Coronel Tolomeo Rodríguez para cenar con él.

—Mi Coronel espera su respuesta, se cuadró el hombre.

—Dígale que no puedo, tengo otro compromiso.

Al llegar a casa se lo conté a Mimí, quien pasó por alto la observación de que ese hombre era enemigo de Huberto Naranjo y consideró la situación desde el punto de vista de los folletines de amor que nutrían sus horas de ocio, concluyendo que yo había hecho lo indicado, siempre es bueno hacerse rogar, repitió como tantas veces.

—Debes ser la primera mujer que le rechaza una invitación, te apuesto que mañana insiste, pronosticó.

No fue así. Nada supe de él hasta el viernes siguiente, cuando realizó una visita sorpresa a la fábrica. Al saber que estaba en el edificio, me di cuenta de que lo había esperado durante días, espiando hacia el corredor, procurando adivinar sus pasos a través del estruendo de las máquinas de coser, deseando verlo y al mismo tiempo temiendo su aparición, con una impaciencia ya casi olvidada, porque desde los comienzos de mi relación con Huberto Naranjo no padecía tales tormentos. Pero el militar no se acercó a mi oficina y cuando sonó la sirena de las doce suspiré con una mezcla de alivio y de despecho. En las semanas siguientes volví a pensar en él algunas veces.

Diecinueve días más tarde, al llegar por la noche a casa, encontré al Coronel Tolomeo Rodríguez tomando café en compañía de Mimí. Estaba sentado en una de las poltronas orientales, se puso en pie y me extendió una mano sin sonreír.

—Espero no importunarla. Vine porque deseaba hablarle, dijo.

—Quiere hablarte, repitió Mimí, pálida como uno de los grabados colgados en la pared.

—Ha pasado algún tiempo sin verla y me he tomado la libertad de visitarla, dijo en el tono ceremonioso que empleaba con frecuencia.

—Por eso vino, agregó Mimí.

—¿Aceptaría mi invitación a cenar?

—Quiere que vayas a comer con él, tradujo de nuevo Mimí al borde de la fatiga, porque lo había reconocido apenas entró y le volvieron de golpe todos los recuerdos: era quien inspeccionaba cada tres meses el Penal de Santa María en los tiempos de su infortunio. Estaba descompuesta, aunque confiaba en que él no podría relacionar la imagen de un miserable recluso de El Harén, infectado de paludismo, cubierto de llagas y con la cabeza afeitada, con la mujer asombrosa que ahora le servía café.

¿Por qué no me negué de nuevo? Tal vez no fue por temor, como creí entonces, tenía ganas de estar con él. Me di una ducha para quitarme el agobio del día, me puse mi vestido negro, me cepillé el pelo y me presenté en la sala, dividida entre la curiosidad y rabia conmigo misma porque sentía que estaba traicionando a Huberto. El militar me ofreció el brazo con un gesto algo ampuloso, pero pasé por delante sin tocarlo, ante la mirada desolada de Mimí, quien aún no lograba reponerse de la impresión. Entré en la limusina deseando que los vecinos no vieran las motos de la escolta, no fueran a pensar que me había convertido en la querida de un general. El chofer nos condujo a uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad, una mansión versallesca donde el cocinero saludaba a los clientes de honor y un anciano adornado con una banda presidencial y provisto de una tacita de plata, probaba los vinos.

El Coronel parecía a sus anchas, pero yo me sentía como un náufrago entre sillas de brocado azul, ostentosos candelabros y un batallón de sirvientes. Me pasaron un menú escrito en francés y Rodríguez, adivinando mi desconcierto, escogió por mí. Me encontré frente a un cangrejo sin saber cómo atacarlo, pero el mozo quitó la carne del caparazón y me la colocó en el plato. Ante la batería de cuchillos curvos y rectos, copas de dos colores y aguamaniles, agradecí los cursos de Mimí en el instituto para reinas de belleza y las enseñanzas del amigo decorador, porque pude desempeñarme sin hacer el ridículo, hasta que me presentaron un sorbete de mandarina entre la entrada y la carne. Miré asombrada la minúscula bola coronada por una hoja de menta y pregunté por qué servían los postres antes del segundo plato. Rodríguez se rio y ese gesto tuvo la virtud de anular los galones de su manga y quitarle varios años del rostro. A partir de ese instante todo fue más fácil. Ya no me parecía un prócer de la nación, lo examiné a la luz de aquellas velas palaciegas y él quiso saber por qué lo miraba así, a lo cual respondí que lo hallaba muy parecido al puma embalsamado.

—Cuénteme su vida, Coronel, le pedí a los postres.

Creo que esa petición lo sorprendió y por un instante lo puso alerta, pero después debe haberse dado cuenta que yo no era una espía del enemigo, casi pude leer sus pensamientos, es sólo una pobre mujer de la fábrica, ¿cuál será su parentesco con esa actriz de televisión? bonita, por cierto, mucho más que esta muchacha tan mal vestida, estuve a punto de invitar a la otra, pero dicen que es un maricón, cuesta creerlo, de todos modos no puedo correr el riesgo de que me vean con un degenerado. Acabó hablándome de su infancia en la hacienda de su familia en una zona agreste, desértica, estepas sopladas por el viento, donde el agua y la vegetación tienen un valor especial y las gentes son fuertes, porque viven en la aridez. No era hombre de la región tropical del país, tenía recuerdos de largas cabalgatas por el llano, de mediodías calientes y secos. Su padre, un caudillo local, lo metió en las Fuerzas Armadas a los dieciocho años sin preguntarle su parecer, para que sirva a la patria con pundonor, hijo, como debe ser, le ordenó. Y él así lo hizo sin vacilar, la disciplina es lo primero, quien sabe obedecer aprende a mandar. Estudió ingeniería y ciencias políticas, había viajado, leía poco, le gustaba mucho la música, se confesó frugal, casi abstemio, casado, padre de tres hijas. Pese a su prestigio de severidad, esa noche exhibió buen humor y al final me dio las gracias por la compañía, se había divertido, dijo, yo era una persona original, aseguró, aunque no me oyó más de cuatro frases, él había acaparado la conversación.

—Soy yo quien le agradece, Coronel. Nunca había estado en este lugar, es muy elegante.

—No tiene que ser la última vez, Eva. ¿Podríamos vernos la próxima semana?

—¿Para qué?

—Bueno, para conocernos mejor…

—¿Usted quiere acostarse conmigo, Coronel?

Dejó caer los cubiertos y durante casi un minuto mantuvo los ojos clavados en el plato.

—Esa es una pregunta brutal y merece una respuesta similar, respondió por fin. Sí, eso deseo. ¿Acepta?

—No, muchas gracias. Las aventuras sin amor me ponen triste.

—No he dicho que el amor esté excluido.

—¿Y su mujer?

—Aclaremos una cosa, mi señora esposa no tiene nada que ver en esta conversación y no volveremos a mencionarla jamás. Hablemos de nosotros. No es propio que lo diga yo, pero puedo hacerla feliz si me lo propongo.

—Dejemos los rodeos, Coronel. Me imagino que usted tiene mucho poder, puede hacer lo que quiera y siempre lo hace, ¿verdad?

—Está equivocada. Mi cargo me impone responsabilidades y deberes con la patria y yo estoy dispuesto a cumplirlos. Soy un soldado, no hago uso de privilegios y mucho menos de este tipo. No intento presionarla, sino seducirla y estoy seguro de lograrlo, porque los dos nos sentimos atraídos. La haré cambiar de opinión y terminará amándome…

—Discúlpeme, pero lo dudo.

—Prepárese, Eva, porque no la voy a dejar en paz hasta que me acepte, sonrió él.

—En ese caso no perdamos tiempo. Yo no pienso ponerme a discutir con usted porque me puede ir mal. Vamos ahora mismo, salimos de esto en un santiamén y después me deja tranquila.

El militar se puso en pie con la cara roja. De inmediato dos mozos corrieron solícitos a atenderlo y de las mesas vecinas se dieron vuelta a observarnos. Entonces volvió a sentarse y durante un rato estuvo en silencio, rígido, respirando agitadamente.

—No sé qué clase de mujer eres, dijo por último, tuteándome por primera vez. En circunstancias normales aceptaría tu desafío y nos iríamos de inmediato a un lugar privado, pero he decidido conducir este asunto de otra manera. No voy a suplicarte. Estoy seguro de que tú me buscarás y si tienes suerte, aún estará en pie mi proposición. Llámame por teléfono cuando desees verme, dijo Rodríguez secamente pasándome una tarjeta con el escudo nacional en el borde superior y su nombre impreso en letras cursivas.

Esa noche llegué temprano a casa. Mimí opinó que había actuado como una demente, ese militar era un tipo poderoso y podía causarnos muchos problemas, ¿no podía haber sido algo más cortés? Al día siguiente renuncié a mi trabajo, recogí mis cosas y dejé la fábrica para escapar de ese hombre, que representaba todo aquello contra lo cual Huberto Naranjo se jugaba la vida desde hacía tantos años.

—No hay mal que por bien no venga, sentenció Mimí al comprobar que la rueda de la fortuna había dado medio giro para colocarme en el camino donde ella consideraba que siempre debí estar. Ahora podrás escribir en serio.

Estaba instalada ante la mesa del comedor con sus naipes desplegados en abanico, donde podía leer que mi destino era contar y todo lo demás resultaba empeño perdido, tal como yo misma sospechaba desde que leí Las mil y una noches. Mimí sostenía que cada uno nace con un talento y la dicha o la desgracia consisten en descubrirlo y que haya demanda de eso en el mundo, porque hay destrezas inútiles, como la de un amigo suyo que era capaz de aguantar tres minutos sin respirar bajo el agua, lo cual jamás le sirvió para algo. Por su parte estaba tranquila, pues ya conocía el suyo. Acababa de debutar en una novela de televisión como la malvada Alejandra, rival de Belinda, una doncella ciega que al final recuperaría la vista, como siempre ocurre en estos casos, para casarse con el galán. Los libretos yacían desparramados por la casa y ella los memorizaba con mi ayuda. Yo debía representar todos los demás papeles. (Luis Alfredo aprieta los párpados para no llorar, porque los hombres no lloran). Entrégate a este sentimiento… Déjame que pague la operación de tus ojos, mi amor. (Belinda se estremece, teme perder al ser amado…) Quisiera estar segura de ti… pero existe otra mujer en tu vida, Luis Alfredo. (Él enfrenta esas bellas pupilas sin luz). Alejandra nada significa para mí, ella sólo ambiciona la fortuna de los Martínez de la Roca, pero no lo logrará. Nadie podrá separarnos jamás, Belinda mía. (La besa y ella se entrega a esa caricia sublime dejando entender para el público que quizá pueda suceder algo… o quizá no. Paneo de cámara para mostrar a Alejandra que los espía desde la puerta, desfigurada por los celos. Corte al estudio B.)

—Las telenovelas son una cuestión de fe. Hay que creer y punto, decía Mimí entre dos parlamentos de Alejandra. Si te pones a analizarlas les quitas la magia y las arruinas.

Aseguraba que cualquiera es capaz de inventar dramas como el de Belinda y Luis Alfredo, pero con mayor razón podía hacerlo yo, que había pasado años escuchándolos en la cocina, creyendo que eran casos verídicos y al comprobar que la realidad no era como en la radio me había sentido burlada. Mimí me expuso las indudables ventajas de trabajar para la televisión, donde cualquier desvarío encontraba su ubicación propia y cada personaje, por extravagante que fuera, tenía la posibilidad de clavar un alfiler en el alma desprevenida del público, efecto que rara vez lograba un libro. Esa tarde llegó con una docena de pasteles y una pesada caja envuelta en papel de fantasía. Era una máquina de escribir. Para que empieces a trabajar, dijo. Pasamos parte de la noche sentadas sobre la cama bebiendo vino, comiendo dulces y discutiendo el argumento ideal, un embrollo de pasiones, divorcios, bastardos, ingenuos y malvados, ricos y pobres, capaz de atrapar al espectador desde el primer instante y mantenerlo prisionero de la pantalla durante doscientos conmovedores capítulos. Nos dormimos mareadas y salpicadas de azúcar y yo soñé con hombres celosos y muchachas ciegas.

Desperté de madrugada. Era un miércoles suave y algo lluvioso, en nada diferente de otros en mi vida, pero este lo atesoro como un día único, reservado sólo para mí. Desde que la maestra Inés me enseñó el alfabeto, escribía casi todas las noches, pero sentí que esta era una ocasión diferente, algo que podría cambiar mi rumbo. Preparé un café negro y me instalé ante la máquina, tomé una hoja de papel limpia y blanca, como una sábana recién planchada para hacer el amor y la introduje en el rodillo. Entonces sentí algo extraño, como una brisa alegre por los huesos, por los caminos de las venas bajo la piel. Creí que esa página me esperaba desde hacía veintitantos años, que yo había vivido sólo para ese instante, y quise que a partir de ese momento mi único oficio fuera atrapar las historias suspendidas en el aire más delgado, para hacerlas mías. Escribí mi nombre y en seguida las palabras acudieron sin esfuerzo, una cosa enlazada con otra y otra más. Los personajes se desprendieron de las sombras donde habían permanecido ocultos por años y aparecieron a la luz de ese miércoles, cada uno con su rostro, su voz, sus pasiones y obsesiones. Se ordenaron los relatos guardados en la memoria genética desde antes de mi nacimiento y muchos otros que había registrado por años en mis cuadernos. Comencé a recordar hechos muy lejanos, recuperé las anécdotas de mi madre cuando vivíamos entre los idiotas, los cancerosos y los embalsamados del Profesor Jones; aparecieron un indio mordido de víbora y un tirano con las manos devoradas por la lepra; rescaté a una solterona que perdió el cuero cabelludo como si se lo hubiera arrancado una máquina bobinadora, un dignatario en su sillón de felpa obispal, un árabe de corazón generoso y tantos otros hombres y mujeres cuyas vidas estaban a mi alcance para disponer de ellas según mi propia y soberana voluntad. Poco a poco el pasado se transformaba en presente y me adueñaba también del futuro, los muertos cobraban vida con ilusión de eternidad, se reunían los dispersos y todo aquello esfumado por el olvido adquiría contornos precisos.

Nadie me interrumpió y pasé casi todo el día escribiendo, tan absorta que hasta me olvidé de comer. A las cuatro de la tarde vi surgir ante mis ojos una taza de chocolate.

—Toma, te traje algo caliente…

Miré esa figura alta y delgada, envuelta en un kimono azul y necesité algunos instantes para reconocer a Mimí, porque yo andaba en plena selva dando alcance a una niña de cabellera roja. Seguí a ese ritmo sin acordarme de las recomendaciones recibidas: los libretos se organizan en dos columnas, cada capítulo tiene veinticinco escenas, mucho cuidado con los cambios de escenario que salen muy caros y con los parlamentos largos que confunden a los actores, cada frase importante se repite tres veces y el argumento debe ser simple, partiendo del supuesto de que el público es cretino. Sobre la mesa crecía un cerro de páginas salpicadas de anotaciones, correcciones, jeroglíficos y manchas de café, pero recién empezaba a desempolvar recuerdos y trenzar destinos, no sabía hacia dónde iba ni cuál sería el desenlace, si es que lo había. Sospechaba que el final llegaría sólo con mi propia muerte y me atrajo la idea de ser yo también uno más de la historia y tener el poder de determinar mi fin o inventarme una vida. El argumento se complicaba; los personajes se tornaban más y más rebeldes. Trabajaba —si trabajo se puede llamar aquella fiesta— muchas horas al día, desde el amanecer hasta la noche. Dejé de ocuparme de mí misma, comía cuando Mimí me alimentaba y me iba a dormir porque ella me conducía a la cama, pero en sueños seguía sumida en ese universo recién nacido, de la mano con mis personajes, no fueran a desdibujarse sus delicados trazos y volver a la nebulosa de los cuentos que se quedan sin contar.

Al cabo de tres semanas, Mimí consideró que había llegado el momento de dar uso práctico a ese delirio, antes de que yo desapareciera tragada por mis propias palabras. Consiguió una entrevista con el director de la televisión para ofrecerle la historia, porque le parecía peligroso para mi salud mental prolongar ese esfuerzo si no había esperanza de verlo en la pantalla. En la fecha señalada se vistió toda de blanco, según su horóscopo era el color conveniente para ese día, se acomodó entre los senos una medalla del Maharishi y salió arrastrándome. A su lado me sentí como siempre apacible y tranquila, protegida por la luz de esa criatura mitológica.

Aravena nos recibió en su oficina de plástico y cristal, detrás de un escritorio imponente que no mitigaba el mal efecto de su barriga de buen vividor. Me defraudó ese gordo con ojos de rumiante y un cigarro a medio consumir, tan diferente al hombre lleno de energía que había imaginado al leer sus artículos. Distraído, porque lo menos interesante de su trabajo era el circo ineludible de la farándula, Aravena apenas nos saludó sin darnos la cara, la vista en la ventana donde se perfilaban los techos vecinos y los nubarrones de la próxima tormenta. Me preguntó cuánto faltaba para terminar el libreto, le echó un vistazo a la carpeta sosteniéndola con sus dedos blandos y murmuró que lo leería cuando estuviera desocupado. Estiré el brazo y recuperé mi folletín, pero Mimí me lo arrebató y volvió a entregárselo, al tiempo que lo obligaba a mirarla, movía sus pestañas con un aleteo mortal, se humedecía los labios pintados de rojo y le proponía cenar el sábado siguiente, sólo unos cuantos amigos, una reunión íntima, dijo con ese susurro irresistible que había fabricado para disimular la voz de tenor con que vino al mundo. Un bruma visible, un aroma obsceno, una firme telaraña envolvieron al hombre. Durante un largo momento se quedó inmóvil, con la carpeta en la mano, desconcertado, porque supongo que no había recibido hasta entonces un ofrecimiento de tanta lujuria. La ceniza del cigarro cayó sobre la mesa y él no lo percibió.

—¿Tenías que convidarlo a casa? —le reproché a Mimí al salir.

—Haré que te acepte ese libreto, así sea lo último que yo haga en mi vida.

—No estás pensando seducirlo…

—¿Cómo crees que se consiguen las cosas en este medio?

El sábado amaneció lloviendo y siguió cayendo agua durante el día y toda la noche, mientras Mimí se afanaba preparando una cena ascética a base de arroz integral, considerado elegante desde que los macrobióticos y los vegetarianos empezaron a asustar a la humanidad con sus teorías dietéticas. El gordo se va a morir de hambre, mascullaba yo picando zanahorias, pero ella se mantuvo inconmovible, más preocupada de arreglar floreros, encender palos de incienso, seleccionar música y distribuir almohadones de seda, porque también se había puesto de moda quitarse los zapatos y echarse en el suelo. Eran ocho comensales, todos gente de teatro, excepto Aravena, quien llegó acompañado por ese hombre de pelo de cobre que solían ver con su cámara en las barricadas de alguna remota revolución, ¿cómo era que se llamaba? Le estreché la mano con la vaga sensación de haberlo conocido antes.

Después de la comida Aravena me llamó aparte y me confesó su fascinación por Mimí. No había logrado desprenderse de ella, la sentía como una quemadura reciente.

—Es la feminidad absoluta, todos tenemos algo de andróginos, algo de varón y hembra, pero ella arrancó de sí misma hasta el último vestigio del elemento masculino y fabricó esas curvas espléndidas, es totalmente mujer, es adorable, dijo secándose la frente con su pañuelo.

Miré a mi amiga, tan cercana y conocida, sus facciones dibujadas con lápices y pinceles, sus senos y caderas redondos, su vientre liso, seco para la maternidad y el placer, cada línea de su cuerpo hecha con invencible tenacidad. Sólo yo conozco a fondo la naturaleza secreta de esa criatura de ficción, creada con dolor para satisfacer los sueños ajenos y privada de los sueños propios. La he visto sin maquillaje, cansada, triste, he estado junto a ella en sus depresiones, enfermedades, insomnios y fatigas, quiero mucho al ser humano frágil y contradictorio que hay detrás del plumaje y la bisutería. En ese momento me pregunté si ese hombre de labios gruesos y manos hinchadas sabría indagar en ella para descubrir a la compañera, la madre, la hermana, que es en verdad Mimí. Desde el otro extremo de la sala ella percibió la mirada de su nuevo admirador. Tuve el impulso de detenerla, de protegerla, pero me contuve.

—A ver, Eva, cuéntale una historia a nuestro amigo —dijo Mimí dejándose caer junto a Aravena.

—¿De qué la quiere?

—Algo pícaro, ¿verdad? —insinuó ella.

Me senté con las piernas recogidas como un indio, cerré los ojos y durante unos segundos dejé vagar la mente por las dunas de un desierto blanco, como siempre hago para inventar un cuento. Pronto acudieron a esas arenas una mujer con enaguas de tafetán amarillo, pincelazos de los paisajes fríos sacados por mi madre de las revistas del Profesor Jones y los juegos creados por la Señora para las fiestas del General. Comencé a hablar. Mimí dice que tengo una voz especial para los cuentos, una voz que, siendo mía, parece también ajena, como si brotara desde la tierra y me subiera por el cuerpo. Sentí que la habitación perdía sus contornos, esfumada en los nuevos horizontes que yo convocaba. Los invitados callaron.

—Eran tiempos muy duros en el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde las estaciones están cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las naciones cultas, sino en la mitad del año, como en las regiones bárbaras…

Cuando terminé de hablar, Rolf Carlé fue el único que no aplaudió con los demás. Después me confesó que tardó un buen rato en regresar de aquella pampa austral por donde se alejaban dos amantes con una bolsa de monedas de oro, y cuando lo hizo estaba determinado a convertir mi historia en una película antes que los fantasmas de ese par de pillos se apoderaran de sus sueños. Me pregunté por qué Rolf Carlé me resultaba tan familiar, no podía deberse sólo al hecho de haberlo visto en televisión. Eché un vistazo al pasado, a ver si me lo había encontrado antes, pero no era así y tampoco conocía a nadie como él. Quise tocarlo. Me aproximé y le pasé un dedo por el dorso de la mano.

—Mi madre también tenía la piel pecosa. Rolf Carlé no se movió y tampoco intentó retener mis dedos. Me dijeron que estuviste en la montaña con los guerrilleros.

—He estado en muchos sitios.

—Cuéntamelo…

Nos sentamos en el suelo y él respondió a casi todas mis preguntas. Me habló también de su oficio, que lo llevaba de un lado a otro observando el mundo a través de una lente. Pasamos el resto de la noche tan entretenidos que no notamos cuando los demás partieron. Fue el último en irse y creo que lo hizo sólo porque Aravena se lo llevó a remolque. En la puerta anunció que estaría ausente por unos días filmando los disturbios en Praga, donde los checos enfrentaban a piedrazos los tanques invasores. Quise despedirme con un beso, pero él me estrechó la mano con una inclinación de cabeza que me resultó algo solemne.

Cuatro días después, cuando Aravena me citó para firmar el contrato, seguía lloviendo y en su lujosa oficina habían colocado baldes para recoger las goteras del techo. Tal como me explicó el director sin preámbulos, el guion no calzaba ni remotamente en los moldes habituales, en realidad todo eso era un enredo de personajes estrambóticos, de anécdotas inverosímiles, carecía de romance verdadero, los protagonistas no eran hermosos ni vivían en la opulencia, resultaba casi imposible seguir la pista de los acontecimientos, el público se perdería, en resumen le parecía un embrollo y nadie con dos dedos de frente correría el riesgo de producirlo, pero él lo haría porque no resistía la tentación de escandalizar al país con esos adefesios y porque Mimí se lo había pedido.

—Sigue escribiendo, Eva, tengo curiosidad por saber cómo va a terminar ese sartal de disparates, dijo al despedirse.

Las inundaciones comenzaron al tercer día de lluvias y al quinto el Gobierno decretó estado de emergencia. Las catástrofes a causa del mal tiempo eran habituales, nadie tomaba la precaución de limpiar las acequias o destapar las alcantarillas, pero esta vez el temporal sobrepasó todo lo imaginable. El agua arrastró los ranchos de los cerros, desbordó el río que atraviesa la capital, se metió en las casas, se llevó los automóviles, los árboles y la mitad del estadio deportivo. Los camarógrafos de la Televisora Nacional se subieron en botes de goma y filmaron a las víctimas en los techos de sus viviendas, donde esperaban con paciencia ser rescatados por los helicópteros militares. Aunque pasmados y hambrientos, muchos cantaban, porque habría sido una estupidez agravar la desgracia lamentándose. La lluvia cesó al cabo de una semana con el mismo método empírico empleado años atrás para combatir la sequía. El Obispo sacó al Nazareno en procesión y todo el mundo salió detrás rezando y haciendo mandas debajo de sus paraguas, ante las burlas de los empleados del Instituto Meteorológico, quienes se habían comunicado con sus colegas en Miami y podían asegurar que, de acuerdo a las mediciones de los globos sonda y las octavas de nubes, el aguacero iba a durar nueve días más. Sin embargo, el cielo se despejó tres horas después que el Nazareno volvió al altar de la catedral mojado como un estropajo, a pesar del baldaquino con que intentaron protegerlo. Su peluca destiñó, le corrió un líquido oscuro por el rostro y los más devotos cayeron de rodillas convencidos de que la imagen sudaba sangre. Eso contribuyó al prestigio del catolicismo y aportó tranquilidad a algunas almas inquietas por el empuje ideológico de los marxistas y la llegada de los primeros grupos mormones, compuestos por candorosos y enérgicos jóvenes en camisas de manga corta, que se introducían en los hogares y convertían a las familias desprevenidas.

Cuando se detuvo la lluvia y sacaron la cuenta de las pérdidas para reparar los daños y organizar de nuevo a la ciudadanía, apareció flotando cerca de la Plaza del Padre de la Patria un ataúd de modesta confección, pero en perfecto estado. El agua lo había llevado navegando desde un rancherío del cerro en el oeste de la ciudad por diversas calles convertidas en torrentes, hasta depositarlo intacto en pleno centro. Al abrirlo descubrieron a una anciana durmiendo apacible. Yo la vi en el noticiario de las nueve, llamé al canal para averiguar los detalles y partí con Mimí rumbo a los refugios improvisados por el Ejército para albergar a los damnificados. Llegamos a unas grandes tiendas de campaña donde se amontonaban las familias esperando el buen tiempo. Muchos habían perdido hasta los documentos de identidad, pero en las carpas no reinaba la tristeza, aquel desastre era un buen pretexto para descansar y una ocasión de hacer nuevos amigos, mañana verían cómo salir de la mala situación, hoy era inútil llorar por lo que el agua se llevó. Allí encontramos a Elvira flaca y brava, en camisa de dormir, sentada en una colchoneta, contándole a un círculo de oyentes, cómo se había salvado del diluvio en su extraña arca. De este modo recuperé a mi abuela. Al verla en la pantalla la reconocí de inmediato, a pesar del pelo blanco y el mapa de arrugas en que se había transformado su cara, porque nuestra larga separación no había rozado su espíritu, en el fondo seguía siendo la misma mujer que me cambiaba cuentos por plátanos fritos y por el derecho de jugar a la muerte en su féretro. Me abrí paso, me abalancé sobre ella y la estreché con la premura acumulada en esos años de ausencia. En cambio Elvira me besó sin aspavientos, como si en su alma no hubiera transcurrido el tiempo, nos hubiéramos visto el día anterior y todas las modificaciones en mi aspecto no fueran más que una engañifa de sus ojos cansados.

—Imagínate, pajarito, tanto dormir en el cajón para que la muerte me agarre preparada y al final lo que me agarra es la vida. Nunca más me acuesto en un ataúd, ni cuando me toque ir al cementerio. Quiero que me entierren de pie, como un árbol.

La llevamos a casa. En el taxi durante el trayecto, Elvira contempló a Mimí, nunca había visto nada parecido, opinó que era como una enorme muñeca. Más tarde la palpó por todos los lados con sus sabias manos de cocinera y comentó que tenía la piel más blanca y más suave que una cebolla, los senos duros como toronjas verdes y olía a la torta de almendras y especies de la Pastelería Suiza, luego se puso los anteojos para observarla mejor y entonces ya no le cupo duda alguna de que no era criatura de este mundo. Es un arcángel, concluyó. Mimí también simpatizó con ella desde el primer momento, porque aparte de su mamma, cuyo amor jamás le había fallado, y yo, no contaba con familia propia, todos sus parientes le habían vuelto la espalda al verla en un cuerpo de mujer. También ella necesitaba una abuela. Elvira aceptó nuestra hospitalidad en vista de que se lo pedimos con insistencia y además el aguacero se había llevado todos sus bienes materiales, excepto el féretro, contra el cual Mimí no tuvo objeciones, a pesar de que no armonizaba con la decoración interior. Pero Elvira ya no lo quería. El ataúd le había salvado la vida una vez y no estaba dispuesta a correr ese riesgo de nuevo.

A los pocos días regresó Rolf Carlé de Praga y me llamó. Me pasó a buscar en un jeep destartalado por el maltrato, enfilamos hacia el litoral y a media mañana llegamos a una playa de aguas translúcidas y arenas rosadas, muy diferente al mar de olas abruptas donde yo había navegado tan a menudo en el comedor de los solterones. Chapoteamos en el agua y descansamos al sol hasta que nos dio hambre, entonces nos vestimos y partimos en busca de un mesón donde comer pescado frito. Pasamos la tarde mirando la costa, bebiendo vino blanco y contándonos las vidas. Le hablé de mi niñez, cuando servía en casas ajenas, de Elvira salvada de las aguas, de Riad Halabí y otros hechos, pero pasé por alto a Huberto Naranjo, a quien nunca mencionaba, por el firme hábito de la clandestinidad. Por su parte Rolf Carlé me contó del hambre de la guerra, la desaparición de su hermano Jochen, de su padre colgado en el bosque, del campo de prisioneros.

—Es muy extraño, nunca había puesto estas cosas en palabras.

—¿Por qué?

—No lo sé, me parece que son secretos. Son la parte más oscura de mi pasado, dijo y después se quedó mucho rato en silencio con los ojos fijos en el mar y otra expresión en sus ojos grises.

—¿Qué pasó con Katharina?

—Tuvo una muerte triste, sola en un hospital.

—Está bien, se murió, pero no como tú dices. Busquemos un buen final para ella. Era domingo, el primer día con sol en esa temporada. Katharina amaneció muy animada y la enfermera la sentó en la terraza en una silla de lona, con las piernas envueltas en una cobija. Tu hermana se quedó mirando los pájaros que comenzaban a armar sus nidos en los aleros del edificio y los nuevos brotes en las ramas de los árboles. Estaba abrigada y segura, como cuando se dormía en tus brazos bajo la mesa de la cocina, en verdad en ese momento soñaba contigo. No tenía memoria, pero su instinto conservaba intacto el calor que tú le dabas y cada vez que se sentía contenta, murmuraba tu nombre. En eso estaba, nombrándote alegremente, cuando se le desprendió el espíritu sin darse cuenta.

Poco después llegó tu madre a visitarla, como todos los domingos, y la encontró inmóvil, sonriendo, entonces le cerró los ojos, la besó en la frente y compró para ella una urna de novia, donde la acostó sobre el mantel blanco.

—Y mi madre, ¿tienes un buen destino para ella también? —preguntó Rolf Carlé con la voz quebrada.

—Sí. Del cementerio regresó a su casa y vio que los vecinos habían puesto flores en todos los jarrones para que ella se sintiera acompañada. El lunes era el día de hacer pan y ella se quitó el vestido de salir, se puso el delantal y comenzó a preparar la mesa. Se sentía tranquila, porque todos sus hijos estaban bien, Jochen había encontrado una buena mujer y formado una familia en algún lugar del mundo, Rolf hacía su vida en América y ahora Katharina, libre por fin de ataduras físicas, podía volar a su antojo.

—¿Por qué crees que mi madre nunca ha aceptado venir a vivir conmigo?

—No sé… tal vez no quiera salir de su país.

—Está vieja y sola, estaría mucho mejor en la Colonia con mis tíos.

—No todos sirven para emigrar, Rolf. Ella está en paz, cuidando su jardín y sus recuerdos.