SIETE

ROLF CARLÉ comenzó a trabajar con el señor Aravena el mismo mes que los rusos mandaron al espacio una perra metida en una cápsula.

—¡Soviéticos tenían que ser, no respetan ni a los animales! —exclamó el tío Rupert indignado al conocer la noticia.

—No es para tanto, hombre… Después de todo no es más que una bestia ordinaria, sin ningún pedigree, replicó la tía Burgel sin levantar la vista del pastel que estaba preparando.

Ese desafortunado comentario desencadenó una de las peores peleas que jamás tuvo la pareja. Pasaron el viernes gritándose improperios y ofendiéndose con reproches acumulados en treinta años de vida en común. Entre muchas otras cosas lamentables, Rupert oyó decir por primera vez a su mujer que siempre había detestado a los perros, le repugnaba ese negocio de criarlos y venderlos y rezaba para que sus malditos pastores policiales se infestaran de peste y se fueran todos a la mierda. A su vez Burgel se enteró de que él conocía una infidelidad cometida por ella en su juventud, pero había callado para convivir en paz. Se dijeron cosas inimaginables y al final quedaron exhaustos. Cuando Rolf llegó el sábado a la Colonia, encontró la casa cerrada y creyó que toda la familia se había contagiado con la gripe asiática que esa temporada andaba causando estragos. Burgel yacía postrada en la cama con compresas de albahaca en la frente y Rupert, congestionado de rencor, se había encerrado en la carpintería con sus canes reproductores y catorce cachorros recién nacidos, a destrozar metódicamente todos los relojes cucú para los turistas. Sus primas tenían los ojos hinchados por el llanto. Las dos mozas se habían casado con los fabricantes de velas, sumando a su olor natural de canela, clavo de olor, vainilla y limón el aroma delicioso de la cera de abejas. Vivían en la misma calle de la casa paterna, compartiendo el día entre sus pulcros hogares y el trabajo con sus padres, ayudándolos en el hotel, el gallinero y la cría de perros. Nadie percibió el entusiasmo de Rolf Carlé por su nueva máquina filmadora ni quiso oír, como otras veces, el recuento minucioso de sus actividades o de los disturbios políticos en la Universidad. La disputa había alterado tanto el ánimo de aquel pacifico hogar, que ese fin de semana no pudo pellizcar a sus primas, porque las dos andaban con cara de duelo y no demostraron ningún entusiasmo por airear los edredones en los cuartos vacíos. El domingo por la noche Rolf regresó a la capital con la castidad en ascuas, con la misma ropa sucia de la semana anterior, sin la provisión de galletas y embutidos que habitualmente su tía le ponía en la maleta y con la incómoda sensación de que una perra moscovita podía ser más importante que él a los ojos de su familia.

El lunes por la mañana se encontró con el señor Aravena, para desayunar juntos en un cafetín en la esquina del periódico.

—Olvídate de ese animal y de los líos de tus tíos, muchacho, van a suceder acontecimientos muy importantes, le dijo su protector ante el plato suculento con el cual comenzaba a vivir cada día.

—¿De qué habla?

—Habrá un plebiscito dentro de un par de meses. Está todo arreglado, el General piensa gobernar otros cinco años.

—Eso no es ninguna novedad.

—Esta vez le va a salir el tiro por la culata, Rolf.

De acuerdo a lo previsto, poco antes de Navidad se efectuó el referéndum apoyado por una campaña publicitaria que sofocó al país con ruido, afiches, desfiles militares e inauguraciones de monumentos patrióticos. Rolf Carlé decidió hacer su trabajo con cuidado y, dentro de lo posible con algo de humildad, empezando por el principio y por abajo. Con anticipación tomó el pulso de la situación, rondando las oficinas electorales, hablando con oficiales de las Fuerzas Armadas, obreros y estudiantes. El día señalado las calles fueron ocupadas por el Ejército y la Guardia, pero se veía muy poca gente en los centros electorales, parecía un domingo de provincia. El General resultó vencedor por la aplastante mayoría del ochenta por ciento, pero el fraude fue tan impúdico, que en vez del efecto buscado cayó en el ridículo. Carlé llevaba varias semanas fisgoneando y poseía mucha información, que entregó a Aravena con petulancia de novato, aventurando de paso complicados pronósticos políticos. El otro lo escuchó con aire burlón.

—No le des tantas vueltas, Rolf. La verdad es simple: mientras el General era temido y odiado pudo sujetar las riendas del gobierno, pero apenas se convirtió en motivo de mofa, el poder comenzó a escurrirse de sus manos. Será derrocado antes de un mes.

Tantos años de tiranía no habían acabado con la oposición, algunos sindicatos funcionaban en la sombra, los partidos políticos habían sobrevivido fuera de la ley y los estudiantes no dejaban pasar un día sin manifestar su descontento. Aravena sostenía que las masas nunca habían determinado el curso de los acontecimientos en el país, sino un puñado de atrevidos dirigentes. La caída de la dictadura, pensaba él, se daría por un consenso de las élites, y el pueblo, acostumbrado a un sistema de caudillos, seguiría por el camino que le señalaran. Consideraba fundamental el papel de la Iglesia católica, porque si bien nadie respetaba los Diez Mandamientos y los hombres alardeaban de ateos, como otra expresión de machismo, esta seguía ejerciendo un enorme poder.

—Hay que hablar con los curas, sugirió.

—Ya lo hice. Un sector está soliviantando a los obreros y a la clase media, dicen que los obispos van a acusar al Gobierno por la corrupción y los métodos represivos. Mi tía Burgel fue a confesarse después de la discusión que tuvo con su marido y el cura se abrió la sotana y le pasó un fajo de panfletos para repartir en la Colonia.

—¿Qué más has oído?

—Los partidos de oposición han firmado un pacto, por fin se han unido todos.

—Entonces este es el momento de meter una cuña en las Fuerzas Armadas para dividirlas y sublevarlas. Todo está a punto, mi olfato no falla, dijo Aravena, encendiendo uno de sus fuertes habanos.

A partir de ese día, Rolf Carlé no se conformó con registrar los acontecimientos, sino que aprovechó sus contactos para ayudar a la causa de la rebelión y al hacerlo pudo medir la fuerza moral de la oposición, que lograba sembrar desconcierto entre los mismos soldados. Los estudiantes ocuparon los liceos y las facultades, tomaron rehenes, asaltaron una radio y llamaron al pueblo a lanzarse a la calle. Salió el Ejército con las órdenes precisas de dejar un sembradero de muertos, pero en pocos días se había propagado el descontento entre muchos oficiales y la tropa recibía instrucciones contradictorias. Entre ellos también comenzaban a soplar los vientos de la conspiración. El Hombre de la Gardenia reaccionó atestando sus sótanos con nuevos prisioneros, a los cuales él mismo atendió, sin desordenar su elegante peinado de galán; pero sus métodos brutales tampoco pudieron evitar el deterioro del poder. En las semanas siguientes el país se hizo ingobernable. Por todas partes iba la gente hablando, libres por fin del miedo que les cerrara la boca durante tantos años. Las mujeres acarreaban armas bajo las faldas, los escolares salían de noche a pintar los muros y hasta el mismo Rolf se encontró una mañana con una bolsa cargada de dinamita camino de la Universidad, donde lo esperaba una muchacha muy bella. Se prendó de ella al primer vistazo, pero fue una pasión sin futuro porque ella recibió la bolsa sin darle las gracias, se alejó con los explosivos a cuestas y él no volvió a saber de ella nunca más.

Se declaró una huelga total, cerraron las tiendas y las escuelas, los médicos no atendieron a los enfermos, los sacerdotes clausuraron los templos y los muertos se quedaron sin sepelio. Las calles se veían vacías y por la noche nadie encendió luces, como si de pronto se hubiera acabado la civilización. Todo el mundo se quedó con el aliento suspendido, esperando, esperando.

El Hombre de la Gardenia partió en un avión privado a vivir un exilio de lujo en Europa, donde todavía está, muy viejo pero siempre elegante, escribiendo sus memorias para acomodar el pasado. El mismo día escapó el ministro del sillón de felpa obispal, llevándose una buena cantidad en lingotes de oro. No fueron los únicos. En pocas horas huyeron por aire, tierra y mar muchos que tenían la conciencia intranquila. La huelga no alcanzó a durar tres días. Cuatro capitanes se pusieron de acuerdo con los partidos políticos de la oposición, sublevaron a sus subalternos y atraídos por la conspiración, pronto se sumaron los demás regimientos. Cayó el Gobierno y el General, bien pertrechado de fondos, salió con su familia y sus colaboradores más cercanos en un avión militar puesto a su disposición por la Embajada de los Estados Unidos. Una multitud de hombres, mujeres y niños, cubiertos con el polvo de la victoria, entró en la mansión del dictador y se lanzó a la piscina, dejando el agua como sopa, al son del jazz tocado por un negro en el piano de cola blanco que decoraba la terraza.

El pueblo atacó el cuartel de la Seguridad. Los guardias dispararon con ametralladoras, pero la multitud logró romper las puertas y entrar en el edificio, matando a cuantos de ellos encontraron a su paso. Los torturadores que se salvaron porque no estaban allí en ese momento, debieron esconderse durante meses para evitar ser linchados en la calle. Hubo asaltos a las tiendas y a las residencias de los extranjeros acusados de haberse enriquecido con la política inmigratoria del General. Rompieron las vitrinas de las licorerías y las botellas salieron a la calle, pasando de boca en boca para celebrar el fin de la dictadura.

Rolf Carlé no durmió en tres días filmando los sucesos en medio de un estrépito de muchedumbre enardecida, de cornetas de automóviles, bailes callejeros y borracheras indiscriminadas. Trabajaba como en sueños, con tan poca conciencia de sí mismo que olvidó el miedo y fue el único que se atrevió a entrar con una máquina de cine en el edificio de la Seguridad, para captar desde la primera fila el amontonamiento de muertos y heridos, los agentes despedazados y los prisioneros liberados de los sótanos malignos del Hombre de la Gardenia. Se introdujo también en la mansión del General y vio a la multitud destrozar el mobiliario, rajar a navajazos la colección de cuadros y arrastrar por la calle los abrigos de chinchilla y los vestidos bordados de lentejuelas de la primera dama, y estuvo presente también en el Palacio cuando se improvisó la Junta de Gobierno, compuesta por oficiales sublevados y civiles prominentes. Aravena lo felicitó por su trabajo y le dio el último empujón recomendándolo en la televisión, donde sus audaces reportajes lo convirtieron en la figura más célebre del noticiario.

Los partidos políticos reunidos en cónclave echaron las bases de un entendimiento, porque la experiencia les había enseñado que si actuaban como caníbales los únicos favorecidos volverían a ser los militares. Los dirigentes exiliados demoraron unos días en regresar, instalarse y empezar a desenredar la madeja del poder. Entretanto la derecha económica y la oligarquía, sumadas a la rebelión en el último instante se movieron hacia el Palacio con rapidez y en pocas horas se apoderaron de los cargos vitales, repartiéndoselos con tal astucia que cuando el nuevo presidente ocupó su sitio, comprendió que la única forma de gobernar era transando con ellos.

Esos fueron momentos de confusión, pero por fin decantó la polvareda, calló el ruido y amaneció el primer día de la democracia.

En muchos lugares la gente no se enteró del derrocamiento de la dictadura, entre otras cosas, porque tampoco sabían que el General había pasado tantos años en el poder. Permanecían al margen de los acontecimientos contemporáneos. En esta desmesurada geografía existen en el mismo instante todas las épocas de la historia. Mientras en la capital los magnates se comunican por teléfono para discutir de negocios con sus socios en otras ciudades del globo, hay regiones de los Andes donde las normas del comportamiento humano son las que trajeron cinco siglos antes los conquistadores españoles y en algunas aldeas de la selva los hombres deambulan desnudos bajo los árboles, como sus antepasados de la Edad de Piedra.

Esa era una década de grandes trastornos y prodigiosos inventos, pero para muchos en nada se diferenciaba de las anteriores. El pueblo es generoso y perdona con facilidad, en el país no hay penas de muerte o de cadena perpetua, de modo que los beneficiados por la tiranía, los colaboradores, soplones y agentes de la Seguridad, pronto fueron olvidados y pudieron incorporarse de nuevo a esa sociedad donde había espacio para todos.

Yo no supe detalles de lo ocurrido hasta muchos años más tarde, cuando por curiosidad le eché un vistazo a la prensa de esa época, porque en Agua Santa no fue noticia. Ese día hubo una fiesta organizada por Riad Halabí para reunir fondos para reparar la escuela. Empezó temprano con la bendición del cura, quien en un principio se opuso a ese pasatiempo, porque servía de pretexto para apuestas, borracheras y navajazos, pero luego hizo la vista gorda porque la escuela se estaba desmoronando desde la última tormenta. Después se llevó a cabo la elección de la Reina, coronada por el Jefe Civil con una diadema de flores y perlas falsas fabricadas por la maestra Inés, y en la tarde comenzaron las riñas. Acudieron visitantes de otros pueblos y cuando alguien con una radio de pilas interrumpió gritando que el General había huido y la muchedumbre estaba echando abajo las prisiones y descuartizando a los agentes, lo hicieron callar, no fuera a distraer a los gallos. El único en abandonar su sitio fue el Jefe Civil, quien partió de mala gana a su oficina para comunicarse con sus superiores en la capital y pedir instrucciones.

Volvió un par de horas más tarde diciendo que no había que preocuparse por esa vaina, en efecto había caído el Gobierno, pero todo seguía como antes, de modo que ya podían comenzar la música y el baile y páseme otra cerveza que vamos a brindar por la democracia. A medianoche Riad Halabí contó el dinero reunido, se lo entregó a la maestra Inés y regresó a casa cansado, pero contento, porque su iniciativa había dado buenos frutos y el techo de la escuela estaba asegurado.

—Cayó la dictadura, le dije apenas entró. Me había quedado todo el día cuidando a Zulema en una de sus crisis y lo estaba esperando en la cocina.

—Ya lo sé, hija.

—Lo dijeron por la radio. ¿Qué significa eso?

—Nada que nos importe, eso ocurre muy lejos de aquí.

Pasaron dos años y se consolidó la democracia. Con el tiempo sólo el gremio de los taxistas y algunos militares añoraban la dictadura. El petróleo siguió manando de las profundidades de la tierra con la abundancia de antes y nadie se preocupó demasiado en invertir las ganancias, porque en el fondo creían que la bonanza iba a durar eternamente. En las universidades, los mismos estudiantes que se habían jugado la vida para derrocar al General, se sentían defraudados por el nuevo Gobierno y acusaban al Presidente de someterse a los intereses de Estados Unidos. El triunfo de la Revolución Cubana había hecho estallar un incendio de ilusiones en todo el continente. Por allá había hombres cambiando el orden de la vida y sus voces llegaban por el aire sembrando palabras magníficas. Por ahí andaba el Ché con una estrella en la frente dispuesto a combatir en cualquier rincón de América. Los jóvenes se dejaban crecer las barbas y aprendían de memoria conceptos de Carlos Marx y frases de Fidel Castro. Si no existen las condiciones para la revolución, el verdadero revolucionario debe crearlas, estaba escrito con pintura imborrable en los muros de la Universidad. Algunos, convencidos de que el pueblo jamás obtendría el poder sin violencia, decidieron que era el momento de tomar las armas. Comenzó el movimiento guerrillero.

—Quiero filmarlos, anunció Rolf Carlé a Aravena.

Así fue como partió a la montaña siguiendo los pasos de un joven moreno, callado y sigiloso, que lo condujo de noche por unos senderos de chivos hasta el sitio donde se ocultaban sus compañeros. Así fue como se convirtió en el único periodista en contacto directo con la guerrilla, el único que pudo filmar sus campamentos y el único en el cual los comandantes depositaron su confianza. Y así fue también como conoció a Huberto Naranjo.

Naranjo había pasado los años de su adolescencia asolando los barrios de la burguesía, convertido en el jefe de una pandilla de marginales, en guerra contra las bandas de muchachos ricos que recorrían la ciudad en sus motos cromadas, vestidos con chaquetas de cuero y armados con cadenas y cuchillos imitando a las patotas de las películas. Mientras los señoritos se quedaron en su sector ahorcando gatos, destrozando a navajazos las butacas de los cines, manoseando a las niñeras en los parques, metiéndose en el Convento de las Adoratrices para aterrorizar a las monjas y asaltando las fiestas de quinceañeras para orinarse sobre la torta, el asunto quedaba prácticamente en familia. De vez en cuando la policía los detenía, se los llevaba a la Comandancia, llamaba a los padres para arreglar las cosas como amigos y en seguida los soltaban sin dejar registro de sus nombres. Son travesuras inocentes, decían benévolos, en pocos años crecerán, cambiarán las chaquetas de cuero por traje y corbata y podrán dirigir las empresas de sus padres y el destino del país. Pero cuando invadieron las calles del centro para untar con mostaza y ají picante los genitales de los mendigos, marcar a cuchillo las caras de las prostitutas y atrapar a los homosexuales de la calle República para empalarlos, Huberto Naranjo consideró que ya bastaba. Reunió a sus compinches y se organizaron para la defensa. De este modo nació La Peste, la banda más temida de la ciudad, que se enfrentaba a las motos en batallas campales, dejando un reguero de contusos, desmayados y heridos de arma blanca.

Si aparecía la policía en furgones blindados con perros de presa y equipos antimotines y lograba caerles encima por sorpresa, los de piel blanca y casaca negra volvían indemnes a sus hogares. El resto era apaleado en los cuarteles hasta que la sangre corría en hilitos entre los adoquines del patio. Pero no fueron los golpes los que acabaron con La Peste, sino una razón de fuerza mayor que condujo a Naranjo lejos de la capital.

Una noche su amigo, el Negro del boliche, lo invitó a una misteriosa reunión. Después de dar la contraseña en la puerta, fueron conducidos a un cuarto cerrado donde había varios estudiantes, que se presentaron con nombres falsos. Huberto se acomodó en el suelo junto a los demás, sintiéndose fuera de lugar, porque tanto el Negro como él parecían ajenos al grupo, no provenían de la Universidad, ni siquiera habían pasado por el liceo. Sin embargo, pronto advirtió que recibían un trato respetuoso, porque el Negro había hecho el servicio militar especializándose en explosivos y eso le daba enorme prestigio. Les presentó a Naranjo como el jefe de La Peste y como todos habían oído hablar de su coraje, lo recibieron con admiración. Allí escuchó a un joven poner en palabras la confusión que él mismo llevaba en el pecho desde hacía varios años.

Fue una revelación. Al principio se sintió incapaz de comprender la mayor parte de esos discursos inflamados y mucho menos de repetirlos, pero intuyó que su lucha personal contra los señoritos del Club de Campo y sus desafíos a la autoridad, parecían juegos de niños a la luz de esas ideas oídas por primera vez. El contacto con la guerrilla cambió su vida. Descubrió con asombro que para esos muchachos la injusticia no era parte del orden natural de las cosas, como él suponía, sino una aberración humana, se le hicieron evidentes los abismos que determinan a los hombres desde su nacimiento y decidió poner toda su rabia, hasta entonces inútil, al servicio de esta causa.

Para el joven, entrar en la guerrilla fue una cuestión de hombría, porque una cosa era batirse a cadenazos con los chaquetas negras y otra muy diferente manejar armas de fuego contra el Ejército. Había vivido siempre en la calle y creía no conocer el miedo, no retrocedía en las batallas con otras pandillas ni pedía clemencia en el patio del cuartel, la violencia era una rutina para él, pero nunca imaginó los límites a los cuales tendría que llegar en los años venideros.

Al comienzo sus misiones fueron en la ciudad, pintar paredes, imprimir folletos, pegar afiches, producir mantas, conseguir armas, robar medicamentos, reclutar simpatizantes, buscar lugares para ocultarse, someterse a entrenamiento militar. Con sus compañeros aprendió los múltiples usos de un trozo de plástico, a fabricar bombas caseras, sabotear cables de alta tensión, volar rieles y caminos para dar la impresión de que eran muchos y estaban bien organizados, eso atraía a los indecisos, reforzaba la moral de los combatientes y debilitaba al enemigo. Los periódicos dieron publicidad a estos actos criminales, como fueron llamados, pero luego hubo prohibición de mencionar los atentados y el país sólo se enteraba por rumores, por algunas hojas impresas en máquinas domésticas, por las radios clandestinas. Los jóvenes procuraron movilizar a las masas de distintas maneras, pero su ardor revolucionario se estrellaba contra las caras impávidas o las cuchufletas del público. La ilusión de la riqueza petrolera cubría todo con un manto de indiferencia. Huberto Naranjo se impacientaba. En las reuniones oyó hablar de la montaña, allá estaban los mejores hombres, las armas, la semilla de la revolución. Viva el pueblo, muera el imperialismo, gritaban, decían, susurraban palabras, palabras, miles de palabras, buenas y malas palabras, la guerrilla tenía más palabras que balas. Naranjo no era orador, no sabía usar todas esas ardientes palabras, pero pronto se perfiló en él un criterio político y aunque no podía teorizar como un ideólogo, lograba conmover con el ímpetu de su coraje. Tenía puños duros y fama de valiente, por ello consiguió finalmente que lo enviaran al frente.

Partió una tarde sin despedirse de nadie y sin dar explicaciones a sus amigos de La Peste, de quienes se había distanciado desde que comenzaron sus nuevas inquietudes. El único que supo su paradero fue el Negro, pero no lo habría dicho ni muerto. A los pocos días en la montaña, Huberto Naranjo comprendió que todo lo experimentado hasta entonces era una tontería, que había llegado la hora de probar en serio su carácter. La guerrilla no era un ejército en la sombra, como creía, sino grupos de quince o veinte muchachos diseminados por los desfiladeros, no muchos en total, apenas suficientes para tener esperanzas. En qué me he metido, estos son unos locos, fue su primer pensamiento, en seguida descartado porque tenía su meta muy clara: había que ganar. El hecho de ser tan pocos los obligaba a sacrificarse más. Lo primero fue el dolor. Marcha forzada con treinta kilos de pertrechos a la espalda y un arma en la mano, arma sagrada que no debía mojarse ni astillarse, que no podía soltar ni un solo instante, caminar, agacharse, subir y bajar en fila, callado, sin comida ni agua, hasta que los músculos de todo el cuerpo eran un solo inmenso y absoluto gemido, hasta que la piel de las manos se le levantaba como globos llenos de un líquido turbio, hasta que las picaduras de los bichos le impedían abrir los ojos y los pies le sangraban, destrozados dentro de las botas. Subir y subir más, dolor y más dolor. Luego el silencio. En ese paisaje verde e impenetrable, adquirió el sentido del silencio, aprendió a moverse como la brisa; allí un suspiro, un roce de la mochila o del arma sonaba como un campanazo y podía costar la vida.

El enemigo estaba muy cerca. Paciencia para esperar inmóvil durante horas. Disimula el miedo, Naranjo, no vayas a contagiar a los demás, resiste el hambre, todos tenemos hambre, aguanta la sed, todos tenemos sed. Siempre empapado, incómodo, sucio, adolorido, atormentado por el frío de la noche y el calor atroz del mediodía, por el lodo, la lluvia, los zancudos y los chinches, por las heridas supuradas, desgarros y calambres. Al comienzo se sentía perdido, no veía por dónde andaba ni dónde golpeaba con el machete, abajo hierbas, maleza, ramas, piedras, rastrojos, arriba las copas de los árboles tan tupidas que no se vislumbraba la luz del sol; pero después la mirada se le hizo de tigre y aprendió a ubicarse. Dejó de sonreír, su cara se tornó dura, la piel color de tierra, la mirada seca. La soledad era peor que el hambre. Lo acosaba un deseo apremiante de sentir el contacto de otra persona, acariciar a alguien, estar con una mujer, pero allí todos eran hombres, no se tocaban jamás, cada uno encerrado en su propio cuerpo, en su pasado, en sus miedos e ilusiones. A veces llegaba alguna compañera y todos ansiaban poner la cabeza en su regazo, pero eso tampoco era posible.

Huberto Naranjo se fue mutando en otro animal de la espesura, sólo instinto, reflejos, impulsos, puros nervios, huesos, músculos, piel, ceño fruncido, mandíbula apretada, vientre firme. El machete y el fusil se le pegaron en las manos, prolongaciones naturales de sus brazos. Se le afinó el oído y se le aguzó la vista, siempre alerta, aun cuando dormía. Desarrolló una tenacidad sin límites, pelear hasta la muerte, hasta vencer, no hay alternativa, vamos a soñar y cumplir los sueños, soñar o morir, adelante. Se olvidó de sí mismo. Por fuera era de piedra, pero con el paso de los meses algo elemental se ablandó y se partió en su interior y de adentro surgió un fruto nuevo. El primer síntoma fue la compasión, desconocida para él, que jamás la había recibido de nadie ni había tenido ocasión de practicarla. Algo tibio crecía detrás de la dureza y del silencio, algo así como un afecto ilimitado por los demás, algo que lo sorprendió más que ningún otro de los cambios sufridos hasta entonces. Empezó amando a sus camaradas, quería dar la vida por ellos, sentía un deseo poderoso de abrazarlos y decirles te quiero, hermano. Luego ese sentimiento se extendió hasta abarcar a toda la multitud anónima del pueblo y comprendió entonces que la rabia se le había dado vuelta.

En esa época lo conoció Rolf Carlé y le bastó intercambiar tres frases para comprender que estaba ante un hombre excepcional. Tuvo la corazonada de que sus destinos se cruzarían muchas veces, pero la descartó de inmediato. Evitaba caer en las trampas de la intuición.