RIAD HALABÍ era uno de esos seres derrotados por la compasión. Tanto amaba a los demás, que trataba de evitarles la repugnancia de mirar su boca partida y siempre llevaba un pañuelo en la mano para tapársela, no comía o bebía en público, sonreía apenas y procuraba colocarse a contraluz o en la sombra, donde pudiera ocultar su defecto. Pasó la vida sin darse cuenta de la simpatía que inspiraba a su alrededor y del amor que sembró en mí. Había llegado al país a los quince años, solo, sin dinero, sin amigos y con una visa de turista estampada en un falso pasaporte turco, comprado por su padre a un cónsul traficante en el Cercano Oriente. Traía por misión hacer fortuna y remitir dinero a su familia y aunque no consiguió lo primero, nunca dejó de hacer lo segundo. Educó a sus hermanos, dio una dote a cada hermana y adquirió para sus padres un olivar, signo de prestigio en la tierra de refugiados y mendigos donde había crecido. Hablaba español con todos los modismos criollos, pero con un indudable acento del desierto y de allá trajo también el sentido de la hospitalidad y la pasión por el agua. Durante sus primeros años de inmigrante se alimentó de pan, banana y café. Dormía tirado en el suelo en la fábrica de telas de un compatriota, quien a cambio de techo le exigía limpiar el edificio, cargar los fardos de hilo y de algodón y ocuparse de las trampas para ratones, todo lo cual le tomaba una parte del día y el resto del tiempo lo empleaba en diversas transacciones. Pronto se dio cuenta dónde estaban las ganancias más sustanciosas y optó por dedicarse al comercio. Recorría las oficinas ofreciendo ropa interior y relojes, las casas de la burguesía tentando a las empleadas domésticas con cosméticos y collares de pacotilla, los liceos exhibiendo mapas y lápices, los cuarteles vendiendo fotos de actrices sin ropa y estampas de San Gabriel, patrono de la milicia y la recluta. Pero la competencia era feroz y sus posibilidades de surgir casi nulas, porque su única virtud de mercader consistía en el gusto por el regateo, que no le servía para obtener ventajas, pero le daba un buen pretexto para cambiar ideas con los clientes y hacer amigos.
Era honesto y carecía de ambición, le faltaban condiciones para triunfar en ese oficio, al menos en la capital, por eso sus paisanos le aconsejaron que viajara al interior llevando su mercadería por los pueblos pequeños, donde la gente era más ingenua.
Riad Halabí partió con la misma aprensión de sus antepasados al iniciar una larga travesía por el desierto. Al principio lo hizo en autobús, hasta que pudo comprar una motocicleta a crédito a la cual ajustó una gran caja en el asiento trasero. A horcajadas en ella recorrió los senderos de burros y despeñaderos de montaña, con la resistencia de su raza de jinetes. Después adquirió un automóvil antiguo pero brioso y por fin una camioneta. Con ese vehículo recorrió el país. Subió a las cumbres de los Andes por caminos de lástima, vendiendo en unos caseríos donde el aire era tan límpido que se podían ver los ángeles a la hora del crepúsculo; tocó todas las puertas a lo largo de la costa, sumergido en el vaho caliente de la siesta, sudando, afiebrado por la humedad, deteniéndose de vez en cuando para ayudar a las iguanas cuyas patas quedaban atrapadas en el asfalto derretido por el sol; atravesó los médanos navegando sin brújula en un mar de arenas movidas por el viento, sin mirar hacia atrás, para que la seducción del olvido no le convirtiera la sangre en chocolate. Por último llegó a la región que en otros tiempos fuera próspera y por cuyos ríos bajaban canoas cargadas de olorosos granos de cacao, pero que el petróleo llevó a la ruina y ahora estaba devorada por la selva y la desidia de los hombres.
Enamorado del paisaje, iba por esa geografía con los ojos maravillados y el espíritu agradecido, recordando su tierra, seca y dura, donde se requería una tenacidad de hormiga para cultivar una naranja, en contraste con ese paraje pródigo en frutos y flores, como un paraíso preservado de todo mal. Allí resultaba fácil vender cualquier cachivache, incluso para alguien tan poco inclinado al lucro como él, pero tenía el corazón vulnerable y no fue capaz de enriquecerse a costa de la ignorancia ajena. Se prendó de las gentes, grandes señores en su pobreza y su abandono. Donde fuera lo recibían como a un amigo, tal como su abuelo acogía a los forasteros en su tienda, con la convicción de que el huésped es sagrado. En cada rancho le ofrecían una limonada, un café negro y aromático, una silla para descansar a la sombra. Eran personas alegres y generosas, de palabra clara, entre ellos lo dicho tenía la fuerza de un contrato. Él abría la maleta y desplegaba su mercancía en el suelo de barro apisonado. Sus anfitriones observaban aquellos bienes de dudosa utilidad con una sonrisa cortés y aceptaban comprarlos para no ofenderlo, pero muchos no tenían cómo pagarle, porque rara vez disponían de dinero. Aun desconfiaban de los billetes, esos papeles impresos que hoy valían algo y mañana podían ser retirados de circulación, de acuerdo a los caprichos del gobernante de turno, o que en un descuido desaparecían, como ocurrió con la colecta de Ayuda al Leproso, devorada en su totalidad por un chivo que se introdujo en la oficina del tesorero. Preferían las monedas, que al menos pesaban en los bolsillos, sonaban sobre el mostrador y brillaban, como dinero de verdad. Los más viejos todavía escondían sus ahorros en tinajas de barro y latas de querosén enterradas en los patios, pues no habían oído hablar de los bancos. Por otra parte, eran muy pocos los que se desvelaban por preocupaciones financieras, la mayoría vivía del trueque. Riad Halabí se acomodó a esas circunstancias y renunció a la orden paterna de hacerse rico.
Uno de sus viajes lo condujo a Agua Santa. Cuando entró al pueblo le pareció abandonado, porque no se veía un alma en las calles, pero después descubrió una multitud reunida ante el correo. Esa fue la mañana memorable en que murió de un tiro en la cabeza el hijo de la maestra Inés. El asesino era el propietario de una casa rodeada de terrenos abruptos, donde crecían los mangos sin control humano. Los niños se metían a recoger la fruta caída, a pesar de las amenazas del dueño, un afuerino que había heredado la pequeña hacienda y aún no se desprendía de la avaricia de algunos hombres de ciudad. Los árboles se cargaban tanto, que las ramas se quebraban con el peso, pero resultaba inútil tratar de vender los mangos, porque nadie los compraba. No había razón para pagar por algo que la tierra regalaba. Ese día el hijo de la maestra Inés se desvió de su ruta a la escuela para coger una fruta, tal como hacían todos sus compañeros. El tiro de fusil le entró por la frente y le salió por la nuca sin darle tiempo de adivinar qué eran esa centella y ese trueno que le reventaron en la cara.
Riad Halabí detuvo su camioneta en Agua Santa momentos después que los niños llegaron con el cadáver en una improvisada angarilla y lo depositaron ante la puerta del correo. Todo el pueblo acudió a verlo. La madre observaba a su hijo sin acabar de comprender lo ocurrido, mientras cuatro uniformados contenían a la gente para evitar que hicieran justicia por mano propia, pero cumplían ese deber sin mayor entusiasmo, porque conocían la ley, sabían que el homicida saldría indemne del juicio. Riad Halabí se mezcló con la muchedumbre con el presentimiento de que ese lugar estaba señalado en su destino, era el fin de su peregrinaje. Apenas averiguó los detalles de lo sucedido, se puso sin vacilar a la cabeza de todos y nadie pareció extrañado por su actitud, como si lo estuvieran esperando. Se abrió paso, levantó el cuerpo en sus brazos y lo llevó hasta la casa de la maestra, donde improvisó un velorio sobre la mesa del comedor. Luego se dio tiempo para colar café y servirlo, lo cual produjo cierto sobresalto entre los presentes que nunca habían visto a un hombre afanado en la cocina. Pasó la noche acompañando a la madre y su presencia firme y discreta hizo pensar a muchos que se trataba de algún familiar. A la mañana siguiente organizo el entierro y ayudó a descender la caja en la fosa con una congoja tan sincera, que la señorita Inés deseó que ese desconocido fuera el padre de su hijo. Cuando apisonaron la tierra sobre la tumba, Riad Halabí se volvió hacia la gente congregada a su alrededor y tapándose la boca con el pañuelo, propuso una idea capaz de canalizar la ira colectiva. Del camposanto partieron todos a recoger mangos, llenaron sacos, cestas, bolsas, carretillas y así marcharon hacia la propiedad del asesino, quien al verlos avanzar tuvo el impulso de espantarlos a tiros, pero lo pensó mejor y se escondió entre las cañas del río. La muchedumbre avanzó en silencio, rodeó la casa, rompió las ventanas y las puertas y vació su carga en las habitaciones.
Luego fueron por más. Todo el día estuvieron acarreando mangos hasta que ya no quedaron en los árboles y la casa estuvo repleta hasta el techo. El jugo de la fruta reventaba impregnaba las paredes y escurría por el piso como sangre dulce. Al anochecer, cuando volvieron a sus hogares, el criminal se atrevió a salir del agua, tomó su coche y escapó para nunca más volver. En los días siguientes el sol calentó la casa, convirtiéndola en una enorme marmita donde se cocinaron los mangos a fuego suave, la construcción se tiñó de ocre, se ablandó deformándose, se partió y se pudrió, impregnando el pueblo durante años de olor a mermelada.
A partir de ese día Riad Halabí se consideró a sí mismo como un nativo de Agua Santa, así lo aceptó la gente y allí instaló su hogar y su almacén. Como tantas viviendas campesinas, la suya era cuadrada, con las habitaciones dispuestas alrededor de un patio, donde crecía una vegetación alta y frondosa para proveer sombra, palmas, helechos y algunos árboles frutales. Ese solar representaba el corazón de la casa, allí se desarrollaba la vida, era el paso obligado de un cuarto a otro. En el centro Riad Halabí construyó una fuente árabe, amplia y serena, que apaciguaba el alma con el sonido incomparable del agua entre las piedras. Rodeando el jardín interior instaló canaletas de cerámicas por las cuales corría una acequia cristalina y en cada pieza se mantenía siempre una jofaina de loza para remojar pétalos de flores y aliviar con su aroma el bochorno del clima. La vivienda tenía muchas puertas, como las casas de los ricos y con el tiempo creció para dar cabida a las bodegas. Las tres salas grandes del frente se ocupaban para el almacén y hacia atrás estaban los aposentos, la cocina y el baño. Poco a poco el negocio de Riad Halabí llegó a ser el más próspero de la región, allí se podía comprar de todo: alimentos, abonos, desinfectantes, telas, medicamentos y si algo no figuraba en el inventario, se lo encargaban al turco para que lo trajera en su próximo viaje. Se llamaba La Perla de Oriente, en honor a Zulema, su esposa.
Agua Santa era una aldea modesta, con casas de adobe, madera y caña amarga, construida al borde de la carretera y defendida a machetazos contra una vegetación salvaje que en cualquier descuido podía devorarla. Hasta allí no habían llegado la oleada de inmigrantes, ni los alborotos del modernismo, la gente era afable, los placeres sencillos y si no fuera por la cercanía del Penal de Santa María, habría sido un pequeño caserío igual a muchos de esa región, pero la presencia de la Guardia y la casa de putas le daba un toque cosmopolita. La vida transcurría sin sorpresas durante seis días de la semana, pero los sábados cambiaban los turnos de la prisión y los vigilantes acudían a divertirse, alterando con su presencia las rutinas de los pobladores, quienes procuraban ignorarlos fingiendo que ese ruido provenía de algún aquelarre de monos en la espesura, pero de todos modos tomaban la precaución de trancar sus puertas y encerrar a sus hijas. Ese día entraban también los indios a pedir limosna: un plátano, un trago de licor, pan. Aparecían en fila, harapientos, los niños desnudos, los viejos reducidos por el desgaste, las mujeres siempre preñadas, todos con una ligera expresión de burla en los ojos, seguidos por una jauría de perros enanos. El párroco les reservaba algunas monedas del diezmo y Riad Halabí les regalaba un cigarrillo o un caramelo a cada uno.
Hasta la llegada del turco, el comercio se reducía a minúsculas transacciones de productos agrícolas con los choferes de los vehículos que transitaban por la carretera. Desde temprano los muchachos montaban toldos para protegerse del sol y colocaban sus verduras, frutas y quesos sobre un cajón, que debían abanicar constantemente para espantar las moscas. Si tenían suerte, lograban vender algo y regresar a casa con unas monedas. A Riad Halabí se le ocurrió hacer un trato con los camioneros que transportaban carga hacia los campamentos petroleros y regresaban vacíos, para que llevaran las hortalizas de Agua Santa a la capital. Él mismo se encargó de colocarlas en el Mercado Central en el puesto de un paisano suyo, trayendo así algo de prosperidad al pueblo. Poco después, al ver que en la ciudad había cierto interés por las artesanías de madera, barro cocido y mimbre, puso a sus vecinos a fabricarlas para ofrecerlas en las tiendas de turismo y en menos de seis meses eso se convirtió en el ingreso más importante de varias familias. Nadie dudaba de su buena disposición ni discutía sus precios, porque en ese largo tiempo de convivencia el turco dio incontables muestras de honradez. Sin proponérselo, su almacén llegó a ser el centro de la vida comercial de Agua Santa, a través de sus manos pasaban casi todos los negocios de la zona. Amplió la bodega, construyó otros cuartos, compró hermosos cacharros de hierro y cobre para la cocina, dio una mirada satisfecha a su alrededor y consideró que poseía lo necesario para el contento de una mujer. Entonces le escribió a su madre pidiéndole que le buscara una esposa en su tierra natal.
Zulema aceptó casarse con él, porque a pesar de su belleza no había conseguido un marido y ya contaba veinticinco años cuando la casamentera le habló de Riad Halabí. Le dijeron que tenía labio de liebre, pero ella no sabía lo que eso significaba y en la foto que le mostraron se veía sólo una sombra entre la boca y la nariz, que más parecía un bigote torcido que un obstáculo para el matrimonio. Su madre la convenció de que el aspecto físico no es importante a la hora de formar una familia y cualquier alternativa resultaba preferible a quedarse soltera, convertida en sirvienta en casa de sus hermanas casadas. Además, siempre se llega a amar al marido, si se pone en ello suficiente voluntad; es ley de Alá que dos personas durmiendo juntas y echando hijos al mundo, acaben por estimarse, dijo. Por otra parte, Zulema creyó que su pretendiente era un rico comerciante instalado en América del Sur y aunque no tenía ni la menor idea de dónde quedaba ese lugar de nombre exótico, no dudó de que sería más agradable que el barrio lleno de moscas y ratas donde ella vivía.
Al recibir la respuesta positiva de su madre, Riad Halabí se despidió de sus amigos de Agua Santa, cerró el almacén y la casa y se embarcó rumbo a su país, donde no había puesto los pies en quince años. Se preguntó si su familia lo reconocería, porque se sentía otra persona, como si el paisaje americano y la dureza de su vida lo hubieran tallado de nuevo, pero en realidad no había cambiado mucho: Aunque ya no era un muchacho delgado con el rostro devorado por los ojos y la nariz ganchuda, sino un hombre fornido con tendencia a la barriga y la doble papada, seguía siendo tímido, inseguro y sentimental.
La boda entre Zulema y Riad Halabí se llevó a cabo con todos los ritos, porque el novio pudo pagarlos. Fue un acontecimiento memorable en esa aldea pobre donde casi habían olvidado las fiestas verdaderas. Tal vez el único signo de mal agüero fue que al comenzar la semana sopló el khamsin del desierto y la arena se metió por todas partes, invadió las casas, desgarró las ropas, agrietó la piel y cuando llegó el día del casamiento los novios tenían arena entre las pestañas. Pero ese detalle no impidió la celebración. El primer día de ceremonia se reunieron las amigas y las mujeres de ambas familias para examinar el ajuar de la novia, las flores de azahar, las cintas rosadas, mientras comían lúcumas, cuernos de gacela, almendras y pistachos y ululaban de alegría con un yuyú sostenido, que se repartía por la calle y alcanzaba a los hombres en el café. Al día siguiente llevaron a Zulema en procesión al baño público, presidida por un veterano que tocaba el tamboril, para que los hombres desviaran la vista ante el paso de la novia cubierta con siete vestidos livianos. Cuando le quitaron la ropa en el baño, para que las parientas de Riad Halabí vieran que estaba bien alimentada y no tenía marcas, su madre rompió en llanto, como es la tradición. Le pusieron henna en las manos, con cera y azufre depilaron todo su cuerpo, le dieron masajes con crema, le trenzaron el cabello con perlas de bisutería y cantaron, bailaron y comieron dulces con té de menta, sin olvidar el luis de oro que la novia regaló a cada una de sus amigas. El tercer día fue la ceremonia del Neftah. Su abuela le tocó la frente con una llave para abrirle el espíritu a la franqueza y al afecto y luego la madre de Zulema y el padre de Riad Halabí la calzaron con zapatillas untadas en miel, para que entrara al matrimonio por el camino de la dulzura. El cuarto día ella, vestida con una túnica sencilla, recibió a sus suegros para agasajarlos con platos preparados por su propia mano y bajó los ojos modestamente cuando dijeron que la carne estaba dura y al cuscus le faltaba sal, pero la novia era bonita. El quinto día probaron la seriedad de Zulema exponiéndola a la presencia de tres trovadores que cantaron canciones atrevidas, pero ella se mantuvo indiferente detrás del velo y cada obscenidad que rebotaba contra su cara de virgen fue premiada con monedas. En otra sala se celebraba la fiesta de los hombres, donde Riad Halabí soportaba las bromas de todo el vecindario. El sexto día se casaron en la alcaldía y el séptimo recibieron al cadí. Los invitados colocaron sus presentes a los pies de los esposos, gritando el precio que habían pagado por ellos, el padre y la madre bebieron a solas con Zulema el último caldo de gallina y luego la entregaron a su marido de muy mala gana, tal como debe hacerse. Las mujeres de la familia la condujeron al cuarto preparado para la ocasión y le cambiaron el vestido por su camisa de desposada, luego fueron a reunirse con los hombres en la calle, esperando que sacudieran por la ventana la sábana ensangrentada de su pureza.
Por fin Riad Halabí se encontró solo con su esposa. Nunca se habían visto de cerca, ni habían intercambiado palabras o sonrisas. La costumbre exigía que ella estuviera asustada y temblorosa, pero era él quien se sentía así. Mientras pudo mantenerse a una distancia prudente y sin abrir la boca, su defecto resultaba menos notorio, pero no sabía cómo afectaría a su mujer en la intimidad. Turbado, se acercó a ella y extendió los dedos para tocarla, atraído por el reflejo nacarado de su piel, por la abundancia de sus carnes y las sombras de su cabello, pero entonces vio la expresión de asco en sus ojos y el gesto se le heló en el aire. Sacó su pañuelo y se lo llevó a la cara, manteniéndolo allí con una mano mientras con la otra la desvestía y la acariciaba, pero toda su paciencia y su ternura fueron insuficientes para vencer el rechazo de Zulema. Ese encuentro fue triste para ambos. Más tarde, mientras su suegra agitaba la sábana en el balcón pintada de celeste para ahuyentar a los malos espíritus, y abajo los vecinos disparaban salvas de fusil y las mujeres ululaban con frenesí, Riad Halabí se ocultó en un rincón. Sentía la humillación como un puño en el vientre. Ese dolor quedó con él, como un gemido en sordina y nunca habló de ello hasta el día que pudo contárselo a la primera persona que lo besó en la boca. Había sido educado en la regla del silencio: al hombre le está prohibido demostrar sus sentimientos o sus deseos secretos. Su posición de marido lo convertía en dueño de Zulema, no era correcto que ella conociera sus debilidades, porque podría utilizarlas para herirlo o dominarlo.
Volvieron a América y Zulema tardó poco en comprender que su esposo no era rico y no lo sería jamás. Desde el primer instante odió esa nueva patria, ese pueblo, ese clima, esas gentes, esa casa; se negó a aprender español y a colaborar en el trabajo del almacén con el pretexto de sus incontrolables jaquecas; se encerró en su hogar, echada en la cama, atiborrándose de comida, cada vez más gorda y aburrida. Dependía de su marido para todo, hasta para entenderse con los vecinos, con quienes él debía servir de intérprete. Riad Halabí pensó que debía darle tiempo para adaptarse. Estaba seguro de que al tener hijos todo sería diferente, pero los niños no llegaban, a pesar de las noches y las siestas apasionadas que compartió con ella, sin olvidar nunca atarse el pañuelo en la cara. Así pasó un año, pasaron dos, tres, diez, hasta que yo entré en La Perla de Oriente y en sus vidas.
Era muy temprano y todavía el pueblo estaba dormido cuando Riad Halabí estacionó la camioneta. Me condujo al interior de la vivienda por la puerta trasera, cruzamos el patio donde se deslizaba el agua de la fuente y cantaban los sapos y me dejó en el baño con un jabón y una toalla en las manos. Largo rato dejé correr el agua por mi cuerpo, lavándome la modorra del viaje y el desamparo de las últimas semanas, hasta recuperar el color natural de mi piel ya olvidado por tanto abandono. Después me sequé, me peiné con una trenza y me vestí con una camisa de hombre atada en la cintura por un cordón y unas alpargatas de lona que Riad Halabí sacó del almacén.
—Ahora comerás con calma, para que no te duela la barriga, dijo el dueño de la casa instalándome en la cocina ante un festín de arroz, carne amasada con trigo y pan sin levadura. Me dicen el turco, ¿y a ti?
—Eva Luna.
—Cuando viajo mi mujer se queda sola, necesita alguien para que la acompañe. Ella no sale, no tiene amigas, no habla español.
—¿Quiere que yo sea su sirvienta?
—No. Serás algo así como una hija.
—Hace mucho tiempo que no soy hija de nadie y ya no me acuerdo cómo se hace. ¿Tengo que obedecer en todo?
—Sí.
—¿Qué me hará cuando me porte mal?
—No lo sé, ya veremos.
—Le advierto que yo no aguanto que me peguen…
—Nadie te pegará, niña.
—Me quedo a prueba un mes y si no me gusta me escapo.
—De acuerdo.
En ese momento Zulema apareció en la cocina, aún atontada por el sueño. Me miró de pies a cabeza sin parecer extrañada por mi presencia, ya estaba resignada a soportar la irremediable hospitalidad de su marido, capaz de albergar a cualquiera con aspecto de necesitado. Diez días antes había recogido a un viajero con su burro y mientras el huésped recuperaba fuerzas para seguir su camino, la bestia se comió la ropa tendida al sol y una parte considerable de la mercadería del almacén. Zulema, alta, blanca, cabello negro, dos lunares junto a la boca y grandes ojos protuberantes y sombríos, se presentó vestida con una túnica de algodón que la cubría hasta los pies. Estaba adornada con zarcillos y pulseras de oro, sonoras como cascabeles. Me observó sin el menor entusiasmo, segura de que era alguna mendiga amparada por su marido.
Yo la saludé en árabe, tal como me había enseñado Riad Halabí momentos antes, y entonces una amplia risa estremeció a Zulema, tomó mi cabeza entre sus manos y me besó en la frente replicando con una letanía en su idioma. El turco soltó también una carcajada, tapándose la boca con su pañuelo.
Ese saludo bastó para ablandar el corazón de mi nueva patrona y a partir de esa mañana me sentí como si hubiera crecido en aquella casa. La costumbre de levantarme temprano me resultó muy útil. Despertaba con la luz del alba, lanzaba las piernas fuera de la cama con un impulso enérgico que me ponía de pie y desde ese instante no volvía a sentarme, siempre cantando, trabajando. Partía a preparar el café de acuerdo a las instrucciones recibidas hirviéndolo tres veces en una jarra de cobre y aromatizándolo con semillas de cardamomo, luego lo servía en un pocillo y se lo llevaba a Zulema, quien lo bebía sin abrir los ojos y continuaba durmiendo hasta tarde. Riad Halabí, en cambio, desayunaba en la cocina. Le gustaba preparar él mismo esa primera comida y poco a poco perdió el pudor por su boca deforme y permitió que yo lo acompañara. Después abríamos juntos la cortina metálica del almacén, limpiábamos el mostrador, ordenábamos los productos y nos sentábamos a esperar a los clientes, que no tardaban en aparecer.
Por primera vez fui libre de ir y venir por la calle, hasta entonces siempre había estado entre paredes, detrás de una puerta con llave o vagando perdida en una ciudad hostil. Buscaba pretextos para hablar con los vecinos o para ir por las tardes a dar vueltas en la plaza. Allí estaban la iglesia, el correo, la escuela y la comandancia, allí se tocaban todos los años los tambores de San Juan, se quemaba un muñeco de trapo para conmemorar la traición de Judas, se coronaba a la Reina de Agua Santa y cada Navidad la maestra Inés organizaba los Cuadros Vivos de la escuela, con sus alumnos vestidos de papel crepé y salpicados de escarcha plateada para representar escenas inmóviles de la Anunciación, el Nacimiento y la masacre de los inocentes ordenada por Herodes. Yo caminaba hablando alto, alegre y desafiante, mezclándome con los demás, contenta de pertenecer a esa comunidad. En Agua Santa las ventanas no tenían vidrios y las puertas estaban siempre abiertas y era costumbre visitarse, pasar delante de las casas saludando, entrar a tomar un café o un jugo de fruta, todos se conocían, nadie podía quejarse de soledad o de abandono. Allí ni los muertos se quedaban solos.
Riad Halabí me enseñó a vender, pesar, medir, sacar cuentas, dar el vuelto y regatear, un aspecto fundamental del negocio. No se regatea para sacar provecho del cliente, sino para estirar el placer de la conversación, decía. También aprendí algunas frases en árabe para comunicarme con Zulema. Pronto Riad Halabí decidió que yo no podía desempeñarme en el almacén ni transitar por la vida sin saber leer y escribir y le pidió a la maestra Inés que me diera lecciones particulares, porque yo ya estaba muy crecida para ir al primer año de la escuela. Todos los días recorría las cuatro cuadras con mi libro bien visible para que todos lo notaran, orgullosa de ser una estudiante. Me sentaba un par de horas ante la mesa de la maestra Inés, junto al retrato del niño asesinado, mano, bota, ojo, vaca, mi mamá me mima, Pepe pide la pipa. La escritura era lo mejor que me había ocurrido en toda mi existencia, estaba eufórica, leía en voz alta, andaba con el cuaderno bajo el brazo para usarlo a cada rato, anotaba pensamientos, nombres de flores, ruidos de pájaros, inventaba palabras. La posibilidad de escribir me permitió prescindir de las rimas para recordar y pude enredar los cuentos con múltiples personajes y aventuras. Apuntando un par de frases cortas me acordaba del resto y podía repetírselo a mi patrona, pero eso fue después, cuando ella comenzó a hablar en español.
Para ejercitarme en la lectura Riad Halabí compró un almanaque y algunas revistas de la farándula con fotografías de artistas, que le encantaron a Zulema. Cuando pude leer de corrido, me trajo novelas románticas, todas del mismo estilo: secretaria de labios túrgidos, senos mórbidos y ojos cándidos conoce a ejecutivo de músculos de bronce, sienes de plata y ojos de acero, ella es siempre virgen, aun en el caso infrecuente de ser viuda, él es autoritario y superior a ella en todo sentido, hay un malentendido por celos o por herencia, pero todo se arregla y él la toma en sus metálicos brazos y ella suspira esdrújulamente, ambos arrebatados por la pasión, pero nada grosero o carnal. La culminación era un único beso que los conducía al éxtasis de un paraíso sin retorno: el matrimonio. Después del beso no había nada más, sólo la palabra fin coronada de flores o de palomas. Pronto yo podía adivinar el argumento en la tercera página y para distraerme lo cambiaba, desviándolo hacia un desenlace trágico, muy diferente al imaginado por el autor y más de acuerdo a mi incurable tendencia hacia la morbosidad y la truculencia, en el cual la muchacha se convertía en traficante de armas y el empresario partía a cuidar leprosos en la India. Salpicaba el tema con ingredientes violentos sustraídos de la radio o de la crónica policial y con los conocimientos adquiridos a hurtadillas en las ilustraciones de los libros educativos de la Señora. Un día la maestra Inés le habló a Riad Halabí de Las mil y una noches y en su siguiente viaje él me lo trajo de regalo, cuatro grandes libros empastados en cuero rojo en los cuales me sumergí hasta perder de vista los contornos de la realidad. El erotismo y la fantasía entraron en mi vida con la fuerza de un tifón, rompiendo todos los límites posibles y poniendo patas arriba el orden conocido de las cosas. No sé cuántas veces leí cada cuento. Cuando los supe todos de memoria empecé a pasar personajes de una historia a otra, a cambiar las anécdotas, quitar y agregar, un juego de infinitas posibilidades. Zulema pasaba horas escuchándome con todos los sentidos alerta para comprender cada gesto y cada sonido, hasta que un día amaneció hablando español sin tropiezos, como si durante esos diez años el idioma hubiera estado dentro de su garganta, esperando que ella abriera los labios y lo dejara salir.
Yo amaba a Riad Halabí como a un padre. Nos unían la risa y el juego. Ese hombre, que a veces parecía serio o triste, era en realidad alegre, pero sólo en la intimidad de la casa y lejos de las miradas ajenas se atrevía a reírse y mostrar su boca. Siempre que lo hacía Zulema volteaba la cara, pero yo consideraba su defecto como un regalo de nacimiento, algo que lo hacía diferente a los demás, único en este mundo. Jugábamos dominó y apostábamos toda la mercadería de La Perla de Oriente, invisibles morocotas de oro, plantaciones gigantescas, pozos petroleros. Llegué a ser multimillonaria, porque él se dejaba ganar. Compartíamos el gusto por los proverbios, las canciones populares, los chistes ingenuos, comentábamos las noticias del periódico y una vez por semana íbamos juntos a ver las películas del camión del cine, que recorría los pueblos montando su espectáculo en las canchas deportivas o en las plazas. La mayor prueba de nuestra amistad era que comíamos juntos. Riad Halabí se inclinaba sobre el plato y empujaba el alimento con el pan o con los dedos, sorbiendo, lamiendo, limpiándose con servilletas de papel la comida que se le escapaba de la boca. Al verlo así, siempre en el lado más oscuro de la cocina, me parecía una bestia grande y generosa y sentía el impulso de acariciar su pelo rizado, de pasarle la mano por el lomo. Nunca me atreví a tocarlo. Deseaba demostrarle mi afecto y mi agradecimiento con pequeños servicios, pero él no me lo permitía, porque no tenía costumbre de recibir cariño, aunque estaba en su naturaleza prodigarlo a los demás. Yo lavaba sus camisas y guayaberas, las blanqueaba al sol y les ponía un poco de almidón, las planchaba con cuidado, las doblaba y se las guardaba en el armario con hojas de albahaca y yerbabuena. Aprendí a cocinar hummus y tehina, hojas de parra rellenas con carne y piñones, falafel de trigo, hígado de cordero, berenjenas, pollos con alcuzcuz, eneldo y azafrán, baklavas de miel y nueces. Cuando no había clientes en la tienda y estábamos solos, él trataba de traducirme los poemas de Harun Al Raschid, me cantaba canciones del Oriente, un largo y hermoso lamento. Otras veces se cubría media cara con un trapo de cocina, imitando un velo de odalisca y bailaba para mí, torpemente, los brazos alzados y la barriga girando enloquecida. Así, en medio de carcajadas, me enseñó la danza del vientre.
—Es una danza sagrada, la bailarás sólo para el hombre que más ames en tu vida, me dijo Riad Halabí.
Zulema era moralmente neutra, como un niño de pecho, toda su energía había sido desviada o suprimida, no participaba en la vida, ocupada sólo de sus íntimas satisfacciones. Sentía miedo de todo: de ser abandonada por su marido, de tener hijos de labio bífido, de perder su belleza, de que las jaquecas le perturbaran el cerebro, de envejecer. Estoy segura de que en el fondo aborrecía a Riad Halabí, pero tampoco podía dejarlo y prefería soportar su presencia antes que trabajar para mantenerse sola. La intimidad con él le repugnaba, pero al mismo tiempo la provocaba como un medio de encadenarlo, aterrada de que pudiera hallar placer junto a otra mujer. Por su parte, Riad la amaba con el mismo ardor humillado y triste del primer encuentro y la buscaba con frecuencia. Aprendí a descifrar sus miradas y cuando vislumbraba ese chispazo especial, me iba a vagar por la calle o a atender el almacén, mientras ellos se encerraban en la habitación. Después Zulema se enjabonaba furiosamente, se frotaba con alcohol y se hacía lavados con vinagre. Tardé mucho en relacionar ese aparato de goma y esa cánula con la esterilidad de mi patrona. A Zulema la habían educado para servir y complacer a un hombre, pero su esposo no le pedía nada y tal vez por eso ella se acostumbró a no realizar ni el menor esfuerzo y acabó convirtiéndose en un enorme juguete. Mis cuentos no contribuyeron a su felicidad, sólo le llenaron la cabeza de ideas románticas y la indujeron a soñar con aventuras imposibles y héroes prestados, alejándola definitivamente de la realidad. Sólo la entusiasmaba el oro y las piedras vistosas. Cuando su marido viajaba a la capital, gastaba buena parte de sus ganancias en comprarle toscas joyas, que ella guardaba en una caja enterrada en el patio. Obsesionada por el temor de que se las robaran, las cambiaba de lugar casi todas las semanas, pero a menudo no podía recordar dónde las había puesto y perdía horas buscándolas, hasta que conocí todos los escondites posibles y me di cuenta de que los usaba siempre en el mismo orden. Las alhajas no debían permanecer bajo tierra por mucho tiempo porque se suponía que en esas latitudes los hongos destruyen hasta los metales nobles y al cabo de un tiempo salen del suelo vapores fosforescentes, que atraen a los ladrones. Por eso, de vez en cuando Zulema asoleaba sus adornos a la hora de la siesta. Me sentaba a su lado a vigilarlos, sin comprender su pasión por ese discreto tesoro, pues no tenía ocasión de lucirlo, no recibía visitas, no viajaba con Riad Halabí ni paseaba por las calles de Agua Santa, sino que se limitaba a imaginar el regreso a su país, donde provocaría envidia con aquellos lujos, justificando así los años perdidos en tan remota región del mundo.
A su modo, Zulema era buena conmigo, me trataba como a un perro faldero. No éramos amigas, pero Riad Halabí se ponía nervioso cuando estábamos solas por mucho rato y si nos sorprendía hablando en voz baja buscaba pretextos para interrumpirnos, como si temiera nuestra complicidad. Durante los viajes de su marido, Zulema olvidaba los dolores de cabeza y parecía más alegre, me llamaba a su cuarto y me pedía que la frotara con crema de leche y rodajas de pepino para aclarar la piel. Se tendía de espaldas sobre la cama, desnuda excepto por sus zarcillos y pulseras, con los ojos cerrados y su pelo azul desparramado sobre la sábana. Al verla así yo pensaba en un pálido pez abandonado a su suerte en la playa. A veces el calor era oprimente y bajo el roce de mis manos ella parecía arder como una piedra al sol.
—Dame aceite en el cuerpo y más tarde, cuando refresque, me pintaré el cabello, me ordenaba Zulema en su español reciente.
No soportaba sus propios vellos, le parecían una señal de bestialidad sólo tolerable en los hombres, que de todos modos eran mitad animales. Gritaba cuando yo se los arrancaba con una mezcla de azúcar caliente y limón, dejando sólo un pequeño triángulo oscuro en el pubis. Le molestaba su propio olor y se lavaba y perfumaba de manera obsesiva. Me exigía que le contara cuentos de amor, que describiera al protagonista, el largo de sus piernas, la fuerza de sus manos, el contorno de su pecho, me detuviera en los detalles amorosos, si hacía esto o lo otro, cuántas veces, qué susurraba en el lecho. Esa calentura parecía una enfermedad. Traté de incorporar a mis historias unos galanes menos apuestos, con algún defecto físico, tal vez una cicatriz en la cara, cerca de la boca, pero eso la ponía de mal humor, me amenazaba con echarme a la calle y en seguida se sumergía en una tristeza taimada.
Con el transcurso de los meses gané seguridad, me desprendí de la añoranza y no volví a mencionar el plazo de prueba, con la esperanza de que a Riad Halabí se le hubiera olvidado. En cierta forma mis patrones eran mi familia. Me acostumbré al calor, a las iguanas asoleándose como monstruos del pasado, a la comida árabe, a las horas lentas de la tarde, a los días siempre iguales. Me gustaba ese pueblo olvidado, unido al mundo por un solo hilo de teléfono y un camino de curvas, rodeado de una vegetación tan tupida, que una vez se dio vuelta un camión ante los ojos de varios testigos, pero cuando se asomaron al barranco no pudieron encontrarlo, había sido tragado por los helechos y filodendros. Los habitantes se conocían por el nombre y las vidas ajenas carecían de secretos. La Perla de Oriente era un centro de reunión donde se conversaba, se realizaban negocios, se daban cita los enamorados. Nadie preguntaba por Zulema, ella era sólo un fantasma extranjero oculto en los cuartos de atrás, cuyo desprecio por el pueblo era retribuido en igual forma, en cambio estimaban a Riad Halabí y le perdonaban que no se sentara a beber o comer con los vecinos, como exigían los ritos de la amistad. A pesar de las dudas del cura, que objetaba su fe musulmana, era padrino de varios niños que llevaban su nombre, juez en las disputas, árbitro y consejero en los momentos de crisis. Me acogí a la sombra de su prestigio, satisfecha de pertenecer a su casa, e hice planes para continuar en esa vivienda blanca y amplia, perfumada por los pétalos de las flores en las jofainas de los cuartos, fresca por los árboles del jardín. Dejé de lamentar la pérdida de Huberto Naranjo y de Elvira, construí dentro de mí misma una imagen aceptable de la Madrina y suprimí los malos recuerdos para disponer de un buen pasado. Mi madre también encontró un lugar en las sombras de las habitaciones y solía presentarse por las noches como un soplo junto a mi cama. Me sentía apaciguada y contenta. Crecí un poco, cambió mi cara y al mirarme al espejo ya no veía una criatura incierta, comenzaban a aparecer mis rasgos definitivos, los que tengo ahora.
—No puedes vivir como una beduina, hay que pasarte por el Registro Civil, dijo un día el patrón.
Riad Halabí me dio varias cosas fundamentales para transitar por mi destino y entre ellas, dos muy importantes: la escritura y un certificado de existencia. No había papeles que probaran mi presencia en este mundo, nadie me inscribió al nacer, nunca había estado en una escuela, era como si no hubiera nacido, pero él habló con un amigo de la ciudad, pagó el soborno correspondiente y consiguió un documento de identidad, en el cual, por un error del funcionario, figuro con tres años menos de los que en realidad tengo.
Kamal, el segundo hijo de un tío de Riad Halabí, llegó a vivir en la casa año y medio después que yo. Entró en La Perla de Oriente con tanta discreción, que no vimos en él los signos de la fatalidad ni sospechamos que tendría el efecto de un huracán en nuestras vidas. Tenía veinticinco años, era menudo y delgado, de dedos finos y largas pestañas, parecía desconfiado y saludaba ceremoniosamente, llevándose una mano al pecho e inclinando la cabeza, gesto que de inmediato comenzó a usar Riad y luego imitaron entre carcajadas todos los niños de Agua Santa. Era hombre acostumbrado a pasar miserias. Escapando de los israelitas, su familia huyó de su aldea después de la guerra, perdiendo todas sus posesiones terrenales: el pequeño huerto heredado de sus antepasados, el burro y unos cuantos cacharros domésticos. Se crio en un campamento para refugiados palestinos y tal vez su destino era convertirse en guerrillero y combatir a los judíos, pero no estaba hecho para los azares de la batalla y tampoco compartía la indignación de su padre y sus hermanos por la pérdida de un pasado al cual no se sentía ligado. Le atraían más las costumbres occidentales, anhelaba irse de allí para empezar otra vida donde no le debiera respeto a ninguno y donde nadie lo conociera. Pasó los años de su infancia traficando en el mercado negro y los de la adolescencia seduciendo a las viudas del campamento, hasta que su padre, cansado de propinarle palizas y esconderlo de sus enemigos, se acordó de Riad Halabí, ese sobrino instalado en un remoto país de América del Sur, cuyo nombre no podía recordar. No preguntó la opinión de Kamal, simplemente lo cogió por un brazo y lo llevó a la rastra camino del puerto, donde consiguió emplearlo de grumete en un barco mercante, con la recomendación de no regresar a menos de hacerlo con una fortuna. Así llegó el joven, como tantos inmigrantes, a la misma costa caliente donde cinco años antes desembarcó Rolf Carlé de un buque noruego. De allí se trasladó en autobús a Agua Santa y a los brazos de su pariente, quien lo recibió con grandes muestras de hospitalidad.
Durante tres días La Perla de Oriente permaneció cerrada y la casa de Riad Halabí abierta en una fiesta inolvidable, a la cual asistieron todos los habitantes del pueblo. Mientras Zulema padecía algunas de sus innumerables dolencias encerrada en su habitación, el patrón y yo, ayudados por la maestra Inés y otras vecinas, hicimos tanta comida que aquello parecía una boda de las cortes de Bagdad. Sobre los mesones cubiertos con albos paños, pusimos grandes bandejas de arroz con azafrán, piñones, pasas y pistachos, pimiento y curry y a su alrededor cincuenta fuentes de guisos árabes y americanos, unos salados, otros picantes o agridulces, con carnes y pescado traído en bolsas de hielo desde el litoral y todos los granos con sus salsas y condimentos. Había una mesa sólo para los postres, donde se alternaban los dulces orientales y las recetas criollas. Serví enormes jarras de ron con fruta, que como buenos musulmanes los primos no probaron, pero los demás bebieron hasta rodar felices bajo las mesas y los que quedaron en pie bailaron en honor al recién llegado. Kamal fue presentado a cada vecino y a cada uno tuvo que contarle su vida en árabe. Nadie entendió ni una palabra de su discurso, pero se fueron comentando que parecía un joven simpático y en verdad lo era, tenía el aspecto frágil de una señorita, pero había algo velludo, moreno y equívoco en su naturaleza que inquietaba a las mujeres. Al entrar en una habitación la llenaba con su presencia hasta el último rincón, cuando se sentaba a tomar el fresco de la tarde en la puerta del almacén, toda la calle sentía el impacto de su atractivo, envolvía a los demás con una suerte de encantamiento. Apenas podía darse a entender con gestos y exclamaciones, pero todos los escuchábamos fascinados, siguiendo el ritmo de su voz y la áspera melodía de sus palabras.
—Ahora podré viajar tranquilo, porque hay un hombre de mi propia familia para cuidar de las mujeres, la casa y el almacén, dijo Riad Halabí palmoteando la espalda de su primo.
Muchas cosas cambiaron con la llegada de ese visitante. El patrón se alejó de mí, ya no me llamaba para escuchar mis cuentos o para comentar las noticias del periódico, dejó de lado las bromas y las lecturas a dúo, las partidas de dominó se convirtieron en un asunto de hombres. Desde la primera semana adoptó la costumbre de ir solo con Kamal a la proyección del cinematógrafo ambulante, porque su pariente no estaba habituado a la compañía femenina. Aparte de algunas doctoras de la Cruz Roja y misioneras evangélicas que visitaban los campamentos de refugiados, casi todas enjutas como madera seca, el joven sólo había visto mujeres con el rostro descubierto después de los quince años, cuando salió por primera vez del lugar donde creció. En una ocasión realizó un esforzado viaje en camión para ir a la capital un día sábado, al sector de la colonia norteamericana, donde las gringas lavaban sus automóviles en la calle, vestidas sólo con pantalones cortos y blusas escotadas, espectáculo que atraía multitudes masculinas desde remotos pueblos de la región. Los hombres alquilaban sillas y quitasoles para instalarse a observarlas. El lugar se llenaba de vendedores de chucherías, sin que ellas percibieran la conmoción, ajenas por completo a los jadeos, los sudores, los temblores y las erecciones que provocaban. Para aquellas señoras transplantadas de otra civilización, esos personajes envueltos en túnicas, de piel oscura y barbas de profeta, eran simplemente una ilusión óptica, un error existencial, un delirio provocado por el calor. Delante de Kamal, Riad Halabí se comportaba con Zulema y conmigo como un jefe brusco y autoritario, pero cuando estábamos solos nos compensaba con pequeños regalos y volvía a ser el amigo afectuoso de antes. Me asignaron la función de enseñar español al recién llegado, tarea nada sencilla, porque él se sentía humillado cuando yo le daba el significado de una palabra o le señalaba un error de pronunciación, pero aprendió a chapurrear con gran rapidez y muy pronto pudo ayudar en la tienda.
—Siéntate con las piernas juntas y abróchate todos los botones del delantal, me ordenó Zulema. Creo que estaba pensando en Kamal.
El hechizo del primo impregnó la casa y La Perla de Oriente, se desparramó por el pueblo y se lo llevó el viento aún más lejos. Las muchachas llegaban a cada momento al almacén con los más diversos pretextos. Ante él florecían como frutos salvajes, estallando bajo las faldas cortas y las blusas ceñidas tan perfumadas que después de su partida el cuarto quedaba saturado de ellas por mucho tiempo. Entraban en grupos de dos o tres, riéndose y hablando en cuchicheos, se apoyaban en el mostrador de modo que los senos quedaran expuestos y los traseros se elevaran atrevidos sobre las piernas morenas. Lo esperaban en la calle, lo invitaban a sus casas por las tardes, lo iniciaron en los bailes del Caribe.
Yo sentía una impaciencia constante. Era la primera vez que experimentaba celos y ese sentimiento adherido a mi piel de día y de noche como una oscura mancha, una suciedad imposible de quitar, llegó a ser tan insoportable, que cuando al fin pude librarme de él, me había desprendido definitivamente del afán de poseer a otro y la tentación de pertenecer a alguien. Desde el primer instante Kamal me trastornó la mente, me puso en carne viva, alternando el placer absoluto de amarlo y el dolor atroz de amarlo en vano. Lo seguía por todas partes como una sombra, lo servía, lo convertí en el héroe de mis fantasías solitarias. Pero él me ignoraba por completo. Tomé conciencia de mí misma, me observaba en el espejo, me palpaba el cuerpo, ensayaba peinados en el silencio de la siesta, me aplicaba una pizca de carmín en las mejillas y la boca, con cuidado para que nadie lo notara. Kamal pasaba por mi lado sin verme. Él era el protagonista de todos mis cuentos de amor. Ya no me bastaba el beso final de las novelas que leía a Zulema y comencé a vivir tormentosas e ilusorias noches con él. Había cumplido quince años y era virgen, pero si la cuerda de siete nudos inventada por la Madrina midiera también las intenciones, no habría salido airosa de la prueba.
La existencia se nos torció a todos durante el primer viaje de Riad Halabí, cuando quedamos solos Zulema, Kamal y yo. La patrona se curó como por encanto de sus malestares y despertó de un letargo de casi cuarenta años. En esos días se levantaba temprano y preparaba el desayuno, se vestía con sus mejores trajes, se adornaba con todas sus joyas, se peinaba con el pelo echado hacia atrás, sujeto en la nuca en una media cola, dejando el resto suelto sobre sus hombros. Nunca se había visto tan hermosa. Al principio Kamal la eludía, delante de ella mantenía los ojos en el suelo y casi no le hablaba, se quedaba todo el día en el almacén y en las noches salía a vagar por el pueblo; pero pronto le fue imposible sustraerse al poder de esa mujer, a la huella pesada de su aroma, al calor de su paso, al embrujo de su voz. El ámbito se llenó de urgencias secretas, de presagios, de llamadas. Presentí que a mi alrededor sucedía algo prodigioso de lo cual yo estaba excluida, una guerra privada de ellos dos, una violenta lucha de voluntades. Kamal se batía en retirada, cavando trincheras, defendido por siglos de tabúes, por el respeto a las leyes de hospitalidad y a los lazos de sangre que lo unían a Riad Halabí. Zulema, ávida como una flor carnívora, agitaba sus pétalos fragantes para atraerlo a su trampa. Esa mujer perezosa y blanda cuya vida transcurría tendida en la cama con paños fríos en la frente, se transformó en una hembra enorme y fatal, una araña pálida tejiendo incansable su red. Quise ser invisible.
Zulema se sentaba en la sombra del patio a pintarse las uñas de los pies y mostraba sus gruesas piernas hasta medio muslo. Zulema fumaba y con la punta de la lengua acariciaba en círculos la boquilla del cigarro, los labios húmedos. Zulema se movía y el vestido se deslizaba descubriendo un hombro redondo que atrapaba toda la luz del día con su blancura imposible. Zulema comía una fruta madura y el jugo amarillo le salpicaba un seno. Zulema jugaba con su pelo azul, cubriéndose parte de la cara y mirando a Kamal con ojos de hurí.
El primo resistió como un valiente durante setenta y dos horas. La tensión fue creciendo hasta que ya no pude soportarla y temí que el aire estallara en una tormenta eléctrica, reduciéndonos a cenizas. Al tercer día Kamal trabajó desde muy temprano, sin aparecer por la casa a ninguna hora, dando vueltas inútiles en La Perla de Oriente para gastar las horas. Zulema lo llamó a comer, pero él dijo que no tenía hambre y se demoró otra hora en hacer la caja. Esperó que se acostara todo el pueblo y el cielo estuviera negro para cerrar el negocio y cuando calculó que había comenzado la novela de la radio, se metió sigilosamente en la cocina buscando los restos de la cena. Pero por primera vez en muchos meses Zulema estaba dispuesta a perderse el capítulo de esa noche. Para despistarlo dejó el aparato encendido en su habitación y la puerta entreabierta, y se apostó a esperarlo en la penumbra del corredor. Se había puesto una túnica bordada, debajo estaba desnuda y al levantar el brazo lucía la piel lechosa hasta la cintura. Había dedicado la tarde a depilarse, cepillarse el cabello, frotarse con cremas, maquillarse, tenía el cuerpo perfumado de patchulí y el aliento fresco con regaliz, iba descalza y sin joyas, preparada para el amor. Pude verlo todo porque no me mandó a mi cuarto, se había olvidado de mi existencia.
Para Zulema sólo importaban Kamal y la batalla que iba a ganar.
La mujer atrapó a su presa en el patio. El primo llevaba media banana en la mano e iba masticando la otra mitad, una barba de dos días le sombreaba la cara y sudaba porque hacía calor y era la noche de su derrota.
—Te estoy esperando, dijo Zulema en español, para evitar el bochorno de decirlo en su propio idioma.
El joven se detuvo con la boca llena y los ojos espantados. Ella se aproximó lentamente, tan inevitable como un fantasma, hasta quedar a pocos centímetros de él. De pronto comenzaron a cantar los grillos, un sonido agudo y sostenido que se me clavó en los nervios como la nota monocorde de un instrumento oriental. Noté que mi patrona era media cabeza más alta y dos veces más pesada que el primo de su marido, quien, por otra parte, parecía haberse encogido al tamaño de una criatura.
—Kamal… Kamal… Y siguió un murmullo de palabras en la lengua de ellos, mientras un dedo de la mujer tocaba los labios del hombre y dibujaba su contorno con un roce muy leve.
Kamal gimió vencido, se tragó lo que le quedaba en la boca y dejó caer el resto de la fruta. Zulema le tomó la cabeza y lo atrajo hacia su regazo, donde sus grandes senos lo devoraron con un borboriteo de lava ardiente. Lo retuvo allí, meciéndolo como una madre a su niño, hasta que él se apartó y entonces se miraron jadeantes, pesando y midiendo el riesgo, y pudo más el deseo y se fueron abrazados a la cama de Riad Halabí. Hasta allí los seguí sin que mi presencia los perturbara. Creo que de verdad me había vuelto invisible.
Me agazapé junto a la puerta, con la mente en blanco. No sentía ninguna emoción, olvidé los celos, como si todo ocurriera en una tarde del camión del cinematógrafo. De pie junto a la cama, Zulema lo envolvió en sus brazos y lo besó hasta que él atinó a levantar las manos y tomarla por la cintura, respondiendo a la caricia con un sollozo sufriente. Ella recorrió sus párpados, su cuello, su frente con besos rápidos, lamidos urgentes y mordiscos breves, le desabotonó la camisa y se la quitó a tirones. A su vez él trató de arrancarle la túnica, pero se enredó en los pliegues y optó por lanzarse sobre sus pechos, a través del escote. Sin dejar de manosearlo, Zulema le dio vuelta colocándose a su espalda y siguió explorándole el cuello y los hombros, mientras sus dedos manipulaban el cierre y le bajaban el pantalón. A pocos pasos de distancia, yo vi su masculinidad apuntándome sin subterfugios y pensé que Kamal era más atrayente sin ropa, porque perdía esa delicadeza casi femenina. Su escaso tamaño no parecía fragilidad, sino síntesis, y tal como su nariz prominente le moldeaba la cara sin afearla, del mismo modo su sexo grande y oscuro no le daba un aspecto bestial. Sobresaltada, olvidé respirar durante casi un minuto y cuando lo hice tenía un lamento atravesado en la garganta. Él estaba frente a mí y nuestros ojos se encontraron por un instante, pero los de él pasaron de largo, ciegos. Afuera cayó una lluvia torrencial de verano y el ruido del agua y de los truenos se sumó al canto agónico de los grillos. Zulema se quitó por fin el vestido y apareció en toda su espléndida abundancia, como una venus de argamasa. El contraste entre esa mujer rolliza y el cuerpo esmirriado del joven me resultó obsceno. Kamal la empujó sobre la cama, y ella soltó un grito, aprisionándolo con sus gruesas piernas y arañándole la espalda.
Él se sacudió unas cuantas veces y luego se desplomó con un quejido visceral; pero ella no se había preparado tanto para salir del paso en un minuto, así es que se lo quitó de encima, lo acomodó sobre los almohadones y se dedicó a reanimarlo, susurrándole instrucciones en árabe con tan buen resultado, que al poco rato lo tenía bien dispuesto. Entonces él se abandonó con los ojos cerrados, mientras ella lo acariciaba hasta hacerlo desfallecer y por último lo cabalgó cubriéndolo con su opulencia y con el regalo de su cabello, haciéndolo desaparecer por completo, tragándolo con sus arenas movedizas, devorándolo, exprimiéndolo hasta su esencia y conduciéndolo a los jardines de Alá donde lo celebraron todas las odaliscas del Profeta. Después descansaron en calma, abrazados como un par de criaturas en el bochinche de la lluvia y de los grillos de aquella noche que se había vuelto caliente como un mediodía.
Esperé que se aplacara la estampida de caballos que sentía en el pecho y luego salí tambaleándome. Me quedé de pie en el centro del patio, el agua corriéndome por el pelo y empapándome la ropa y el alma, afiebrada, con un presentimiento de catástrofe. Pensé que mientras pudiéramos permanecer callados era como si nada hubiera sucedido, lo que no se nombra casi no existe, el silencio lo va borrando hasta hacerlo desaparecer.
Pero el olor del deseo se había esparcido por la casa, impregnando los muros, las ropas, los muebles, ocupaba las habitaciones, se filtraba por las grietas, afectaba la flora y la fauna, calentaba los ríos subterráneos, saturaba el cielo de Agua Santa, era visible como un incendio y sería imposible ocultarlo. Me senté junto a la fuente, bajo la lluvia.
Por fin aclaró en el patio y comenzó a evaporarse la humedad del rocío, envolviendo la casa en una bruma tenue. Había pasado esas horas largas en la oscuridad, mirando hacia el interior de mí misma. Sentía escalofríos, debía ser a causa de ese olor persistente que desde hacía unos días flotaba en el ambiente y se pegaba en todas las cosas. Es hora de barrer la tienda, pensé cuando oí a lo lejos el tintineo de las campanas del lechero, pero me pesaba tanto el cuerpo que tuve que mirarme las manos para ver si se habían vuelto de piedra; me arrastré hasta la fuente, metí adentro la cabeza y al enderezarme, el agua fría se deslizó por mi espalda, sacudiéndome la parálisis de esa noche de insomnio y lavando la imagen de los amantes sobre la cama de Riad Halabí. Me fui al almacén sin mirar hacia la puerta de Zulema, ojalá sea un sueño, mamá, haz que sea sólo un sueño. Permanecí toda la mañana refugiada detrás del mostrador, sin asomarme al corredor, con el oído atento al silencio de mi patrona y de Kamal. Al mediodía cerré el negocio, pero no me atreví a salir de esos tres cuartos repletos de mercadería y me acomodé entre unos sacos de granos para pasar el calor de la siesta. Tenía miedo. La casa se había transformado en un animal impúdico respirando a mi espalda.
Kamal pasó esa mañana retozando con Zulema, almorzaron frutas y dulces y a la hora de la siesta, cuando ella se durmió extenuada, él recogió sus cosas, las metió en su maleta de cartón y se fue discretamente por la puerta de atrás, como un bandido. Al verlo salir tuve la certeza de que no volvería.
Zulema despertó a media tarde con la bulla de los grillos. Apareció en La Perla de Oriente envuelta en una bata, despeinada, con ojeras oscuras y los labios hinchados, pero se veía muy hermosa, plena, satisfecha.
—Cierra el negocio y ven a ayudarme, me ordenó.
Mientras limpiábamos y ventilábamos la habitación, colocábamos sábanas frescas en la cama y cambiábamos los pétalos de las flores en las jofainas, Zulema cantaba en árabe y siguió cantando en la cocina cuando preparó la sopa de yogur, el kipe y el tabule. Después llené la bañera, la perfumé con esencia de limón y Zulema se hundió en el agua con un suspiro feliz, los párpados entornados, sonriendo, perdida en quién sabe qué recuerdos. Cuando el agua se enfrió, pidió sus cosméticos, se observó en el espejo complacida y comenzó a empolvarse, se puso colorete en las mejillas, carmín en los labios, sombras nacaradas alrededor de los ojos. Salió del baño arropada en toallas y se tendió sobre la cama para que yo le diera masajes, después se cepilló el cabello, lo recogió en un moño y se puso un vestido escotado.
—¿Estoy bonita? —quiso saber.
—Sí.
—¿Me veo joven?
—Sí.
—¿De qué edad?
—Como la foto del día de su casamiento.
—¿Por qué me hablas de eso? ¡No quiero acordarme de mi casamiento! Ándate, estúpida, déjame sola…
Se sentó en una mecedora de mimbre bajo el alero del patio a mirar la tarde y a aguardar el regreso de su amante. Esperé con ella, sin atreverme a decirle que Kamal se había marchado. Zulema pasó horas meciéndose y llamándolo con todos sus sentidos, mientras yo cabeceaba en la silla. La comida se puso rancia en la cocina y se esfumó el aroma discreto de las flores en la habitación. A las once de la noche desperté asustada por el silencio, habían enmudecido los grillos y el aire estaba detenido, ni una hoja se movía en el patio. El olor del deseo había desaparecido. Mi patrona aún se mantenía inmóvil en el sillón, con el vestido arrugado, las manos crispadas, lágrimas le mojaban la cara, tenía el maquillaje chorreado, parecía una máscara abandonada a la intemperie.
—Vaya a la cama, señora, no lo espere más. Tal vez no vuelva hasta mañana… le supliqué, pero la mujer no se movió.
Allí estuvimos sentadas toda la noche. Me castañeteaban los dientes y me corría un sudor extraño por la espalda, y atribuí esos signos a la mala suerte que había entrado en la casa. No era tampoco el momento de ocuparme de mis propios malestares, porque me di cuenta de que en el alma de Zulema algo se había quebrado. Sentí horror al mirarla, ya no era la persona que conocía, se estaba transformando en una especie de enorme vegetal. Preparé café para las dos y se lo llevé con la esperanza de devolverle la antigua identidad, pero no quiso probarlo, rígida, una cariátide con la vista clavada en la puerta del patio. Bebí un par de sorbos, pero lo sentí áspero y amargo. Por fin logré levantar a mi patrona de la silla y llevarla de la mano a su habitación, le quité el vestido, le limpié la cara con un trapo húmedo y la acosté. Comprobé que respiraba tranquila, pero la desolación le nublaba los ojos y seguía llorando, callada y tenaz. Después abrí el almacén como una sonámbula. Llevaba muchas horas sin comer, me acordé de los tiempos de mi desgracia, antes que Riad Halabí me recogiera, cuando se me cerró el estómago y no podía tragar. Me puse a chupar un níspero tratando de no pensar. Llegaron a La Perla de Oriente tres muchachas preguntando por Kamal y les dije que no estaba y no valía la pena ni siquiera recordarlo, porque en realidad no era humano, nunca existió en carne y hueso, era un genio del mal, un efrit venido del otro lado del mundo para alborotarles la sangre y turbarles el alma, pero ya no lo verían más, había desaparecido arrastrado por el mismo viento fatal que lo trajo del desierto hasta Agua Santa. Las jóvenes se fueron a la plaza a comentar la noticia y pronto empezaron a desfilar los curiosos para averiguar lo ocurrido.
—Yo no sé nada. Esperen que llegue el patrón, fue la única respuesta que se me ocurrió.
Al mediodía le llevé una sopa a Zulema y traté de dársela a cucharadas, pero veía sombras y me temblaban tanto las manos, que el líquido se me desparramó por el suelo. De pronto la mujer comenzó a balancearse con los ojos cerrados, lamentándose, primero un monótono quejido y después un ayayay agudo y perseverante como llanto de sirena.
—¡Cállese! Kamal no volverá. Si no puede vivir sin él, más vale que se levante y vaya a buscarlo hasta que lo encuentre. No hay nada más que hacer. ¿Me oye, señora?
La sacudí, espantada ante el tamaño de ese sufrimiento.
Pero Zulema no respondió, había olvidado el español y nadie volvió a oírle ni una palabra en ese idioma. Entonces la llevé otra vez a la cama, la acosté y me eché a su lado, pendiente de sus suspiros, hasta que ambas nos dormimos agotadas. Así nos encontró Riad Halabí cuando llegó a mitad de la noche. Traía la camioneta cargada de mercadería nueva y no había olvidado los regalos para su familia: una sortija de topacio para su mujer, un vestido de organza para mí, dos camisas para su primo.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó asombrado ante el soplo de tragedia que barría su casa.
—Kamal se fue —logré tartamudear.
—¿Cómo que se fue? ¿Adónde?
—No sé.
—Es mi huésped, no puede irse así, sin avisarme, sin despedirse…
—Zulema está muy mal.
—Creo que tú estás peor, hija. Tienes una tremenda calentura.
En los días siguientes sudé el terror, se me fue la fiebre y recuperé el apetito, en cambio fue evidente que Zulema no sufría un malestar pasajero. Se había enfermado de amor y todos así lo comprendieron, menos su marido que no quiso verlo y se negó a relacionar la desaparición de Kamal con el desánimo de su mujer. No preguntó lo sucedido, porque adivinaba la respuesta y al tener certeza de la verdad se habría visto obligado a tomar venganza. Era demasiado compasivo para rebanarle los pezones a la infiel o buscar a su primo hasta dar con él para amputarle los genitales y metérselos en la boca, de acuerdo con la tradición de sus antepasados.
Zulema continuó callada y tranquila, llorando a ratos, sin manifestar ningún entusiasmo por la comida, la radio o los regalos de su marido. Comenzó a adelgazar y al cabo de tres semanas su piel se había vuelto de un suave color sepia, como un retrato de otro siglo. Sólo reaccionaba cuando Riad Halabí intentaba hacerle una caricia, entonces se replegaba acechándolo con un odio seguro. Por un tiempo se me acabaron las clases con la maestra Inés y el trabajo en el almacén, tampoco se reanudaron las visitas semanales al camión del cinematógrafo, porque ya no pude separarme de mi patrona, pasaba el día y buena parte de la noche cuidándola. Riad Halabí tomó un par de empleadas para hacer la limpieza y ayudar en La Perla de Oriente. Lo único bueno de ese periodo fue que él volvió a ocuparse de mí como en los tiempos anteriores a la llegada de Kamal, de nuevo me pedía que le leyera en voz alta o le contara cuentos de mi invención, me invitaba a jugar dominó y se dejaba ganar. A pesar de la atmósfera de opresión que había en la casa, encontrábamos pretextos para reírnos.
Pasaron algunos meses sin cambios notables en el estado de la enferma. Los habitantes de Agua Santa y de los pueblos vecinos acudieron a preguntar por ella, trayendo cada uno un remedio diferente: una mata de ruda para infusiones, un jarabe para curar a los atónitos, vitaminas en píldoras, caldo de ave. No lo hacían por consideración hacia esa extranjera altiva y solitaria, sino por cariño al turco. Sería bien bueno que la viera una experta, dijeron y un día trajeron a una guajira hermética que se fumó un tabaco, sopló el humo sobre la paciente y concluyó que no tenía ninguna enfermedad registrada por la ciencia, sólo un ataque prolongado de tristeza amorosa.
—Echa de menos a su familia, pobrecita explicó el marido y despidió a la india antes que siguiera adivinando su vergüenza.
No tuvimos noticias de Kamal. Riad Halabí no volvió a mencionar su nombre, herido por la ingratitud con que pagó el albergue recibido.