EL DÍA que el cartero encontró el cuerpo de Lukas Carlé, el bosque estaba recién lavado, húmedo y brillante, del suelo se desprendía una emanación intensa de hojas podridas y una pálida bruma de otro planeta. Desde hacía cuarenta años el hombre recorría en su bicicleta cada mañana el mismo sendero. Pedaleando por allí se había ganado el pan y había sobrevivido incólume a dos guerras, la ocupación, el hambre y muchos otros infortunios. Gracias a su oficio conocía a todos los habitantes de la zona por su nombre y apellido, tal como podía identificar cada árbol del bosque por su especie y su edad.
A primera vista, esa mañana en nada se diferenciaba de otras, los mismos robles, hayas, castaños y abedules, el mismo musgo tierno y los hongos al pie de los troncos mayores, la misma brisa fragante y fría, las mismas sombras y parches de luz. Era un día igual a todos y tal vez una persona con menos conocimiento de la naturaleza no habría notado las advertencias, pero el cartero iba en ascuas, con un cosquilleo en la piel, porque percibía signos que ningún otro ojo humano podría registrar. Imaginaba el bosque como una enorme bestia verde por cuyas venas corría una sangre mansa, un animal de ánimo tranquilo que ese día estaba inquieto. Descendió de su vehículo y husmeó la madrugada buscando las razones de su ansiedad. Era tan absoluto el silencio, que temió haberse quedado sordo. Soltó la bicicleta en el suelo y dio un par de pasos fuera del camino para revisar los alrededores. No tuvo que buscarlo más, allí estaba esperándolo, colgado de una rama a media altura, atado por el cuello con una gruesa cuerda. No necesitó mirar el rostro del ahorcado para saber de quién se trataba. Conocía a Lukas Carlé desde que llegó al pueblo tiempo atrás, venido nadie sabía de dónde, de algún lugar de Francia tal vez, con sus baúles de libros, su mapamundi y un diploma, para casarse con la muchacha más bonita y agotarle la belleza en pocos meses. Lo reconoció por sus botines y su guardapolvo de maestro y tuvo la impresión de haber visto antes esa escena como si hubiera aguardado durante años un desenlace así para ese hombre. No sintió pánico al principio, sólo un impulso irónico, deseos de decirle yo te lo advertí, bribón. Tardó algunos segundos en medir el tamaño de lo ocurrido y en ese instante crujió el árbol, el bulto dio un giro y los ojos sin esperanza del ahorcado se prendieron de los suyos. No pudo moverse. Estuvieron allí, mirándose los dos, el cartero y el padre de Rolf Carlé, hasta que ya no tuvieron más que decirse. Entonces el viejo reaccionó. Retrocedió a buscar su bicicleta, se inclinó a recogerla y al hacerlo sintió una puntada en el pecho, larga y ardiente como una pena de amor. Se montó a horcajadas en el vehículo y se alejó tan de prisa como pudo, doblado sobre el manubrio, con un gemido atravesado en la garganta.
Llegó a la aldea pedaleando con tanta desesperación, que su antiguo corazón de funcionario público casi estalla. Alcanzó a dar la voz de alarma antes de desplomarse delante de la panadería con un zumbido de avispero en el cerebro y un resplandor de espanto en las pupilas. Allí lo recogieron los panaderos y lo tendieron sobre la mesa de hacer pasteles, donde quedó acezando empolvado de harina, apuntando hacia el bosque con un índice y repitiendo que por fin Lukas Carlé estaba en un patíbulo, tal como debió estarlo mucho antes, bribón maldito bribón. Así se enteró el pueblo. La noticia se metió en las casas sobresaltando a los habitantes, quienes no habían sufrido tal conmoción desde el final de la guerra. Salieron todos a la calle a comentar el suceso, menos un grupo de cinco alumnos del último año del colegio, quienes hundieron las cabezas bajo sus almohadas fingiendo un sueño profundo.
Poco después la policía sacó de la cama al médico y al juez y partieron seguidos por varios vecinos en la dirección señalada por el dedo tembloroso del empleado del correo. Encontraron a Lukas Carlé meciéndose como un espantapájaros muy cerca del camino y entonces cayeron en cuenta de que nadie lo había visto desde el viernes. Se necesitaron cuatro hombres para descolgarlo, porque el frío del bosque y la pesadumbre de la muerte lo habían vuelto monolítico. Al médico le bastó una mirada para saber que antes de morir por asfixia, había recibido un tremendo golpe en la nuca y a la policía le bastó otra mirada para deducir que los únicos que podían dar una explicación eran sus propios alumnos, con quienes salió al paseo anual del colegio.
—Traigan a los muchachos, ordenó el comandante.
—¿Para qué? Este no es un espectáculo para niños, replicó el juez, cuyo nieto era alumno de la víctima.
Pero no pudieron ignorarlos. En la breve investigación realizada por la justicia local, más por sentido del deber que por deseos auténticos de conocer la verdad, los alumnos fueron llamados a declarar. Dijeron que nada sabían. Fueron al bosque, como todos los años en esa temporada, jugaron a la pelota, hicieron competencias de lucha libre, consumieron sus meriendas y luego se dispersaron con las cestas en todas direcciones para recolectar hongos silvestres. De acuerdo a las instrucciones recibidas, cuando comenzó a oscurecer se reunieron al borde del camino, a pesar de que el maestro no sonó su silbato para llamarlos. Lo buscaron sin resultado, después se sentaron a esperar y al caer la noche decidieron regresar al pueblo. No se les ocurrió informar a la policía porque supusieron que Lukas Carlé había vuelto a su casa o al colegio. Eso era todo.
No tenían ni la menor idea de cómo acabó sus días colgado de la rama de aquel árbol.
Rolf Carlé, vestido con el uniforme del liceo, los zapatos recién lustrados y la gorra metida hasta las orejas, caminó con su madre a lo largo del corredor de la Prefectura. El joven tenía ese aire desgarbado y urgente de muchos adolescentes, era delgado, pecoso, de mirada atenta y manos delicadas. Los condujeron a una sala desnuda y fría, con los muros cubiertos por azulejos, en cuyo centro reposaba el cadáver en una camilla, iluminado por una luz blanca. La madre sacó un pañuelo de la manga y limpió cuidadosamente sus lentes. Cuando el forense levantó las sábanas, ella se inclinó y durante un interminable minuto observó ese rostro deformado. Le hizo una seña a su hijo y él también se acercó a mirar, entonces ella bajó la vista y se tapó la cara con las manos para ocultar su alegría.
—Es mi marido, dijo por último.
—Es mi padre, añadió Rolf Carlé, tratando de mantener la voz serena.
—Lo siento mucho. Esto es muy desagradable para ustedes… balbuceó el médico sin entender la causa de su propio bochorno. Volvió a cubrir el cuerpo y los tres se quedaron de pie, en silencio, mirando desconcertados la silueta bajo la sábana. No he realizado la autopsia todavía, pero parece que se trata de un suicidio, en verdad lo lamento.
—Bueno, supongo que eso es todo, dijo la madre.
Rolf la tomó del brazo y salió con ella sin prisa. El eco de sus pasos en el suelo de cemento quedaría asociado en su recuerdo a un sentimiento de alivio y de paz.
—No fue un suicidio. A tu padre lo mataron tus compañeros del liceo, afirmó la señora Carlé al llegar a la casa.
—¿Cómo lo sabe, mamá?
—Estoy segura y celebro que lo hicieran, porque si no lo habríamos tenido que hacer nosotros algún día.
—No hable así, por favor, murmuró Rolf espantado, porque siempre había visto a su madre como una persona resignada y no imaginaba que en su corazón almacenara tanto rencor contra ese hombre. Creía que sólo él lo odiaba. Ya todo pasó, olvídese de esto.
—Al contrario, hijo, debemos recordarlo siempre, sonrió ella con una nueva expresión.
Los habitantes de la aldea se empecinaron tanto en borrar la muerte del Profesor Carlé de la memoria colectiva, que si no fuera por los propios asesinos, casi lo consiguen. Pero los cinco muchachos habían reunido el coraje para ese crimen durante años y no estaban dispuestos a callarse, pues presentían que esa sería la acción más importante de sus vidas. No deseaban que se esfumara en la bruma de las cosas no dichas. En el entierro del maestro cantaron himnos con sus trajes de domingo, depositaron una corona de flores en nombre del colegio y mantuvieron la vista en el suelo, para que nadie los sorprendiera intercambiando miradas de complicidad. Las primeras dos semanas se quedaron mudos, esperando que una mañana despertara el pueblo con la evidencia suficiente para mandarlos a la cárcel. El miedo se les metió en el cuerpo y no los abandonó por un tiempo, hasta que se decidieron ponerlo en palabras, para darle forma. La ocasión se les presentó después de un partido de fútbol, en el vestuario de la cancha deportiva donde se aglomeraron los jugadores, mojados de sudor, excitados, quitándose la ropa entre bromas y empujones. Sin ponerse de acuerdo se demoraron en las duchas hasta que todos los demás se fueron y entonces, todavía desnudos, se colocaron delante del espejo y se observaron mutuamente, comprobando que ninguno de ellos tenía huellas visibles de lo ocurrido. Uno sonrió, disolviendo la sombra que los separaba y volvieron a ser los mismos de antes, se palmotearon, se abrazaron y jugaron como los niños grandes que eran. Carlé lo merecía, era una bestia, un psicópata, concluyeron. Repasaron los detalles y percibieron con asombro tal reguero de pistas que resultaba increíble que no hubieran sido detenidos, entonces comprendieron su impunidad y supieron que nadie alzaría la voz para acusarlos. A cargo de cualquier investigación estaría el comandante, padre de uno de ellos, en un juicio el abuelo de otro sería el juez y el jurado estaría compuesto por parientes y vecinos. Allí todos se conocían, estaban emparentados, nadie deseaba remover el fango de ese asesinato, ni siquiera la familia de Lukas Carlé. En realidad sospechaban que su mujer y su hijo habían deseado por años la desaparición del padre y que el viento de alivio provocado por su muerte llegó primero a su propia casa, barriéndola de arriba abajo y dejándola limpia y fresca como nunca antes lo estuvo.
Los muchachos se propusieron mantener vivo el recuerdo de su hazaña y lo lograron tan bien, que la historia pasó de boca en boca, enaltecida por detalles agregados con posterioridad, hasta transformarla en un acto heroico. Formaron un club y se hermanaron con un juramento secreto. Se reunían algunas noches en los límites del bosque para conmemorar ese viernes único en sus vidas, manteniendo alerta el recuerdo del piedrazo con el cual lo aturdieron, del nudo corredizo preparado de antemano, de la forma como treparon al árbol y pasaron el lazo por el cuello del maestro todavía desmayado, de cómo este abrió los ojos en el instante en que lo izaban y se retorció en el aire con espasmos de agonía. Se identificaban con un círculo de tela blanca cosido en la manga izquierda de la chaqueta y pronto todo el pueblo adivinó el significado de esa señal. También lo supo Rolf Carlé, dividido entre la gratitud por haber sido liberado de su torturador, la humillación de llevar el apellido del ejecutado y la vergüenza de no tener ánimo ni fuerza para vengarlo.
Rolf Carlé comenzó a adelgazar. Cuando se llevaba la comida a la boca veía la cuchara transformada en la lengua de su padre, desde el fondo del plato y a través de la sopa lo observaban los ojos despavoridos del muerto, el pan tenía el color de su piel. Por las noches temblaba de fiebre y en el día inventaba pretextos para no salir de la casa, atormentado por la jaqueca, pero su madre lo obligaba a tragar alimentos y asistir a clases. Soportó veintiséis días, pero la mañana del día veintisiete, cuando en el recreo aparecieron cinco de sus compañeros con las mangas marcadas, tuvo un acceso de vómitos tan agudo, que el director del colegio se alarmó y pidió una ambulancia para mandarlo al hospital de la ciudad vecina, donde estuvo el resto de la semana echando el alma por la boca. Al verlo en ese estado, la señora Carlé intuyó que los síntomas de su hijo no correspondían a una indigestión común y corriente. El médico de la aldea, el mismo que lo vio nacer y extendió el certificado de defunción de su padre, lo examinó con atención, le recetó una serie de medicamentos y recomendó a la madre que no le hiciera mucho caso, pues Rolf era un muchacho sano y fuerte, la crisis de ansiedad pasaría y en poco tiempo estaría haciendo deportes y persiguiendo a las jovencitas. La señora Carlé le administró los remedios puntualmente, pero como no viera ninguna mejoría, duplicó las dosis por iniciativa propia.
Nada surtió efecto, el muchacho seguía sin apetito, atontado por el malestar. A la imagen del padre ahorcado se sumaba el recuerdo del día en que fue a enterrar a los muertos en el campo de prisioneros. Katharina lo miraba insistente con sus ojos sosegados, lo seguía por la casa y por último lo llevó de la mano y trató de meterse con él debajo de la mesa de la cocina, pero ambos estaban ya demasiado crecidos. Entonces se acurrucó a su lado y comenzó a murmurar una de esas largas letanías de la infancia.
El jueves temprano entró su madre a despertarlo para ir al liceo y lo encontró volteado hacia la pared, pálido y exhausto, con la decisión evidente de morirse, porque ya no podía soportar el asedio de tantos fantasmas. Ella comprendió que se consumiría en el ardor de la culpa por haber deseado cometer él mismo ese crimen y, sin decir palabra, la señora Carlé se dirigió al armario y empezó a hurgar. Encontró objetos perdidos desde hacía años, ropa sin uso, juguetes de sus hijos, radiografías del cerebro de Katharina, la escopeta de Jochen. Allí estaban también los zapatos de charol rojo con tacones de estilete y se sorprendió de que evocaran en ella tan pocos rencores, ni siquiera tuvo el impulso de lanzarlos a la basura, los llevó a la chimenea y los colocó junto al retrato de su difunto marido, uno a cada lado, como un altar. Por fin dio con la bolsa de lona usada por Lukas Carlé durante la guerra, un saco verde con firmes correas de cuero, y con la misma pulcritud excesiva con que ejecutaba todos los oficios de la casa y del campo, acomodó dentro del saco las ropas de su hijo menor, una fotografía suya el día de su boda, una caja de cartón forrada con seda donde guardaba un rizo de Katharina y un paquete de galletas de avena horneadas por ella el día anterior.
—Vístete, hijo, te irás a América del Sur, anunció con inconmovible decisión.
De este modo Rolf Carlé fue embarcado en un buque noruego que lo llevó al otro lado del mundo, muy lejos de sus pesadillas. Su madre viajó con él en tren hasta el puerto más cercano, le compró un billete de tercera clase, envolvió el dinero sobrante en un pañuelo junto con la dirección del tío Rupert y se lo cosió en el interior de los pantalones, con instrucciones de no quitárselos por ningún motivo. Hizo todo esto sin muestras de emoción y al despedirse le dio un beso rápido en la frente, tal como hacía cada mañana cuando iba a la escuela.
—¿Cuánto tiempo estaré lejos, mamá?
—No lo sé, Rolf.
—No debo irme, ahora yo soy el único hombre de la familia, tengo que cuidar de usted.
—Yo estaré bien. Te escribiré.
—Katharina está enferma, no puedo dejarla así…
—Tu hermana no vivirá mucho más, siempre supimos que sería así, es inútil preocuparse por ella. ¿Qué sucede? ¿Estás llorando? No pareces hijo mío, Rolf, no tienes edad para comportarte como un chiquillo. Límpiate la nariz y sube a bordo antes que la gente comience a mirarnos.
—Me siento mal, mamá, quiero vomitar.
—¡Te lo prohíbo! No me hagas pasar una vergüenza. Vamos, sube por esa pasarela, camina hacia la proa y quédate allí. No mires hacia atrás. Adiós, Rolf.
Pero el muchacho se escondió en la popa para observar el muelle y así supo que ella no se movió de su lugar hasta que el barco se perdió en el horizonte. Guardó consigo la visión de su madre vestida de negro con su sombrero de fieltro y su cartera de falsa piel de cocodrilo, de pie, inmóvil y solitaria, con la cara vuelta hacia el mar.
Rolf Carlé navegó casi un mes en la última cubierta del buque, entre refugiados, emigrantes y viajeros pobres, sin hablar una palabra con nadie por orgullo y timidez, oteando el océano con tal determinación, que llegó al fondo de su propia tristeza y la agotó. Desde entonces no volvió a padecer aquella aflicción que por poco le induce a lanzarse al agua. A los doce días de viaje el aire salado le devolvió el apetito y lo curó de los malos sueños, se le pasaron las náuseas y se interesó en los delfines sonrientes que acompañaban al barco por largos trechos. Cuando finalmente arribó a las costas de América del Sur habían vuelto los colores a sus mejillas. Se miró en el pequeño espejo del baño común que compartía con los demás pasajeros de su clase y vio que su rostro ya no era el de un adolescente atormentado, sino el de un hombre. Le gustó la imagen de sí mismo, respiró profundamente y sonrió por primera vez en mucho tiempo.
El buque detuvo sus máquinas en el muelle y los pasajeros descendieron por una pasarela. Sintiéndose como un filibustero de las novelas de aventura, con el viento tibio agitándole el pelo y los ojos deslumbrados, Rolf Carlé fue de los primeros en pisar tierra. Un puerto increíble surgió ante su vista a la luz de la mañana. De los cerros colgaban viviendas de todos colores, calles torcidas, ropa tendida, una pródiga vegetación en todos los tonos de verde. El aire vibraba de pregones, de cantos de mujeres, de risas de niños y gritos de papagayos, de olores, de una alegre concupiscencia y un calor húmedo de cocinería. En el bullicio de cargadores, marineros y viajantes, entre fardos, maletas, curiosos y vendedores de chucherías, lo esperaban su tío Rupert con su esposa Burgel y sus dos hijas, unas doncellas macizas y rubicundas de quienes el joven se enamoró de inmediato. Rupert era un primo lejano de su madre, carpintero de oficio, gran bebedor de cerveza y amante de los perros. Había llegado con su familia hasta ese confín del planeta huyendo de la guerra, porque no tenía vocación de soldado, le pareció una estupidez dejarse matar por una bandera que consideraba sólo un trapo amarrado a un palo. No tenía la menor inclinación patriótica y cuando tuvo la certeza de que la guerra era inevitable, recordó a unos bisabuelos lejanos que muchos años antes se embarcaron rumbo a América para fundar una colonia y decidió seguir sus pasos. Condujo a Rolf Carlé directamente del barco a un pueblo de fantasía, preservado en una burbuja donde el tiempo se había detenido y la geografía había sido burlada. Allí la vida transcurría como en los Alpes durante el siglo diecinueve. Para el muchacho fue igual que meterse en una película. No alcanzó a ver nada del país y por varios meses creyó que no había mucha diferencia entre el Caribe y las orillas del Danubio.
A mediados de mil ochocientos, un ilustre sudamericano dueño de tierras fértiles enclavadas en las montañas a poca distancia del mar y no muy lejos de la civilización, quiso poblarlas con colonos de buena cepa. Se fue a Europa, fletó un barco y corrió la voz entre los campesinos empobrecidos por las guerras y las pestes, de que al otro lado del Atlántico estaba esperándolos una utopía. Iban a construir una sociedad perfecta donde reinara la paz y la prosperidad, regulada por sólidos principios cristianos, lejos de los vicios, las ambiciones y los misterios que habían castigado a la humanidad desde el comienzo de la civilización. Ochenta familias fueron seleccionadas de acuerdo a sus méritos y buenas intenciones, entre las cuales había representantes de varios oficios artesanales, un maestro, un médico y un sacerdote, todos con sus instrumentos de trabajo y varios siglos de tradiciones y conocimientos a la espalda. Al pisar esas costas tropicales algunos se asustaron, convencidos de que jamás podrían habituarse a un lugar semejante, pero cambiaron de idea al ascender por un sendero hacia las cumbres de las montañas y encontrarse en el paraíso prometido, una región fresca y benigna, donde era posible cultivar las frutas y hortalizas de Europa y donde crecían también productos americanos. Allí construyeron una réplica de sus aldeas de origen, con casas de vigas de madera, avisos con letras góticas, flores en macetas adornando las ventanas y una pequeña iglesia donde colgaba la campana de bronce traída con ellos en el barco. Cerraron la entrada de la Colonia y bloquearon el camino, para que no fuera posible llegar o salir, y durante cien años cumplieron los deseos del hombre que los llevó hasta ese lugar, viviendo de acuerdo a los preceptos de Dios. Pero el secreto de la utopía no pudo ocultarse indefinidamente y cuando la prensa publicó la noticia se armó un escándalo. El Gobierno poco dispuesto a consentir que en el territorio existiera un poblado extranjero con sus propias leyes y costumbres, los obligó a abrir las puertas y dar paso a las autoridades nacionales, al turismo y al comercio. Al hacerlo encontraron una aldea donde no se hablaba español, todos eran rubios de ojos claros y una buena parte de los niños habían nacido con taras a causa de los matrimonios consanguíneos. Construyeron una carretera para unirla con la capital, convirtiendo la Colonia en el paseo preferido de las familias con automóvil, que iban a comprar frutas invernales, miel, embutidos, pan casero y manteles bordados. Los colonos transformaron sus casas en restaurantes y albergues para los visitantes y algunos hoteles aceptaron parejas clandestinas, lo cual no correspondía exactamente a la idea del fundador de la comunidad, pero los tiempos cambian y era necesario modernizarse. Rupert llegó allí cuando todavía era un recinto cerrado, pero se las arregló para ser aceptado, después de probar su estirpe europea y demostrar que era un hombre de bien. Cuando abrieron las comunicaciones con el mundo exterior, él fue uno de los primeros en comprender las ventajas de la nueva situación. Dejó de fabricar muebles, porque ahora se podían comprar mejores y más variados en la capital y se dedicó a producir relojes cucú y a imitar juguetes antiguos pintados a mano para vender a los turistas. También comenzó un negocio de perros de raza y una escuela para adiestrarlos, idea que aún no se le había ocurrido a nadie en esas latitudes, pues hasta entonces los animales nacían y se reproducían de cualquier modo, sin apellidos, clubes, concursos, peluqueros o entrenamientos especiales. Pero pronto se supo que en alguna parte estaban de moda los pastores policiales y los ricos quisieron tener el suyo con documentos de garantía. Quienes podían pagarlos, compraban sus bestias y los dejaban por una temporada en la escuela de Rupert, de donde regresaban caminando a dos patas, saludando con la mano, acarreando en el hocico el periódico y las pantuflas del amo y fingiéndose muertos cuando recibían la orden en lengua extranjera.
El tío Rupert era propietario de un buen pedazo de terreno y una casa grande, acondicionada como pensión, con muchos cuartos, toda de madera oscura construida y amueblada con sus propias manos al estilo Heidelberg, a pesar de que él nunca había puesto los pies en esa ciudad. La copió de una revista. Su esposa cultivaba fresas y flores y tenía un gallinero del cual obtenía huevos para toda la aldea. Vivian de la crianza de perros, la venta de relojes y la atención de turistas.
La existencia de Rolf Carlé dio un vuelco. Había terminado el colegio, en la Colonia no podía seguir estudiando y, por otra parte, su tío era partidario de enseñarle sus mismos oficios para que lo ayudara y tal vez lo heredara, pues no perdía la esperanza de verlo casado con una de sus hijas. Le tomó cariño desde la primera mirada. Siempre quiso tener un descendiente varón y ese muchacho resultó tal como lo había soñado, fuerte, de carácter noble y manos hábiles, con el pelo rojizo, como todos los hombres de su familia. Rolf aprendió con rapidez a manejar las herramientas de la carpintería, armar los mecanismos de los relojes, cosechar fresas y atender a la clientela de la pensión. Sus tíos se dieron cuenta de que podían obtener todo de él si le hacían creer que la iniciativa era suya y apelaban a sus sentimientos.
—¿Qué se puede hacer con el techo del gallinero, Rolf? Le preguntaba Burgel con un suspiro de impotencia.
—Echarle alquitrán.
—Mis pobres gallinas se van a morir cuando empiecen las lluvias.
—Déjemelo a mí, tía, esto lo resuelvo en un minuto. Y ahí estaba el joven tres días seguidos, revolviendo un caldero con brea, equilibrándose sobre el techo y explicándole a quien fuera pasando sus teorías sobre impermeabilización ante las miradas admirativas de sus primas y la sonrisa disimulada de Burgel.
Rolf quiso aprender la lengua del país y no descansó hasta conseguir quien se la enseñara de forma metódica. Estaba dotado con buen oído para la música y lo empleó en tocar el órgano de la iglesia, lucirse ante los visitantes con un acordeón y asimilar el castellano con un amplio repertorio de palabrotas de uso cotidiano, a las que recurría sólo en raras ocasiones, pero atesoraba como parte de su cultura. Ocupaba sus ratos libres en la lectura y en menos de un año había consumido todos los libros del pueblo, que pedía prestados y devolvía con puntualidad obsesiva.
Su buena memoria le permitía acumular información —casi siempre inútil e imposible de comprobar— para deslumbrar a la familia y a los vecinos. Era capaz de decir sin la menor vacilación cuántos habitantes tenía Mauritania o el ancho del Canal de la Mancha en millas náuticas, en general porque lo recordaba, pero a veces porque lo inventaba al vuelo y lo aseguraba con tanta petulancia, que nadie osaba ponerlo en duda.
Aprendió algunos latinajos para salpicar sus peroratas, con los cuales adquirió un sólido prestigio en esa pequeña comunidad, aunque no siempre los usaba correctamente. De su madre había recibido modales corteses y algo anticuados, que le sirvieron para conquistar la simpatía de todo el mundo, en particular de las mujeres, poco acostumbradas a esas finuras en un país de gente ruda. Con su tía Burgel era especialmente galante, no por afectación, sino porque en verdad la quería. Ella tenía la virtud de disipar sus angustias existenciales reduciéndolas a esquemas tan simples, que más tarde él se preguntaba cómo no se le había ocurrido antes esa solución. Cuando caía en el vicio de la nostalgia o se atormentaba por los males de la humanidad ella lo curaba con sus postres espléndidos y con sus bromas atropelladas. Fue la primera persona, aparte de Katharina, en abrazarlo sin motivo y sin permiso. Cada mañana lo saludaba con besos sonoros y antes de dormir iba a acomodarle la cobija de la cama, atenciones que su madre nunca hizo, por pudor. Al primer vistazo Rolf parecía tímido, se sonrojaba con facilidad y hablaba en tono bajo, pero en realidad era vanidoso y aún estaba en edad de creerse el eje del universo. Era mucho más listo que la mayoría y él lo sabía, pero la inteligencia le alcanzaba para fingir cierta modestia.
Los domingos por la mañana llegaban gentes de la ciudad a ver el espectáculo en la escuela de tío Rupert. Rolf los guiaba hasta un gran patio con pistas y obstáculos, donde los perros realizaban sus proezas ante los aplausos del público. Ese día se vendían algunos animales y el joven se despedía de ellos apesadumbrado, porque los había criado desde su nacimiento y nada lo conmovía tanto como esas bestias. Se echaba en el jergón de las perras y dejaba que los cachorros lo olisquearan, le chuparan las orejas y se durmieran en sus brazos, conocía a cada uno por su nombre y hablaba con ellos en términos de igualdad. Tenía hambre de afecto, pero como había sido criado sin mimos, sólo se atrevía a satisfacer esa carencia con los animales y fue necesario un largo aprendizaje para que pudiera abandonarse al contacto humano, primero al de Burgel y luego al de otros. El recuerdo de Katharina constituía su fuente secreta de ternura y a veces, en la oscuridad de su cuarto, ocultaba la cabeza bajo la sábana y lloraba pensando en ella.
No hablaba de su pasado por temor a suscitar compasión y porque no había logrado ordenarlo en su mente. Los años de infortunio junto a su padre eran un espejo roto en su memoria. Alardeaba de frialdad y pragmatismo, dos condiciones que le parecían sumamente viriles, pero en verdad era un incorregible soñador, el menor gesto de simpatía lo desarmaba, la injusticia lograba sublevarlo, padecía ese idealismo candoroso de la primera juventud, que no resiste el enfrentamiento con la grosera realidad del mundo. Una infancia de privaciones y terrores le dio sensibilidad para intuir el lado oculto de las cosas y de las personas, una clarividencia que se le presentaba de pronto como un fogonazo, pero sus pretensiones de racionalidad le impedían prestar atención esos misteriosos avisos o seguir la conducta señalada por sus impulsos. Negaba sus emociones y por lo mismo estas lo volteaban en cualquier descuido. Tampoco admitía el reclamo de sus sentidos e intentaba controlar la parte de su naturaleza que se inclinaba hacia la molicie y el placer. Comprendió desde el principio que la Colonia era un sueño ingenuo donde se sumergió por casualidad, pero que la existencia estaba llena de asperezas y más valía ponerse una coraza si pretendía sobrevivir. Sin embargo, quienes lo conocían podían ver que esa protección era de humo y un soplo la desbarataba. Iba por la vida con los sentimientos desnudos, tropezando con su orgullo y cayendo para volver a ponerse de pie.
La familia de Rupert eran gentes sencillas, animosas y glotonas. La comida revestía una importancia fundamental para ellos, sus vidas giraban en torno a los afanes de la cocina y la ceremonia de sentarse a la mesa. Todos eran gordos y no se resignaban a ver al sobrino tan delgado, a pesar de la preocupación constante por alimentarlo. La tía Burgel había creado un plato afrodisíaco que atraía a los turistas y mantenía a su marido siempre en llamas, mírenlo, parece un tractor, decía con su risa contagiosa de matrona satisfecha. La receta era simple: en una olla enorme freía bastante cebolla, tocino y tomate, sazonado con sal, pimienta en grano, ajos y cilantro. A eso le agregaba por capas trozos de carne de cerdo y de res, pollos deshuesados, habas, maíz, repollo, pimentón, pescado, almejas y langostinos, luego espolvoreaba un poco de azúcar mascabada y vaciaba dentro cuatro jarros de cerveza. Antes de taparlo y cocinarlo a fuego suave, le arrojaba un manojo de hierbas cultivadas en los maceteros de su cocina. Ese era el momento crucial, pues nadie conocía la composición de este último aliño y ella estaba decidida a llevarse el secreto a la tumba. El resultado era un guiso oscuro, que se extraía de la olla y se servía en el orden inverso en que se colocaron los ingredientes. Al final se presentaba el caldo en tazas y el efecto era un formidable calor en los huesos y una pasión lujuriosa en el alma. Los tíos mataban varios cerdos al año y preparaban los mejores embutidos del pueblo: jamones ahumados, longanizas, mortadela, enormes latas de grasa; compraban leche fresca en toneles para hacer crema, batir mantequilla y fabricar quesos. Desde el amanecer hasta la noche emanaban vapores fragantes de la cocina. En el patio encendían braseros de leña donde se colocaban las cacerolas de cobre con dulces de ciruela, de albaricoque y de fresa, con que acompañaban el desayuno de los visitantes. Con tanta vida entre ollas aromáticas, las dos primas olían a canela, clavo de olor, vainilla y limón. Por las noches Rolf se escabullía como una sombra hasta su habitación para hundir la nariz en sus vestidos y aspirar esa fragancia dulce que llenaba su cabeza de pecados.
Las rutinas cambiaban durante los fines de semana. El jueves ventilaban las habitaciones, las adornaban con flores frescas y preparaban leña para las chimeneas, porque en las noches corría una brisa fría y a los huéspedes les gustaba sentarse frente al fuego e imaginar que estaban en los Alpes. De viernes a domingo la casa se llenaba de clientes y la familia trabajaba desde el amanecer atendiéndolos; la tía Burgel no salía de la cocina y las muchachas servían las mesas y hacían el aseo vestidas de fieltro bordado, medias blancas, delantales almidonados y peinadas con trenzas y cintas de colores, como las aldeanas de los cuentos germánicos.
Las cartas de la señora Carlé demoraban cuatro meses y eran todas muy breves y casi iguales: Querido hijo, me encuentro bien, Katharina está en el hospital, cuídate mucho y acuérdate de las cosas que te he enseñado para que seas un hombre bueno, te besa tu mamá. Rolf, en cambio, le escribía con frecuencia, llenando muchas hojas por ambos lados para contarle sus lecturas, porque después de describir la aldea y la familia de sus tíos, no había más que decir, tenía la impresión de que nunca le sucedía nada digno de ser anotado en una carta y prefería sorprender a su madre con largas parrafadas filosóficas inspiradas por los libros. También le enviaba fotografías que tomaba con una vieja cámara de su tío, registrando así las variaciones de la naturaleza, las expresiones de la gente, los pequeños acontecimientos, los detalles que a simple vista pasaban desapercibidos. Esa correspondencia significaba mucho para él, no sólo porque mantenía viva la presencia de su madre, sino porque descubrió cuánto le gustaba observar el mundo y retenerlo en imágenes.
Las primas de Rolf Carlé eran requeridas en amores por un par de pretendientes, que descendían en línea directa de los fundadores de la Colonia, dueños de la única industria de velas de fantasía, cuya producción se vendía en todo el país y más allá de las fronteras. La fábrica todavía existe y es tanto su prestigio, que en ocasión de la visita del Papa, cuando el Gobierno mandó hacer un cirio de siete metros de largo y dos de diámetro para mantenerlo encendido en la Catedral, no sólo pudieron moldearlo a la perfección, decorarlo con escenas de la pasión y aromatizarlo con extracto de pino, sino que también fueron capaces de trasladarlo en un camión desde la montaña hasta la capital bajo un sol de plomo, sin que perdiera su forma de obelisco, su olor de Navidad ni su tono de marfil antiguo. La conversación de los dos jóvenes giraba en torno a los moldes, colores y perfumes de las velas. A veces resultaban algo aburridos, pero ambos eran guapos, bastante prósperos y estaban impregnados por dentro y por fuera con el aroma de la cera de abejas y de las esencias. Eran los mejores partidos de la Colonia y todas las muchachas buscaban pretextos para ir a comprar velas con sus más vaporosos vestidos, pero Rupert había sembrado la duda en sus hijas de que toda esa gente, nacida por generaciones de las mismas familias, tenía la sangre aguada y podía producir vástagos fallados. En franca oposición a las teorías sobre las razas puras, creía que de las mezclas salen los mejores ejemplares y para probarlo cruzó sus perros finos con bastardos callejeros. Obtuvo bestias lamentables de impredecibles pelajes y tamaños, que nadie quiso comprar, pero que resultaron mucho más inteligentes que sus congéneres con pedigree, como se vio cuando aprendieron a caminar sobre una cuerda floja y bailar vals sobre las patas traseras. Es mejor buscar novios fuera, decía, desafiando a su amada Burgel, quien no quería oír hablar de esa posibilidad; la idea de ver a sus niñas desposadas con varones morenos y con un vaivén de rumba en las caderas, le parecía una horrible desgracia. No seas obtusa, Burgel. Obtuso eres tú, ¿quieres tener nietos mulatos? Los nativos de este país no son rubios, mujer, pero tampoco son todos negros. Para zanjar la discusión ambos suspiraban con el nombre de Rolf Carlé en los labios lamentando no disponer de dos sobrinos como él, uno para cada hija, porque si bien existía un parentesco sanguíneo y el antecedente del retardo mental de Katharina, podría jurar que Rolf no era portador de genes deficientes. Lo consideraban el yerno perfecto, trabajador, educado, culto, con buenos modales, más no se podía pedir. Su juventud excesiva constituía por el momento su única falla, pero todo el mundo se cura de eso.
Las primas tardaron bastante en ponerse a tono con las aspiraciones de sus padres, porque eran doncellas inocentes, pero cuando se despabilaron dejaron muy atrás los preceptos de modestia y recato en que habían sido criadas. Percibieron el incendio en los ojos de Rolf Carlé, lo vieron entrar como una sombra en su habitación para hurgar furtivamente en sus vestidos y lo interpretaron como síntomas de amor. Hablaron del asunto entre ellas, contemplando la posibilidad de amarse platónicamente entre los tres, pero al verlo con el torso desnudo, el pelo de cobre revuelto por la brisa, sudando con las herramientas del campo o de la carpintería, fueron cambiando de parecer y llegaron a la feliz conclusión de que Dios había inventado dos sexos con un propósito evidente. Eran de carácter alegre y estaban acostumbradas a compartir el cuarto, el baño, la ropa y casi todo lo demás, de modo que no vieron malicia alguna en repartirse también al amante. Por otra parte, les resultaba fácil deducir el excelente estado físico del muchacho cuyas fuerzas y buena voluntad alcanzaban para cumplir las pesadas faenas exigidas por el tío Rupert y, estaban seguras sobrarían para retozar con ellas. Sin embargo, la cosa no era tan simple. Los habitantes del pueblo carecían de amplitud de criterio para entender una relación triangular y hasta su padre, a pesar de sus alardes de modernismo, nunca la toleraría. De la madre ni hablar, era capaz de coger un cuchillo y clavárselo al sobrino en la parte más vulnerable.
Pronto Rolf Carlé notó un cambio en la actitud de las jóvenes. Lo atosigaban con los trozos más grandes de carne asada, le echaban una montaña de crema batida a su postre, cuchicheaban a su espalda, se alborotaban cuando él las sorprendía observándolo, lo tocaban al pasar, siempre en forma casual, pero con tal carga erótica en cada uno de esos roces, que ni un anacoreta hubiera permanecido impasible. Hasta entonces él las rondaba con prudencia y disimulo para no faltar a las normas de cortesía ni enfrentar la posibilidad de un rechazo, que habría herido de muerte su propia estima, pero poco a poco empezó a mirarlas con audacia, largamente, porque no quería tomar una decisión precipitada. ¿Cuál escoger? Las dos le resultaban encantadoras con sus piernotas robustas, sus senos apretados, sus ojos de aguamarina y esa piel de infante. La mayor era más divertida, pero también lo seducía la suave coquetería de la menor. El pobre Rolf se debatió en tremendas dudas hasta que las muchachas se cansaron de esperar su iniciativa y se lanzaron en un ataque frontal. Lo atraparon en la huerta de las fresas, le hicieron una zancadilla para mandarlo al suelo y se le fueron encima para hacerle cosquillas, pulverizando su manía de tomarse en serio y sublevando su lujuria. Hicieron saltar los botones de su pantalón, le arrancaron los zapatos, le rompieron la camisa y metieron sus manos de ninfas traviesas por donde él nunca imaginó que alguien lo exploraría. A partir de ese día Rolf Carlé abandonó la lectura, descuidó a los cachorros, se olvidó de los relojes cucú, de escribirle a su madre y hasta de su propio nombre. Andaba en trance, con los instintos encendidos y la mente ofuscada. De lunes a jueves, cuando no había visitantes en la casa, disminuía el ritmo de trabajo doméstico y los tres jóvenes disponían de algunas horas de libertad, que aprovechaban para perderse en los cuartos de los huéspedes, vacíos en esos días de la semana. Pretextos no faltaban: airear los edredones, limpiar los cristales de las ventanas, fumigar las cucarachas, encerar la madera de los muebles, cambiar las sábanas. Las muchachas habían heredado de sus padres sentido de equidad y de organización, mientras una se quedaba en el corredor vigilando para dar la voz de alarma si alguien se aproximaba, la otra se encerraba en el cuarto con Rolf. Respetaban los turnos rigurosamente, pero por fortuna el joven no se enteró de ese detalle humillante. ¿Qué hacían cuando estaban a solas? Nada nuevo, los mismos juegos de primos que la humanidad conoce desde hace seis mil años. Lo interesante comenzó cuando decidieron juntarse por las noches los tres en la misma cama, tranquilizados por los ronquidos de Rupert y Burgel en la habitación contigua. Los padres dormían con la puerta abierta para vigilar a sus hijas y eso permitía a las hijas vigilar a los padres. Rolf Carlé era tan inexperto como sus dos compañeras, pero desde el primer encuentro tomó precauciones para no preñarlas y puso en los juegos de alcoba todo el entusiasmo y la inventiva necesarios para suplir su ignorancia amatoria. Su energía era alimentada sin tregua por el formidable regalo de sus primas, abiertas, tibias, frutales, siempre sofocadas de risa y bien dispuestas. Además, el hecho de hacerlo en el mayor silencio, aterrados por los crujidos de la cama, arropados bajo las sábanas, envueltos en el calor y el olor compartidos era un incentivo que ponía fuego en sus corazones. Estaban en la edad precisa para hacer el amor incansablemente. Mientras las muchachas florecían con una vitalidad estival, los ojos cada vez más azules, la piel más luminosa y la sonrisa más feliz, Rolf olvidaba los latinajos, andaba tropezando con los muebles y durmiéndose de pie, servía la mesa de los turistas medio sonámbulo, con las rodillas temblorosas y la mirada difusa. Este niño está trabajando mucho, Burgel, lo veo pálido, hay que darle vitaminas, decía Rupert, sin sospechar que a sus espaldas el sobrino devoraba grandes porciones del famoso guiso afrodisíaco de su tía, para que no le fallaran los músculos a la hora de ponerlos a prueba. Los tres primos descubrieron juntos los requisitos para despegar y en algunas oportunidades llegaron incluso a volar muy alto. El muchacho se resignó a la idea de que sus compañeras tenían mayor capacidad de goce y podían repetir sus hazañas varias veces en la misma sesión, de modo que para mantener su prestigio incólume y no defraudarlas aprendió a dosificar sus fuerzas y su placer con técnicas improvisadas. Años después supo que los mismos métodos se empleaban en la China desde los tiempos de Confucio y concluyó que no hay nada nuevo bajo el sol, como decía su tío Rupert cada vez que leía el periódico. Algunas noches los tres amantes eran tan felices, que olvidaban despedirse y se dormían en un nudo de miembros entrelazados, el joven perdido en una montaña blanda y fragante, arrullado por los sueños de sus primas. Despertaban con los primeros cantos del gallo, justo a tiempo para saltar cada uno a su cama antes de que los padres los sorprendieran en tan deliciosa falta. Al principio las hermanas tuvieron la idea de rifarse al infatigable Rolf Carlé lanzando una moneda al aire, pero durante esos memorables combates descubrieron que estaban unidas a él por un sentimiento juguetón y festivo, totalmente inadecuado para establecer las bases de un matrimonio respetable. Ellas, mujeres prácticas, consideraron más conveniente desposar a los aromáticos fabricantes de velas, conservando a su primo de amante y convirtiéndolo, en lo posible, en padre de sus hijos, evitando así el riesgo del aburrimiento, aunque tal vez no el de traer hijos medio tarados a este mundo. Ese arreglo jamás pasó por la mente de Rolf Carlé, alimentado por la literatura romántica, las novelas de caballería y los rígidos preceptos honorables aprendidos en la infancia. Mientras ellas planeaban audaces combinaciones, él sólo lograba acallar la culpa de amarlas a las dos pretextando que se trataba de un acuerdo temporal, cuya finalidad última era conocerse más antes de formar una pareja; pero un contrato a largo plazo le parecía una perversión abominable. Se debatía en un conflicto insoluble entre el deseo, siempre renovado con poderosos bríos por esos dos cuerpos opulentos y generosos, y su propia severidad que lo inducía a considerar el matrimonio monógamo como el único camino posible para un hombre decente. No seas tonto, Rolf, ¿no ves que a nosotras no nos importa? Yo no te quiero para mí sola y mi hermana tampoco, sigamos así mientras estemos solteras y después de casadas también. Esta proposición fue una sacudida brutal para la vanidad del joven. Se hundió en la indignación durante treinta horas, al cabo de las cuales pudo más la concupiscencia. Recogió su dignidad del suelo y volvió a dormir con ellas. Y las adorables primas, una a cada lado, risueñas, desnudas, lo envolvieron otra vez en su niebla estupenda de canela, clavo de olor, vainilla y limón hasta enloquecer sus sentidos y anular sus secas virtudes cristianas.
Tres años transcurrieron así, suficientes para borrar las pesadillas macabras de Rolf Carlé y remplazarlas por sueños amables. Tal vez las muchachas habrían ganado la pelea contra sus escrúpulos y él se habría quedado junto a ellas para el resto de sus días, cumpliendo con humildad la tarea de amante y de padrote por partida doble, si su destino no estuviera trazado en otra dirección. El encargado de señalárselo fue el señor Aravena, periodista de oficio y cineasta de vocación. Aravena escribía en el diario más importante del país. Era el mejor diente de la pensión, pasaba casi todos los fines de semana en la casa de Rupert y Burgel, donde disponía de una habitación reservada. Su pluma tenía tanto prestigio, que ni la dictadura consiguió amordazarlo por completo y en sus años de profesión ganó una aureola de honestidad que le permitía publicar aquello que sus colegas jamás habrían osado. Hasta el General y el Hombre de la Gardenia lo trataban con consideración respetando una fórmula de equilibrio mediante la cual él disponía de un espacio para moverse sin ser molestado dentro de ciertos límites, y el Gobierno proyectaba una imagen de liberalidad al mostrar sus artículos algo atrevidos. Hombre de evidente inclinación por la buena vida, fumaba grandes cigarros, comía como un león y era un bebedor esforzado, el único capaz de derrotar al tío Rupert en los torneos dominicales de cerveza. Sólo él se daba el lujo de pellizcar a las primas de Rolf en su nalgas portentosas, porque lo hacía con gracia, sin ánimo de ofenderlas sino de rendirles justo tributo. Vengan aquí mis adorables valkirias, dejen que este pobre periodista les ponga las manos en el culo, y hasta la tía Burgel se reía cuando sus niñas volteaban para que él les levantara ceremoniosamente las faldas de fieltro bordado y se extasiara ante esos globos cubiertos por calzones infantiles. El señor Aravena poseía una máquina filmadora y otra de escribir, portátil y ruidosa, con las teclas descoloridas por el uso, con la cual pasaba todo el sábado y medio domingo sentado en la terraza de la pensión escribiendo sus crónicas a dos dedos, mientras consumía embutidos y tragaba cerveza. Me hace bien respirar el aire puro de las montañas, decía mientras aspiraba el humo negro de su tabaco. A veces llegaba con una señorita, nunca la misma, a quien presentaba como su sobrina y Burgel fingía creer el parentesco, esta casa no es uno de esos hoteles indecentes, qué se han imaginado, sólo a él le permito venir acompañado, porque se trata de un caballero muy conocido, ¿no han visto su nombre en el periódico? A Aravena el entusiasmo por la dama de turno le duraba una noche, después se hartaba de ella y la enviaba de regreso con el primer camión de hortalizas que bajara a la capital. En cambio con Rolf Carlé podía pasar días conversando y paseando por los alrededores de la aldea. Le comentaba las noticias internacionales, lo inició en la política local, guiaba sus lecturas, le enseñó a usar la filmadora y algunos rudimentos de taquigrafía. No puedes quedarte en esta Colonia para siempre, decía, esto sirve para que un neurótico como yo venga a componer el cuerpo y desintoxicarse, pero ningún joven normal puede vivir en esta escenografía. Rolf Carlé conocía bien las obras de Shakespeare, Moliere y Calderón de la Barca, pero no había estado jamás en un teatro y no podía ver la relación con la aldea, pero no era el caso discutir con ese maestro por quien sentía una admiración desmesurada.
—Estoy satisfecho de ti, sobrino. Dentro de un par de años puedes hacerte cargo de los relojes tú solo, es un buen negocio, le propuso el tío Rupert el día que el muchacho cumplió veinte años.
—En realidad no quiero ser relojero, tío. Creo que el cine es una profesión más adecuada para mí.
—¿Cine? ¿Y para qué sirve eso?
—Para hacer películas. A mí me interesan los documentales. Quiero saber lo que ocurre en el mundo, tío.
—Mientras menos sepas mejor, pero si eso es lo que te gusta, haz como quieras.
Burgel casi se enferma cuando supo que partiría a vivir solo en la capital, ese antro de peligros, droga, política, enfermedades, donde las mujeres son todas unas zorras, con perdón de la palabra, como esas turistas que llegan a la Colonia bamboleando la popa y echando la proa hacia delante. Desesperadas, las primas intentaron disuadirlo negándole sus favores, pero en vista de que el castigo era tan doloroso para ellas como para él, cambiaron de táctica y lo amaron con tanto ardor que Rolf bajó de peso en forma alarmante. Los más afectados, sin embargo, fueron los perros, que al husmear los preparativos perdieron el apetito y vagaban con el rabo entre las piernas, las orejas gachas y una insoportable mirada de súplica.
Rolf Carlé resistió todas las presiones sentimentales y dos meses más tarde partió a la Universidad, después de prometer a su tío Rupert que pasaría los fines de semana con ellos; a su tía Burgel que se comería las galletas, los jamones y las mermeladas que introducía en su equipaje, y a las primas que permanecería en castidad absoluta para volver con renovadas energías a jugar con ellas bajo el edredón.