TRES

UNA NOCHE de Navidad, cuando yo tenía unos seis años, mi madre se tragó un hueso de pollo. El Profesor, siempre ensimismado en la insaciable codicia de poseer más conocimientos, no se daba tiempo para esa fiesta y ninguna otra, pero cada año los empleados de la casa celebraban la Nochebuena. En la cocina armaban un Nacimiento con toscas figuras de arcilla, cantaban villancicos y todos me hacían algún regalo. Con varios días de anticipación preparaban un guiso criollo que fue inventado por los esclavos de antaño. En la época de la Colonia las familias pudientes se reunían el 24 de diciembre alrededor de una gran mesa. Las sobras del banquete de los amos iban a las escudillas de los sirvientes, quienes picaban todo, lo envolvían con masa de maíz y hojas de plátano y lo hervían en grandes calderos, con tan delicioso resultado, que la receta perduró a través de los siglos y aún se repite todos los años, a pesar de que ya nadie dispone de los restos de la cena de los ricos y hay que cocinar cada ingrediente por separado, en una faena agotadora. En el último patio de la casa los empleados del Profesor Jones criaban gallinas, pavos y un cerdo, que durante todo el año engordaban para esa única ocasión de francachela y comilona. Una semana antes comenzaban a meterle nueces y tragos de ron por el gaznate a las aves y a obligar al cerdo a beber litros de leche con azúcar morena y especies, para que sus carnes estuvieran tiernas en el momento de cocinarse.

Mientras las mujeres ahumaban las hojas y preparaban las ollas y los braseros, los hombres mataban a los animales en una orgía de sangre, plumas y chillidos del puerco, hasta que todos quedaban borrachos de licor y muerte, hartos de probar trozos de carne, beber el caldo concentrado de todos esos manjares hervidos y cantar hasta desgañitarse alabanzas al Niño Jesús con ritmo festivo, mientras en otra ala de la mansión el Profesor vivía un día igual a los demás, sin darse ni cuenta que estábamos en Navidad. El hueso fatídico pasó disimulado en la masa y mi madre no lo sintió hasta que se le clavó en la garganta. Al cabo de unas horas empezó a escupir sangre y tres días más tarde se apagó sin aspavientos, tal como había vivido. Yo estaba a su lado y no he olvidado ese momento, porque a partir de entonces he tenido que afinar mucho la percepción para que ella no se me pierda entre las sombras inapelables donde van a parar los espíritus difusos.

Para no asustarme, se murió sin miedo. Tal vez la astilla de pollo le desgarró algo fundamental y se desangró por dentro, no lo sé. Cuando comprendió que se le iba la vida, se encerró conmigo en nuestro cuarto del patio, para estar juntas hasta el final. Lentamente, para no apresurar la muerte, se lavó con agua y jabón para desprenderse del olor a almizcle que comenzaba a molestarla, peinó su larga trenza, se vistió con una enagua blanca que había cosido en las horas de la siesta y se acostó en el mismo jergón donde me concibió con un indio envenenado. Aunque no entendí en ese momento el significado de aquella ceremonia, la observé con tanta atención, que aún recuerdo cada uno de sus gestos.

—La muerte no existe, hija. La gente sólo se muere cuando la olvidan, me explicó mi madre poco antes de partir. Si puedes recordarme, siempre estaré contigo.

—Me acordaré de ti, le prometí.

—Ahora, anda a llamar a tu Madrina.

Fui a buscar a la cocinera, esa mulata grande que me ayudó a nacer y a su debido tiempo me llevó a la pila del bautismo.

—Cuídeme a la muchachita, comadre. A usted se la encargo, le pidió mi madre limpiándose discretamente el hilo de sangre que le corría por el mentón. Luego me tomó de la mano y con los ojos me fue diciendo cuánto me quería, hasta que la mirada se le tornó de niebla y la vida se le desprendió sin ruido. Por unos instantes pareció que algo translúcido flotaba en el aire inmóvil del cuarto, alumbrándolo con un resplandor azul y perfumándolo con un soplo de almizcle, pero en seguida todo volvió a ser cotidiano, el aire sólo aire, la luz otra vez amarilla, el olor de nuevo simple olor de todos los días. Tomé su cara entre mis manos y se la moví llamándola mamá, mamá, abismada de ese silencio nuevo que se había instalado entre las dos.

—Todo el mundo se muere, no es nada tan importante —dijo mi Madrina cortándole el cabello de tres tijeretazos, con la idea de venderlo más tarde en una tienda de pelucas—. Vamos a sacarla de aquí antes de que el patrón la descubra y me haga llevarla al laboratorio.

Recogí esa trenza larga, me la enrollé al cuello y me acurruqué en un rincón con la cabeza entre las rodillas, sin lágrimas, porque no conocía aún la magnitud de mi pérdida. Así estuve horas, tal vez toda la noche, hasta que dos hombres entraron, envolvieron el cuerpo en la única cobija de la cama y se lo llevaron sin comentarios. Entonces un vacío inclemente ocupó todo el espacio a mi alrededor.

Después que partió el modesto carretón funerario, mi Madrina fue a buscarme. Tuvo que encender una cerilla para verme, porque el cuarto estaba en sombras, el bombillo de la lámpara se había quemado y el amanecer parecía detenido en el umbral de la puerta. Me encontró agazapada, un pequeño bulto en el suelo, y me llamó dos veces por mi nombre y apellido, para devolverme el sentido de la realidad, Eva Luna, Eva Luna. A la llama vacilante vi sus grandes pies dentro de las chancletas y el ruedo de su vestido de algodón, levanté los ojos y encontré su mirada húmeda. Me sonrió en el instante en que se extinguía el chispazo incierto del fósforo; después sentí que se inclinaba en la oscuridad, me cogía en sus gruesos brazos, me acomodaba en su regazo y empezaba a mecerme, arrullándome con un suave lamento africano para hacerme dormir.

—Si fueras hombre, irías a la escuela y después a estudiar para abogado y asegurar el pan de mi vejez. Los picapleitos son los que más ganan, saben enredar las cosas. A río revuelto, ganancia para ellos, decía mi Madrina.

Sostenía que es mejor ser varón porque hasta el más mísero tiene su propia mujer a quien mandar, y años más tarde llegué a la conclusión de que tal vez tenía razón, aunque todavía no logro imaginarme a mí misma dentro de un cuerpo masculino, con pelos en la cara, con la tentación de mandar y con algo incontrolable bajo el ombligo, que, para ser bien franca, no sabría muy bien donde colocar. A su manera, mi Madrina me tenía afecto y si no alcanzó a demostrármelo fue porque creyó necesario formarme en el rigor y porque perdió la razón temprano. En esos tiempos no era la ruina que hoy es; era una morena arrogante de senos generosos, cintura partida y caderas opulentas, como una mesa bajo las faldas. Cuando salía a la calle los hombres se volvían a su paso, le gritaban piropos groseros, intentaban darle pellizcones y ella no escabullía las nalgas, pero retribuía con un carterazo contundente, qué te has figurado negro insolente, y se reía para lucir su diente de oro. Se bañaba todas las noches de pie en una batea, echándose agua con una jarra y restregándose con un trapo jabonado, se cambiaba la blusa dos veces al día, se rociaba con agua de rosas, se lavaba el cabello con huevo y se cepillaba los dientes con sal para sacarles brillo. Tenía un olor fuerte y dulzón que toda el agua de rosas y el jabón no lograban mitigar, un olor que me gustaba mucho porque me recordaba la leche asada. A la hora del baño yo la ayudaba echándole agua por la espalda, extasiada ante ese cuerpo oscuro, de pezones morados, el pubis sombreado por un vello rizado, las nalgas mullidas como el sillón de cuero capitoné donde languidecía el Profesor Jones. Se acariciaba con el trapo y sonreía, orgullosa de la abundancia de sus carnes. Caminaba con gracia desafiante, muy erguida, al ritmo de una música secreta que llevaba por dentro. Todo lo demás en ella era tosco, hasta la risa y el llanto. Se enojaba sin pretexto y lanzaba manotazos al aire, palmadas al vuelo que si aterrizaban sobre mí tenían el efecto de un cañonazo. De ese modo, sin mala intención, me reventó un oído. A pesar de las momias, por las cuales jamás sintió la menor simpatía, sirvió como cocinera del doctor durante muchos años, ganando un sueldo miserable y gastándolo en su mayor parte en tabaco y ron. Se hizo cargo de mí porque había adquirido un deber, más sagrado que los lazos de sangre, quien descuida a un ahijado no tiene perdón, es peor que abandonar a un hijo, decía, mi obligación es criarte buena, limpia y trabajadora, porque de eso me pedirán cuentas el día del Juicio Final. Mi madre no creía en pecados congénitos y por lo tanto no había considerado necesario bautizarme, pero ella insistió con una tenacidad sin grietas. Está bien, si eso le da placer, comadre, haga lo que le dé la gana, pero no le cambie el nombre que escogí para ella, aceptó finalmente Consuelo. La mulata pasó tres meses sin fumar ni beber para ahorrar unas monedas y el día señalado me compró un vestido de organza color fresa, puso un lazo en los cuatro pelos miserables que coronaban mi cabeza, me roció con su agua de rosas y me llevó en brazos a la iglesia. Tengo una foto de mi bautizo, me veo como un alegre paquete de cumpleaños. Como no le quedaba dinero, cambió el servicio por un aseo completo del templo, desde barrer los pisos hasta limpiar los ornamentos con creta y pasar cera a los bancos de madera. Así es como fui bautizada con toda pompa y ceremonia, como niña rica.

—De no ser por mí, todavía estarías mora. Los inocentes que mueren sin sacramento se van al limbo y de ahí no salen más, me recordaba siempre mi Madrina. Otra en mi lugar te habría vendido. Es fácil colocar a las muchachas de ojos claros, dicen que los gringos las compran y se las llevan a su país, pero yo le hice una promesa a tu madre y si no la cumplo me voy a cocinar en las cacerolas del infierno.

Para ella los límites entre el bien y el mal eran muy precisos y estaba dispuesta a preservarme del vicio a fuerza de golpes, único método que conocía, porque así la habían educado. La idea de que el juego o la ternura fueran buenos para los niños es un descubrimiento moderno, a ella jamás se le pasó por la mente. Trató de enseñarme a trabajar apresurada, sin pérdida de tiempo en ensoñaciones, le molestaban el ánimo distraído y el paso lento, quería verme correr cuando recibía una orden. Tienes la cabeza llena de humo y las pantorrillas de arena, decía y me friccionaba las piernas con Emulsión de Scott un tónico baratísimo pero de gran prestigio, fabricado con aceite de hígado de bacalao, que según la propaganda era comparable a la piedra filosofal de la medicación reconstituyente.

El cerebro de la Madrina estaba algo trastocado a causa del ron. Creía en los santos católicos, en otros de origen africano y en varios más de su invención. En su cuarto había levantado un pequeño altar, donde se alineaban junto al agua bendita, los fetiches del vudú, la fotografía de su difunto padre y un busto que ella creía de San Cristóbal, pero después yo descubrí que era de Beethoven, aunque jamás la he sacado de su error, porque es el más milagroso de su altar. Hablaba todo el tiempo con sus deidades en un tono coloquial y altanero, pidiéndoles favores de poca monta, y más tarde, cuando se aficionó al teléfono, las llamaba al cielo, interpretando el zumbido del aparato como la respuesta en parábola de sus divinos interlocutores. De ese modo recibía instrucciones de la corte celestial, aun para los asuntos más triviales. Era devota de San Benito, un rubio guapo y parrandero a quien las mujeres no dejaban en paz, que se colocó en el humo del brasero para quedar chamuscado como un leño y sólo entonces pudo adorar a Dios y hacer sus prodigios tranquilo, sin esa cuelga de lujuriosas prendidas de su túnica. A él le rezaba para aliviar la borrachera. Era experta en tormentos y muertes horrorosas, conocía el fin de cuanto mártir y virgen figuraba en el santoral católico y estaba siempre lista para contármelo. Yo la escuchaba con morboso terror y cada vez solicitaba nuevos detalles. El suplicio de Santa Lucía era mi favorito, quería oírlo a cada rato con todos los pormenores: por qué Lucia rechazó al emperador enamorado de ella, cómo le arrancaron los ojos, si era cierto que esas pupilas lanzaron una mirada de luz desde la bandeja de plata donde reposaban como dos huevos solitarios, dejando ciego al emperador, mientras a ella le salían dos espléndidos ojos azules, mucho más bonitos que los originales.

La fe de mi pobre Madrina era inconmovible y ninguna desgracia posterior pudo abatirla. Hace poco, cuando vino por aquí el Papa, conseguí autorización para sacarla del sanatorio, porque habría sido una lástima que se perdiera al Pontífice con su hábito blanco y su cruz de oro, predicando sus convicciones indemostrables, en perfecto español o en dialecto de indios, según fuera la ocasión. Al verlo avanzar en su acuario de vidrio blindado por las calles recién pintadas, entre flores, vítores, banderines y guardaespaldas, mi Madrina, ya muy anciana, cayó de rodillas, persuadida de que el Profeta Elías andaba en viaje de turismo. Temí que la muchedumbre la aplastara y quise llevármela de allí, pero ella no se movió hasta que le compré un pelo del Papa como reliquia. En esos días mucha gente se volvió buena, algunos prometieron perdonar las deudas y no mencionar la lucha de clases o los anticonceptivos para no dar motivos de tristeza al Santo Padre, pero la verdad es que yo no me entusiasmé con el insigne visitante, porque no guardaba buenos recuerdos de la religión. Un domingo de mi niñez la Madrina me llevó a la parroquia y me arrodilló en una cabina de madera con cortinas, yo tenía los dedos torpes y no podía cruzarlos como me había enseñado. A través de una rejilla me llegó un aliento fuerte, dime tus pecados, me ordenó y al punto se me olvidaron todos los que había inventado, no supe qué responder, apurada traté de pensar en alguno, aunque fuera venial, pero ni el más insignificante acudió a mi mente.

—¿Te tocas el cuerpo con las manos?

—Sí…

—¿A menudo, hija?

—Todos los días.

—¡Todos los días! ¿Cuántas veces?

—No llevo la cuenta… muchas veces…

—¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios!

—No sabía, padre. ¿Y si me pongo guantes, también es pecado?

—¡Guantes! ¡Pero qué dices, insensata! ¿Te burlas de mí?

—No, no… murmuré aterrada, calculando que de todos modos sería bien difícil lavarme la cara, cepillarme los dientes o rascarme con guantes.

—Promete que no volverás a hacer eso. La pureza y la inocencia son las mejores virtudes de una niña. Rezarás quinientas Ave Marías de penitencia para que Dios te perdone.

—No puedo, padre, contesté porque sabía contar sólo hasta veinte.

—¡Cómo que no puedes! —rugió el sacerdote y una lluvia de saliva atravesó el confesionario y me cayó encima.

Salí corriendo, pero la Madrina me cogió al vuelo y me retuvo por una oreja mientras hablaba con el cura sobre la conveniencia de ponerme a trabajar, antes que se me torciera aún más el carácter y se me acabara de ofuscar el alma.

Después de la muerte de mi madre, llegó la hora del Profesor Jones. Murió de vejez, desilusionado del mundo y de su propia sabiduría, pero juraría que murió en paz. Ante la imposibilidad de embalsamarse a sí mismo y permanecer dignamente entre sus muebles ingleses y sus libros, dejó instrucciones en el testamento para que sus restos fueran enviados a su distante ciudad natal, porque no deseaba terminar en el cementerio local, cubierto de polvo ajeno, bajo un sol inclemente y en promiscuidad con vaya uno a saber qué clase de gentuza, como decía. Agonizó bajo el ventilador de su dormitorio, cocinado en el sudor de la parálisis, sin más compañía que el religioso de la Biblia y yo. Perdí las últimas briznas del miedo que él me inspiraba cuando comprendí que no podía moverse sin ayuda y cuando le cambió la voz de trueno por un inacabable jadeo de moribundo.

En esa casa cerrada al mundo, donde la muerte había instalado sus cuarteles desde que el doctor inició sus experimentos, yo vagaba sin vigilancia. La disciplina de los empleados se relajó apenas el Profesor no pudo salir de su habitación para amonestarlos desde su silla de ruedas y agobiarlos con órdenes contradictorias. Vi cómo en cada salida se llevaban los cubiertos de plata, las alfombras, los cuadros y hasta los frascos de cristal donde el sabio guardaba sus fórmulas. Ya nadie servía la mesa del patrón con manteles almidonados y reluciente vajilla, nadie encendía las lámparas de lágrimas ni le alcanzaba su pipa. Mi Madrina dejó de preocuparse de la cocina y salía del paso con plátanos asados, arroz y pescado frito en todas las comidas. Los demás abandonaron sus labores de aseo y la mugre y la humedad avanzaron por las paredes y los suelos de madera. El jardín no había sido atendido desde el accidente con la surucucú varios años atrás y como resultado de tanta desidia una vegetación agresiva estaba a punto de devorar la casa e invadir la acera. Los sirvientes dormían siesta, salían a pasear a todas horas, bebían demasiado ron y pasaban el día con una radio encendida donde atronaban los boleros, las cumbias y las rancheras. El infeliz Profesor que en sus tiempos de salud no toleraba más que sus discos de música clásica, sufría lo indecible con la bullaranga y en vano se colgaba de la campanilla para llamar a sus empleados, nadie acudía. Mi Madrina sólo subía a su pieza cuando estaba dormido para rociarlo con agua bendita sustraída de la iglesia porque le parecía una maldad muy grande dejarlo morir sin sacramentos, como un pordiosero.

La mañana en que una de las mucamas abrió la puerta al pastor protestante vestida sólo con sostén y calzón porque arreciaba el calor, sospeché que el relajo había alcanzado su cima y ya no había razón para mantenerme a prudente distancia del amo. Desde ese momento empecé a visitarlo con frecuencia, al principio atisbando desde el umbral y poco a poco invadiendo la habitación, hasta terminar jugando sobre su cama. Pasaba horas junto al anciano tratando de comunicarme con él, hasta que logré entender sus murmullos de hemipléjico extranjero. Cuando yo estaba a su lado, el Profesor parecía olvidar por algunos momentos la humillación de su agonía y los tormentos de la inmovilidad. Yo sacaba los libros de los anaqueles sagrados y los sostenía delante de él, para que pudiera leerlos. Algunos estaban escritos en latín, pero me los traducía, aparentemente encantado de tenerme como alumna y lamentando en voz alta no haberse dado cuenta antes de que yo vivía en su casa. Tal vez nunca había tocado a un niño y descubrió demasiado tarde que tenía vocación de abuelo.

—¿De dónde salió esta criatura? —preguntaba masticando el aire—. ¿Será mi hija, mi nieta o una alucinación de mi cerebro enfermo? Es morena, pero tiene los ojos parecidos a los míos… Ven aquí, chiquilla, para mirarte de cerca.

Él no podía relacionarme con Consuelo, aunque recordaba bien a la mujer que lo sirvió durante más de veinte años y que en una ocasión se inflara como un zepelín, una fuerte indigestión. A menudo me hablaba de ella, seguro de que sus últimos momentos habrían sido diferentes si la hubiera tenido junto a su cama. Ella no lo habría traicionado, decía.

Yo le introducía motas de algodón en las orejas para que no enloqueciera con las canciones y novelas de la radio, lo lavaba y le ponía toallas dobladas bajo el cuerpo, para evitar que empapara de orines el colchón, le ventilaba la habitación y le daba en la boca una papilla de bebé. Ese viejito de barba de plata era mi muñeco. Un día le escuché decirle al pastor que yo era más importante para él que todos los logros científicos obtenidos hasta entonces. Le dije algunas mentiras: que tenía una familia numerosa esperándolo en su tierra, que era abuelo de varios nietos y que poseía un jardín lleno de flores. En la biblioteca había un puma embalsamado, uno de los primeros experimentos del sabio con el líquido prodigioso. Lo arrastré hasta su habitación, se lo eché a los pies de la cama y le anuncié que era su perro regalón, ¿acaso no se acordaba de él? La pobre bestia estaba triste.

—Anote en mi testamento, pastor. Deseo que esta niña sea mi heredera universal. Todo será de ella cuando yo muera, logró decir en su media lengua al religioso que lo visitaba casi todos los días, arruinándole el gusto de su propia muerte con amenazas de eternidad.

La Madrina me instaló un camastro junto a la cama del moribundo. Una mañana el enfermo amaneció más pálido y cansado que otras veces, no aceptó el café con leche que traté de darle, en cambio se dejó lavar, peinar la barba, mudar el camisón y rociar con colonia. Estuvo hasta el mediodía recostado en sus almohadones, callado, con los ojos puestos en la ventana. Rechazó la papilla del almuerzo y cuando lo acomodé para la siesta, me pidió que me echara a su lado en silencio. Estábamos los dos durmiendo apaciblemente cuando se le apagó la vida.

El pastor llegó al atardecer y se hizo cargo de todas las disposiciones. Enviar el cuerpo a su país de origen resultaba poco práctico, sobre todo si no había nadie interesado en recibirlo, de modo que ignoró las instrucciones y lo hizo enterrar sin grandes ceremonias. Sólo los sirvientes asistimos a ese triste sepelio, porque el prestigio del Profesor Jones se había diluido, sobrepasado por los nuevos adelantos de la ciencia, y nadie se molestó en acompañarlo al camposanto, a pesar de que la noticia fue publicada en la prensa. Después de tantos años de encierro, pocos se acordaban de él y cuando algún estudiante de medicina lo nombraba era para burlarse de sus garrotazos para estimular la inteligencia, sus insectos para combatir el cáncer y su líquido para preservar cadáveres.

Al desaparecer el patrón, el mundo donde yo había vivido se desmoronó. El pastor realizó el inventario de los bienes y dispuso de ellos, partiendo de la base de que el sabio había perdido el juicio en los últimos tiempos y no estaba en capacidad de tomar decisiones. Todo fue a parar a su iglesia, menos el puma del cual no quise despedirme, porque lo había cabalgado desde mi primera infancia y de tanto decirle al enfermo que se trataba de un perro terminé creyéndolo. Cuando los cargadores intentaron colocarlo en el camión de la mudanza, armé una pataleta aparatosa, y al verme echar espuma por la boca y lanzar alaridos, el presbítero prefirió ceder. Supongo que tampoco el animal era de alguna utilidad para alguien, de modo que pude guardarlo. Fue imposible vender la casa, porque nadie quiso comprarla. Estaba señalada por el estigma de los experimentos del Profesor Jones y acabó abandonada. Todavía existe. Con el paso de los años se convirtió en una mansión de terror, donde los muchachos prueban su hombría pasando allí la noche entre crujidos de puertas, carreras de ratones y sollozos de ánimas. Las momias del laboratorio fueron trasladadas a la Facultad de Medicina, donde estuvieron arrumbadas en un sótano durante un largo período, hasta que de súbito renació la avidez por descubrir la fórmula secreta del doctor y tres generaciones de estudiantes se dedicaron a arrancarles trozos y pasarlas por diversas máquinas, hasta reducirlas a un picadillo indigno.

El pastor despidió a los empleados y cerró la casa. Así fue como salí del lugar donde había nacido, cargando al puma por las patas de atrás, mientras mi Madrina lo llevaba por las delanteras.

—Ya estás crecida y no puedo mantenerte. Ahora vas a trabajar, para ganarte la vida y hacerte fuerte, como debe ser, dijo la Madrina. Yo tenía siete años.

La Madrina esperó en la cocina, sentada sobre una silla de paja, la espalda recta, un bolso de plástico bordado de mostacillas en la falda, la mitad de los senos asomando por el escote de la blusa, los muslos rebasando el asiento. De pie a su lado, yo pasaba revista con el rabillo del ojo a los trastos de hierro, la nevera oxidada, los gatos echados bajo la mesa, el aparador con su rejilla donde se estrellaban las moscas. Había dejado la casa del Profesor Jones hacía dos días y aún no me sobreponía al desconcierto. En pocas horas me volví arisca. No quería hablar con nadie. Me sentaba en un rincón con la cara oculta entre los brazos y entonces, tal como ahora, aparecía mi madre, fiel a la promesa de permanecer viva mientras la recordara. Entre las ollas de esa cocina ajena se afanaba una negra seca y ruda que nos observaba con desconfianza.

—¿Es hija suya la muchacha? —preguntó.

—¿Cómo va a ser mía, no le está viendo el color? —replicó mi Madrina.

—¿De quién es entonces?

—Es mi ahijada de bautizo. La traigo para trabajar.

Se abrió la puerta y entró la dueña de la casa, una mujer pequeña, con un complejo peinado de rodetes y rizos acartonados, vestida de luto riguroso y con un relicario grande y dorado como una medalla de embajador colgado al cuello.

—Acércate para mirarte, me ordenó, pero yo estaba clavada al piso, no pude moverme y la Madrina tuvo que empujarme hacia delante para que la patrona me examinara: el cuero cabelludo por si tenía piojos, las uñas en busca de las líneas transversales propias de los epilépticos, los dientes, las orejas, la piel, la firmeza de brazos y piernas. ¿Tiene gusanos?

—No doña, está limpia por dentro y por fuera.

—Está flaca.

—Desde hace un tiempo le falla el apetito, pero no se preocupe, es animosa para el trabajo. Ella aprende fácil, tiene buen juicio.

—¿Es llorona?

—No lloró ni cuando enterramos a su madre, que en paz descanse.

—Se quedará a prueba por un mes, determinó la patrona y salió sin despedirse.

La Madrina me dio las últimas recomendaciones: no seas insolente, cuidado con romper algo, no tomes agua por la tarde porque vas a mojar la cama, pórtate bien y obedece.

Inició un movimiento para besarme, pero cambió de idea y me hizo una caricia torpe en la cabeza, dio media vuelta y se fue por la puerta de servicio pisando firme, pero yo me di cuenta que estaba triste. Siempre habíamos estado juntas, era la primera vez que nos separábamos. Me quedé en el mismo sitio con la vista fija en la pared. La cocinera acabó de freír unas rebanadas de plátano, me tomó por los hombros y me instaló en una silla, luego se sentó a mi lado y sonrió.

—Así que tú eres la nueva sirvienta… Bueno, pajarito, come; y me puso un plato por delante. A mí me dicen Elvira, nací en el litoral, el día que fue domingo 29 de mayo, pero del año no me acuerdo. Lo que he hecho en mi vida es puro trabajar y por lo que veo ese también ha de ser tu camino. Tengo mis mañas y mis costumbres, pero nos vamos a llevar bien si no eres atrevida, porque yo siempre quise conocer nietos, pero Dios me hizo tan pobre que ni familia me dio.

Ese día comenzó una nueva vida para mí. La casa donde me emplearon estaba llena de muebles, cuadros, estatuillas, helechos con columnas de mármol, pero esos adornos no lograban ocultar el musgo que crecía en las cañerías, las paredes manchadas de humedad, el polvo de años acumulado bajo las camas y detrás de los armarios, todo me parecía sucio, muy diferente a la mansión del Profesor Jones, quien antes del ataque cerebral se arrastraba por el suelo para pasar el dedo por los rincones. Olía a melones podridos y a pesar de las persianas cerradas para atajar el sol, hacía un calor sofocante. Los propietarios eran una pareja de hermanos solterones, la doña del relicario y un gordo sexagenario, con una gran nariz pulposa, sembrada de huecos y tatuada con un arabesco de venas azules. Elvira me contó que la doña había pasado buena parte de su vida en una notaría, escribiendo en silencio y juntando las ganas de gritar que sólo ahora, jubilada y en su casa, podía satisfacer. Todo el día daba órdenes con voz atiplada, apuntando con un índice perentorio, incansable en su afán de hostigamiento, enojada con el mundo y con ella misma. Su hermano se limitaba a leer el periódico y la gacetilla hípica, beber, dormitar en una mecedora del corredor y pasearse en pijama, arrastrando las zapatillas por las baldosas y rascándose la entrepierna. Al anochecer despertaba de la modorra diurna, se vestía y salía a jugar dominó en los cafés, así cada tarde menos el domingo que iba al hipódromo a perder lo ganado en la semana. También vivían allí una mucama de huesos grandes y cerebro de canario, que trabajaba desde la madrugada hasta la noche y durante la siesta desaparecía en la pieza del solterón; la cocinera, los gatos y un papagayo taciturno y medio desplumado.

La patrona le ordenó a Elvira que me bañara con jabón desinfectante y quemara toda mi ropa. No me cortó al rape el cabello, como se hacía entonces con las niñas de servicio para evitar los piojos, porque su hermano se lo impidió. El hombre de la nariz de fresa hablaba con suavidad, sonreía con frecuencia y a mí me resultaba simpático aun cuando estaba borracho. Se compadeció de mi angustia ante las tijeras y logró salvar la melena que mi madre tanto cepillaba. Es extraño, no puedo recordar su nombre… En esa casa yo usaba un delantal fabricado por la doña en su máquina de coser e iba descalza. Después del primer mes a prueba, me explicaron que debía trabajar más, porque ahora ganaba un sueldo. Nunca lo vi, lo cobraba mi Madrina cada quince días. Al comienzo aguardaba sus visitas con impaciencia y apenas aparecía me colgaba de su vestido rogándole que me llevara con ella, pero después me acostumbré, me arrimé a Elvira y me hice amiga de los gatos y del pájaro. Cuando la patrona me lavó la boca con bicarbonato para quitarme el hábito de mascullar entre dientes, dejé de hablar con mi madre en voz alta pero seguí haciéndolo en secreto. Había mucho que hacer, esa casa parecía una maldita carabela encallada, a pesar de la escoba y el cepillo, nunca se terminaba de limpiar esa floración imprecisa que avanzaba por los muros. La comida no era variada ni abundante, pero Elvira escondía las sobras de los amos y me las daba al desayuno, porque había escuchado por la radio que es bueno empezar la jornada con el estómago repleto, para que te aproveche en los sesos y algún día seas instruida, pajarito, me decía. A la solterona no se le escapaba detalle alguno, hoy lavarás los patios con creolina, acuérdate de planchar las servilletas y cuidado con quemarlas, tienes que limpiar los vidrios con papel de periódico y vinagre y cuando termines vienes para enseñarte a lustrar los zapatos del señor. Yo obedecía sin apuro, porque descubrí pronto que si haraganeaba con prudencia, podía pasar el día sin hacer casi nada. La doña del relicario comenzaba a impartir instrucciones desde que se levantaba en la madrugada, luciendo desde esa hora la ropa negra de sus lutos sobrepuestos, su relicario y su complejo peinado, pero se enredaba en sus propias órdenes y era fácil engañarla. El patrón se interesaba muy poco en los asuntos domésticos, vivía ocupado con las carreras de caballos, estudiando los antepasados de las bestias, calculando la ley de probabilidades y bebiendo para consolarse de sus fracasos en las apuestas. A veces su nariz se ponía como una berenjena y entonces me llamaba para que lo ayudara a meterse en la cama y escondiera las botellas vacías. Por su parte la mucama no tenía interés alguno en relacionarse con nadie, mucho menos conmigo. Sólo Elvira se ocupaba de mí, me obligaba a comer, me enseñaba los oficios de la casa, me aliviaba de las tareas más pesadas. Pasábamos horas conversando y contándonos cuentos. En esa época comenzaron algunas de sus excentricidades, como el odio irracional contra los extranjeros de pelo rubio y las cucarachas, a las cuales combatía con todas las armas a su alcance, desde cal viva hasta escobazos. En cambio no dijo nada cuando descubrió que yo le ponía comida a los ratones y cuidaba las crías para que no las devoraran los gatos. Temía morir en la inopia y acabar con sus huesos en una fosa común y para evitar esa humillación póstuma adquirió un féretro a crédito, que mantenía en su pieza, usándolo como armario para guardar sus cachivaches. Era un cajón de madera ordinaria, oloroso a pegamento de carpintero, forrado en raso blanco con cintas celestes, provisto de una pequeña almohada. De vez en cuando yo obtenía el privilegio de acostarme dentro y cerrar la tapa, mientras Elvira fingía un llanto inconsolable y entre sollozos recitaba mis hipotéticas virtudes, ay, Dios Santísimo, por qué te llevaste de mi lado al pajarito, tan buena, tan limpia y ordenada, yo la quiero más que si fuera mi propia nieta, haz un milagro, devuélvemela Señor. El juego duraba hasta que la mucama perdía el control y comenzaba a aullar.

Los días transcurrían iguales para mí, excepto el jueves, cuya proximidad calculaba en el almanaque de la cocina. Toda la semana esperaba el momento de cruzar la reja del jardín y partir al mercado. Elvira me colocaba mis zapatillas de goma, me cambiaba el delantal, me peinaba con una cola en la nuca y me daba un centavo para comprar un pirulí de azúcar casi invulnerable al diente humano, teñido de brillantes colores, que se podía lamer durante horas sin mermar su tamaño. Ese dulce me alcanzaba para seis o siete noches de intenso placer y para muchas chupadas vertiginosas entre dos pesadas faenas. La patrona marchaba delante apretando su cartera, abran los ojos, no se distraigan, no se alejen de mi lado, esto está lleno de pillos, nos advertía. Avanzaba con paso decidido observando, palpando, regateando, estos precios son un escándalo, a la cárcel debieran ir a parar los especuladores. Yo caminaba detrás de la mucama, una bolsa en cada mano y mi pirulí en el bolsillo. Observaba a la gente tratando de adivinar sus vidas y secretos, sus virtudes y aventuras. Regresaba a la casa con los ojos ardientes y el corazón de fiesta, corría a la cocina y mientras ayudaba a Elvira a descargar, la aturdía con historias de zanahorias y pimientos encantados, que al caer en la sopa se transformaban en príncipes y princesas y salían dando saltos entre las cacerolas, con ramas de perejil enredadas en las coronas y chorreando caldo de sus ropajes reales.

—¡Ssht… viene la doña! Agarra la escoba, pajarito.

Durante la siesta, cuando el silencio y la quietud se adueñaban de la casa, yo abandonaba mis tareas para ir al comedor, donde colgaba un gran cuadro de marco dorado, ventana abierta a un horizonte marino, olas, rocas, cielo brumoso y gaviotas.

Me quedaba de pie, con las manos en la espalda y los ojos clavados en ese irresistible paisaje de agua, la cabeza perdida en viajes infinitos, en sirenas, delfines y mantarrayas que alguna vez surgieron de la fantasía de mi madre o de los libros del Profesor Jones. Entre tantos cuentos que ella me contó, yo prefería aquellos donde figuraba el mar, porque me incitaban a soñar con islas remotas, vastas ciudades sumergidas, caminos oceánicos para la navegación de los peces. Estoy segura de que tenemos un antepasado marinero, sugería mi madre cada vez que yo le pedía otra de esas historias y así nació por fin la leyenda del abuelo holandés. Ante ese cuadro, yo recuperaba la emoción de antaño, cuando me instalaba junto a ella para oírla hablar o cuando la acompañaba en los trajines de la casa, siempre cerca para oler su aroma tenue de trapo, lejía y almidón.

—¡Qué haces aquí! —me zarandeaba la patrona si me descubría—. ¿No tienes nada que hacer? ¡Este cuadro no es para ti!

Deduje que las pinturas se gastan, el color se mete por los ojos de quien las mira y así van destiñendo hasta desaparecer.

—No, hija, cómo se te ocurre esa estupidez, no se gastan. Ven aquí, dame un beso en la nariz y te dejo ver el mar. Dame otro y te doy una moneda, pero no se lo digas a mi hermana, ella no entiende, ¿te da asco mi nariz? Y el patrón se escondía conmigo detrás de los helechos para esa caricia clandestina.

Me habían asignado una hamaca que se colgaba en la cocina para pasar la noche, pero cuando todos se acostaban me escabullía hasta el cuarto de servicio y me deslizaba en el camastro que compartían la mucama y la cocinera, una hacia la cabecera y la otra hacia los pies. Me enrollaba junto a Elvira y le ofrecía un cuento a cambio de que me permitiera quedarme con ella.

—Está bien, cuéntame ese del hombre que perdió la cabeza por amor.

—Ese se me olvidó, pero se me ocurre otro de animales.

—Seguro tu madre tenía el vientre muy líquido para darte esa inventiva que tienes para contar historias, pajarito.

Me acuerdo muy bien, era un día lluvioso, había un olor raro, a melones podridos, orines de los gatos y un vaho caliente que venía de la calle, un olor que llenaba la casa, tan fuerte que se podía agarrar con los dedos. Yo estaba en el comedor viajando por mar. No escuché los pasos de mi patrona y al sentir su garra en el cuello, la sorpresa me devolvió de muy lejos en un instante, paralizándome en la incertidumbre de no saber dónde me encontraba.

—¿Otra vez aquí? ¡Anda a hacer tu trabajo! ¿Para qué crees que te pago?

—Ya terminé, doñita…

La patrona tomó el jarrón del aparador y le dio vuelta desparramando al suelo el agua sucia y las flores ya marchitas.

—Limpia —me ordenó.

Desaparecieron el mar, las rocas envueltas en bruma, la roja trenza de mis nostalgias, los muebles del comedor y sólo vi aquellas flores sobre las baldosas, inflándose, moviéndose, cobrando vida, y esa mujer con su torre de rizos y el medallón al cuello. Un no monumental me creció por dentro, ahogándome, lo sentí brotar en un grito profundo y lo vi estrellarse contra el rostro empolvado de la patrona. No me dolió su bofetón en la mejilla, porque mucho antes la rabia me había ocupado por completo y ya llevaba el impulso de saltarle encima, lanzarla al suelo, arañarle la cara, agarrarla del cabello y tirar con todas mis fuerzas. Y entonces cedió el rodete, se desmoronaron los rizos, se desprendió el moño y toda esa masa de cabellos ásperos quedó en mis manos como un zorrillo agonizante. Aterrorizada, comprendí que le había arrancado el cuero cabelludo. Salí disparada, crucé la casa, atravesé el jardín sin saber dónde ponía los pies y me lancé a la calle. En pocos instantes la lluvia tibia del verano me empapó, y cuando me vi toda mojada me detuve. Me sacudí de las manos el peludo trofeo y lo dejé caer al borde de la acera, donde el agua de la alcantarilla lo arrastró navegando con la basura. Me quedé varios minutos observando ese naufragio de pelos que se iba tristemente sin rumbo, convencida de que había llegado al límite de mi destino, segura de que no tendría donde esconderme después del crimen cometido. Dejé atrás las calles del vecindario, pasé el sitio del mercado de los jueves, abandoné la zona residencial de las casas cerradas a la hora de la siesta y seguí caminando. La lluvia se detuvo y el sol de las cuatro evaporó la humedad del asfalto, envolviendo todo en un velo pegajoso. Gente, tráfico, ruido, mucho ruido, construcciones donde rugían máquinas amarillas de proporciones gigantes, golpes de herramientas, frenazos de vehículos, cornetas, pregones de vendedores callejeros. Un vago olor de pantano y de fritangas emanaba de las cafeterías y me acordé que era la hora de la merienda, me dio hambre, pero no llevaba dinero y en la fuga había dejado atrás los restos del pirulí semanal. Calculé que llevaba varias horas dando vueltas. Todo me parecía asombroso. En esos años la ciudad no era el desastre irremediable que es ahora, pero ya estaba creciendo deforme, como un tumor maligno, agredida por una arquitectura demencial, mezcla de todos los estilos, palacetes de mármol italiano, ranchos tejanos, mansiones Tudor, rascacielos de acero, residencias en forma de buque, de mausoleo, de salón de té japonés, de cabaña alpina y de torta de novia con pastillaje de yeso. Me sentí aturdida.

Al atardecer llegué a una plaza orillada de ceibas, árboles solemnes que vigilan el lugar desde la Guerra de Independencia, coronada por una estatua ecuestre del Padre de la Patria en bronce, con la bandera en una mano y las riendas en la otra, humillado por tanta caca de paloma y tanto desencanto histórico. En una esquina vi a un campesino vestido de blanco con sombrero de paja y alpargatas, rodeado de curiosos. Me acerqué a verlo. Hablaba cantadito y por unas monedas cambiaba el tema y continuaba improvisando versos sin pausa ni vacilación, de acuerdo a los pedidos de cada cliente. Traté de imitarlo en voz baja y descubrí que haciendo rimas es más fácil recordar las historias, porque el cuento baila con su propia música. Me quedé escuchando hasta que el hombre recogió las propinas y se fue. Por un rato me entretuve buscando palabras que sonaran parecidas, era una buena forma de recordar las ideas, así podría repetirle los cuentos a Elvira. Al pensar en ella me vino a la mente el olor de cebolla frita y entonces me di cuenta de mi situación y sentí una cosa fría en la espalda. Volví a ver el moño de mi patrona flotando en la acequia como un cadáver de rabipelado y las profecías que más de una vez me hiciera la Madrina me martillaron los oídos: mala, niña mala, acabarás en la cárcel, así se empieza, desobedeciendo y faltando el respeto y después terminas tras las rejas, te lo digo yo, ese será tu fin. Me senté al borde de la pileta a mirar los peces de colores y los nenúfares agobiados por el clima.

—¿Qué te pasa? Era un muchacho de ojos oscuros, vestido con un pantalón de dril y una camisa muy grande para él.

—Me van a meter presa.

—¿Cuántos años tienes?

—Nueve, más o menos.

—Entonces no tienes derecho a ir a la cárcel. Eres menor de edad.

—Le arranqué el pellejo de la cabeza a mi patrona.

—¿Cómo?

—De un tirón.

Se instaló a mi lado observándome de reojo y escarbándose la mugre de las uñas con un cortaplumas.

—Me llamo Huberto Naranjo, ¿y tú?

—Eva Luna. ¿Quieres ser mi amigo?

—Yo no ando con mujeres. Pero se quedó y hasta tarde estuvimos mostrándonos cicatrices, intercambiando confidencias, conociéndonos, iniciando así la larga relación que nos conduciría después por los caminos de la amistad y el amor.

Desde que pudo tenerse en sus dos pies, Huberto Naranjo vivió en la calle, primero lustrando zapatos y repartiendo periódicos y después manteniéndose con insignificantes transacciones y raterías. Poseía una habilidad natural para engatusar a los incautos y tuve ocasión de apreciar su talento en la pileta de la plaza. Atraía a los transeúntes a gritos hasta juntar una pequeña multitud de funcionarios públicos, jubilados, poetas y algunos guardias apostados allí para impedir que alguien cometiera la irreverencia de pasar sin chaqueta delante de la estatua ecuestre. La apuesta consistía en agarrar un pez de la fuente, introduciendo medio cuerpo al agua, manoteando entre las raíces de las plantas acuáticas y alcanzando a ciegas el fondo resbaloso. Huberto le había cortado la cola a uno y el pobre bicho sólo podía nadar en círculos como un trompo o permanecer inmóvil bajo un nenúfar, donde él lo cogía de un zarpazo.

Mientras Huberto enarbolaba triunfante su pescado, los demás pagaban las pérdidas con las mangas y la dignidad empapadas. Otra forma de ganar unas monedas consistía en adivinar cuál era la tapita marcada entre tres que él movía a toda velocidad sobre un trozo de tela desplegado en el suelo. Podía quitarle el reloj a un transeúnte en menos de dos segundos y hacerlo desaparecer en el aire en igual tiempo. Unos años más tarde, vestido como un cruce de vaquero y charro mexicano, vendería desde atornilladores robados hasta camisas dadas de baja en los remates de las fábricas. A los dieciséis años sería jefe de una pandilla, temido y respetado, controlaría varios carritos de maní tostado, salchichas y jugo de caña, sería el héroe del barrio de las putas y la pesadilla de la Guardia, hasta que otros afanes lo llevarían a la montaña. Pero eso fue mucho después. Cuando lo encontré por primera vez todavía era un niño, pero si yo lo hubiera observado con más atención, tal vez habría vislumbrado al hombre que llegaría a ser, porque ya entonces tenía los puños decididos y el corazón ardiente. Hay que ser bien macho, decía Naranjo. Era su muletilla, basada en unos atributos masculinos que en nada diferían de los de otros muchachos, pero que él ponía a prueba midiéndose el pene con un metro de costurera o demostrando la presión del chorro de orina, como supe mucho más tarde cuando él mismo se burlaba de esos métodos. Para entonces alguien le había informado que el tamaño de aquello no es prueba irrefutable de virilidad. De todos modos, sus ideas sobre la hombría estaban arraigadas desde la infancia y todo lo que experimentó después, todas las batallas y las pasiones, todos los encuentros y los debates, todas las rebeliones y las derrotas, no bastaron para hacerlo cambiar de opinión.

Al anochecer salimos en busca de comida por los restaurantes del barrio. Sentados en un callejón estrecho frente a la puerta trasera de una cocinería, compartimos una pizza humeante que Huberto le cambió al mozo por una tarjeta postal donde sonreía una rubia de senos saltones. Después recorrimos un laberinto de patios, cruzando cercos y violando propiedades ajenas, hasta llegar a un estacionamiento de coches.

Nos deslizamos por una claraboya de ventilación para evitar al gordo que vigilaba la entrada y nos escabullimos hacia el último sótano. En un rincón oscuro entre dos columnas, Huberto había improvisado un nido de papel de periódicos para acomodarse cuando no conseguía un lugar más acogedor. Allí instalados nos dispusimos a pasar la noche echados lado a lado en la penumbra, envueltos en el olor del aceite de motor y el monóxido de carbono que impregnaba el ambiente con un tufo de transatlántico. Me acurruqué entre los papeles y le ofrecí un cuento en pago de tantas y tan finas atenciones.

—Está bien, aceptó él, algo desconcertado porque creo que no había oído en su vida algo que semejara remotamente a un cuento.

—¿De qué lo quieres?

—De bandidos, dijo, por decir algo.

Invoqué algunos episodios de las novelas de la radio, letras de rancheras y otros ingredientes de mi invención y me largué de inmediato con la historia de una doncella enamorada de un bandolero, un verdadero chacal que resolvía a balazos hasta los menores contratiempos, sembrando la región de viudas y huérfanos. La joven no perdía la esperanza de redimirlo con la fuerza de su pasión y la dulzura de su carácter y así, mientras él andaba practicando sus fechorías, ella recogía a los mismos huérfanos producidos por las insaciables pistolas del malvado. Su aparición en la casa era como un viento del infierno, entraba pateando puertas y lanzando tiros al aire; de rodillas ella le suplicaba que se arrepintiera de sus crueldades, pero él se burlaba con unas tremendas risotadas que estremecían las paredes y helaban la sangre. ¿Qué hay, guapa? preguntaba a gritos mientras las criaturas aterrorizadas se escondían en el armario. ¿Cómo están los chiquillos? y abría la puerta del mueble para sacarlos de las orejas y tomarles las medidas. ¡Ajá! los veo muy crecidos, pero no te preocupes, que en un santiamén voy al pueblo y te hago otros huerfanitos para tu colección. Y así transcurrieron los años y siguieron aumentando las bocas que alimentar, hasta que un día la novia, cansada de tanto abuso, comprendió la inutilidad de seguir esperando la redención del bandido y se sacudió la bondad. Se hizo la permanente, se compró un vestido rojo y convirtió su casa en un lugar de fiesta y diversión, donde se podían tomar los más sabrosos helados y la mejor leche malteada, jugar toda clase de juegos, bailar y cantar. Los niños se divertían mucho atendiendo a la clientela, se acabaron las penurias y miserias y la mujer estaba tan contenta, que olvidó los desaires de antaño. Las cosas iban muy bien; pero las habladurías llegaron a oídos del chacal y una noche apareció como de costumbre, golpeando las puertas, disparando al techo y preguntando por los niños. Se llevó una sorpresa. Nadie se echó a temblar en su presencia, nadie salió corriendo en dirección al armario, la joven no se precipitó a sus pies para implorar compasión. Todos continuaron alegremente en sus ocupaciones, unos sirviendo helados, otros tocando la batería y los tambores y ella bailando mambo sobre una mesa con un esplendoroso sombrero decorado con frutas tropicales. Entonces el bandido, furioso y humillado, se fue con sus pistolas a buscar otra novia que le tuviera miedo y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

Huberto Naranjo me escuchó hasta el final.

—Esa es una historia idiota… Está bien, quiero ser tu amigo, dijo.

Vagamos por la ciudad durante un par de días. Me enseñó las ventajas de la calle y algunos trucos para sobrevivir: escapa de la autoridad, porque si te agarran estás jodida, para robar en los autobuses colócate atrás y aprovecha cuando abran la puerta para meter la mano y saltar afuera, la mejor comida se consigue a media mañana entre los desperdicios del Mercado Central y a media tarde en los botaderos de los hoteles y restaurantes. Siguiéndolo en sus correrías, experimenté por primera vez la borrachera de la libertad, esa mezcla de ansiosa exaltación y vértigo de muerte que a partir de entonces me ronda en sueños con tal nitidez que es como vivirla despierta. Pero a la tercera noche durmiendo a la intemperie, cansada y sucia, tuve un arrebato de nostalgia. Pensé primero en Elvira, lamentando no poder regresar al lugar del crimen, y después en mi madre y quise recuperar su trenza y ver de nuevo al puma embalsamado. Entonces le pedí a Huberto Naranjo que me ayudara a encontrar a la Madrina.

—¿Para qué? ¿No estamos bien así? Eres una tonta.

No atiné a explicarle mis razones, pero insistí mucho y por fin él se resignó a colaborar, después de advertirme que me arrepentiría todos los días de mi vida. Conocía bien la ciudad, se movilizaba colgado de las pisaderas o los parachoques de los buses y por mis vagas indicaciones y mediante su habilidad para ubicarse, llegó a la ladera de una colina donde se amontonaban ranchos levantados con materiales de desecho, cartones, planchas de cinc, ladrillos, neumáticos usados. Era igual en apariencia a otros barrios, pero lo reconocí de inmediato por el basural extendido a lo largo y ancho de los barrancos del cerro. Allí vaciaban su carga de inmundicias los camiones municipales y vistos desde arriba, brillaban con la fosforescencia verdiazul de las moscas.

—¡Esa es la casa de mi Madrina! —chillé al vislumbrar de lejos las tablas pintadas de añil, donde sólo había estado un par de veces, pero recordaba bien porque era lo más parecido que tenía a un hogar.

El rancho estaba cerrado y una vecina gritó desde el otro lado de la calle que esperáramos, porque la Madrina andaba de compras en el abasto y regresaba pronto. Había llegado el instante de despedirnos y Huberto Naranjo, con las mejillas rojas, extendió la mano para estrechar la mía. Le eché los brazos al cuello, pero él me dio un empujón y casi me tira de espaldas. Yo lo sujeté con todas mis fuerzas por la camisa y le planté un beso que iba destinado a la boca, pero le cayó en medio de la nariz. Huberto echó a trotar cerro abajo, sin mirar hacia atrás, mientras yo me sentaba en la puerta a cantar.

La Madrina no demoró mucho en volver. La vi subir el cerro por la calle torcida, con un paquete en los brazos, sudando por el esfuerzo, grande y gorda, ataviada con una bata color limón. La llamé a gritos y corrí a su encuentro, pero no me dio tiempo de explicar lo ocurrido, ya lo sabía por la patrona, que le había informado mi desaparición y el imperdonable agravio recibido. Me levantó en vilo y me introdujo en el rancho. El contraste entre el mediodía afuera y la oscuridad del interior me dejó ciega y no alcancé a acomodar la visión, porque de un cachetazo volé por el aire y aterricé en el suelo.

La Madrina me golpeó hasta que vinieron los vecinos. Después me curaron con sal.

Cuatro días más tarde fui conducida de regreso a mi empleo. El hombre de la nariz de fresa me dio una palmadita cariñosa en la mejilla y aprovechó un descuido de los demás para decirme que estaba contento de verme, me había echado de menos, dijo. La doña del relicario me recibió sentada en una silla de la sala, severa como un juez, pero me pareció que se había reducido a la mitad, parecía una vieja muñeca de trapo vestida de luto. No tenía la cabeza calva envuelta en vendajes enrojecidos, como yo esperaba, lucía la torre de crespos y duros rodetes, de otro color, pero intacta. Maravillada, procuré encontrar una explicación para ese formidable milagro, sin prestar atención a la perorata de la patrona ni a los pellizcos de la Madrina. Lo único comprensible de la reprimenda fue que a partir de ese día trabajaría el doble, así no tendría tiempo para perder en contemplaciones artísticas, y la reja del jardín permanecía con llave para impedirme otra fuga.

—Yo le domaré el carácter, aseguró la patrona.

—A golpes cualquiera entiende, agregó mi Madrina.

—Mira al suelo cuando te dirijo la palabra, mocosa. Tienes los ojos endemoniados y yo no te voy a permitir insolencias, ¿me has comprendido? —me advirtió la doña.

La miré fijamente sin parpadear, luego di media vuelta con la cabeza muy alta y me fui a la cocina, donde Elvira me esperaba espiando la conversación a través de la puerta.

—Ay, pajarito… Ven aquí para ponerte compresas en los magullones. ¿No te habrán roto un hueso?

La solterona no volvió a maltratarme y como nunca mencionó el cabello perdido, acabé considerando ese asunto como una pesadilla que se filtró en la casa por alguna rendija. Tampoco me prohibió mirar el cuadro, porque seguramente adivinó que, de ser necesario, yo le habría hecho frente a mordiscos. Para mí esa marina con sus olas espumantes y sus gaviotas inmóviles llegó a ser fundamental, representaba el premio a los esfuerzos del día, la puerta hacia la libertad. A la hora de la siesta, cuando los demás se echaban a descansar, yo repetía la misma ceremonia sin pedir permiso ni dar explicaciones, dispuesta a todo por defender ese privilegio. Me lavaba la cara y las manos, me pasaba el peine, estiraba mi delantal, me calzaba las zapatillas de salir y me iba al comedor. Colocaba una silla frente a la ventana de los cuentos, me sentaba con la espalda recta, las piernas juntas, las manos en la falda como en misa y partía de viaje. A veces notaba que la patrona me observaba desde el umbral de la puerta, pero nunca me dijo nada, me había cogido miedo.

—Así está bien, pajarito, me animaba Elvira. Hay que dar bastante guerra. Con los perros rabiosos nadie se atreve, en cambio a los mansos los patean. Hay que pelear siempre.

Fue el mejor consejo que he recibido en mi vida. Elvira asaba limones en las brasas, los cortaba en cruz, los ponía a hervir y me daba a beber esa mixtura, para hacerme más valiente.

Varios años trabajé en la casa de los solterones y en ese tiempo muchas cosas cambiaron en el país. Elvira me hablaba de eso. Después de un breve período de libertades republicanas, teníamos otra vez un dictador. Se trataba de un militar de aspecto tan inocuo, que nadie imaginó el alcance de su codicia; pero el hombre más poderoso del régimen no era el General, sino el Hombre de la Gardenia, jefe de la Policía Política, un tipo de modales afectados, peinado a la gomina, vestido con impecables trajes de lino blanco y capullos en el ojal, perfumado a la francesa y con las uñas barnizadas. Nadie pudo acusarlo nunca de una vulgaridad. No era un marica, como dijeron sus numerosos enemigos. Dirigía en persona las torturas, sin perder su elegancia y su cortesía. En esa época refaccionaron el Penal de Santa María, un recinto siniestro en una isla en medio de un río infestado de caimanes y pirañas, en los límites de la selva, donde los presos políticos y los delincuentes, tratados como iguales en la hora de la desgracia, perecían por hambre, golpizas o enfermedades tropicales. Elvira mencionaba a menudo estos asuntos, de los cuales se enteraba por rumores en sus días de salida, puesto que nada de eso se escuchaba en la radio o salía publicado en la prensa. Me encariñé mucho con ella, abuela, abuela, la llamaba, nunca nos vamos a separar, pajarito, prometía ella, pero yo no estaba tan segura, ya entonces presentía que mi vida sería una larga serie de despedidas. Como yo, Elvira había comenzado a trabajar cuando niña y a lo largo de tantos años el cansancio se le había introducido en los huesos y le afectaba el alma. El esfuerzo acumulado y la pobreza perpetua le quitaron el impulso para seguir adelante y empezó a dialogar con la muerte. Dormía por las noches en su ataúd, en parte para acostumbrarse de a poco y perderle el miedo, y en parte para irritar a la patrona, quien nunca pudo tolerar con naturalidad ese féretro en su casa. La mucama no fue capaz de soportar la visión de mi abuela dentro de su lecho mortuorio en el cuarto que compartían y se fue sin avisar ni aun al patrón, quien se quedó esperándola a la hora de la siesta. Antes de partir marcó todas las puertas de la casa con cruces de tiza blanca, cuyo significado nadie logró descifrar y por lo mismo no nos atrevimos a borrarlas. Elvira se portó conmigo como una verdadera abuela. Con ella aprendí a canjear palabras por otros bienes y he tenido mucha suerte, porque siempre encontré alguien dispuesto a esa transacción.

Durante esos años yo no cambié mucho, seguí siendo más bien flaca y chica, con los ojos bien abiertos para fastidiar a la patrona. Mi cuerpo se desarrollaba con lentitud, pero por dentro algo corría desbocado, como un río invisible. Mientras yo me sentía mujer, el vidrio de la ventana reflejaba la imagen borrosa de una chiquilla. Crecí poco, pero lo suficiente para que el patrón se ocupara más de mí. Debo enseñarte a leer, hija, me decía, pero nunca tuvo tiempo de hacerlo. Ya no sólo me pedía besos en la nariz, también me daba unos centavos por acompañarlo cuando se bañaba y pasarle una esponja por todo el cuerpo. Después se echaba sobre la cama y yo lo secaba, lo empolvaba y le ponía la ropa interior, como a un recién nacido. A veces él permanecía horas remojándose en la bañera y jugando conmigo a las batallas navales, en otras ocasiones pasaba días sin prestarme ninguna atención, ocupado en sus apuestas o aturdido, con la nariz color berenjena. Elvira me había advertido con incuestionable claridad que los hombres tienen entre las piernas un monstruo tan feo como una raíz de yuca, por donde salen los niños en miniatura, se meten en la barriga de las mujeres y allí se desarrollan. No debía tocar esas partes por ningún motivo, porque el animal dormido levantaría su horrible cabeza, me saltaría encima y el resultado sería una catástrofe; pero yo no la creía, eso sonaba como otra de sus estrafalarias divagaciones. El patrón sólo tenía una lombriz gorda y lamentable, siempre mustia, de la cual jamás salió nada parecido a un bebé, al menos en mi presencia. Era similar a su pulposa nariz y descubrí entonces —y comprobé más tarde en la vida— la relación estrecha entre el pene y la nariz. Me basta observar la cara de un hombre para saber cómo se verá desnudo. Narices largas o cortas, finas o gruesas, altivas o humildes, narices ávidas, husmeadoras, atrevidas o narices indiferentes que sólo sirven para soplar, narices de todas clases. Con la edad casi todas se engruesan, se ponen fláccidas, bulbosas y pierden la soberbia de penes bien plantados.

Cuando me asomaba al balcón, calculaba que habría sido mejor quedarme al otro lado. La calle era más atractiva que esa casa donde la existencia transcurría tediosa, repitiendo rutinas siempre al mismo paso lento, los días pegados unos con otros, todos del mismo color, como el tiempo de los hospitales. Por las noches miraba el cielo e imaginaba que lograba hacerme de humo para deslizarme entre los barrotes de la reja cerrada. Jugaba a que un rayo de luna me daba en la espalda y me brotaban alas de pájaro, dos grandes alas emplumadas para emprender vuelo. A veces me concentraba tanto en esa idea, que lograba volar sobre los techos de la ciudad; no pienses tonterías, pajarito, sólo las brujas y los aviones vuelan de noche. No volví a saber de Huberto Naranjo hasta mucho después, pero pensaba a menudo en él, poniendo su rostro moreno a todos los príncipes encantados. Intuí el amor temprano y lo incorporé a los cuentos, se me aparecía en sueños, me rondaba. Atisbaba las fotos de la crónica policial, tratando de adivinar los dramas de pasión y muerte que encerraban las páginas de los periódicos, estaba siempre pendiente de las conversaciones de los adultos, escuchaba detrás de las puertas cuando la patrona hablaba por teléfono y atosigaba a Elvira con preguntas, déjame en paz, pajarito. La radio era mi fuente de inspiración. En la cocina había una encendida desde la mañana hasta la noche, único contacto con el mundo exterior, que proclamaba las virtudes de esa tierra bendita por Dios con toda clase de tesoros, desde su posición en el centro del globo y la sabiduría de sus gobernantes, hasta el pantano de petróleo sobre el cual flotábamos. Con esa radio aprendí a cantar boleros y otras canciones populares, a recitar los avisos publicitarios y this pencil is red, is this pencil blue? no that pencil is not blue, that pencil is red siguiendo un curso de inglés para principiantes, media hora al día, conocía los horarios de cada programa, imitaba las voces de los locutores. Seguía todos los folletines, sufría lo indecible con esos seres vapuleados por el destino y siempre me sorprendía que al final a la protagonista se le acomodaran tan bien las cosas, porque durante sesenta capítulos se había conducido como una cretina.

—Digo yo que Montedónico la va a reconocer como hija. Si le da su apellido, ella se puede casar con Rogelio de Salvatierra, suspiraba Elvira con la oreja pegada a la radio.

—Ella tiene la medalla de su madre. Eso es una prueba. ¿Por qué no le dice a todo el mundo que es hija de Montedónico y ya está?

—No puede hacerle eso al autor de sus días, pajarito.

—¡Cómo que no, si él la tuvo dieciocho años encerrada en un orfelinato!

—Es que él es perverso, sádico que le llaman…

—Mira, abuela, si ella no cambia, estará siempre fregada.

—No te preocupes, todo va a terminar bien. ¿No ves que ella es buena?

Elvira tenía razón. Siempre triunfaban los pacientes y los malvados recibían su castigo. Montedónico caía fulminado por una enfermedad mortal, suplicaba perdón desde su lecho de agonía, ella lo cuidaba hasta su muerte y después de heredarlo se unía en matrimonio con Rogelio de Salvatierra, dándome de paso mucho material para mis propias historias, aunque rara vez yo respetaba la norma básica del final feliz. Oye, pajarito, ¿por qué en tus cuentos nadie se casa? A menudo bastaban un par de sílabas para desencadenar un rosario de imágenes en mi cabeza. Una vez oí una palabra dulce y ajena y volé donde Elvira, abuela, ¿qué es la nieve? Por su explicación deduje que se trataba de merengue helado. A partir de ese momento me convertí en una heroína de cuentos polares, era una abominable mujer de las nieves peluda y feroz, luchando contra unos científicos que me daban caza para destinarme a experimentos de laboratorio. Averigüé cómo era en realidad la nieve el día que una sobrina del General celebró sus quince años y el evento fue tan proclamado por la radio, que a Elvira no le quedó otra alternativa que llevarme a ver el espectáculo de lejos. Mil invitados acudieron esa noche al mejor hotel de la ciudad, transformado para la ocasión en una réplica invernal del castillo de Cenicienta. Podaron los filodendros y los helechos tropicales, decapitaron las palmeras y en su lugar colocaron pinos de Navidad traídos de Alaska, cubiertos con lana de vidrio y cristales de hielo artificial. Para deslizarse en patines instalaron una pista de plástico blanco imitando las regiones del Polo Norte. Escarcharon los vidrios de las ventanas con pintura y desparramaron tanta nieve sintética por todas partes, que una semana después todavía se metían los copos en el quirófano del Hospital Militar, a quinientos metros de distancia. Como no pudieron congelar el agua de la piscina, porque fallaron las máquinas traídas del norte y en vez de hielo se obtuvo una especie de vómito gelatinoso, optaron por echar a navegar dos cisnes teñidos de rosa que arrastraban penosamente una cinta con el nombre de la quinceañera en letras doradas. Para dar más brillo a la fiesta fueron acarreados en avión dos miembros de la nobleza europea y una estrella de cine. A las doce de la noche bajaron a la festejada desde el techo del salón, sentada en un columpio en forma de trineo, cubierta de martas cibelinas, oscilando a cuatro metros de altura sobre las cabezas de los invitados, medio desmayada de calor y vértigo. Eso no lo vimos los curiosos apostados en los alrededores, pero apareció en todas las revistas y nadie se sorprendió ante el milagro de un hotel capitalino sumergido en el clima del Ártico, cosas aún más pasmosas habían ocurrido en el territorio nacional. Nada me llamó la atención, sólo me interesaron unas enormes bateas repletas de nieve natural instaladas en la entrada de la fiesta para que la elegante concurrencia jugara a lanzar bolas y armar muñecos, como habían oído que hacen en los fríos de otras partes. Logré zafarme de Elvira, me escabullí entre los mesoneros y los guardias y me acerqué a tomar ese tesoro en mis manos. Al principio creí que me quemaba y grité de susto, pero luego no pude soltarla, fascinada con el color de la luz atrapado en esa materia helada y porosa. Un vigilante estuvo a punto de cogerme, pero me agaché y corrí entre sus piernas llevándome la nieve apretada contra el pecho. Cuando desapareció entre mis dedos como un hilo de agua, me sentí burlada. Días después Elvira me regaló media esfera transparente, dentro de la cual había una cabaña y un pino, que al agitarse echaba a volar copos blancos. Para que tengas tu propio invierno, pajarito, me dijo.

Yo no estaba en edad de interesarme por la política, pero Elvira me llenaba la mente de ideas subversivas para llevar la contra a los patrones.

—Corrompido está todo en este país, pajarito. Mucho gringo de pelo amarillo, digo yo, cualquier día nos llevan la tierra para otra parte y nos encontramos sentados en el mar, eso digo.

La doña del relicario opinaba exactamente lo contrario.

—Mala suerte la nuestra, que nos descubrió Cristóbal Colón en vez de un inglés; hay que traer gente animosa de buena raza, que se abra camino en la selva, siembre el llano, levante industrias. ¿No se formaron así los Estados Unidos? ¡Y vean dónde ha llegado ese país!

Estaba de acuerdo con el General, quien abrió las fronteras a cuantos quisieron venir de Europa escapando de las miserias de la posguerra. Los inmigrantes llegaron por centenares con sus mujeres, hijos, abuelos y primos lejanos, con sus lenguas diversas, comidas típicas, leyendas y fiestas de guardar, con su cargamento de nostalgias. Todo se lo tragó de un bocado nuestra exuberante geografía. También se permitió la entrada a unos pocos asiáticos, que una vez dentro se multiplicaron con asombrosa rapidez. Veinte años más tarde alguien notó que en cada esquina de la ciudad había un restaurante con demonios coléricos, lámparas de papel y techo de pagoda. Por esa época la prensa informó de un mozo chino que abandonó la atención de los clientes en el comedor, subió a la oficina y le amputó la cabeza y las manos a su patrón con los cuchillos de la cocina, porque este no guardó el debido respeto a una norma religiosa y colgó la imagen de un dragón junto a la de un tigre. Durante la investigación del caso se descubrió que todos los protagonistas de la tragedia eran inmigrantes ilegales. Cada pasaporte era usado un centenar de veces, porque si los funcionarios apenas podían adivinar el sexo de los orientales, mucho menos podían distinguir uno de otro en la fotografía del documento. Los extranjeros llegaron con ánimo de hacer fortuna y regresar a su lugar de origen, pero se quedaron. Sus descendientes olvidaron la lengua materna y los conquistó el aroma del café, el ánimo alegre y el encanto de un pueblo que aún no conocía la envidia. Muy pocos partieron a cultivar las haciendas regaladas por el Gobierno, porque faltaban caminos, escuelas, hospitales y sobraban pestes, mosquitos y bichos venenosos. Tierra adentro era el reino de los bandoleros, los contrabandistas y los soldados. Los inmigrantes se quedaron en las ciudades trabajando con ahínco y ahorrando cada centavo, ante la burla de los nacionales, que consideran el derroche y la generosidad como las mejores virtudes de cualquier persona decente.

—Yo no creo en maquinitas. Eso de copiar cosas de gringos es malo para el alma, sostenía Elvira escandalizada con el derroche de los nuevos ricos, que pretendían vivir como en las películas.

Los solterones no tenían acceso al dinero fácil porque vivían de sus respectivas pensiones de jubilados, de modo que el despilfarro no entraba en la casa, pero podían apreciar cómo se extendía a su alrededor. Cada ciudadano quiso ser dueño de un automóvil de magnate hasta que fue casi imposible circular por las calles atoradas de vehículos. Cambiaron petróleo por teléfonos en forma de cañones, de conchas marinas, de odaliscas; importaron tanto plástico que las carreteras acabaron orilladas de una basura indestructible; por avión llegaban diariamente los huevos para el desayuno de la nación, produciéndose inmensas tortillas sobre el asfalto ardiente del aeropuerto, cada vez que al descargar se volteaban las cajas.

—El General tiene razón, aquí nadie se muere de hambre, estiras la mano y agarras un mango, por eso no hay progreso. Los países fríos son más civilizados porque el clima obliga a la gente a trabajar, decía el patrón echado a la sombra, abanicándose con el periódico y rascándose la barriga, y le escribió una carta al Ministerio de Fomento sugiriendo la posibilidad de traer un témpano polar a remolque, para machacarlo y lanzarlo desde el aire, a ver si cambiaba el clima y mejoraba la pereza ajena.

Mientras los dueños del poder robaban sin escrúpulos, los ladrones de profesión o de necesidad apenas se atrevían a ejercer su oficio, porque el ojo de la policía estaba en todas partes. Así se propagó la idea de que sólo una dictadura podía mantener el orden. La gente común, para quien no alcanzaban los teléfonos de fantasía, los calzones de plástico desechables o los huevos importados, siguió viviendo como siempre. Los dirigentes políticos estaban en el exilio, pero Elvira me decía que en silencio y a la sombra se gestaba en el pueblo la rabia necesaria para oponerse al régimen. Por su parte los patrones eran partidarios incondicionales del General y cuando la Guardia pasaba por las casas vendiendo su fotografía, ellos mostraban con orgullo la que ya colgaba en un sitio de honor del salón. Elvira cultivaba un odio absoluto por ese militar rechoncho y remoto con el cual jamás había tenido ni el menor contacto, maldiciéndolo y lanzándole mal de ojo cada vez que sacudía el retrato con el trapo de limpiar.