OCHO AÑOS antes de que yo naciera, el mismo día que murió el Benefactor como un abuelo inocente en su cama, en una aldea al norte de Austria vino al mundo un niño a quien llamaron Rolf. Era el último hijo de Lukas Carlé, el maestro más temido del liceo. Los castigos corporales formaban parte de la educación escolar, la letra con sangre entra sostenían la sabiduría popular y la teoría docente, de modo que ningún padre en su sano juicio habría reclamado por esta medida. Pero cuando Carlé le quebró las manos a un muchacho, la dirección del establecimiento le prohibió el uso de la palmeta, porque era evidente que al empezar a golpear, un vértigo de lujuria lo descontrolaba. Para vengarse, sus alumnos perseguían a su hijo Jochen y si lograban atraparlo lo molían a puñetazos. El niño creció huyendo de las pandillas, negando su apellido, escondido como vástago de verdugo.
Lukas Carlé había impuesto en su hogar la misma ley del miedo implantada en el colegio. A su mujer lo unía un matrimonio de conveniencia, el amor no entraba para nada en sus planes, lo consideraba apenas tolerable en argumentos literarios o musicales, pero impropio en la vida cotidiana. Se casaron sin haber tenido ocasión de conocerse en profundidad y ella comenzó a odiarlo desde su primera noche de bodas. Para Lukas Carlé, su esposa era una criatura inferior, más cercana a los animales que al hombre, único ser inteligente de la Creación. Aunque en teoría la mujer era un ser digno de compasión, en la práctica la suya lograba sacarlo de quicio.
Cuando llegó al pueblo, después de mucho andar, desplazado de su lugar de origen por la Primera Guerra Mundial, tenía cerca de veinticinco años, un diploma de maestro y dinero para sobrevivir una semana. Antes que nada buscó trabajo y en seguida una esposa, escogiendo la suya porque le gustaron el aire de terror que se insinuaba de pronto en sus ojos y sus caderas amplias, que le parecieron condición necesaria para engendrar hijos varones y realizar las tareas más pesadas de la casa. También influyeron en su decisión dos hectáreas de terreno, media docena de animales y una pequeña renta que la joven había heredado de su padre, todo lo cual pasó a su bolsillo, como legítimo administrador de los bienes conyugales.
A Lukas Carlé le gustaban los zapatos femeninos con tacones muy altos y los prefería de charol rojo. En sus viajes a la ciudad le pagaba a una prostituta para que caminara desnuda sin más adorno que aquel incómodo calzado, mientras él, vestido de pies a cabeza, con abrigo y sombrero, sentado en una silla como un alto dignatario, alcanzaba un gozo indescriptible ante la vista de esas nalgas en lo posible abundantes, blancas, con hoyuelos, balanceándose al dar cada paso. No la tocaba, por supuesto. Jamás lo hacía, pues tenía el prurito de la higiene. Como sus medios no le permitían darse esos lujos con la frecuencia deseable, compró unos alegres botines franceses, que mantenía escondidos en la parte más inaccesible del armario. De vez en cuando encerraba a sus hijos bajo llave, colocaba sus discos a todo volumen y llamaba a su mujer. Ella había aprendido a percibir los cambios de humor de su marido y podía adivinar antes que él mismo lo supiera, cuándo se sentía con deseos de martirizarla. Entonces comenzaba a temblar con antelación, la vajilla se le caía de las manos y se rompía contra el suelo.
Carlé no toleraba el ruido en su casa, bastante tengo con soportar a los alumnos en el liceo, decía. Sus hijos aprendieron a no llorar ni reír en su presencia, a moverse como sombras y hablar en susurros, y fue tanta la destreza que desarrollaron para pasar inadvertidos, que a veces la madre creía ver a través de ellos y se aterraba ante la posibilidad de que se volvieran transparentes. El maestro estaba convencido de que las leyes de la genética le habían jugado una mala pasada. Sus hijos resultaron un completo fracaso. Jochen era lento y torpe, pésimo estudiante, se dormía en clase, se orinaba en la cama, no servía para ninguno de los proyectos trazados para él. De Katharina prefería no hablar. La pequeña era imbécil. De una cosa estaba seguro: no había taras congénitas en su estirpe, de modo que él no era responsable de esa pobre enferma, quién sabe si era en realidad hija suya, no se debía meter las manos al fuego por la fidelidad de nadie y menos de la propia mujer; por fortuna Katharina había nacido con un agujero en el corazón y el médico pronosticó que no viviría mucho. Mejor así.
Ante el poco éxito obtenido con sus dos hijos, Lukas Carlé no se alegró con el tercer embarazo de su mujer, pero cuando nació un niño grande, rosado, de ojos grises muy abiertos y manos firmes, se sintió reconfortado. Tal vez ese era el vástago que había deseado siempre, un verdadero Carlé. Debía impedir que su madre lo echara a perder, nada tan peligroso como una mujer para corromper una buena semilla de varón. No lo vistas con ropa de lana, para que se acostumbre al frío y se haga fuerte, déjalo en la oscuridad, así no tendrá nunca miedo, no lo cargues en brazos, no importa que llore hasta ponerse morado, eso es bueno para desarrollar los pulmones, ordenaba, pero a espaldas del marido la madre arropaba a su niño, le daba doble ración de leche, lo arrullaba y le cantaba canciones de cuna. Este sistema de ponerle y quitarle la ropa, de golpearlo y mimarlo sin razón aparente, de encerrarlo en un armario oscuro y después consolarlo a besos, hubiera sumido a cualquier criatura en la demencia, pero Rolf Carlé tuvo suerte, pues no sólo nació con una fortaleza mental capaz de resistir lo que hubiera destrozado a otros, sino que se desató la Segunda Guerra Mundial y su padre se enroló en el Ejército, librándolo así de su presencia. La guerra fue el período más feliz de su infancia.
Mientras en América del Sur se acumulaban los embalsamados en la casa del Profesor Jones y copulaba un mordido de serpiente engendrando a una niña a quien su madre llamó Eva para darle deseos de vivir, en Europa la realidad tampoco era de tamaño natural. La guerra sumía al mundo en la confusión y el espanto. Cuando la chiquilla andaba sujeta a las faldas de su madre, al otro lado del Atlántico se firmaba la paz sobre un continente en ruinas. Entretanto a este lado del mar pocos perdían el sueño por esas violencias remotas. Bastante ocupados estaban con las violencias propias.
Al crecer, Rolf Carlé resultó observador, orgulloso y tenaz, con cierta inclinación romántica que lo abochornaba como un signo de debilidad. En esa época de exaltación guerrera, él jugaba con sus compañeros a las trincheras y a los aviones derribados, pero en secreto se conmovía con los brotes de cada primavera, las flores en el verano, el oro del otoño y la triste blancura del invierno. En cada estación salía a caminar por los bosques para recolectar hojas e insectos que estudiaba bajo una lupa. Arrancaba páginas a sus cuadernos para escribir versos, que luego ocultaba en los huecos de los árboles o bajo las piedras, con la ilusión inconfesable de que alguien los hallara. Jamás habló de eso con nadie.
El muchacho tenía diez años la tarde que lo llevaron a enterrar a los muertos. Ese día estaba contento, porque su hermano Jochen había atrapado una liebre y el olor del guiso cocinándose a fuego lento, adobado en vinagre y romero, ocupaba toda la casa. Hacía mucho tiempo que no sentía ese aroma de comida y el placer anticipado le producía tanta ansiedad, que sólo la severa educación recibida le impedía levantar la tapa y meter una cuchara en la olla. Ese era también el día de hornear. Le gustaba ver a su madre inclinada sobre la enorme mesa de la cocina, los brazos hundidos en la masa, moviéndose cadenciosa al ritmo de hacer pan. Sobaba los ingredientes formando unos rollos largos, los cortaba y de cada trozo obtenía un pan redondo. Antes, en los tiempos de la abundancia, separaba un poco de masa y le agregaba leche, huevos y canela para hacer bollos que guardaba en una lata, uno para cada hijo cada día de la semana. Ahora mezclaba la harina con afrecho y el resultado era oscuro y áspero, como pan de aserrín.
La mañana se inició con un revuelo en la calle, movimiento de las tropas de ocupación, voces de mando, pero nadie se sobresaltó demasiado, porque el miedo se les había gastado en el desconcierto de la derrota y no les quedaba mucho para emplearlo en presentimientos de mal agüero. Después del armisticio, los rusos se instalaron en la aldea. Los rumores de su brutalidad precedían a los soldados del Ejército Rojo y la población aterrorizada esperaba un baño de sangre. Son como bestias, decían, abren el vientre a las mujeres embarazadas y tiran los fetos a los perros, atraviesan a los viejos con sus bayonetas, a los hombres les introducen dinamita por el culo y los hacen volar en pedazos, violan, incendian, destruyen. Sin embargo no fue así. El alcalde buscó una explicación y concluyó que seguramente ellos habían sido afortunados, porque quienes ocuparon el pueblo no provenían de las zonas soviéticas más azotadas por la guerra y tenían por lo mismo menos rencores acumulados y menos venganzas pendientes. Entraron arrastrando pesados vehículos con sus pertrechos, al mando de un joven oficial de rostro asiático, requisaron todos los alimentos, echaron en sus morrales cuanto objeto de valor pudieron agarrar y fusilaron al azar a seis miembros de la comunidad acusados de colaborar con los alemanes. Armaron su campamento en las afueras y se quedaron tranquilos. Ese día los rusos reunieron a la gente llamando con altavoces y asomándose en las casas para arrear a los indecisos con amenazas. La madre colocó un chaleco a Katharina y se apresuró a salir antes de que entrara la tropa y le confiscara la liebre del almuerzo y el pan de la semana. Caminó con sus tres hijos, Jochen, Katharina y Rolf, rumbo a la plaza. La aldea había sobrevivido a esos años de guerra en mejores condiciones que otras, a pesar de la bomba que cayó sobre la escuela un domingo por la noche, convirtiéndola en escombros y desparramando astillas de pupitres y pizarrones por los alrededores. Parte del empedrado medieval ya no existía, porque las brigadas usaron los adoquines para hacer barricadas; en poder del enemigo se encontraban el reloj de la alcaldía, el órgano de la iglesia y la última cosecha de vinos, únicos tesoros del lugar; los edificios lucían las fachadas despintadas y algunos impactos de balas, pero el conjunto no había perdido el encanto adquirido en tantos siglos de existencia.
Los habitantes del pueblo se congregaron en la plaza, rodeados por los soldados enemigos, mientras el comandante soviético, con el uniforme en harapos, las botas rotas y una barba de varios días, recorría el grupo observando a cada uno. Nadie sostuvo su mirada, cabizbajos, encogidos, expectantes, sólo Katharina fijó sus ojos mansos en el militar y se metió un dedo en la nariz.
—¿Es retardada mental? —preguntó el oficial señalando a la niña.
—Nació así —replicó la señora Carlé.
—Entonces no tiene caso llevarla. Déjela aquí.
—No puede quedarse sola, por favor, permítale ir con nosotros.
—Como quiera.
Bajo un sol tenue de primavera aguardaron más de dos horas de pie, apuntados por las armas, los viejos apoyándose en los más fuertes, los niños dormidos en el suelo, los más pequeños en brazos de sus padres, hasta que por fin dieron la orden de partir y echaron todos a andar detrás del jeep del comandante, vigilados por los soldados que los apuraban, en una fila lenta encabezada por el alcalde y el director de la escuela, únicas autoridades aún reconocidas en la catástrofe de los últimos tiempos. Caminaron en silencio, inquietos, volviéndose para mirar los techos de sus casas asomando entre las colinas, preguntándose cada uno hacia dónde los conducían, hasta que fue evidente que tomaban la dirección del campo de prisioneros y el alma se les encogió como un puño.
Rolf conocía la ruta, porque había andado por allí a menudo cuando iba con Jochen a cazar culebras, a colocar trampas para zorros o a buscar leña. En ocasiones los hermanos se sentaban bajo los árboles frente al cerco de alambre de púas, ocultos por el follaje. La distancia no les permitía ver con claridad y se limitaban a escuchar las sirenas y a husmear el aire. Cuando soplaba viento, ese olor peculiar se metía en las casas, pero nadie parecía notarlo, porque jamás se hablaba de ello. Esa era la primera vez que Rolf Carlé, o cualquier otro habitante de la aldea, cruzaba las puertas metálicas y le llamó la atención el suelo erosionado, limpio de toda vegetación, yermo como un desierto de polvo estéril, tan diferente de los campos de la región en esa época del año, cubiertos de una suave pelusa verde. La columna recorrió un largo sendero, atravesó varias barreras de alambres enrollados, pasó bajó las torres de control y los emplazamientos donde antes estaban las ametralladoras y llegó por fin a un gran patio cuadrado. A un lado se alzaban galpones sin ventanas, al otro una construcción de ladrillos con chimeneas y al fondo las letrinas y los patíbulos. La primavera se había detenido en las puertas de la prisión, todo era gris, envuelto en la bruma de un invierno que se había eternizado allí. Los aldeanos se detuvieron cerca de las barracas, todos juntos, tocándose para darse ánimo, oprimidos por esa quietud, ese silencio de caverna, ese cielo vuelto ceniza. El comandante dio una orden y los soldados los empujaron como ganado, llevándolos hasta el edificio principal. Y entonces todos pudieron verlos. Estaban allí, docenas de ellos, amontonados en el suelo, unos encima de otros, revueltos, desmembrados, una montaña de pálidos leños. Al principio no pudieron creer que fueran cuerpos humanos, parecían marionetas de algún macabro teatro, pero los rusos los punzaron con los fusiles, los golpearon con las culatas y tuvieron que aproximarse, oler, mirar, permitir que esos rostros huesudos y ciegos se les grabaran a fuego en la memoria. Cada uno sintió el ruido de su propio corazón y nadie habló, pues nada había que decir. Por largos minutos permanecieron inmóviles hasta que el comandante tomó una pala y se la pasó al alcalde. Los soldados repartieron otras herramientas.
—Empiecen a cavar, dijo el oficial sin levantar la voz, casi en un susurro.
Enviaron a Katharina y a los niños más pequeños a sentarse al pie de las horcas mientras los demás trabajaban. Rolf se quedó con Jochen. El suelo estaba duro, los guijarros se le incrustaban en los dedos y se le metían entre las uñas, pero no se detuvo, agachado, con el pelo en la cara, sacudido por una vergüenza que no podría olvidar y que lo perseguiría a lo largo de su vida como una incansable pesadilla. No levantó la vista ni una sola vez. No escuchó a su alrededor más sonidos que el hierro contra las piedras, las respiraciones jadeantes, los sollozos de algunas mujeres.
Había caído la noche cuando terminaron los hoyos. Rolf notó que habían encendido los focos de seguridad en las torres de vigilancia y que la noche se había vuelto clara. El oficial ruso dio una orden y las gentes del pueblo tuvieron que ir de dos en dos a buscar los cuerpos. El niño se limpió las manos refregándolas contra el pantalón, se sacudió el sudor del rostro y avanzó con su hermano Jochen hacia aquello que los estaba aguardando. Con una ronca exclamación su madre intentó detenerlos, pero los muchachos siguieron adelante, se inclinaron y tomaron un cadáver por los tobillos y las muñecas, desnudo, calvo, huesos y piel, liviano, frío y seco como porcelana. Lo levantaron sin esfuerzo, aferrados a esa forma rígida, y echaron a andar en dirección a las tumbas cavadas en el patio. Su carga osciló levemente y la cabeza cayó hacia atrás.
Rolf se volvió para mirar a su madre, la vio doblada por las náuseas y quiso hacerle un gesto de consuelo, pero tenía las manos ocupadas.
La faena de sepultar a los prisioneros terminó pasada la medianoche. Llenaron las fosas y las cubrieron de tierra, pero aún no había llegado el momento de irse. Los soldados los obligaron a recorrer las barracas, a meterse en las cámaras de muerte, a examinar los hornos y pasar bajo las horcas. Nadie se atrevió a rezar por las víctimas. En el fondo sabían que a partir de ese instante intentarían olvidar, arrancarse ese horror del alma, dispuestos a no mencionarlo nunca, con la esperanza de que el paso de la vida pudiera borrarlo. Por fin regresaron a sus casas arrastrando los pies, muy lentamente, agotados.
El último era Rolf Carlé, caminando entre dos filas de esqueletos, todos iguales en la desolación de la muerte.
Una semana más tarde apareció Lukas Carlé, a quien su hijo Rolf no reconoció, porque cuando se fue al frente él todavía no tenía uso de razón y el hombre que entró bruscamente en la cocina esa noche no se parecía en nada al de la fotografía sobre la chimenea. Durante los años que vivió sin padre, Rolf se inventó uno de dimensiones heroicas, le puso uniforme de aviador y le tapizó el pecho de condecoraciones, convirtiéndolo en un militar soberbio y valiente, de botas lustrosas en las cuales un niño podía mirarse como en un espejo. Esa imagen no guardaba relación alguna con el personaje surgido de súbito en su vida, de modo que no se molestó en saludarlo, confundiéndolo con un mendigo. El de la fotografía llevaba bigotes bien cuidados y sus ojos eran plomizos como nubes de invierno, autoritarios y fríos. El hombre que irrumpió en la cocina vestía un pantalón demasiado grande amarrado con una cuerda en la cintura, una casaca rota, un pañuelo sucio atado en el cuello y en vez de las botas de espejo, sus pies iban envueltos en trapos. Era un tipo más bien pequeño, mal afeitado con el pelo erizado y cortado a mechones. No, no era nadie que Rolf conociera. El resto de la familia, en cambio, lo recordaba con precisión. Al verlo, la madre se tapó la boca con ambas manos, Jochen se puso de pie volteando la silla en la prisa por retroceder y Katharina corrió a cobijarse bajo la mesa, un gesto que no había hecho en mucho tiempo, pero que su instinto no había olvidado.
Lukas Carlé no volvió por nostalgia del hogar, puesto que nunca sintió que pertenecía realmente a ese pueblo o a ningún otro, era un ser solitario y apátrida, sino porque estaba hambriento y desesperado y prefirió el riesgo de caer en manos del enemigo victorioso al de seguir arrastrándose por los campos. Ya no resistía más. Había desertado y tuvo que sobrevivir ocultándose de día y circulando de noche. Se apoderó de la identificación de un soldado caído, planeando cambiar su nombre y borrar su pasado, pero pronto comprendió que en ese vasto continente destrozado no tenía adonde ir. El recuerdo de la aldea, con sus casas afables, huertos, viñedos y la escuela donde trabajó tantos años, le resultaba muy poco atrayente, pero no tenía otra elección. Durante la guerra obtuvo algunos galones, no por méritos de coraje, sino por ejercicio de crueldad. Ahora era otra persona, pues había tocado el fondo pantanoso de su alma, sabía hasta dónde era capaz de llegar. Después de haber alcanzado los extremos, de haber traspasado el límite de la maldad y del placer, le parecía una suerte minúscula volver a lo de antes y resignarse a enseñar a un grupo de mocosos malcriados en una sala de clases. Razonaba que el hombre está hecho para la guerra, la historia demuestra que el progreso no se obtiene sin violencia, aprieten los dientes y aguanten, cierren los ojos y embistan, que para eso somos soldados. El sufrimiento acumulado no logró provocarle ninguna añoranza por la paz, sino más bien acuñar en su mente la convicción de que sólo la pólvora y la sangre pueden gestar hombres capaces de conducir la barca zozobrante de la humanidad a buen puerto, abandonando en las olas a los débiles e inútiles, de acuerdo a las leyes implacables de la naturaleza.
—¿Qué pasa? ¿No están contentos de verme? —dijo cerrando la puerta a su espalda.
La ausencia no había disminuido su capacidad de aterrorizar a su familia. Jochen trató de decir algo, pero las palabras se le atascaron en el pecho y sólo logró emitir un sonido gutural, colocándose delante de su hermano para protegerlo de un peligro indefinido. Apenas pudo reaccionar, la señora Carlé fue hasta el arcón, tomó un largo mantel blanco y cubrió la mesa para que el padre no viera a Katharina y así pudiera, tal vez, olvidar su existencia. De un vistazo rápido, Lukas Carlé tomó posesión de la casa y recuperó el control sobre su familia. Su esposa le pareció tan estúpida como siempre, pero aún conservaba intactos el temor en los ojos y la firmeza de su grupa; Jochen se había convertido en un joven tan alto y fornido, que no pudo comprender cómo se había librado de ser reclutado en los regimientos de niños; a Rolf casi no lo conocía, pero le bastó un instante para comprender que ese chiquillo se había criado entre las faldas de su madre y necesitaba ser sacudido para quitarle el aire de gato mimado. Él se encargaría de hacerlo hombre.
—Prepara agua caliente para lavarme, Jochen. ¿Hay algo de comer en esta casa? Y tú debes ser Rolf… Acércate y dale la mano a tu padre. ¿No me oyes? ¡Ven aquí!
A partir de esa noche, la vida de Rolf cambió por completo. A pesar de la guerra y de todas las privaciones que había soportado, no conocía verdaderamente el miedo. Lukas Carlé se lo enseñó. El niño no recuperó el sueño tranquilo hasta años más tarde, cuando encontraron a su padre balanceándose en un árbol del bosque.
Los soldados rusos que ocuparon la aldea eran toscos, pobres, sentimentales. Se sentaban por las tardes con sus armas y sus aperos de batalla, alrededor de una fogata a entonar las canciones traídas de su tierra, y cuando el aire se llenaba de palabras en los dulces dialectos regionales, algunos de ellos lloraban de nostalgia. A veces se emborrachaban y reñían o danzaban hasta la extenuación. Los habitantes del pueblo los evitaban, pero algunas muchachas iban hasta su campamento a ofrecerse calladamente, sin mirarlos a la cara, a cambio de un poco de comida. Siempre conseguían algo, a pesar de que los vencedores pasaban tanta hambre como los vencidos. Los niños también se aproximaban a observarlos, fascinados con su idioma, sus máquinas de guerra, sus extrañas costumbres y atraídos por un sargento con la cara marcada por profundas cicatrices, que los divertía haciendo malabarismos con cuatro cuchillos. Rolf se acercaba más que sus compañeros, a pesar de la prohibición terminante de su madre, y pronto se encontró sentado junto al sargento tratando de entender sus palabras y practicando el lanzamiento de cuchillos. En pocos días los rusos identificaron a los colaboradores y a los desertores escondidos y se iniciaron los juicios de guerra, muy breves porque no disponían de tiempo para formalidades y con poca asistencia de público porque la gente estaba extenuada y no quería seguir oyendo acusaciones. Sin embargo, cuando le llegó el turno a Lukas Carlé, Jochen y Rolf entraron sigilosos y se ubicaron en la parte de atrás de la sala. El acusado no pareció arrepentido de los hechos cometidos y sólo señaló a su favor que cumplía órdenes superiores, pues no había ido a la guerra para tener consideraciones, sino para ganarla. El sargento malabarista se dio cuenta de que Rolf estaba en la habitación, sintió lástima por él y quiso llevárselo, pero el niño se mantuvo firme en su sitio, decidido a escuchar hasta el final. Le habría sido difícil explicar a ese hombre que su palidez no se debía a compasión por su padre, sino al deseo secreto de que las pruebas fueran suficientes para colocarlo ante un pelotón de fusilamiento. Cuando lo condenaron a seis meses de trabajo forzado en las minas de Ucrania, Jochen y Rolf consideraron que era un castigo muy leve y rezaron en secreto para que Lukas Carlé muriera allá lejos y jamás regresara.
Con la llegada de la paz no se terminaron las privaciones, conseguir alimentos había sido durante años la primera preocupación y siguió siéndolo. Jochen apenas podía leer de corrido, pero era fuerte y empecinado y cuando partió su padre y la pólvora destruyó los campos, él se encargó de proveer para su familia cortando leña, vendiendo moras y hongos silvestres, cazando conejos, perdices y zorros. Rolf se inició muy pronto en los mismos oficios de su hermano y aprendió como él a realizar pequeñas raterías en los poblados vecinos, siempre a espaldas de su madre, quien aun en los períodos de mayores angustias actuaba como si la guerra fuera una pesadilla distante y ajena con la cual ella nada tenía que ver, y no flaqueó nunca cuando se trataba de inculcar a los hijos las normas de su moralidad. El muchacho se acostumbró de tal modo a la sensación de vacío en las tripas, que mucho tiempo después, cuando los mercados estaban atiborrados con todos los productos de la tierra y se vendían papas fritas, caramelos y salchichas en cada esquina, él seguía soñando con el pan añejo escondido en un hueco entre las tablas, bajo su cama.
La señora Carlé logró conservar el ánimo sereno y la fe en Dios hasta el día que volvió su marido de Ucrania para instalarse definitivamente en el hogar. En ese momento ella perdió el coraje. Pareció encogerse y se volvió hacia adentro en un diálogo obsesivo consigo misma. El temor que siempre le tuvo acabó por paralizarla, no pudo dar salida a su odio y este la derrotó. Siguió cumpliendo sus funciones con la misma prolijidad, trabajando desde el amanecer hasta la noche, atendiendo a Katharina y sirviendo al resto de su familia, pero dejó de hablar y sonreír y no volvió a la iglesia, porque no estaba dispuesta a continuar arrodillándose ante ese dios despiadado que no escuchaba su justa súplica de enviar a Lukas Carlé al infierno. Tampoco intentó proteger a Jochen y a Rolf de los excesos de su padre. Los gritos, los golpes y las peleas terminaron por parecerle naturales y ya no provocaban ninguna respuesta en ella. Se sentaba frente a la ventana con los ojos perdidos, escapando así hacia un pasado donde su marido no existía y ella era todavía una adolescente intocada por la desdicha.
Carlé sostenía la teoría de que los seres humanos se dividen en yunques y martillos, unos nacen para golpear y otros para ser golpeados. Por supuesto, deseaba que sus hijos varones fueran martillos. No toleraba ninguna debilidad en ellos, especialmente en Jochen, con quien experimentaba sus sistemas de enseñanza. Se enfurecía cuando por respuesta el muchacho tartamudeaba más y se comía las uñas. Desesperado, por las noches Jochen imaginaba diversas formas de librarse de una vez para siempre de ese martirio, pero con la luz del sol tomaba conciencia de la realidad, agachaba la cabeza y obedecía a su padre sin atreverse a hacerle frente, aunque lo sobrepasaba veinte centímetros y tenía la fortaleza de un caballo de labranza. La sumisión le alcanzó hasta una noche de invierno en que Lukas Carlé se dispuso a utilizar los zapatos rojos. Los muchachos ya tenían edad para adivinar lo que significaban esa pesadez en el ambiente, esas miradas tensas, ese silencio cargado de presagios. Como otras veces, Carlé ordenó a sus hijos que los dejaran solos, se llevaran a Katharina, fueran a su habitación y no regresaran por ningún motivo. Antes de salir, Jochen y Rolf alcanzaron a vislumbrar la expresión de terror en los ojos de su madre y a percibir su temblor. Poco después, rígidos en sus camas oyeron el estrépito de la música a todo volumen.
—Voy a ver qué le hace a mamá, decidió Rolf cuando ya no pudo soportar la certeza de que al otro lado del pasillo se repetía una pesadilla que había estado en esa casa desde siempre.
—Tú no te muevas. Iré yo, que soy el mayor, replicó Jochen.
Y en vez de hundirse bajo las cobijas como había hecho durante toda su vida, se levantó con el cerebro en blanco, se colocó los pantalones, la casaca, el gorro de lana y calzó sus botas de nieve. Terminó de vestirse con gestos precisos, luego salió, cruzó el corredor y trató de abrir la puerta de la sala, pero estaba con el cerrojo pasado. Con la misma lentitud y precisión empleada para colocar sus trampas o partir leña, levantó la pierna y de una patada certera hizo saltar los hierros. Rolf, en pijama y descalzo, había seguido a su hermano, y al abrirse la puerta vio a su madre totalmente desnuda, encaramada en unos absurdos botines rojos de tacón alto. Lukas Carlé les gritó furioso que se retiraran de inmediato, pero Jochen avanzó, pasó delante de la mesa, apartó a la mujer que intentó detenerlo y se aproximó con tal determinación, que el hombre retrocedió vacilante. El puño de Jochen dio en el rostro de su padre con la fuerza de un martillazo, lanzándolo por el aire sobre el aparador, que se desplomó con un estruendo de madera vuelta astillas y platos destrozados. Rolf observó el cuerpo inerte en el suelo, tragó aire, fue a su cuarto, cogió una manta y volvió para cubrir a su madre.
—Adiós, mamá, dijo Jochen desde la puerta de la calle, sin atreverse a mirarla.
—Adiós, hijo mío, murmuró ella, aliviada porque al menos uno de los suyos estaría a salvo.
Al día siguiente Rolf dobló las bastillas de los pantalones largos de su hermano y se los puso para llevar a su padre al hospital, donde le acomodaron la mandíbula en su sitio. Durante semanas no pudo hablar y hubo que alimentarlo con líquidos a través de una pipeta. Con la partida de su hijo mayor, la señora Carlé acabó de hundirse en el rencor y Rolf debió enfrentarse solo a ese hombre detestado y temido.
Katharina tenía la mirada de una ardilla y el alma libre de todo recuerdo. Era capaz de comer sola, avisar cuando necesitaba ir al excusado y correr a meterse bajo la mesa cuando llegaba su padre, pero eso fue todo lo que pudo aprender. Rolf buscaba pequeños tesoros para ofrecerle, un escarabajo, una piedra pulida, una nuez que abría con cuidado para extraer el fruto. Ella lo retribuía con una devoción total. Lo esperaba todo el día y al escuchar sus pasos y ver su rostro inclinado entre las patas de las sillas, emitía un murmullo de gaviota. Pasaba horas bajo la gran mesa, inmóvil, protegida por la tosca madera, hasta que su padre partía o se dormía y alguien la rescataba. Se acostumbró a vivir en su guarida, acechando las pisadas que se acercaban o alejaban. A veces no quería salir, aunque ya no hubiera peligro, entonces la madre le alcanzaba una escudilla y Rolf tomaba una cobija y se deslizaba bajo la mesa, para acurrucarse con ella a pasar la noche. A menudo, cuando Lukas Carlé se sentaba a comer, sus piernas tocaban a sus hijos bajo la mesa, mudos, quietos, tomados de la mano, aislados en ese refugio, donde los sonidos, los olores y las presencias ajenas llegaban amortiguados por la ilusión de hallarse bajo el agua. Tanta vida pasaron los hermanos allí, que Rolf Carlé guardó el recuerdo de la luz lechosa bajo el mantel y muchos años más tarde, al otro lado del mundo, despertó un día llorando bajo el mosquitero blanco donde dormía con la mujer que amaba.