Capítulo veintiocho

IMAGE

Después del festival, nos metemos en el coche de Haven, hacemos una parada rápida en su casa para rellenar su petaca y luego nos dirigimos a la ciudad. Aparcamos en la calle, atiborramos el parquímetro de monedas y caminamos a toda prisa por la acera con los brazos entrelazados mientras cantamos «(You Never) Call Me When You re Sober»[3] con gritos desafinados. Nos da un ataque de risa cada vez que alguien se ríe disimuladamente y sacude la cabeza al vernos.

Y cuando pasamos junto a una de esas librerías new age que anuncian lecturas psíquicas, me limito a apartar la vista, emocionada por no formar parte de ese mundo ahora que el alcohol me lo ha permitido, ahora que soy libre.

Atravesamos la calle en dirección a Main Beach y caminamos con cierta dificultad por delante del hotel Laguna hasta que nos dejamos caer sobre la arena con las piernas y los brazos entrelazados. Nos pasamos la petaca de uno a otro y nos lamentamos cuando acaba por vaciarse.

—¡Mierda! —murmuro. Echo la cabeza hacia atrás tanto como me es posible antes de golpear con fuerza la parte inferior y los laterales de la petaca en busca de la última gota.

—Oye, tómatelo con calma. —Miles me mira extrañado—. Échate para atrás y disfruta de la borrachera.

Sin embargo, yo no quiero echarme para atrás. Y ya estoy disfrutando de la borrachera. Lo único que quiero es asegurarme de que continúe. Ahora que mis ataduras psíquicas han desaparecido, quiero cerciorarme de que siguen así.

—¿Queréis ir a mi casa? —digo con voz ebria. Solo espero que Sabine no esté en casa y que podamos coger el vodka que sobró en Halloween para poder seguir disfrutando del pedo.

Pero Haven hace un movimiento negativo con la cabeza.

—Olvídalo —dice—. Estoy muerta. Creo que voy a dejar el coche donde está y voy a volver a casa a rastras.

—¿Miles? —Lo miro con ojos suplicantes; no quiero que la fiesta termine. Es la primera vez que me siento tan ligera, tan libre, tan desahogada y normal desde… bueno, desde que Damen se marchó.

—No puedo. —Sacude la cabeza—. Cena familiar. A las siete y media en punto. La corbata es opcional. Se requiere traje de chaqueta. —Se echa a reír y se deja caer sobre la arena.

Haven se desploma en el suelo y se une a él.

—Bueno, ¿y qué pasa conmigo? ¿Qué se supone que debo hacer? —Cruzo los brazos y miro con rabia a mis amigos. No quiero que me dejen sola, pero ellos se limitan a reír y a rodar juntos por la arena sin hacerme ni caso.

A la mañana siguiente, aunque me despierto bastante tarde, lo primero que pienso al abrir los ojos es: «¡No me duele la cabeza!».

Al menos, no de la manera habitual.

Ruedo hacia un lado, busco bajo la cama y cojo la botella de vodka que dejé allí anoche. Doy un buen trago y cierro los ojos cuando el maravilloso licor entumece mi lengua y se desliza por mi garganta.

Y cuando Sabine asoma la cabeza por la puerta para ver si estoy despierta, me pongo como unas castañuelas al ver que su aura ha desaparecido.

—¡Estoy despierta! —le digo al tiempo que meto la botella bajo la almohada y corro a abrazarla. Me siento impaciente por descubrir qué tipo de intercambio de energía se producirá cuando la toque, y me invade la euforia al comprobar que no siento nada.

—¿No te parece que hoy es un día maravilloso? —Sonrío, aunque siento los labios algo torpes.

Ella mira por la ventana antes de volver la vista hacia mí.

—Si tú lo dices… —Se encoge de hombros.

Echo un vistazo a las puertas de la terraza y veo que hace un día gris, nublado y lluvioso. No obstante, no me refería al día. Me refería a mí. A la nueva yo.

«La nueva y mejorada yo, sin poderes psíquicos.»

—Me recuerda a lo que sentía cuando estaba en casa. —Me quito el camisón y me meto en la ducha.

En el instante en que Miles entra en el coche, me echa un vistazo y suelta:

—¿Qué demon…?

Bajo la vista para contemplar mi suéter, mi minifalda vaquera y las bailarinas, reliquias que Sabine conservó de mi antigua vida, y después lo miro con una sonrisa.

—Lo siento, pero no me subo al coche de los desconocidos —me dice antes de abrir la puerta y fingir que va a salir.

—Soy yo, de verdad. Te juro por todo lo… Bueno, soy yo, créeme. —Me echo a reír—. Cierra la puerta de una vez, no quiero que te caigas y lleguemos tarde.

—No lo entiendo —dice mirándome boquiabierto—. ¿Cuándo ha pasado esto? ¿Y cómo ha pasado? Ayer mismo te pusiste prácticamente un burka y hoy… ¡es como si hubieras asaltado el armario de París Hilton!

Lo miro sin pestañear.

—Aunque tú tienes más clase, mucha más clase —añade.

Sonrío y piso el acelerador, haciendo que las ruedas chirríen sobre el suelo empapado de la calle, pero levanto el pie del pedal al recordar que mi radar interno antipolicía ha desaparecido y al oír el grito de Miles.

—En serio, Ever, ¿qué demonios te pasa? Madre mía, ¿todavía estás borracha?

—¡No! —respondo con demasiada rapidez—. Lo que pasa es que, bueno, he salido de mi concha, eso es todo. Puede que me haya mostrado un poco… tímida estos primeros… meses. —Me echo a reír—. Pero, créeme, esta soy yo de verdad —añado deseando que se lo trague.

—¿Te das cuenta de que has elegido el día más lluvioso y miserable del año para «salir de tu concha»?

Sacudo la cabeza y me adentro en el aparcamiento.

—No te haces ni la menor idea del día tan maravilloso que hace. Me recuerda a mi hogar.

Aparco en el lugar más cercano posible a la entrada y juntos corremos hacia las puertas de la verja con las mochilas sobre la cabeza a modo de paraguas. Las suelas de nuestros zapatos salpican agua sobre nuestras piernas. Cuando veo a Haven temblando bajo el alero y doy cuenta de que no tiene aura, me entran ganas de saltar de alegría.

—¿Qué narices…? —pregunta ella, que me mira de arriba abajo con los ojos desorbitados.

—Venga, chicos, deberíais aprender a terminar las frases. —Me echo a reír.

—En serio, ¿quién eres tú? —Sigue mirándome con estupefacción.

Miles suelta una carcajada, nos rodea a ambas con los brazos y nos conduce a través de la puerta mientras dice:

—No te preocupes por miss Oregón; lo que ocurre es que a ella le parece que hace un día maravilloso.

Cuando entro en clase de Lengua, siento un enorme alivio al comprobar que no puedo ver ni oír nada fuera de lo normal. Y aunque Stacia y Honor susurran sin cesar mientras contemplan con el ceño fruncido mi ropa, mis zapatos, mi pelo y la forma en que me he maquillado la cara, yo me limito a encogerme de hombros y a ocuparme de mis asuntos. Porque aunque estoy segura de que no están diciendo nada ni remotamente agradable, el hecho de no poder oír sus palabras hace que las cosas sean muy diferentes. Y cuando las pillo mirándome una vez más, les dedico una sonrisa que las asusta tanto que se dan la vuelta.

Sin embargo, en la clase de Química de tercera hora, el mareo ha desaparecido casi por completo, dejando paso a un aluvión de visiones, colores y sonidos que amenaza con arrollarme.

Y cuando levanto la mano para pedir permiso para salir, apenas consigo llegar a la puerta antes de derrumbarme del todo.

Camino con dificultad hasta mi taquilla y giro los números de la combinación tratando de recordar cuál es la secuencia correcta.

«¿Es 24-18-12-3? ¿O 12-18-3-24?»

Echo un vistazo al pasillo con los ojos llorosos y un palpitante dolor de cabeza antes de marcar la combinación 18-3-24-12. Rebusco entre un montón de libros y papeles que caen diseminados a mis pies, pero no les presto atención; lo único que quiero es recuperar la botella de agua que he escondido dentro, ansiosa por experimentar el alivio que me proporcionará su dulce contenido.

Desenrosco el tapón e inclino la cabeza hacia atrás para dar un buen trago, seguido de uno más, otro y otro. Y con la esperanza de que el mareo me dure hasta después del almuerzo, doy un último sorbo. En ese momento, oigo que alguien dice:

—Espera… Sonríe, por favor. ¿No? Bueno, da igual, creo que ya la tengo.

Y contemplo horrorizada cómo se acerca Stacia con una cámara en la mano para mostrarme una imagen mía tragando vodka.

—¿Quién se habría imaginado que serías tan fotogénica? Aunque lo cierto es que pocas veces tenemos la oportunidad de verte sin capucha. —Sonríe mientras me recorre de arriba abajo con la mirada—. ¿A quién prefieres que se la envíe primero? ¿A tu madre? —Alza las cejas y se cubre la boca en una muestra de fingido horror—. Ay, lo siento, te pido disculpas. ¿Quieres que se la envíe a tu tía? ¿O a alguno de tus profesores? ¿O tal vez a todos tus profesores? ¿No? No, tienes razón, llevamos la foto directamente al despacho del director y así matamos todos los pájaros de un tiro, como se suele decir.

—Es una botella de agua —le digo antes de agacharme para recoger los libros y volver a guardarlos en la taquilla. Me esfuerzo por parecer tranquila y actuar como si no me importara, a sabiendas de que Stacia puede oler el miedo mejor que un sabueso policía bien entrenado—. Lo único que tienes es una foto mía bebiendo de una botella de agua. Menuda cosa…

—Una botella de «agua». —Se echa a reír—. Sí, claro. Un método muy original, debería añadir. Estoy segura de que eres la primera persona a la que se le ocurre echar vodka en una botella de agua. —Pone los ojos en blanco—. Por favor. Has caído tan bajo, Ever… Con un simple test de alcoholemia le dirás adiós a Bay View y hola a la Academia para Perdedores y Fracasados.

La miro. Parece confiada, engreída, muy segura de sí misma, y sé que tiene todo el derecho a estarlo, porque me ha pillado con las manos en la masa. Y aunque las pruebas puedan parecer circunstanciales, ambas sabemos que no lo son. Las dos sabemos que tiene razón.

—¿Qué es lo que quieres? —susurro al final. Doy por hecho que todo el mundo tiene un precio, así que me interesa descubrir cuál es el suyo. Durante el último año he visto y oído las imágenes y los pensamientos suficientes como para saber que eso es cierto.

—Bueno, para empezar, quiero que dejes de molestarme —me dice antes de cruzar los brazos para proteger la «prueba» del delito bajo su axila.

—Pero si yo no me meto contigo… —pronuncio las palabras con cierta torpeza—. Eres tú la que se mete conmigo.

Au contraire. —Sonríe sin dejar de mirarme con expresión sarcástica—. El mero hecho de tener que verte todos los días es una molestia. Una enorme y terrible molestia.

—¿Quieres que deje las clases de Lengua? —pregunto. Aún no he soltado la estúpida botella, y lo cierto es que no sé muy bien qué hacer con ella. Si la dejo en mi taquilla, ella se chivará y hará que la confisquen… Y si la guardo en mi mochila, lo mismo.

—Sabes que todavía me debes el vestido que me destrozaste cuando sufriste aquel ataque.

«Asé que de eso se trata, de chantaje. Me alegro de haber ganado todo ese dinero en el hipódromo.»

Rebusco en mi mochila y cojo el monedero, más que dispuesta a pagarle si con eso consigo acabar con todo esto de una vez.

—¿Cuánto? —le pregunto.

Ella me mira con detenimiento, tratando de calcular cuánto vale la prueba que está en su posesión.

—Bueno, como ya te dije, era un vestido de marca… y no es fácil sustituirlo… así que…

—¿Cien? —Saco un billete de Ben Franklin y se lo ofrezco.

Stacia pone los ojos en blanco.

—Es evidente que no tienes ni idea de lo que cuestan la ropa de moda y los complementos necesarios; tienes que mejorar esa oferta. Apunta un poco más alto, hacia algo bastante más caro —dice mientras se come con los ojos mi monedero.

Pero puesto que los chantajistas tienen cierta tendencia a volver y a incrementar la cantidad de dinero solicitada en un principio, sé que es mejor acabar con este asunto ahora, antes de que la cosa llegue más lejos. Así pues, la miro y digo:

—Como ambas sabemos que compraste ese vestido en un outlet cuando ibas de camino a casa desde Palm Springs… —Sonrío al recordar lo que vi aquel día en el pasillo—… estoy dispuesta a darte lo que te costó el vestido; y, si la memoria no me falla, fueron ochenta y cinco dólares. Así las cosas, cien dólares me parece una oferta más que generosa, ¿no crees?

Ella me mira de arriba abajo y sonríe mientras coge el billete para guardárselo en el bolsillo. Luego mira la botella y a mí alternativamente antes de decir con una sonrisa:

—Bueno, ¿no vas a ofrecerme un trago?

Si alguien me hubiera dicho ayer que entraría en el baño para echar un trago con Stacia Miller, jamás lo habría creído. Pero lo cierto es que fue exactamente eso lo que hice. La arrastré hacia el interior del baño para que ambas pudiéramos escondernos en un rincón y darle un par de tragos a una botella de agua llena de vodka.

No hay nada como compartir las adicciones y los secretos ocultos para unir a la gente.

Y cuando entró Haven y nos pilló así, abrió los ojos de par en par y dijo:

—¿Qué narices está pasando aquí?

A mí me entró un ataque de risa. Stacia la miró con los ojos entornados y balbuceó:

—Hola, chica… hip… gótica.

—¿Me he perdido algo? —preguntó mi amiga, que nos miraba con expresión recelosa—. ¿Se supone que esto debe resultar divertido?

Y el hecho de ver cómo nos miraba con esa pose autoritaria, desdeñosa y seria, nos hizo reír aún más. Tan pronto como la puerta se cerró con estruendo tras de sí, volvimos a darle a la botella.

Sin embargo, encerrarse en el baño con Stacia no asegura un puesto en la mesa VIP. Y, como lo sé, decido no intentarlo siquiera y me dirijo a mi sitio habitual. Me encuentro en un estado tan ebrio, tengo la cabeza tan confusa, que tardo un momento en darme cuenta de que allí tampoco soy bienvenida.

Me dejo caer en el banco, miro a Haven y a Miles con los ojos entornados y me echo a reír de repente sin ningún motivo. O al menos, sin ningún motivo para ellos. Pero, si pudieran ver la expresión de sus caras, sé que también se echarían a reír.

—¿Qué le pasa? —pregunta Miles, que levanta la vista del guión.

Haven frunce el ceño.

—Está majara; total y completamente majara. La he pillado en el baño con Stacia Miller, nada más y nada menos.

Miles se queda con la boca abierta y su frente se arruga de una forma que me provoca un nuevo ataque de risa. Y al ver que no paro de reír, mi amigo se inclina hacia mí, me da un pellizco en el brazo y dice:

—¡Chist! —Echa un vistazo alrededor y luego vuelve a mirarme—. En serio, Ever, ¿te has vuelto loca? Por Dios, Ever, desde que Damen se marchó estás…

—Desde que Damen se marchó… ¿qué? —Me aparto tan rápido que pierdo el equilibrio y estoy a punto de caerme del banco, pero me enderezo a tiempo para ver que Haven sacude la cabeza y sonríe con sorna—. Vamos, Miles, escúpelo ya. —Lo miro con rabia—. Y tú también, Haven, escúpelo de una vez. —Aunque en realidad me sale algo parecido a «ezcúpechlo», y no creo que ellos hayan pasado por alto ese pequeño detalle.

—¿Quieres que lo ezcupachmos de una vez? —Miles sacude la cabeza mientras Haven pone los ojos en blanco—. Bueno, seguro que nos encantaría hacerlo si supiéramos lo que eso significa. ¿Tú sabes lo que significa? —Mira a Haven.

—Suena parecido al alemán —responde ella, que me fulmina con la mirada.

Adopto una expresión exasperada y me levanto para marcharme de allí, aunque no coordino muy bien los movimientos y acabo golpeándome la rodilla.

—¡Ayyy! —grito antes de dejarme caer de nuevo en el banco para cogerme la pierna. Cierro los ojos con fuerza en un intento por superar el dolor.

—Toma, bébete esto —me ordena Miles antes de ofrecerme su Vitamin Water—. Y dame las llaves, porque es evidente que no estás en condiciones de llevarme a casa.

Miles tenía razón. No estaba en condiciones de llevarlo a casa. Y ese es el motivo por el que condujo el coche él mismo.

Yo fui con Sabine.

Mi tía me ayuda a sentarme en el asiento del acompañante y luego rodea el coche para ocupar su sitio. Cuando pone el motor en marcha y sale del aparcamiento, sacude la cabeza, aprieta la mandíbula y me mira.

—¿Expulsada? ¿Qué has hecho para merecer el honor de que te expulsen? ¿Te importaría explicármelo, por favor?

Cierro los ojos y apoyo la frente contra la ventanilla lateral; el cristal limpio me refresca la piel.

—Es solo una expulsión temporal —murmuro—. ¿Recuerdas? Conseguiste que solo fuera temporal. Y de una forma bastante impresionante, debo añadir. Ahora sé por qué ganas tanto dinero. —La miro por el rabillo del ojo en el preciso instante en que mis palabras consiguen que su rostro pase de la preocupación a la ira, dotando a sus rasgos de una expresión que yo no había visto nunca. Y aunque sé que debería sentirme mal, avergonzada, culpable y cosas mucho peores… el hecho es que no fui yo quien le pedí que rebajara mi condena. No fui yo quien le pedí que alegara «circunstancias atenuantes». Ni que dijera que el hecho de beber alcohol en el instituto estaba «claramente mitigado» por la gravedad de mi situación y el enorme «impacto negativo» que ha supuesto para mí la pérdida de toda mi familia.

Y aunque sé que lo ha dicho con buena intención, aunque sé que mi tía cree a pies juntillas que eso es cierto, preferiría que hubiera dejado que me expulsaran.

En el momento en que me pillaron frente a mi taquilla, la borrachera se me pasó de golpe y lo ocurrido durante los días anteriores volvió a mi cabeza, como si se tratara del preestreno de una película que habría preferido no ver… y que se detiene en el momento en que olvido pedirle a Stacia que borre esa foto.

Más tarde, en la oficina, descubrí que había sido Honor quien había mostrado la fotografía en su teléfono y que Stacia se había ido a casa porque se sentía mal a causa de un desafortunado caso de «intoxicación alimentaria» (aunque no antes de encargarse de que Honor le enseñara la foto al director Buckley y le explicara sus «preocupaciones»). Bueno, tengo que admitir que aunque sabía que me encontraba en un buen aprieto (en un enorme y descomunal aprieto de esos de «puedes estar segura de que esto figurará en tu expediente»), había una parte de mí que sentía admiración por Stacia. Esa parte que sacudió su diminuta cabeza y pensó: «¡Bravo! ¡Bien hecho!».

Porque, a pesar de todos los problemas que me ha causado en el instituto y con Sabine, Stacia no solo ha cumplido su promesa de destruirme, sino que también ha conseguido embolsarse cien dólares y tener la tarde libre por las molestias. Y eso es admirable.

Al menos, en un sentido sádico, calculador y siniestro.

Con todo, gracias a los esfuerzos coordinados de Stacia, Honor y el director Buckley, no tendré que ir al instituto mañana. Ni pasado mañana. Ni el día después. Lo que significa que tendré la casa para mí sola todo el día, todos los días, y podré gozar de toda la intimidad que deseo para continuar bebiendo y aumentando mi tolerancia al alcohol mientras Sabine está en el trabajo.

Porque ahora que he encontrado una forma de conseguir la paz, no permitiré que nadie se interponga en mi camino.

—¿Desde cuándo pasa esto? —pregunta Sabine, que no sabe muy bien cómo plantearme las cosas, cómo manejarme—. ¿Tendré que esconder todo el alcohol de la casa? ¿Es necesario que te castigue sin salir? —Sacude la cabeza—. ¡Estoy hablando contigo, Ever! ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué te pasa? ¿Quieres que busque a alguien con quien puedas hablar? Porque conozco a un gran psicólogo que está especializado en terapia contra la depresión…

Siento que me está mirando, percibo la preocupación que emana de su rostro, pero cierro los ojos y finjo estar dormida. No puedo explicarle las cosas, no puedo contarle la sórdida verdad sobre las auras, las visiones, los espíritus y los ex novios inmortales. Porque aunque contrató a una vidente para la fiesta, para ella no fue más que una broma, una especie de chiste, un toque esotérico para que la gente se divirtiera un poco. Sabine es una mujer racional, organizada y compartimentada que opera siguiendo la más pura lógica del «blanco o negro» y que evita toda la escala de grises. Y si alguna vez fuera lo bastante estúpida como para confiar en ella, como para revelarle los auténticos secretos de mi vida, haría algo más que «buscarme a alguien con quien hablar». Haría que me encerraran en un manicomio.

Tal y como prometió, Sabine esconde todo el alcohol que hay en la casa antes de volver al trabajo. En cuanto sale por la puerta, bajo las escaleras y me dirijo hacia la despensa para coger todas las botellas de vodka que sobraron en la fiesta de Halloween, las mismas que mi tía guardó al fondo y olvidó por completo. Después las llevo hasta mi habitación y me tumbo en la cama, entusiasmada con la idea de pasar tres semanas sin ir a clase. Veintiún días gloriosos que se extienden ante mí como la comida ante un gato hambriento. Una semana por la suspensión temporal y dos más por las oportunas vacaciones de Navidad. Y pienso pasar cada momento, cada largo y ocioso día, atontada por el efecto del vodka.

Me apoyo contra las almohadas y desenrosco el tapón, decidida a ir poco a poco. Doy un trago y espero a que el alcohol se deslice garganta abajo hasta mi estómago, se introduzca en mi riego sanguíneo y empiece a hacer efecto antes de dar otro. Nada de engullid nada de tragar con prisa; no está permitido resoplar. Tan solo un caudal pausado y constante de alcohol hasta que mi cabeza comience a despejarse y el mundo brille con más fuerza. Hasta que pueda sumergirme en un lugar mucho más feliz. Un mundo sin recuerdos. Un hogar sin pérdidas.

Una vida en la que solo «veo» lo que se supone que puedo ver.