En el instante en que Damen se detiene en el camino de entrada de mi casa, salto del coche, atravieso a la carrera la puerta principal y subo las escaleras de dos en dos hacia mi dormitorio, esperando y rogando que Riley esté allí. Necesito verla, necesito hablar con ella acerca de todos los pensamientos disparatados que tengo en la cabeza. Es la única a la que puedo explicárselo, la única que podría entenderme.
Echo un vistazo a la habitación, al cuarto de baño y a la terraza; me coloco en mitad de la estancia y pronuncio su nombre, presa de una extraña sensación de intranquilidad, nerviosismo y pánico que no consigo explicarme del todo.
Sin embargo, al ver que ella no aparece, me tumbo en la cama, me acurruco todo lo que puedo y revivo el dolor de su pérdida una vez más.
—Ever, cariño, ¿te encuentras bien? —Sabine deja las bolsas en el suelo y se arrodilla a mi lado; siento la frescura y la firmeza de su mano sobre mi piel caliente y húmeda.
Cierro los ojos y niego con la cabeza; sé que, a pesar del reciente desmayo, a pesar del malestar y el cansancio que me embargan, no estoy enferma. Al menos, no de la forma que ella cree. Es algo más complicado que eso y no se cura con tanta facilidad.
Ruedo hacia un lado y utilizo el extremo de la funda de la almohada para enjugarme las lágrimas. Luego me vuelvo hacia ella y le digo:
—A veces… a veces lo ocurrido cae como una losa encima de mí, ¿sabes? Y la cosa no mejora con el tiempo.
Me falta aire, y los ojos se me llenan de lágrimas una vez más.
Sabine me mira con una expresión suavizada por la pena.
—No estoy segura de que vayan a mejorar nunca —me dice—. Creo que tendrás que acostumbrarte a esa sensación de vacío y de pérdida y aprender a vivir con ella. —Sonríe y me limpia las lágrimas con la mano.
Y cuando se tumba a mi lado, no me aparto. Solo cierro los ojos y me permito sentir su dolor, y el mío, hasta que se mezclan y se convierten en una masa sin principio ni fin. Y nos quedamos así, llorando, charlando y compartiendo cosas, como deberíamos haber hecho hace mucho tiempo. Si yo lo hubiese permitido. Si no la hubiera apartado de mi vida.
Cuando Sabine se levanta por fin para preparar algo de cenar, rebusca en las bolsas de la compra y dice:
—Mira lo que he encontrado en el maletero de mi coche. Te la tomé prestada hace una eternidad, justo después de que te mudaras aquí. No recordaba que la tenía todavía.
Me arroja la sudadera con capucha de color melocotón.
La misma cuya existencia yo había olvidado.
La misma que no me he puesto desde la primera semana en el instituto.
La misma que llevaba puesta en la foto que Damen tiene sobre su mesita de café, aunque por aquel entonces ni siquiera nos conocíamos.
El día siguiente en el instituto, llevo el coche más allá de Damen y de ese estúpido sitio que siempre reserva para mí y aparco en lo que me parece la otra punta del mundo.
—¿Qué demonios haces? —pregunta Miles, que me mira con incredulidad—. ¡Has dejado atrás el sitio! ¡Y ahora mira todo lo que tendremos que caminar!
Cierro la puerta del coche con fuerza y atravieso el aparcamiento a toda prisa. No presto atención a Damen, que me está esperando apoyado contra su coche.
—¿Hola? Tío moreno y guapo a las tres en punto; ¡acabas de dejarlo atrás! ¿Qué narices te pasa? —pregunta Miles, que me coge del brazo y me mira a los ojos—. ¿Os habéis peleado o qué?
Yo me limito a negar con la cabeza y me alejo un poco.
—No pasa nada —respondo mientras camino hacia el edificio.
Aunque, la última vez que lo comprobé, Damen caminaba detrás de mí, cuando entro en clase y me dirijo a mi sitio, él ya está allí. Así Pues, me subo la capucha y enciendo el iPod en un intento por ignorarlo mientras aguardo a que el señor Robins pase lista.
—Ever… —susurra Damen.
Clavo la mirada al frente, concentrada en la línea de nacimiento del pelo del señor Robins, que cada vez está más alta, y espero a que sea mi turno de decir: «Aquí».
—Ever, sé que estás enfadada. Pero puedo explicártelo.
Sigo mirando al frente y finjo no oírlo.
—Ever, por favor… —suplica Damen.
Sin embargo, me limito a actuar como si no estuviera allí. Y justo cuando el señor Robins llega a mi nombre, Damen suspira, cierra los ojos y dice:
—Está bien. Pero recuerda que tú lo has querido.
Y al instante se oye un terrible «¡Pum!» en toda la clase cuando diecinueve cabezas caen sobre sus mesas.
La cabeza de todo el mundo menos la de Damen y la mía.
Miro a mi alrededor con la boca abierta sin saber qué ocurre y, cuando finalmente me giro hacia Damen, le dirijo una mirada acusadora. Él se limita a encogerse de hombros y a decir:
—Esto es justo lo que esperaba poder evitar.
—¿Qué has hecho? —Observo los cuerpos inconscientes y una idea terrible empieza a formarse en mi cabeza—. ¡Dios mío, los has matado! ¡Los has matado a todos! —grito. Mi corazón late tan deprisa que temo que él pueda oírlo.
Damen niega con la cabeza y dice:
—Vamos, Ever. ¿Por quién me has tomado? Por supuesto que no los he matado. Están… echándose una cabezadita, eso es todo.
Me deslizo hasta el extremo de mi asiento con los ojos clavados en la puerta, planeando mi huida.
—Puedes intentarlo, pero no llegarás muy lejos. Ya has visto que he llegado a clase antes que tú, y eso que me llevabas ventaja. —Cruza las piernas y me mira; su voz y su expresión son tan serenas como pueden serlo.
—¿Puedes leerme la mente? —susurro. Y al recordar algunos de mis más vergonzosos pensamientos, mis mejillas se ruborizan y me aferró al borde de la mesa.
—Normalmente, sí. —Se encoge de hombros—. Bueno, casi siempre, la verdad.
—¿Desde cuándo? —Lo observo con detenimiento. Una parte Be mí quiere intentar escapar, pero la otra quiere obtener algunas respuestas antes de morir.
—Desde la primera vez que te vi —susurra él. Clava la mirada en is ojos y me provoca una oleada de calidez que recorre todo mi cuerpo.
—¿Y cuándo fue eso? —insisto con voz temblorosa al recordar la foto de su mesa. Me pregunto cuánto tiempo lleva acechándome.
—No te estoy acechando. —Se echa a reír—. Al menos, no de la forma que tú te piensas.
—¿Y por qué debería creerte? —Lo fulmino con la mirada; sé muy bien que no debo confiar en él, sin importar lo trivial que sea la cuestión.
—Porque jamás te he mentido.
—¡Ahora me estás mintiendo!
—Jamás te he mentido en nada importante —dice antes de apartar la mirada.
—Vaya, ¿en serio? Me hiciste una foto mucho antes de que te puntaras a este instituto. ¿Qué posición ocupa eso en tu lista de coas importantes que hay que compartir en una relación? —Clavo en una mirada asesina.
Damen suspira, y sus ojos parecen cansados cuando dice:
—¿Y qué puesto ocupa en la tuya ser una clarividente que charla con su hermana muerta?
—No sabes nada sobre mí. —Me pongo en pie con las manos temblorosas y sudadas y el corazón a mil por hora antes de echar un vistazo a todos los compañeros de clase inconscientes. Stacia tiene la boca abierta; Craig ronca tan alto que su cuerpo se estremece; y el señor Robins parece más feliz y tranquilo de lo que lo he visto nunca.
—¿Esto pasa en todo el instituto o solo en esta aula?
—No estoy seguro, pero supongo que en todo el instituto… —Asiente y sonríe al mirar a su alrededor, bastante satisfecho al parecer con su obra.
Y sin decir nada más, me levanto de la silla, corro hacia la puerta y atravieso el pasillo y el patio en dirección a la oficina. Dejo atrás a todos los secretarios y administrativos que duermen sobre sus escritorios antes de salir como una exhalación hacia el aparcamiento. Corro hacia mi pequeño Miata rojo, donde Damen ya me está esperando con mi mochila colgada de la punta de los dedos.
—Te lo dije. —Se encoge de hombros y me devuelve la mochila.
Me quedo de pie frente a él, sudorosa, frenética y aterrada. Todos los momentos olvidados regresan a mi memoria: su rostro cubierto de sangre, Haven forcejeando y gimiendo, esa espeluznante habitación… Y sé que Damen le ha hecho algo a mi cerebro, algo para evitar que recordara. Y aunque no soy rival para alguien como él, me niego a rendirme sin luchar.
—¡Ever! —grita. Extiende el brazo hacia mí, pero después baja la mano a un lado—. ¿Crees que he hecho todo esto para poder matarte? —Sus ojos están llenos de angustia y examinan mi rostro con frenesí.
—¿No es ese el plan? —Lo miro con furia—. Haven cree que lo que ocurrió no fue más que un sueño gótico salvaje provocado por la fiebre. Soy la única que sabe la verdad. La única que sabe el horrible monstruo que eres en realidad. Lo único que no entiendo es por qué no te limitaste a matarnos a las dos cuando tuviste la oportunidad. ¿Por qué te molestaste en borrarme los recuerdos y mantenerme con vida?
—Jamás te haría daño —dice. Sus ojos están cargados de dolor—. Lo malinterpretaste todo. Yo trataba de salvar a Haven, no de hacerle daño. Lo que pasa es que no quisiste escucharme.
—En ese caso, ¿por qué parecía que Haven estaba al borde de la muerte? —Aprieto los labios para evitar que tiemblen y fijo la mirada en él.
—Porque estaba al borde de la muerte —replica él molesto—. El tatuaje de su muñeca estaba infectado de la peor manera… y la estaba matando. Cuando nos viste, acababa de succionarle el «veneno», como se hace cuando te muerde una serpiente.
Niego con la cabeza.
—Sé lo que vi.
Damen cierra los ojos y se pellizca el puente de la nariz con los dedos. Respira hondo antes de mirarme y decir:
—Sé lo que parece. Y sé que no me crees. Pero traté de explicarme y tú no me permitiste hacerlo, así que he montado todo este nu-merito para llamar tu atención. Porque, créeme, Ever, lo interpretaste todo mal.
Me mira con ojos oscuros e intensos, con las manos relajadas y abiertas, pero no me lo trago. Ni una sola palabra. Ha tenido cientos, quizá miles de años para perfeccionar ese monólogo; el resultado es una actuación impresionante, pero sigue siendo una actuación. Y aunque no puedo creer lo que estoy a punto de decir, aunque no puedo quitarme esa idea de la cabeza, solo hay una explicación posible para lo sucedido, por extraña que parezca.
—Lo único que sé es que quiero que vuelvas a tu ataúd, o con tu gente, o a donde quiera que estuvieras antes de venir aquí y… —Jadeo en busca de aliento. Me siento atrapada en una especie de pesadilla horrible de la cual deseo despertar pronto—. ¡Déjame en paz! ¡Lárgate de una vez!
Damen cierra los ojos y sacude la cabeza.
—No soy un vampiro, Ever —dice conteniendo la risa.
—Vaya, ¿de verdad? ¡Demuéstralo! —grito con voz trémula. Lo
miro a los ojos con la absoluta convicción de que lo único que me hace falta para acabar con todo esto es un rosario, una ristra de ajos y una estaca de madera.
Sin embargo, él se echa a reír.
—No seas ridícula. Los vampiros no existen.
—Sé lo que vi —repito, recordando la sangre, a Haven y aquella extraña habitación. Sé que él ve lo que estoy viendo y me pregunto cómo piensa explicarme su amistad con María Antonieta, Picasso, Van Gogh, Emily Bronté y William Shakespeare… que vivieron siglos atrás.
Damen sacude la cabeza y dice:
—Bueno, debo confesar que también mantenía una buena amistad con Leonardo da Vinci, con Botticelli, con Francis Bacon, con Albert Einstein y con John, Paul, George y Ringo. —Hace una pausa para contemplar la expresión vacía de mi rostro y suelta un gemí' do—. Por Dios, Ever, ¡son los Beatles! —Sacude la cabeza y se echa a reír—. Madre mía, haces que me sienta muy viejo.
Me limito a quedarme allí de pie, sin respirar apenas. No comprendo nada, pero, cuando extiende la mano hacia mí, tengo el buen juicio de apartarme.
—No soy un vampiro, Ever. Soy un inmortal.
Pongo los ojos en blanco.
—Vampiro, inmortal, da lo mismo —le digo al tiempo que sacudo la cabeza furiosa. Me parece ridículo discutir acerca del nombre.
—Ya, pero resulta que merece la pena discutir sobre el nombre, porque existe una enorme diferencia. Verás, un vampiro es una criatura de ficción que solo existe en los libros, en las películas y en la imaginación hiperactiva de algunas personas como tú. —Sonríe—. Y yo soy un inmortal. Lo que significa que llevo vagando por el mundo desde hace cientos de años en un único ciclo vital. No obstante, a diferencia de la fantasía que has conjurado en tu cabeza, mi inmortalidad no depende de chupar sangre, de hacer sacrificios humanos ni de ningún otro acto desagradable que hayas podido imaginar.
Lo miro con los párpados entornados al recordar el extraño brebaje rojo que bebe siempre, y me pregunto si eso tiene algo que ver con su longevidad. Si se trata de una especie de zumo que otorga la mortalidad o algo así.
—Un zumo inmortal… —Se echa a reír—. Esa es buena. Imagina las posibilidades comerciales. —Pero cuando ve que a mí no me hace gracia, su rostro se relaja y dice—: Ever, por favor, no tienes por qué temerme. No soy peligroso, ni malvado, y jamás haría nada que udiera lastimarte. No soy más que un chico que ha vivido mucho, mucho tiempo. Puede que incluso demasiado, ¿quién sabe? Pero eso no me convierte en una mala persona. Solo en una persona inmortal. Y me temo…
Estira la mano hacia mí, pero retrocedo. Me tiemblan las piernas y me siento mal, pero me niego a escuchar nada más.
—¡Mientes! —susurro con el corazón lleno de ira—. ¡Esto es una locura! ¡Tú estás loco!
Él hace un movimiento negativo con la cabeza y me mira con los ojos llenos de arrepentimiento. Después da un paso hacia mí y dice:
—¿Recuerdas la primera vez que me viste, aquí, en el aparcamiento? ¿Recuerdas que en el instante en que tus ojos se posaron sobre los míos sentiste una súbita sensación de reconocimiento? ¿Y el desmayo del otro día? ¿Recuerdas que cuando abriste los ojos y me miraste estuviste a punto de recordar, a punto de recuperar la memoria, antes de que se evaporase?
Lo miro fijamente, inmóvil, paralizada. Siento justo lo que él acaba de decir, pero me niego a escucharlo.
—¡No! —susurro al tiempo que doy otro paso atrás. Me siento mareada, las rodillas comienzan a fallarme y pierdo el equilibrio.
—Fui yo quien te encontró aquel día en el bosque. ¡Fui yo quien te trajo de vuelta!
Sacudo la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.
«¡No!»
—Los ojos que mirabas durante tu… retorno… eran los míos, Ever. Yo estaba allí. Estaba allí, justo a tu lado. Te traje de vuelta. Te salvé. Sé que lo recuerdas. Puedo verlo en tus pensamientos.
—¡No! —grito antes de taparme los oídos y cerrar los ojos—. ¡Para de una vez! —-No deseo oír nada más.
—Ever… —Su voz invade mis pensamientos, mis sentidos—. Lo siento, pero es la verdad. Aunque no tienes motivo alguno para temerme.
Me desmorono en el suelo y escondo la cara entre las rodillas mientras mi cuerpo se estremece entre violentos sollozos.
—¡No tenías derecho a acercarte a mí ni a interferir en mi vida! ¡Es culpa tuya que sea un bicho raro! ¡Es culpa tuya que esté atrapada en esta vida horrible! ¿Por qué no me dejaste en paz? ¿Por qué no me dejaste morir?
—No podía soportar perderte de nuevo —susurra él, que se arrodilla a mi lado—. Esta vez no. Otra vez no.
Levanto la cabeza para mirarlo. No tengo ni la menor idea de lo que quiere decir, pero espero que no trate de explicármelo. Ya he oído todo lo que puedo soportar y quiero que pare ya. Solo quiero que esto termine.
Damen sacude la cabeza con expresión consternada.
—Ever, por favor, no pienses eso. Por favor…
—Así que… así que decidiste traerme de vuelta sin más y dejar que el resto de mi familia muriera, ¿no? —Lo observo mientras el dolor que me consume se convierte en un sentimiento de ira abrasador—. ¿Por qué? ¿Por qué hiciste algo así? Si eso es cierto, si eres tan poderoso que puedes despertar a los muertos, ¿por qué no los salvaste a ellos también? ¿Por qué solo a mí?
Damen se encoge ante la hostilidad de mi mirada, ante los diminutos dardos de odio que vuelan hacia él. Luego cierra los ojos y dice:
—No soy tan poderoso. Y, además, era demasiado tarde. Ellos ya habían seguido adelante. Pero tú… tú te demoraste. Y creí que eso significaba que querías vivir.
Me apoyo contra el coche y cierro los ojos mientras me esfuerzo por respirar. «Así que en realidad es culpa mía. Me entretuve vagando por ese estúpido prado, distraída por aquellos árboles palpitantes y las flores que temblaban, mientras ellos seguían adelante y cruzaban al otro lado. Mordí su anzuelo…»
Damen me observa durante un instante antes de apartar la mirada.
Y, cómo no, la única vez que estoy tan furiosa que realmente podría matar a alguien, resulta que la persona contra la que va dirigida mi rabia afirma ser, bueno, «inmatable».
—¡Lárgate! —exclamo al final, justo antes de arrancarme la pulsera con forma de bocado de la muñeca y arrojársela. Quiero olvidarme de eso, de él, de todo. He visto y oído más de lo que puedo soportar—. Lárgate de una vez… No quiero verte nunca más.
—Ever, por favor, no digas eso si no hablas en serio —dice con voz suplicante y débil.
Hundo la cabeza entre mis manos, demasiado exhausta para llorar, demasiado destrozada para articular palabra. Y como sé que él puede oír mis pensamientos, cierro los ojos y pienso: «Has dicho que jamás me harías daño, pero ¡mira lo que has hecho! ¡Lo has arruinado todo! Me has destrozado la vida, ¿y para qué? ¿Para que pudiera estar sola? ¿Para que fuera un bicho raro el resto de mi vida? Te odio… Te odio por lo* que me has hecho… Odio en lo que me has convertido… ¡Te odio por ser tan egoísta! ¡Y no quiero volver a verte nunca! ¡Jamás!».
Me quedo así, con la cabeza entre las manos, meciéndome adelante y atrás contra la rueda de mi coche. Permito que las palabras se repitan en mi cabeza una y otra vez.
«Permíteme ser normal, por favor, permite que sea normal otra vez. Lárgate de una vez y déjame en paz. Porque te odio… Te odio. Te odio.»
Cuando por fin levanto la mirada, estoy rodeada de tulipanes. Cientos de miles de tulipanes, todos rojos. Los suaves y lustrosos pétalos resplandecen bajo el sol de la mañana; llenan el aparcamiento y cubren todos los coches. Y, mientras me esfuerzo por ponerme en pie y me sacudo la ropa, sé sin necesidad de mirar que la persona que me los envía se ha marchado.