Al día siguiente en el instituto, aparco en el sitio de siempre, salgo del coche y paso junto a Damen para acercarme a Haven, que está esperando junto a la verja. Y aunque por lo general hago todo lo posible por evitar el contacto físico, la agarro por los hombros y la abrazo con todas mis fuerzas.
—Vale, vale, yo también te quiero. —Mi amiga se echa a reír y sacude la cabeza antes de apartarme—. Venga ya, sabes muy bien que no iba a seguir enfadada con vosotros para siempre.
Su cabello, teñido de rojo, está seco y liso; su esmalte de uñas negro está descascarillado; las sombras que hay bajo sus ojos parecen más oscuras de lo habitual y su rostro está decididamente pálido. Y aunque ella me asegura que se encuentra bien, no puedo evitar darle un nuevo abrazo.
—¿Cómo te encuentras? —pregunto mientras la observo con detenimiento en un intento por «ver» lo que siente, pero su aura tiene un color gris, débil y transparente, así que no consigo ver nada.
—¿Qué es lo que te ocurre? —Sacude la cabeza y me aparta una vez más—. ¿De qué va toda esta demostración de amor y afecto? No me lo esperaba de ti, la que siempre lleva el iPod y la capucha.
—Me enteré de que estabas enferma y como no viniste al instituto ayer… —Me quedo callada. Me siento algo ridicula por haberme comportado de semejante forma.
Sin embargo, Haven se echa a reír.
—Ya sé lo que pasa aquí —me responde—. Todo esto es culpa tuya, ¿verdad? —Señala a Damen con el dedo—. Has aparecido por aquí y has transformado a mi fría y desapegada amiga en una boba sentimental.
Y aunque Damen también se ríe, la risa no alcanza sus ojos.
—No ha sido más que una gripe —añade mientras Miles enlaza el brazo con el de ella y todos atravesamos la puerta—. Aunque supongo que pensar en lo que le ha sucedido a Evangeline no ha hecho más que empeorar las cosas. Lo cierto es que tenía tanta fiebre que me desmayé un par de veces.
—¿En serio? —Me aparto de Damen para poder caminar a su lado.
—Sí, fue de lo más extraño. Me acostaba por la noche con un pijama y me despertaba por las mañanas con otro diferente. Y cuando buscaba el que llevaba puesto antes, no lograba encontrarlo, como si se hubieran desvanecido o algo así.
—Bueno, la verdad es que tu habitación está hecha un desastre. —Miles suelta una carcajada—. O tal vez estuvieras delirando; ya sabes que esas cosas pueden ocurrir cuando se tiene mucha fiebre.
—Tal vez. —Haven se encoge de hombros—. Pero todas mis bufandas negras han desaparecido también, así que he tenido que pedirle prestada esta a mi hermano. —Alza el extremo de la bufanda azul que lleva puesta y lo hace girar.
—¿Había alguien que cuidara de ti? —pregunta Damen, que se pone a mi lado, me da la mano y entrelaza los dedos con los míos, provocándome una oleada de calidez que recorre todo mi cuerpo.
Haven niega con la cabeza y pone los ojos en blanco.
—¿Bromeas? Lo cierto es que parece que estoy tan emancipada como tú. Además, siempre cierro mi puerta con llave. Podría haberme muerto allí dentro que nadie se habría enterado.
—¿Y qué pasa con Drina? —pregunto, aunque se me retuerce el estómago al mencionar su nombre.
Haven me mira extrañada y dice:
—Drina está en Nueva York. Se marchó el viernes por la noche. De todas formas, espero que no pilléis esta gripe, chicos, porque, aunque algunos de los sueños fueron geniales, sé que a vosotros no os gustarían demasiado. —Se detiene al lado de su aula y se apoya contra la pared.
—¿Soñaste con una especie de cañón? —le pregunto. Suelto la mano de Damen y me acerco tanto a ella que tengo la cara casi pegada a la suya.
Pero Haven se limita a reírse y me aparta de un empujón.
—Perdona, pero me gusta que corra el aire. —Sacude la cabeza—. Y no, no había ninguna especie de cañón. Solo cosas de tipo gótico, escenarios llenos de sangre y todo eso; es difícil de explicar.
Y en el preciso instante en que dice eso, en el momento en que oigo la palabra «sangre», todo se vuelve negro y mi cuerpo comienza a desplomarse.
—¿Ever? —grita Damen, que me coge segundos antes de que me estrelle contra el suelo—. Ever… —susurra con voz tensa y preocupada.
Y cuando abro los ojos y veo los suyos, hay algo en su expresión, algo en la intensidad de su mirada, que me resulta muy familiar. Sin embargo, justo cuando los recuerdos empiezan a tomar forma, la voz de Haven los hace desaparecer.
—Así es justo como empieza —dice—. Bueno, yo no me desmayé hasta pasado un tiempo, pero la cosa comienza con una sensación abrumadora de mareo.
—Tal vez esté embarazada —dice Miles lo bastante alto para que algunos de los estudiantes que pasan al lado puedan oírlo.
—No es probable —replico yo, sorprendida al descubrir que me siento mucho mejor ahora que Damen me rodea con sus fuertes brazos—. Estoy bien, de verdad. —Me pongo en pie con cierta dificultad y me aparto un poco de él.
—Deberías llevarla a casa —dice Miles mirando a Damen—. Tiene un aspecto horrible.
—Sí. —Haven le da a razón—. Deberías descansar, en serio. No querrás pillar lo mismo que yo, ¿verdad?
Y aunque insisto en que quiero ir a clase, nadie me escucha. Y lo único que sé es que poco después Damen me rodea la cintura con el brazo y me conduce hasta su coche.
—Esto es ridículo —digo mientras salimos del aparcamiento y nos alejamos del instituto—. Estoy bien, en serio. Por no mencionar que nos van a empapelar por faltar a clase otra vez…
—Nadie nos va a empapelar. —Me mira un instante antes de volver a concentrarse en la carretera—. ¿Debo recordarte que te has desmayado? Tienes suerte de que te haya cogido a tiempo.
—Sí, pero la cosa es que me cogiste a tiempo. Y que ahora estoy bien. De verdad. Si tan preocupado estabas por mí, deberías haberme llevado enseguida a la enfermería del instituto. No tenías por qué raptarme.
—No te estoy raptando —replica bastante enfadado—. Solo quiero cuidar de ti, asegurarme de que estás bien.
—Vaya, ¿ahora eres médico? —Sacudo la cabeza y hago una mueca de exasperación.
Sin embargo, Damen guarda silencio. Se limita a recorrer la autopista de la costa y a pasar sin detenerse por delante de la calle que conduce hasta mi casa. Al final, para el coche frente a una enorme e impresionante verja.
—¿Adonde me llevas? —pregunto.
Veo que saluda con la cabeza a una vigilante que me resulta familiar y que ella le sonríe a su vez antes de permitirnos el paso.
—A mi casa —murmura.
Conduce hasta la cima de una colina antes de hacer una serie de giros. Llegamos a un callejón sin salida en cuyo extremo se encuentra un enorme garaje.
Luego me da la mano y me guía a través de una cocina bien equipada hasta el estudio, donde me detengo con los brazos en jarras para observar los hermosos muebles, que no tienen nada que ver con el estilo chic que me esperaba.
—¿Todo esto es tuyo de verdad? —pregunto mientras paso la mano por el mullido sofá de felpilla y observo las exquisitas lámparas, las alfombras persas, la extraña colección de pinturas al óleo y la mesa oscura de café ocupada por libros de arte, velas y una foto mía enmarcada.
—¿Cuándo me has hecho esta fotografía? —La cojo de la mesa y la estudio con atención, ya que no tengo ningún recuerdo en absoluto de ese momento.
—Te comportas como si no hubieras estado aquí nunca —dice Damen, que me hace un gesto para que me siente.
—Porque nunca he estado aquí. —Me encojo de hombros.
—Sí que has estado —insiste—. ¿No recuerdas el último domingo? ¿Después de la playa? Todavía tengo tu traje de neopreno tendido arriba. Venga, siéntate. —Da unos golpecitos en los cojines del sofá—. Quiero que descanses.
Me dejo caer sobre los confortables cojines sin soltar la foto, preguntándome dónde fue tomada. Tengo el pelo largo y suelto, mi rostro está un poco ruborizado y llevo puesta una sudadera con capucha color melocotón que había olvidado que tenía. No obstante, aunque parece que estoy riendo, mis ojos están tristes y serios.
—Te la hice un día en el instituto sin que lo supieras. Prefiero las fotos inesperadas, es la única forma de capturar la verdadera esencia de la persona —dice antes de quitármela de la mano para volver a dejarla en la mesa—. Ahora, cierra los ojos y descansa mientras te preparo un té.
Cuando el té está listo, Damen me pone una taza entre las manos y después me envuelve con un grueso chai de lana.
—Esto está muy bien y todo eso, pero no es necesario —le digo al tiempo que coloco la taza sobre la mesa y echo un vistazo al reloj. Si me marcho ahora, todavía podré llegar a tiempo a segunda hora—. De verdad. Estoy bien. Deberíamos regresar al instituto.
—Ever, te has desmayado —dice antes de sentarse a mi lado. Sus ojos examinan mi rostro mientras me acaricia el pelo.
—Esas cosas pasan. —Me encojo de hombros, avergonzada por el tremendo jaleo que se ha montado, sobre todo porque sé que estoy bien.
—En mi mundo, no —susurra mientras aparta la mano de mi pelo para dirigirla a la cicatriz de mi frente.
—No. —Me aparto justo antes de que la toque y observo cómo Damen deja caer la mano a un lado.
—¿Qué pasa? —pregunta mirándome con atención.
—No quiero que pilles la gripe tú también. —Es una mentira, pero no quiero admitir la verdad: que la cicatriz es para mí y solo para mí. Un recordatorio constante que se asegura de que no olvide jamás. Por esa razón me negué a someterme a la cirugía plástica, por eso me negué a permitir que la «arreglaran». Sé que lo que ocurrió jamás podrá arreglarse. Es culpa mía, mi dolor privado, y por ese motivo oculto la cicatriz bajo el flequillo.
Sin embargo, Damen se limita a reírse antes de decir:
—Yo no me pongo enfermo.
Cierro los ojos y sacudo la cabeza. Después los abro y le digo: —Vaya, así que tú no te pones enfermo, ¿eh? Se encoge de hombros y me pone la taza en los labios, instándome a beber.
Doy un pequeño sorbo antes de girar la cabeza y apartar la taza.
—Así que recapitulemos —le digo—: no te pones enfermo; no te metes en problemas por hacer novillos; sacas sobresalientes a pesar de los mencionados novillos; coges un pincel y, voilà!, pintas un Picasso mejor que Picasso. Sabes cocinar tan bien como cualquiera de los mejores chefs y solías trabajar como modelo en Nueva York… Y eso fue justo antes de que vivieras en Santa Fe, a donde te mudate después de vivir en Londres, en Rumania, en París y en Egipto. No trabajas y estás emancipado, aunque de alguna forma te las has apañado para vivir en una casa lujosamente decorada que sería el sueño de cualquier multimillonario; conduces un coche muy caro y…
—Roma —dice Damen, que me mira con seriedad.
—¿Qué?
—Has dicho que viví en Rumania cuando en realidad viví en Roma.
Pongo los ojos en blanco.
—Da igual, la cuestión es… —Me quedo callada, con las palabras atascadas en la garganta.
—¿Sí? —Se inclina hacia mí—. ¿Cuál es la cuestión?
Trago saliva con fuerza y aparto la mirada; mi mente le da vueltas a algo, a algo que lleva algún tiempo atormentándome. Algo sobre Damen, algo sobre esa cualidad suya casi sobrenatural…
«¿Será un fantasma como Riley? No, eso es imposible; todo el mundo puede verlo.»
—Ever… —dice al tiempo que me cubre la mejilla con la palma de la mano y me gira la cabeza para que vuelva a mirarlo—. Ever, yo…
Sin embargo, antes de que pueda terminar la frase, me alejo del sofá y de su mano, me quito el chal de los hombros y le digo sin mirarlo a la cara:
—Llévame a casa.