Capítulo veinticuatro

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Al despertar, estoy tumbada en la cama y Sabine está inclinada sobre mí. Su rostro refleja el alivio que siente, aunque sus pensamientos son un mar de preocupaciones.

—Hola —me dice con una sonrisa mientras sacude la cabeza—. Debes de haber pasado un fin de semana espectacular…

La miro con los ojos entornados antes de fijarme en el reloj. Y al ver la hora, me levanto de un salto de la cama.

—¿Te encuentras bien? —pregunta mientras me sigue los pasos—, Ya estabas dormida cuando llegué a casa anoche. No estarás enferma, ¿verdad?

Me encamino hacia la ducha, sin saber muy bien qué responder. Porque aunque no me siento enferma, no puedo creer que haya dormido hasta tan tarde.

—¿Hay algo que deba saber? ¿Algo que quieras decirme? —pregunta mi tía desde el otro lado de la puerta.

Cierro los ojos y rememoro el fin de semana; recuerdo la playa, a Evangeline, que Damen se quedó a pasar la noche y me preparó la cena y el desayuno…

—No, no ha pasado nada —contesto al final.

—Bueno, pues será mejor que te des prisa si quieres llegar al instituto a tiempo. ¿Seguro que te encuentras bien?

—Sí —respondo, intentando parecer convencida, tajante, tan segura como se puede estar; pero, mientras abro el grifo de la ducha, me doy cuenta de que no sé si estoy mintiendo o no.

Miles se pasa hablando de Eric todo el camino hasta el instituto. Me cuenta paso a paso y con todo lujo de detalles que rompieron a través de un mensaje de texto telefónico el sábado por la noche; intenta convencerme de que no puede importarle menos, de que pasa completamente de él, y eso demuestra que no es cierto.

—¿Me estás escuchando? —Me mira con el ceño fruncido.

—Por supuesto que sí —murmuro antes de detenerme en el semáforo que se encuentra a una manzana del instituto. Mi mente no deja de repasar lo ocurrido durante mi propio fin de semana, pero todo termina en el desayuno del domingo. Sin importar lo mucho que me esfuerce, no logro recordar nada después de eso.

—No me mientas, ¿eh? —Esboza una sonrisa burlona y mira por la ventanilla—. Si te aburro, solo tienes que decirlo. Porque, créeme, paso completamente de Eric. ¿Te he contado alguna vez aquella ocasión en la que él…?

—Miles, ¿has hablado con Haven? —le pregunto mirándolo un instante antes de que el semáforo se ponga en verde.

El hace un gesto negativo.

—¿Y tú?

—Creo que no. —Piso el acelerador y me pregunto por qué el mero hecho de pronunciar el nombre de mi amiga me llena de pavor.

—¿No lo crees? —Abre los ojos de par en par y se remueve en el asiento.

—No desde el viernes.

Entro en el aparcamiento y mi corazón empieza a latir a toda velocidad cuando veo a Damen en el lugar de costumbre, esperándome apoyado contra el coche.

—Bueno, al menos uno de nosotros tiene una oportunidad de disfrutar de uno de esos finales de «fueron felices y comieron perdices» —dice Miles señalando con la cabeza a Damen, que rodea el coche para situarse a mi lado con un tulipán rojo en la mano.

—Buenos días. —Sonríe y me entrega el tulipán antes de darme un beso en la mejilla.

Yo murmuro alguna incoherencia a modo de respuesta y me encamino hacia la verja. Suena el timbre y Miles sale corriendo hacia su clase; Damen coge mi mano y me conduce hacia la clase de Lengua.

—El señor Robins está de camino —susurra. Me aprieta los dedos cuando pasamos al lado de Stacia, que me mira con el ceño fruncido y saca el pie para ponerme la zancadilla, aunque lo retira en el último momento—. Está dejando el alcohol para intentar recuperar a su mujer. —Sus labios se curvan contra mi oreja mientras yo acelero el paso para alejarme.

Ocupo mi sitio y saco los libros, preguntándome por qué la presencia de mi novio me pone tan nerviosa. Luego busco el iPod en el bolsillo secreto y me entra el pánico al darme cuenta de que lo he olvidado en casa.

—No lo necesitas —dice Damen, que cubre mi mano con la suya y empieza a acariciarme los dedos—. Ahora me tienes a mí.

Cierro los ojos. Sé que el señor Robins llegará en tres, dos, uno…

—Ever —susurra Damen. Sus dedos se deslizan sobre las venas de mi muñeca—, ¿te encuentras bien?

Aprieto los labios y asiento.

—Vale. —Hace una pausa—. Lo he pasado muy bien este fin de semana, y espero que tú también…

Abro los ojos justo en el momento en que entra el señor Robins y me fijo en que sus ojos ya no están tan hinchados y en que su cara no parece tan roja, aunque todavía le tiemblan un poco las manos.

—Ayer lo pasamos bien, ¿no crees?

Me giro hacia Damen y lo miro a los ojos; siento un cálido hormigueo en la piel por el mero hecho de tener su mano sobre la mía. Después asiento para expresar mi acuerdo porque sé que esa es la respuesta que busca; sin embargo, no sé si es cierto.

Las dos horas siguientes no son más que una confusa mezcla de clases y sensación de desconcierto, y no es hasta que llego a la mesa del comedor cuando descubro la verdad sobre lo que ocurrió ayer.

—No puedo creer que os metierais en el agua… —comenta Miles, que me mira mientras remueve el yogur—. ¿Es que no sabíais lo fría que está?

—Ever llevaba puesto un traje de neopreno. —Damen se encoge de hombros—. De hecho, te lo dejaste en mi casa.

Le quito el envoltorio al sandwich, pero sigo sin recordar nada. Ni siquiera tengo un traje de neopreno. ¿O sí?

—Hummm, ¿eso no fue el viernes? —pregunto. No puedo evitar ruborizarme cuando, de repente, todo lo sucedido ese día regresa a mi memoria.

Damen sacude la cabeza.

—El que hizo surf el viernes fui yo, no tú. Fue el domingo cuando te di unas cuantas lecciones.

Arranco la corteza del pan de molde mientras trato de recordarlo, pero sigo en blanco.

—Bueno, ¿y se le da bien o no? —pregunta Miles, que lame su cuchara mientras nos mira alternativamente a los dos.

—Bueno, apenas había olas, así que no pudimos practicar mucho. Nos pasamos la mayor parte del día tumbados en la playa bajo un par de mantas. Y sí, lo cierto es que se le da bastante bien. —Suelta una carcajada.

Miro a Damen y me pregunto si tenía puesto el traje de neopreno bajo las mantas o no; y también qué es lo que ocurrió… si es que ocurrió algo.

«¿Es posible que tratara de enmendar lo sucedido el viernes y después lo bloqueara de tal forma que ahora no puedo recordarlo?»

Miles me mira con las cejas enarcadas, pero yo me limito a encogerme de hombros antes de darle un mordisco al sandwich.

—¿En qué playa estuvisteis? —pregunta.

Pero como no me acuerdo, miro a Damen.

—En Crystal Cove —contesta él antes de darle un sorbo a su bebida.

Miles sacude la cabeza y pone los ojos en blanco.

—Por favor, decidme que no vais a convertiros en una de esas parejas en las que los chicos son los que hablan siempre. ¿También pide en tu nombre en los restaurantes?

Miro a Damen, pero, antes de que él pueda responder, Miles añade:

—No, te lo estoy preguntando a ti, Ever.

Pienso en las dos únicas veces que hemos comido en un restaurante; una aquel maravilloso día en Disneyland que terminó de una forma tan extraña y la otra el día del hipódromo, cuando ganamos todo aquel dinero.

—Yo me encargo de pedir mi propia comida —respondo. Después lo miro y agrego—: ¿Te importaría prestarme tu Sidekick?

Miles se lo saca del bolsillo y me lo pasa.

—¿Por qué? ¿Has olvidado tu teléfono?

—Sí, y quiero enviarle un mensaje de texto a Haven para saber cómo está. Tengo un extraño presentimiento con respecto a ella. —Sacudo la cabeza; no sé muy bien cómo explicármelo siquiera a mí misma, así que mucho menos a ellos—. No puedo dejar de pensar en ella —añado mientras presiono las teclas del diminuto teclado con el dedo.

—Está en casa, enferma —dice Miles—. Tiene la gripe o algo así. Además, está triste por lo de Evangeline, aunque me ha jurado que ya no nos odia.

—Creí que habías dicho que no habías hablado con ella. —Me detengo un instante y lo miro, convencida de que eso fue lo que dijo en el coche.

—Le he enviado un mensaje en clase de Historia.

—Entonces, ¿está bien? —Clavo la mirada en Miles. Tengo el estómago hecho un nudo a causa de los nervios, pero ni siquiera sé por qué motivo.

—Está echando las tripas por la boca y llorando la pérdida de su amiga, pero sí, básicamente, está bien.

Le devuelvo el Sidekick, ya que supongo que no tiene sentido molestarla si no se encuentra bien. Instantes después, Damen coloca su mano sobre mi pierna y Miles sigue hablando de Eric. Yo picoteo del almuerzo mientras asiento y sonrío de vez en cuando, pero no logro deshacerme de la sensación de intranquilidad.

Y, cómo no, el único día que Damen decide pasar todo el día en el instituto resulta ser el día que yo desearía que se hubiera marchado. Porque cada vez que salgo de clase me lo encuentro junto a la puerta, esperándome para preguntarme si estoy bien. Y la verdad es que empieza a ponerme de los nervios.

Así pues, después de clase de Arte, cuando caminamos hacia el aparcamiento y él se ofrece a acompañarme hasta casa, me limito a mirarlo y le digo:

—Bueno, si no te importa, preferiría estar a solas un rato.

—¿Va todo bien? —pregunta por enésima vez.

Asiento y me meto en el coche, impaciente por cerrar la puerta y poner algo de distancia entre nosotros.

—Solo necesito ponerme al día en unas cuantas cosas, pero te veré mañana, ¿vale? —Y, sin darle la oportunidad de responder, doy marcha atrás y me alejo con el coche.

Cuando llego a casa, me siento tan cansada que me voy directamente a la cama. Mi intención es dormir un rato antes de que venga Sabine y empiece a preocuparse por mí de nuevo. Pero cuando me despierto en mitad de la noche con el corazón a mil por hora y la ropa empapada en sudor, me da la sensación de que no estoy sola en la habitación.

Busco la almohada y la aprieto con fuerza, como si las suaves plumas pudieran servirme de escudo. Luego examino el espacio oscuro que hay ante mí y susurro:

—¿Riley? —No obstante, estoy bastante segura de que no se trata de ella.

Contengo la respiración al oír un sonido apagado, algo parecido al de unas zapatillas sobre la alfombra, cerca de las puertas de la terraza. Me sorprendo a mí misma al oírme murmurar:

—¿Damen?

Sigo escudriñando la oscuridad, pero soy incapaz de percibir nada aparte de ese suave sonido.

Busco a tientas el interruptor de la luz y entorno los párpados ante la súbita claridad. Después me pongo a buscar al intruso. Estoy tan segura de que tengo compañía, tan convencida de que no estoy sola, que casi me siento decepcionada cuando veo que la habitación está vacía.

Salgo de la cama de un salto, todavía aferrada a la almohada, y echo el pestillo de la puerta de la terraza.

Luego me asomo al interior del armario y miro debajo de la cama del mismo modo que solía hacer mi padre hace ya tanto tiempo, cuando cumplía su deber como ahuyentador del hombre del saco. Pero como no encuentro nada, vuelvo a la cama y me pregunto si es posible que lo que estaba soñando haya despertado todos esos temores.

Era un sueño parecido al que tuve una vez, en el que corría a través de un oscuro cañón con un vestido blanco casi transparente que apenas me protegía del frío y que parecía invitar al viento a azotar mi piel. Estaba totalmente helada y, aunque apenas me daba cuenta porque me concentraba solo en correr, mis pies descalzos se hundían en el suelo húmedo y lleno de barro para llevarme hacia un refugio que estaba envuelto por la niebla y que casi no lograba distinguir.

Lo único que sé es que corría hacia una luz suave y resplandeciente. Y que me alejaba de Damen.