Damen vive en un vecindario cerrado por una verja de seguridad. Un detalle que Riley curiosamente olvidó mencionar. Imagino que, puesto que la presencia de enormes barras de acero y guardas uniformados no puede detener a alguien como ella, no le pareció importante. No obstante, supongo que eso tampoco puede detener a alguien como yo, porque solo me hace falta saludar a la vigilante y decirle:
—Hola, soy Megan Foster. He venido a ver a Jody Howard.
La mujer consulta la pantalla de su ordenador en busca del nombre que yo sé que aparece en la tercera posición de la lista.
—Ponga esto en la ventanilla del lado del conductor —me dice tiempo que me entrega un trozo de papel amarillo con la palabra «VISITANTE» y la fecha bien claras en la parte delantera—. Y no aparque en el lado izquierdo de la calle, solo en el derecho. —Se despide con un gesto de la cabeza y regresa a su cabina mientras yo atravieso las puertas de la verja con la esperanza de que no se fije en que paso de largo la calle de Jody para dirigirme hacia la de Damen.
Casi he llegado a la cima de la colina cuando veo la siguiente calle de mi lista y, después de girar a la izquierda un par de veces, me detengo al final de su manzana, apago el motor… y me doy cuenta de que he perdido el coraje.
¿Acaso soy una de esas novias psicópatas o algo así? ¿A quién en su sano juicio se le ocurriría pedirle a su difunta hermana muerta que espiara a su novio? No obstante, nada en mi vida es ni remotamente normal, así que ¿por qué mi relación iba a ser diferente?
Me quedo sentada en el coche, concentrada en mi respiración, luchando por mantenerla a un ritmo normal a pesar de que mi corazón parece querer salirse del pecho y tengo las palmas de las manos empapadas de sudor. Y cuando echo un vistazo al limpio, organizado y próspero vecindario, me doy cuenta de que no podría haber elegido un día peor para hacer esto.
En primer lugar, hace un día espléndido, cálido y soleado, lo que significa que a todo el mundo le entran ganas de montar en bici, de pasear al perro o de trabajar en el jardín; es decir, las peores condiciones para espiar que uno podría pedir. Y puesto que me he pasado todo el viaje en coche obsesionada con llegar y no he pensado qué haría cuando estuviera aquí, no tengo ningún plan.
Sin embargo, es posible que eso no importe mucho de todas formas. ¿Qué es lo peor que puede ocurrir? ¿Que me pillen y que Damen se entere de que soy un bicho raro de verdad? Después de la forma empalagosa, angustiosa y desesperada en que me he comportado esta mañana, es probable que ya lo sepa.
Salgo del coche y me dirijo hacia su casa, la que está al final del callejón sin salida, la que tiene plantas tropicales y un césped bien cuidado. Pero no avanzo de forma sigilosa, ni me escondo; no hago nada que pueda atraer la atención. Me limito a caminar hacia delante, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí, hasta que llego a las enormes puertas de la entrada, y entonces me pregunto qué hacer.
Doy un paso atrás y echo un vistazo a las ventanas. En algunas, las persianas están bajadas, y, en otras, las cortinas corridas; y aunque no tengo ni la menor idea de qué decir, me muerdo el labio, llamo al timbre y espero conteniendo la respiración.
No obstante, después de que pasen unos minutos sin que nadie responda, llamo una vez más. Como sigue sin venir nadie, giro el picaporte, compruebo que la puerta está cerrada y, tras asegurarme de que ninguno de los vecinos me está vigilando, bajo por el paseo, me cuelo por la puerta lateral y me escabullo por la parte trasera.
Permanezco pegada al edificio. Apenas le echo un fugaz vistazo a la piscina, las plantas y las asombrosas vistas del mar embravecido mientras camino hacia la puerta de cristal, que, por supuesto, también está cerrada.
Y justo cuando estoy a punto de rendirme y volver a casa, oigo una voz en mi cabeza que me apremia: «La ventana, la que está junto al fregadero». Y me acerco sin vacilar para descubrir que está entreabierta, lo justo para que pueda introducir los dedos por debajo y abrirla del todo.
Coloco las manos en el borde y hago uso de todas mis fuerzas para alzarme hasta el interior. Y, en el momento en que pongo los pies en el suelo, me extralimito oficialmente.
No debería continuar. No tengo derecho a hacer esto. Debería volver a saltar afuera y correr hasta el coche. Regresar a mi tranquilo hogar mientras aún puedo hacerlo. Sin embargo, esa vocecilla de mi cabeza me insta a continuar y, puesto que ya he llegado bastante lejos, supongo que puedo averiguar hasta dónde me lleva.
Examino la enorme cocina vacía, el estudio desnudo, el comedor sin mesas ni sillas y el cuarto de baño, que solo tiene una pequeña pastilla de jabón y una toalla negra. Riley tenía razón: este lugar parece siniestro y abandonado; no hay objetos personales, no hay fotos ni libros. No hay más que oscuros suelos de madera, deslumbrantes paredes blancas, alacenas vacías y una nevera llena de incontables botellas con ese extraño líquido rojo. Cuando llego a la sala de estar, veo el televisor de plasma que Riley mencionó, un sillón reclinable que no mencionó, y un enorme montón de DVD en idiomas extranjeros cuyos títulos soy incapaz de traducir. Me detengo al pie de las escaleras, sabiendo que debería marcharme, que ya he visto más que suficiente. Sin embargo, algo que no puedo identificar insiste en que siga adelante.
Me aferro al pasamanos y me encojo al oír el crujido de los escalones, cuyos lamentos resuenan alto y claro en el amplio espacio vacío de la casa. Cuando consigo llegar al descansillo, me encuentro cara a cara con la puerta que Riley encontró cerrada. Solo que esta vez no tiene echado el pestillo y está ligeramente entreabierta.
Me acerco con sigilo a ella y apelo a la vocecilla de mi cabeza, desesperada por un poco de ayuda. Sin embargo, la única respuesta que recibo cuando apoyo la palma de la mano sobre la hoja de madera es el latido de mi propio corazón. Y no puedo evitar quedarme boquiabierta cuando abro la puerta del todo y descubro una habitación tan ornamentada, formal y majestuosa que parece salida del palacio de Versalles.
Hago una pausa en el vano de la puerta mientras me esfuerzo por contemplarlo todo. Los delicados tapices, las alfombras antiguas, las lámparas de araña de cristal, las gruesas cortinas de seda, el sofá de terciopelo, la mesa con tablero de mármol llena de libros. En las paredes, toda la zona comprendida entre las molduras del techo y los paneles de madera está cubierta de largos cuadros con marcos dorados.. . y todos ellos representan a Damen con distintos disfraces que abarcan diferentes siglos. En uno de ellos aparece pintado a lomos de un semental blanco, con una espada al costado y la misma chaqueta que llevaba puesta la noche de Halloween.
Me acerco a ese cuadro y busco con la mirada el agujero del hombro, la zona deshilachada que él achacó en broma al fuego de artillería. Me quedo atónita al descubrir que también aparece en la pintura y deslizo el dedo por encima mientras me pregunto, fascinada, qué clase de extraño y elaborado embuste ha inventado Damen. E, instantes después, mis dedos topan con la pequeña placa de bronce que hay en la parte inferior y que reza:
DAMEN AUGUSTE ESPOSITO
MAYO DE 1775
Me vuelvo hacia el que está al lado y mi corazón late con fuerza mientras contemplo el retrato de un Damen serio, ataviado con un austero traje negro y rodeado de un fondo azul, cuya placa dice:
DAMEN AUGUSTE
RETRATO PINTADO POR PABLO PICASSO EN 1902
El cuadro que hay más allá está lleno de remolinos de textura intensa, y en la placa pone:
DAMEN ESPOSITO
RETRATO PINTADO POR VINCENT VAN GOGH
Y la historia se repite, ya que en las cuatro paredes hay retratos de Damen firmados por todos los grandes maestros.
Me dejo caer en el sofá con los ojos vidriosos y las piernas flojas; mi mente baraja un millar de posibilidades, a cuál más ridicula. Luego cojo el libro que me queda más a mano, paso la página del título y leo:
Para Damen Auguste Esposito.
Está firmado por William Shakespeare.
Lo dejo caer al suelo y cojo el siguiente:
«Cumbres borrascosas», para Damen Auguste.
Firmado por Emily Brontë.
Todos los libros están dedicados a «Damen Auguste Esposito», a «Damen Auguste» o solo a «Damen». Y todos ellos están firmados por autores que llevan muertos más de un siglo.
Cierro los ojos y trato de concentrarme en aminorar el ritmo de la respiración y el de los latidos de mi corazón, de controlar el temblor de mis manos diciéndome que aquello no es más que una especie de broma, que Damen no es más que un tío chiflado por la historia, un coleccionista de antigüedades, un falsificador de obras de arte que ha llegado demasiado lejos. Quizá estas cosas no sean más que valiosas reliquias familiares heredadas de un largo linaje de tataratataratatarabuelos que llevan el mismo nombre y guardan un increíble parecido con él.
Pero cuando miro a mi alrededor, el escalofrío que recorre mi espalda revela la innegable verdad: estas cosas no son simples antigüedades ni reliquias familiares. Son las posesiones personales de Damen, los objetos predilectos que ha ido atesorando con el paso de los años.
Me pongo en pie con bastante dificultad y camino hasta el pasillo; me siento confusa, inestable, desesperada por escapar de esta espeluznante habitación, de este horrible, llamativo y recargado mausoleo, de esta casa semejante a una cripta. Quiero alejarme cuanto me sea posible de este lugar y no regresar nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia.
No he hecho más que llegar al pie de las escaleras cuando oigo un chillido desgarrador seguido de un gemido apagado y, sin pensármelo dos veces, empiezo a correr hasta el final del pasillo siguiendo el sonido. Cuando atravieso la puerta, me encuentro a Damen en el suelo, con la ropa desgarrada y la cara cubierta de sangre mientras Haven forcejea y gime bajo él.
—¡Ever! —grita Damen, que se pone en pie de un salto y me sujeta.
Yo arremeto contra él, lucho y le doy patadas, desesperada por llegar hasta mi amiga.
—¿Qué le has hecho a Haven? —pregunto a voz en grito. Paseo la vista entre ellos y me fijo en la piel pálida de Haven, que tiene los ojos en blanco. Sé que no hay tiempo que perder.
—Ever, para, por favor —me pide Damen. Su voz parece demasiado segura, demasiado tranquila teniendo en cuenta las comprometedoras circunstancias en las que se encuentra.
—¿Qué le has hecho a Haven? —grito con todas mis fuerzas.
Le doy patadas, puñetazos, mordiscos, arañazos… Echo mano de todas mis fuerzas, pero no soy rival para él. Damen se limita a sujetarme con una mano mientras encaja mis golpes sin inmutarse.
—Ever, por favor, deja que te lo explique —dice al tiempo que esquiva una furiosa patada.
Clavo la vista en mi amiga, que sangra profusamente y gime de dolor, y una terrible idea cruza mi mente: «¡Esta es la razón por la que quería mantenerme alejada de aquí!».
—¡No! ¡No es por eso! Estás muy equivocada. Sí, es cierto que no quería que vieses esto, pero no por los motivos que piensas.
Me sostiene en alto y mis piernas cuelgan como las de una muñeca de trapo. A pesar de que no dejo de darle patadas y puñetazos, él ni siquiera está sudando.
Pero no me preocupa Damen. Ni siquiera me preocupo por mí. Lo único que me importa es Haven, cuyos labios empiezan a ponerse azules. Su respiración es cada vez más débil.
—¿Qué le has hecho? —Clavo en él una mirada asesina con todo el odio que consigo reunir.
«¿Qué le has hecho a Haven, maldito monstruo?»
—Ever, por favor, tienes que escucharme —me ruega con una mirada suplicante.
Y a pesar de la rabia que me invade, de la adrenalina que recorre mis venas, todavía puedo sentir el lánguido y cálido hormigueo que provocan sus manos sobre mi piel, así que lucho con todas mis fuerzas para ignorarlo. Chillo, grito y sacudo los pies en busca de sus partes más vulnerables, pero siempre fallo, ya que él es mucho más rápido que yo.
—Tú no puedes ayudarla, créeme. El único que puede hacerlo soy yo.
—¡Tú no la estás ayudando, la estás matando! —le grito.
Él sacude la cabeza y me mira; su rostro parece agotado cuando susurra:
—De eso nada.
Intento alejarme de él una vez más, pero es inútil, no puedo vencerlo. Así pues, me quedo quieta y cierro los ojos, rendida.
Pienso: «De modo que así es como ocurre. Así es como voy a morir».
Y en el momento en que Damen afloja las manos, le doy una patada con todas mis fuerzas en la entrepierna, logrando que me suelte y me deje caer al suelo.
Corro hacia Haven y sujeto su muñeca cubierta de sangre para buscarle el pulso. No puedo apartar los ojos de los dos pequeños agujeros que hay en el centro del repugnante tatuaje y comienzo a suplicar que siga respirando, que aguante.
Y justo cuando cojo el teléfono para llamar a urgencias, Damen aparece detrás de mí, me quita el teléfono de la mano y dice:
—Esperaba no tener que hacer esto.