A la mañana siguiente, mientras me preparo para el instituto, Riley se sienta en mi cómoda disfrazada de Mujer Maravilla y se pone a contar secretos de los famosos. Al parecer, se ha hartado de observar las payasadas de nuestros antiguos vecinos y amigos y ha concentrado su atención en Hollywood, lo que le permite comentar los trapos sucios mejor que cualquier revista del corazón.
—¡No me digas! —La miro con la boca abierta—. ¡No puedo creerlo! ¡Miles alucinará cuando se entere de esto!
—No te haces ni la menor idea. —Sacude la cabeza, haciendo que sus rizos negros se balanceen de un lado a otro. Tiene un aspecto agotado, hastiado, como alguien que ha visto demasiadas cosas… y más aún—. Nada es lo que parece. En serio. Las cosas no son más que una ilusión, tan falsas como las películas que hacen. Y créeme, esos publicistas se rompen el culo para mantener todos esos sucios secretillos… en secreto.
—¿A quién más has espiado? —pregunto, impaciente por escuchar más. Me pregunto por qué nunca se me ha ocurrido tratar de interpretar sus energías mientras veo la tele o al hojear una revista—. ¿Qué…?
Estoy a punto de preguntarle si los rumores sobre mi actriz favorita son ciertos cuando Sabine asoma la cabeza por la puerta de mi habitación y dice:
—¿Qué ibas a preguntar?
Miro a Riley y veo que se está partiendo de risa. Me aclaro la garganta y contesto:
—Hummm, nada, no he dicho nada.
Sabine me mira extrañada y Riley sacude la cabeza antes de decir:
—Una respuesta estupenda, Ever. Muy convincente.
—¿Necesitas algo? —pregunto mientras le doy la espalda a Riley y me concentro en el propósito de la visita de Sabine… La han invitado a pasar el fin de semana fuera y no sabe cómo decírmelo.
Mi tía entra en la habitación con una pose tensa y dando unas zancadas demasiado rígidas. Después respira hondo y se sienta en el borde de la cama. Está nerviosa, y enreda los dedos en un hilo suelto de mi edredón azul mientras piensa en la mejor forma de contármelo.
—Jeff me ha invitado a pasar el fin de semana fuera. —Frunce el ceño—. Pero he creído que debería consultártelo primero.
—¿Quién es Jeff? —le pregunto mientras me pongo los pendientes y me giro hacia ella. Aunque conozco la respuesta, me parece necesario formularla de todas formas.
—Lo conociste en la fiesta. Vino disfrazado de Frankenstein. —Me mira a los ojos. El sentimiento de culpa inunda su mente; se siente una tutora negligente, un mal ejemplo a seguir, aunque eso todavía no ha afectado a su aura, que sigue teniendo un brillante y feliz tono rosado.
Meto los libros en la mochila para ganar algo de tiempo mientras decido qué hacer. Lo cierto es que Jeff no es el tipo que le gusta. Ni de lejos. No obstante, por lo que puedo «ver», a él le gusta mi tía de verdad y no tiene intención de hacerle daño. Y ha pasado tanto tiempo desde la última vez que la vi tan feliz que no me atrevo a decírselo. Además, ¿cómo podría hacerlo?
«Oye, perdona, pero ese tal Jeff, el señor Banquero Fanfarrón, no es el tipo que tú crees que es. De hecho, ¡todavía vive con su madre! No me preguntes cómo lo sé, pero… créeme, lo sé.»
No. Ni hablar. No puedo hacerlo. Además, las relaciones siempre se solucionan por sí solas, a su modo y en el momento apropiado. Y yo ya tengo una relación de la que preocuparme. Ahora que las cosas con Damen empiezan a estabilizarse, ahora que empezamos a conocernos mejor y a comportarnos como una pareja, creo que ha llegado el momento de dejar de apartarlo de mí. Tal vez haya llegado la hora de dar un paso más. Y si Sabine se marcha de la ciudad durante un par de días… Bueno, es una oportunidad que puede que no se presente de nuevo.
—¡Pues ve! ¡Pásalo bien! —digo por fin, esperando que al final descubra la verdad sobre Jeff y siga adelante con su vida.
Mi tía sonríe con una expresión que revela entusiasmo y alivio a partes iguales. Después se levanta de mi cama y se acerca a la puerta, donde se detiene para decir:
—Nos marchamos hoy, después del trabajo. Tiene una casa en Palm Springs, y eso está a menos de dos horas de viaje, así que si necesitas algo no estaré muy lejos.
Corrección: su madre tiene una casa en Palm Springs.
—Volveremos el domingo. Y, Ever, me parece bien que invites a tus amigos a casa, pero… ¿es necesario que mantengamos una conversación al respecto?
Me quedo paralizada, ya que sé muy bien sobre qué trataría dicha conversación y no puedo evitar preguntarme si me ha leído el pensamiento de alguna forma. Pero me doy cuenta de que Sabine solo trata de comportarse como una adulta responsable y cumplir su papel de «madre», así que niego con la cabeza antes de responder:
—Tengo las cosas muy claras, puedes creerme.
Después cojo la mochila y pongo los ojos en blanco al ver que Ri-ley está bailando encima del armario sin dejar de canturrear:
—¡Fies-ta! ¡Fies-ta!
Sabine asiente, casi tan aliviada por no tener que hablar de sexo como yo.
—Nos vemos el domingo —me dice.
—Claro —replico mientras me dirijo a las escaleras—. Nos vemos el domingo.
—Te juro por Dios que es de los tuyos —digo al entrar en el aparcamiento. Siento la calidez y el dulce hormigueo que me provoca la mirada de Damen mucho antes de verlo a él.
—¡Lo sabía! —me contesta Miles—. Sabía que era gay. Me lo decía el instinto. ¿Dónde te has enterado de eso?
Me hago la loca, ya que no puedo revelar mi verdadera fuente y además admitir que mi difunta hermana es ahora una infiltrada en Hollywood.
—Hummm… pues no lo recuerdo —mascullo mientras salgo del coche—. Lo único que sé es que es cierto.
—¿Qué es cierto? —pregunta Damen, que me da un beso en la mejilla.
—Que Jo… —empieza a decir Miles.
Pero yo sacudo la cabeza para interrumpirlo, ya que no quiero que la faceta de mi carácter obsesionada por los famosos salga a la luz tan pronto.
—Nada. Solo estábamos… bueno… ¿Te has enterado de que Miles encarnará a Tracy Turnblad en Hairspray? —pregunto. Y después me embarco en un discurso de frases entrecortadas y tonterías inconexas hasta que Miles se despide por fin y se encamina hacia su clase.
Tan pronto como mi amigo se marcha, Damen se detiene y dice:
—Oye, tengo una idea mejor. Vamos a desayunar.
Le dirijo esa mirada que dice: «Tú estás loco» y sigo caminando, pero no he llegado muy lejos cuando él me agarra de la mano y me detiene.
—Vamos… —me ruega mirándome a los ojos y riéndose de esa manera contagiosa.
—No podemos —susurro mientras miro nerviosa a mi alrededor. Sé que estamos a punto de llegar tarde y no quiero que las cosas se pongan peor—. Además, ya he desayunado.
—¡Ever, por favor! —Se pone de rodillas y junta las palmas de las manos antes de mirarme con expresión suplicante—. Por favor, no me obligues a entrar ahí. Si tienes algo de compasión, no me obligues a hacerlo.
Aprieto los labios en un intento por no echarme a reír. Jamás habría podido imaginar que llegaría ver a mi guapísimo, elegante y sofisticado novio suplicándome de rodillas. Pero a pesar de todo, sacudo la cabeza y digo:
—Venga, levántate; está a punto de sonar el timb… —Aún no he terminado la frase cuando empieza a sonar.
Damen sonríe, se pone de pie, se sacude los pantalones vaqueros y luego me rodea la cintura con el brazo.
—¿Sabes?, dicen que es mejor no aparecer que llegar tarde.
—¿Quién lo dice? —pregunto al tiempo que hago un gesto negativo con la cabeza—. Me parece que el único que lo dice eres tú.
El se encoge de hombros.
—Hummm, sí, puede que sea yo quien lo dice. De cualquier modo, te garantizo que hay formas mucho mejores de pasar la mañana. Porque, Ever —me dice al tiempo que aprieta mi mano—, no tenemos por qué hacer esto. Y tú no tienes por qué ponerte esto. —Me quita las gafas de sol y me baja la capucha—. El fin de semana comienza ahora.
Y aunque se me ocurren un millón de buenas y valiosas razones por las que no deberíamos saltarnos las clases, por las que el fin de semana tendría que esperar hasta las tres en punto como cualquier otro viernes, cuando Damen me mira, sus ojos son tan profundos e incitantes que me sumerjo en ellos sin pensármelo dos veces.
Apenas reconozco el sonido de mi voz cuando me oigo decir:
—Démonos prisa, antes de que cierren la verja.
Vamos en coches separados. Porque, aunque no lo hemos dicho, es bastante obvio que no tenemos pensado regresar. Y mientras sigo a Damen por las amplias curvas de la autopista de la costa, mientras contemplo la espectacular línea del litoral, las prístinas playas y las aguas azul oscuro, mi corazón se llena de gratitud. Me siento muy afortunada por vivir aquí, por poder llamar hogar a este asombroso lugar. Pero luego recuerdo cómo he acabado aquí… y la emoción se desvanece en un abrir y cerrar de ojos.
Damen hace un giro rápido y yo estaciono en el lugar que hay junto al suyo. Sonrío cuando lo veo rodear el coche para abrir mi puerta.
—¿Has estado aquí alguna vez? —pregunta.
Contemplo el cobertizo de tablas blancas y niego con la cabeza.
—Sé que dijiste que no tenías hambre, pero los batidos de aquí son los mejores. Deberías probar el de dátiles, o el de chocolate con mantequilla de cacahuete, o ambos. Yo invito.
—¿Dátiles? —Arrugo la nariz y hago una mueca—. Detesto tener que decírtelo, pero eso suena asqueroso.
Damen se echa a reír y me empuja hacia el mostrador antes de pedir un batido de cada. Después los lleva hasta un banco pintado de azul donde nos sentamos a contemplar la playa.
—Bueno, ¿cuál es tu favorito? —me pregunta.
Los pruebo una vez más, pero ambos son tan espesos y cremosos que les quito la tapa y utilizo una cuchara.
—Los dos están buenísimos, la verdad —respondo—. Pero, por sorprendente que parezca, creo que me gusta más el de dátiles. —Sin embargo, cuando se lo paso para que pueda probarlo también, Damen sacude la cabeza y lo rechaza.
Y hay algo en ese sencillo gesto que atraviesa mi mente como un rayo.
Hay algo raro en él, algo más que sus extraños trucos de magia y sus actos de desaparición. Y lo más llamativo es que este chico nunca come.
Con todo, en cuanto esa idea se me viene a la cabeza, él estira la mano para coger la pajita y da un largo sorbo, de manera que cuando se inclina para besarme, sus labios están fríos como el hielo.
—Bajemos a la playa, ¿quieres?
Me da la mano y caminamos por el sendero. Nuestros hombros chocan una y otra vez mientras nos pasamos los batidos, aunque soy yo quien más bebe. De camino hacia la playa, nos quitamos los zapatos y nos remangamos el bajo del pantalón para caminar junto a la orilla y permitir que las gélidas aguas nos mojen los dedos de los pies y nos salpiquen las piernas.
—¿Sabes hacer surf? —me pregunta antes de coger los vasos vacíos y colocarlos uno dentro del otro.
Niego con la cabeza al tiempo que sorteo un montón de rocas.
—¿Te gustaría aprender? —Esboza una sonrisa.
—¿Aquí? —Me dirijo hacia una zona de arena seca; tengo los dedos de los pies azules y entumecidos después de un mero salpicón—. No, gracias.
—Bueno, podríamos ponernos los trajes de neopreno —replica él, pisándome los talones.
—Solo si están ribeteados en piel.
Me echo a reír mientras aliso la arena con el pie a fin de dejar un espacio llano en el que sentarnos.
Sin embargo, Damen me coge de la mano y me aleja de allí; dejamos atrás los charcos de la marea y nos adentramos en una caverna natural.
—No tenía ni idea de que había una cueva aquí —digo mientras miro a mi alrededor para examinar las suaves paredes de roca, la arena recién rastrillada y las toallas apiladas en un rincón, junto a unas tablas de surf.
—Nadie lo sabe. —Sonríe—. Por eso guardo mis cosas aquí. Se camufla entre las rocas y la mayoría de la gente pasa al lado sin verla siquiera. No obstante, la mayoría de las personas pasa toda su vida sin ver lo que tiene delante de sus narices.
—¿Y cómo la descubriste tú? —le pregunto mientras me siento en la enorme manta verde que ha extendido en medio del lugar.
Damen se encoge de hombros.
—Supongo que no soy como la mayoría de las personas.
Se tumba a mi lado y después tira de mí para que yo haga lo mismo. Apoya la mejilla en la palma de la mano y me mira durante tanto tiempo que no puedo evitar ponerme nerviosa.
—¿Por qué te escondes tras esos vaqueros holgados y esas sudaderas con capucha? —susurra mientras me acaricia la mejilla con los dedos y coloca un mechón de pelo detrás de mi oreja—. ¿No sabes lo hermosa que eres?
Tenso la mandíbula y aparto la mirada; me agrada gustarle, pero deseo que se calle. No quiero seguir con esta conversación y tener que explicarme, defender por qué soy como soy. Es obvio que él preferiría a mi antigua yo, pero es demasiado tarde para eso. Esa chica murió y me dejó a mí en su lugar.
Una lágrima se desliza por mi mejilla y trato de darme la vuelta para que él no lo vea. Pero me sujeta con fuerza para mantenerme inmóvil mientras borra mi tristeza con sus labios antes de besarme en la boca.
—Ever… —dice con voz ronca y una mirada abrasadora. Luego cambia de posición y se sitúa encima de mí. El peso de su cuerpo me colma de una agradable calidez que muy pronto se convierte en fuego.
Deslizo mis labios a lo largo de su mandíbula hasta su barbilla, y comienzo a jadear cuando Damen mueve sus caderas en círculos sobre las mías, despertando todos los sentimientos que tanto he luchado por mantener ocultos. Pero estoy harta de luchar, harta de ocultarlos. Lo único que quiero es volver a ser normal. ¿Y qué puede ser más normal que esto?
Cierro los ojos mientras me quita la sudadera. Me rindo y le dejo que me desabroche los pantalones antes de quitármelos. Me permito sentir la presión de la palma de su mano y de sus dedos, diciéndome a mí misma que esta extraordinaria sensación, esta maravillosa euforia que invade mi interior solo puede ser una cosa. Solo puede ser «Amor».
Sin embargo, cuando noto sus pulgares amarrados al elástico de mis bragas, intentando bajarlas, me incorporo de golpe y lo alejo de mí. Hay una parte de mí que quiere continuar, abrazarlo con fuerza y… Pero ahora no; no aquí ni de esta manera.
—Ever… —susurra Damen mientras sus ojos buscan los míos. Yo niego con la cabeza y aparto la mirada. Siento la calidez de su maravilloso cuerpo en mi piel y sus labios contra mi oreja cuando me dice—: No pasa nada. De verdad. Ahora, duérmete.
—¿Damen? —Ruedo hacia un lado y parpadeo en la penumbra mientras exploro con las manos el espacio vacío que hay a mi lado. Palpo la manta una y otra vez, hasta que me convenzo de que él no está allí—. ¿Damen? —repito al tiempo que examino la cueva. El ruido distante de las olas que llegan hasta la orilla es la única respuesta que recibo.
Me pongo la sudadera y salgo fuera. Examino la playa a la luz tenue del atardecer con la esperanza de encontrarlo.
Pero puesto que no lo veo por ninguna parte, vuelvo al interior Allí encuentro una nota que ha dejado encima de mi mochila, la desdoblo y la leo:
He ido a hacer surf.
Volveré pronto.
D.
Salgo corriendo de la cueva con la nota en la mano y recorro la orilla de arriba abajo en busca de algún surfero; de uno en particular. Sin embargo, los dos únicos que veo son tan rubios y pálidos que está claro que ninguno de ellos es Damen.