Al día siguiente, cuando llego al aparcamiento, Damen no está allí. Así que salgo del coche, me cuelgo la mochila al hombro y me dirijo a clase mientras pronuncio unas palabras de ánimo para mis adentros y me preparo para lo peor.
Sin embargo, cuando llego al aula, me quedo totalmente inmóvil. Miro como una estúpida la puerta pintada de verde, incapaz de abrirla.
Puesto que mis habilidades psíquicas no sirven de nada en lo que a Damen se refiere, lo único que en realidad puedo «ver» es la pesadilla que se desarrolla en mi cabeza. La pesadilla en la que Damen aparece sentado al borde de la mesa de Stacia, riendo y flirteando, sacando rosas de todos los lugares posibles mientras yo agacho la cabeza y me dirijo a mi sitio, donde la calidez de su mirada pasa rozándome cuando él se gira para poder concentrarse en «ella».
Y sé que esta vez no podré soportarlo. En serio, no podré hacerlo. Porque aunque Stacia es cruel, mezquina, detestable y sádica, resulta que es cruel, mezquina, detestable y sádica de una manera abierta. No lo guarda en secreto, no es ningún misterio; muestra con claridad su desagradable comportamiento a todo el mundo.
Y yo soy todo lo contrario: una persona paranoica y reservada que se oculta tras unas gafas de sol y una capucha, y que soporta una carga demasiado pesada. No hay nada sencillo en mí.
Extiendo la mano hacia el picaporte una vez más mientras me reprendo a mí misma: «Esto es ridículo. ¿Qué piensas hacer? ¿Dejar el instituto? Tendrás que lidiar con esto un año y medio más, así que acéptalo y entra de una vez».
Pero mi mano comienza a temblar, negándose a obedecer, y justo cuando estoy a punto de huir, un chico aparece por detrás, se aclara la garganta y dice:
—Oye… ¿piensas abrirla? —Y completa la pregunta en su cabeza con unas palabras que no pronuncia en voz alta: «¡Puto bicho raro!».
Así que respiro hondo, abro la puerta y entro. Me siento peor de lo que podría haber imaginado, pero solo porque Damen no está allí.
En cuanto llego al comedor, examino las mesas en busca de Damen, pero al ver que no está me encamino hacia mi mesa habitual. Llego al mismo tiempo que Haven.
—Han pasado seis días y sigo sin saber nada de Evangeline —dice mientras deja caer la caja de su magdalena sobre la mesa y se sienta frente a mí.
—¿Has preguntado en el grupo? —Miles se sienta junto a mí y desenrosca el tapón de su Vitamin Water.
Haven pone los ojos en blanco.
—Es un grupo de personas anónimas, Miles.
Mi amigo adopta una expresión exasperada.
—Me refería a su mentora…
—Se les llama «monitores de apoyo». Y sí, la monitora no ha sido de ninguna ayuda, ya que no sabe nada. Drina cree que estoy exagerando, que estoy sacando las cosas de quicio.
—¿Todavía está aquí? —Miles la mira con atención.
Yo paseo la vista entre ellos, alarmada por el tono de su voz. Puesto que la mayor parte de las cosas relacionadas con Damen y con Drina quedan fuera del alcance de mis habilidades psíquicas, siento tanta curiosidad por escuchar la respuesta como él.
—Pues claro que sí, Miles. Ahora vive en esta ciudad. ¿Por qué? ¿Hay algún problema? —Lo mira con los ojos entornados.
Miles se encoge de hombros y da un sorbo a la bebida.
—Ningún problema. —No obstante, sus pensamientos dicen algo muy distinto y su aura amarilla se vuelve oscura y opaca mientras se debate entre decir lo que piensa o callarse la boca—. Es solo que… —comienza a decir.
—¿Solo que… qué? —Haven clava la mirada en él con los párpados entornados y los labios apretados—. ¿Y bien?
Yo lo miro fijamente, pensando: «Hazlo, Miles, ¡dilo! Drina es arrogante, aborrecible, una mala influencia que solo traerá problemas. No eres el único que lo ve; yo también me he dado cuenta, así que adelante, dilo… ¡Esa tía es lo peor!».
Miles titubea. Tiene las palabras en la punta de la lengua y yo contengo el aliento, a la espera de que las suelte de una vez. Sin embargo, mi amigo suelta un largo suspiro, sacude la cabeza y dice:
—Da igual.
Echo un vistazo a Haven y veo su expresión furiosa; los bordes de su aura chisporrotean en todas direcciones, lo que presagia que se producirá una fuga radiactiva en tres, dos, uno…
—Perdona, Miles, pero no me lo trago. Así que si tienes algo que decir, dilo y ya está. —Lo fulmina con la mirada; la magdalena queda olvidada mientras ella tamborilea con los dedos sobre la mesa de fibra de vidrio. Y al ver que Miles no responde, añade—: No te molestes, Miles. Y te digo lo mismo, Ever. El hecho de que no digáis nada no os convierte en menos culpables.
Miles me mira con los ojos abiertos de par en par; sé que debería decir algo, hacer algo, montar un numerito y preguntar por qué soy culpable. Pero lo cierto es que ya lo sé. Soy culpable porque no me gusta Drina. Porque no confío en ella. Porque veo algo sospechoso en ella, casi siniestro. Y por no hacer nada por ocultar esas sospechas.
Haven sacude la cabeza y pone los ojos en blanco; está tan enfadada que casi escupe las palabras:
—¡Vosotros ni siquiera la conocéis! ¡No tenéis ningún derecho a juzgarla! Resulta que Drina me cae muy bien, para vuestra información. Y en el poco tiempo que hace que la conozco, ¡ha sido mucho mejor amiga que ninguno de vosotros dos!
—¡Eso no es cierto! —grita Miles con la mirada encendida—. Una mierda como una…
—Lo siento, Miles, pero es la verdad. Vosotros me toleráis, salís conmigo, pero en realidad no encajáis conmigo tanto como ella. A Drina y a mí nos gustan las mismas cosas, compartimos los mismos intereses. Ella no desea en secreto que cambie, como hacéis vosotros. Le gusto tal y como soy.
—Vaya, ¿por eso has cambiado tu look por completo, porque ella te acepta tal y como eres en realidad?
Veo que Haven cierra los ojos y respira muy despacio; luego mira a Miles y se levanta de la silla antes de recoger sus cosas.
—Olvídalo, Miles. Olvidadlo los dos.
—Y ahora, damas y caballeros, ¡observen el dramático silencio que viene a continuación! —Miles frunce el ceño—. Vamos, ¿estás de broma? ¡Lo único que he hecho ha sido preguntar si aún seguía aquí! ¡Eso es todo! Y tú lo has convertido en una afrenta monumental. Venga, siéntate, relájate y disfruta, ¿quieres?
Haven sacude la cabeza y se aferra al borde de la mesa; el pequeño e intrincado tatuaje de su muñeca parece terminado, aunque todavía está enrojecido e inflamado.
—¿Cómo se llama eso? —pregunto sin dejar de mirar la interpretación en tinta de la serpiente que se muerde la cola; sé que tiene un nombre, que es algún tipo de criatura mítica, pero no recuerdo cuál.
—Ouróboros. —Y cuando se lo frota con el dedo, me parece ver cómo la serpiente saca la lengua y se mueve.
—¿Qué significa?
—Es un antiguo símbolo alquímico de la vida eterna, de la creación a partir de la destrucción, de la vida a partir de la muerte, de la inmortalidad. .. algo así —dice Miles.
Haven y yo lo miramos intrigadas, pero él se limita a hacer un gesto indiferente con los hombros.
—¿Qué pasa? Leo mucho.
Clavo la mirada en Haven y digo:
—Parece infectado. Deberías ir a que te lo miraran.
Pero tan pronto como pronuncio las palabras, sé que es un error; veo que Haven se baja la manga de un tirón y que su aura flamea y lanza chispas.
—A mi tatuaje no le ocurre nada. Estoy bien. Y perdonadme por decirlo de esta manera, pero no puedo evitar darme cuenta de que ninguno de los dos parece preocupado por Damen, quien, por cierto, ya nunca viene al instituto. Bueno, ¿a qué se debe eso?
Miles baja la mirada hasta su Sidekick y se encoge de hombros. En eso Haven tiene razón. Ambos la observamos mientras sacude la cabeza, coge la cajita de su magdalena y se marcha enfurecida.
—¿Te importaría decirme qué es lo que acaba de ocurrir? —pregunta Miles mientras la observa esquivar las mesas del comedor en su prisa por llegar a ninguna parte.
Pero yo también me encojo de hombros, incapaz de sacarme de la cabeza la imagen de la serpiente que luce en la muñeca ni la forma en que ha girado la cabeza para clavar sus ojillos redondos y brillantes en mí.
Cuando llego al camino de entrada de mi casa, veo a Damen apoyado contra su coche, sonriente.
—¿Qué tal las clases? —pregunta al tiempo que rodea el coche para abrir mi puerta.
Hago un gesto de indiferencia con los hombros y estiro la mano para coger los libros.
—Vaya, así que sigues enfadada —dice mientras me sigue a la puerta principal. Y aunque no me está tocando, puedo sentir el calor que emana de su cuerpo.
—No estoy enfadada —murmuro al tiempo que abro la puerta y arrojo la mochila al suelo.
—Bueno, es un alivio saberlo… porque he hecho una reserva para dos y, como no estás enfadada, supongo que querrás venir conmigo.
Lo miro y me fijo en sus vaqueros oscuros, en sus botas y en su suéter negro, tan suave que solo puede ser de cachemira. Me pregunto qué demonios estará tramando ahora.
Me quita las gafas de sol y los auriculares y los deja sobre la mesa de la entrada.
—Créeme, conmigo no necesitas estas «defensas» —dice al tiempo que me baja la capucha, enlaza su brazo con el mío y me guía a través de la puerta principal hasta su coche.
—¿Adonde vamos? —pregunto mientras ocupo el asiento del acompañante. Tengo la sensación de estar siendo demasiado complaciente, insulsa, ansiosa por hacer todo lo que me pida—. Lo cierto es que tengo muchos deberes. Tengo un montón de tareas que hacer para ponerme al día.
Damen se limita a sacudir la cabeza antes de subirse al coche.
—Tranquila, podrás hacer todo eso más tarde, te lo prometo.
—¿Cuánto más tarde? —Lo observo con atención, preguntándome si me acostumbraré alguna vez a su increíble belleza morena, a la calidez de su mirada y a esa capacidad de convencerme de cualquier cosa.
El sonríe y pone en marcha el motor del coche sin ni siquiera girar la llave.
—Antes de medianoche, lo prometo. Ahora ponte el cinturón, vamos a dar una vuelta.
Damen conduce deprisa. Muy deprisa. Así que cuando entra en el aparcamiento y le deja el coche al mozo parece que no han pasado más que unos cuantos minutos.
—¿Dónde estamos? —le pregunto mientras contemplo los edificios de color verde y el cartel que dice: «ENTRADA ESTE»—. ¿Entrada este de qué?
—Bueno, creo que esto debería servir como explicación. —Se echa a reír y me estrecha contra su cuerpo cuando cuatro purasan-gres relucientes y sudorosos pasan trotando junto a sus cuidadores, seguidos de un jockey ataviado con una chaqueta rosa y verde, unos ajustadísimos pantalones blancos y botas negras cubiertas de barro.
—¿El hipódromo? —Lo miro con la boca abierta. Al igual que me ocurrió con Disneyland, este es el último lugar al que habría esperado que me llevara.
—Pero no cualquier hipódromo; estamos en Santa Anita —me contesta—. Es uno de los más bonitos. Vamos, tenemos una reserva para las tres y cuarto en el Favorito.
—¿Dónde? —pregunto, negándome a moverme de donde estoy.
—Tranquila, solo es un restaurante. —Ríe con ganas—. Vamos, no quiero perder la mesa.
—Oye, ¿esto no es ilegal? —Sé que es una pregunta de lo más mojigata, pero es que Damen es tan… rebelde e imprudente… tan impredecible.
—¿Comer es ilegal? —Sonríe, pero sé que se le está acabando la paciencia.
Niego con la cabeza.
—Apostar y todo eso, ya sabes.
Suelta una carcajada y sacude la cabeza.
—Se trata de una carrera de caballos, Ever, no de una pelea de gallos. Venga, vamos. —Me da un apretón en la mano y me conduce hacia el ascensor.
—Pero ¿no hay que tener veintiún años o algo así?
—Dieciocho —murmura antes de entrar y apretar el botón del quinto piso.
—Vale, pues yo tengo dieciséis y medio.
Damen hace un gesto exasperado y se inclina para besarme.
—En ocasiones hay que adaptar un poco las normas, o romperlas. Es la única forma de pasarlo bien. Anda, vamos —dice mientras me conduce por un pasillo que termina en una enorme estancia decorada con distintos tonos de verde. Se detiene frente al estrado de la entrada y saluda al maître como si fueran viejos amigos.
—Vaya, señor Auguste, ¡es un placer verlo de nuevo! Su mesa ya está lista; sígame, por favor.
Damen asiente y me da la mano para guiarme por el salón lleno de parejas, jubilados, hombres solteros, grupos de mujeres, un padre con su hijo… No hay ni un solo sitio libre en el comedor. Al final, nos detenemos en una mesa que está justo enfrente de la línea de meta, con unas hermosas vistas de las pistas y las colinas verdes que hay más allá.
—Tony vendrá enseguida a anotar lo que quieren. ¿Desea que les traiga un poco de champán?
Damen me mira y hace un gesto negativo. Su rostro se ruboriza un poco al decir:
—Hoy no.
—Bien. Le advierto que quedan cinco minutos para cerrar las apuestas.
—¿Champán? —susurro con las cejas enarcadas, pero él se limita a alzar los hombros y a desdoblar el programa de carreras.
—¿Qué piensas de Cantárida? —Clava la mirada en mí y sonríe antes de aclarar—: Me refiero al caballo, no al afrodisíaco.
Sin embargo, yo estoy demasiado ocupada observando los alrededores como para responder. Me cuesta un verdadero esfuerzo verlo todo, porque la sala no solo es enorme, sino que además está llena a rebosar a estas horas… y eso que estamos en un día de diario. Es como un universo diferente del que yo no sabía nada. Y no puedo evitar preguntarme si es aquí donde Damen pasa su tiempo libre.
—Bueno, ¿qué dices? ¿Quieres apostar? —Me mira de reojo antes de realizar unas cuantas anotaciones con su bolígrafo.
Niego con la cabeza.
—Ni siquiera sabría cómo hacerlo.
—Yo puedo darte todos los detalles sobre las apuestas, los porcentajes, las estadísticas y el linaje de cada caballo. Pero puesto que no tenemos mucho tiempo, ¿por qué no te limitas a echarle un vistazo a esto y me dices lo que «sientes», qué nombres te atraen? A mí siempre me funciona —dice con una sonrisa.
Me lanza el programa de carreras y yo lo miro, sorprendida al descubrir que hay tres nombres diferentes que parecen llamar mi atención en un orden de primero, segundo y tercero.
—Cantárida gana, Acapulco Lucy segundo, e Hijo de Buda en tercer lugar —le digo. Aunque no tengo ni idea de cómo lo sé, tengo bastante confianza en mis elecciones.
—Lucy y Buda, vale —murmura mientras lo escribe—. ¿Y cuánto quieres apostar? La apuesta mínima es dos, pero puedes apostar más.
—Dos está bien —digo. De repente me siento menos confiada, ya que no estoy dispuesta a vaciar mi monedero por un capricho.
—¿Estás segura? —pregunta con una expresión algo decepcionada.
Afirmo con la cabeza.
—Bueno, pues yo creo que son buenas elecciones, así que voy a apostar cinco. No, que sean diez.
—No apuestes diez —le digo antes de apretar los labios—. Los he elegido al azar, ni siquiera sé por qué.
—Pues parece que tendremos que averiguarlo —asegura Damen, que se pone en pie mientras yo estiro la mano para coger mi cartera. Sin embargo, él me la quita de la mano—. Podrás reembolsármelo cuando cobres las ganancias. Voy a apostar. Si viene el camarero, pide lo que quieras.
—¿Qué quieres que pida para ti? —le pregunto, pero se ha marchado tan rápido que ni siquiera me oye.
Cuando regresa, los caballos ya están situados tras el portón y, cuando suena el disparo de salida, todos salen como una exhalación de sus casilleros. Al principio no son más que brillantes borrones oscuros, pero cuando doblan la esquina para tomar la recta final, salto de mi asiento al ver que mis tres elecciones maniobran para colocarse en buena posición. No puedo evitar dar brincos y gritos de alegría cuando veo que cruzan la meta según el orden que he elegido para el primero, el segundo y el tercero.
—¡Madre mía, hemos ganado! ¡Hemos ganado! —exclamo con una sonrisa mientras Damen se agacha para besarme—. ¿Es siempre tan emocionante? —Observo la pista y veo que Cantárida trota hacia el círculo del ganador para recibir la corona de flores y prepararse para las fotografías.
—Más o menos —me contesta—. Aunque no hay nada que pueda compararse con la primera vez que se gana mucho; esa es siempre la mejor.
—Bueno, no sé cuánto será ese mucho —replico, deseando haber confiado un poco más en mis capacidades, al menos lo suficiente como para subir la apuesta.
Damen frunce el ceño.
—Bueno, puesto que apostaste dos, me temo que habrás ganado alrededor de ocho.
—¿Ocho dólares?
Entorno los párpados algo decepcionada.
—Ochocientos. —Suelta una carcajada—. O, para ser exactos, ochocientos dólares y sesenta centavos. Has ganado una triple, lo que significa que has conseguido acertar quiénes serían los tres ganadores y qué posición ocuparía cada uno.
—¿Y solo con dos dólares? —pregunto. De repente entiendo por qué Damen tiene una mesa reservada.
Él asiente.
—¿Y tú? ¿Cuánto has ganado? —pregunto—. ¿Has apostado lo mismo que yo? Damen sonríe.
—Resulta que he perdido. Bastante. Me he vuelto algo avaricioso y he querido ir un poco más allá, lo que significa que he añadido un caballo que no lo ha conseguido. Pero no te preocupes, pienso solucionarlo en la próxima carrera.
Y lo hace, sin duda. Porque cuando nos acercamos a la ventanilla después de la octava y última carrera, yo recojo un total de mil seiscientos cuarenta y cinco dólares y ocho centavos, mientras que Damen se embolsa una cantidad significativamente mayor, ya que ha ganado la Super High Five, lo que significa que ha acertado cuáles serían los cinco primeros caballos y su posición exacta. Y puesto que es el único que lo ha conseguido en los últimos días, gana quinientos treinta y seis mil dólares con cuarenta y un centavos… Y todo con una apuesta de diez dólares.
—Bueno, ¿qué piensas de las carreras? —pregunta. Tiene el brazo enlazado con el mío mientras me conduce al exterior del edificio.
—La verdad es que ahora entiendo por qué no te preocupas mucho por las clases. Supongo que no tienen comparación, ¿no? —Me echo a reír. Aún estoy emocionada por todo lo que he ganado y me da la impresión de que por fin le he encontrado algo provechoso a mi «don» psíquico.
—Vamos, quiero comprarte algo para celebrar mi enorme fortuna —dice antes de guiarme hacia la tienda de regalos.
—No, no tienes por qué… —empiezo a decir.
Sin embargo, Damen me aprieta la mano y pega los labios a mi oreja antes de añadir:
—Insisto. Además, creo que puedo permitírmelo. Pero hay una condición.
Clavo la mirada en él.
—Nada de sudaderas ni de capuchas. —Suelta una carcajada—. Si quieres cualquier otra cosa, lo que sea, solo tienes que decirlo.
Después de bromear un rato e insistir en que quería un casco de jockey, una maqueta de un caballo y una gigantesca herradura de bronce para colgarla en la pared de mi habitación, nos decidimos por una pulsera plateada con la forma de un bocado. No obstante, solo accedo después de asegurarme de que los brillantitos de cristal son realmente de cristal y no diamantes, porque eso habría sido demasiado, sin importar lo mucho que hubiera ganado.
—De esta forma, ocurra lo que ocurra, jamás olvidarás este día —dice Damen antes de abrochar el cierre de la pulsera sobre mi muñeca y esperar a que el mozo nos traiga el coche.
—¿Cómo iba a olvidarlo? —le pregunto mirando primero mi muñeca y después a él.
Sin embargo, él se limita a encogerse de hombros mientras sube al coche. Hay algo tan triste y melancólico en su mirada que, si de verdad hay algo que deba olvidar, espero que sea eso.
Por desgracia, el viaje de vuelta a casa parece incluso más rápido que el de ida, y cuando Damen aparca en el camino de entrada de mi casa, me doy cuenta de que no quiero que el día termine tan pronto.
—¿Te importaría mirar esto un momento, por favor? —me dice al tiempo que señala el reloj del salpicadero—. Te he traído bastante antes de medianoche, tal y como te prometí. —Y cuando se inclina para besarme, le devuelvo el beso con tal entusiasmo que prácticamente lo arrastro hasta mi asiento.
—¿Puedo entrar? —murmura, tentándome con esos labios que se deslizan por mi oreja y mi cuello antes de recorrer la clavícula.
Y me sorprendo a mí misma apartando a Damen y negando con la cabeza. No solo porque Sabine está dentro y tengo cosas que hacer, sino porque necesito recuperar la cordura, dejar de darle todo lo que quiere con tanta facilidad.
—Te veré en el instituto —le digo, y salgo del coche antes de cambiar de opinión—. ¿Recuerdas el Bay View? ¿El instituto al que solías ir? —Damen aparta la mirada y suspira—. No me digas que vas a saltarte las clases… otra vez…
—El instituto es un auténtico aburrimiento… No sé cómo lo aguantas.
—¿Que no sabes cómo lo aguanto? —Sacudo la cabeza. Echo un vistazo a la casa y veo que Sabine se asoma entre los listones de las persianas antes de alejarse de nuevo. Me giro una vez más hacia Damen para decirle—: Bueno, supongo que de la misma forma que tú lo aguantabas antes. Ya sabes, te levantas, te vistes y te vas. Y algunas veces, si prestas atención, aprendes un par de cosas mientras estás allí. —Sin embargo, en cuanto esas palabras salen de mi boca, me doy cuenta de que son mentira. Porque lo cierto es que no he aprendido ni una maldita cosa en todo este año. Bueno, resulta difícil aprender algo cuando más o menos puedes saberlo todo. Aunque, por supuesto, no pienso decírselo a él.
—Debe de haber una forma mejor de hacerlo —asegura él con un gemido y los ojos abiertos en una expresión suplicante.
—¿Como hacer novillos? No me parece una forma mejor. No si quieres ir a la universidad y hacer algo con tu vida. —Más mentiras. Porque con unos cuantos días más en el hipódromo uno podría vivir muy bien. Mejor que bien.
Damen se echa a reír.
—Está bien. Jugaremos según tus normas. Por el momento. Te veré mañana, Ever.
Y apenas he atravesado la puerta principal cuando Damen ya se aleja con el coche.