Cuando vuelvo a casa después de las clases, Damen ya me está esperando en las escaleras de la entrada, con una sonrisa de esas que despejan las nubes del cielo y hacen desaparecer cualquier tipo de duda.
—¿Cómo has conseguido que el guarda te dejara pasar? —le pregunto, ya que sé con certeza que yo no le he permitido la entrada.
—El encanto personal y un coche caro siempre tienen éxito. —Se echa a reír antes de sacudirse el trasero de sus oscuros vaqueros de marca y me sigue al interior—. Bueno, ¿qué tal te ha ido el día?
Me encojo de hombros. Sé muy bien que estoy rompiendo la regla más importante de todas: nunca invitar a mi casa a un desconocido… ni siquiera cuando ese desconocido es mi supuesto novio.
—La rutina de siempre, ya sabes —respondo por fin—. La sustituía juró no volver jamás; la señora Machado me pidió que no volviera jamás… —Entonces lo miro de reojo y siento la tentación de decir algo escandaloso, ya que es evidente que no me está escuchando. Porque, aunque asiente, su mirada parece preocupada, distante.
Voy a la cocina, meto la cabeza en el frigorífico y pregunto:
—¿Qué tal tu día? ¿Qué has hecho? —Cojo una botella de agua y se la ofrezco, pero él sacude la cabeza y da un trago de su bebida de color rojo.
—He ido a dar una vuelta en coche, he practicado surf un rato y he esperado a que sonara el timbre para poder verte otra vez. —Sonríe.
—¿Sabes?, podrías haber ido al instituto y así no habrías tenido que esperar nada —replico.
—Intentaré recordarlo mañana. —Suelta una risotada.
Me apoyo en la encimera y giro el tapón de la botella una y otra vez. Me pone nerviosa estar a solas con él en esta enorme casa vacía cuando tengo tantas preguntas sin respuesta y ni idea de por dónde empezar.
—¿Quieres que salgamos afuera y nos sentemos junto a la piscina? —le pregunto por fin, pensando que quizá el aire fresco y el hecho de estar fuera me calmen un poco los nervios.
Pero él sacude la cabeza y coge mi mano.
—Prefiero ir arriba y echar un vistazo a tu habitación.
—¿Cómo sabes que está arriba? —pregunto al tiempo que lo miro con los ojos entornados.
Damen se limita a sonreír.
—¿Acaso no están siempre arriba?
Titubeo. No sé si permitir que ocurra algo así o si buscar una excusa educada para evitarlo.
Sin embargo, él me aprieta la mano y dice:
—Venga, te prometo que no te morderé.
Y su sonrisa es tan irresistible y su contacto tan cálido e incitante que mi único deseo mientras subo las escaleras es que Riley no esté allí.
Cuando llegamos a la parte superior de las escaleras, mi hermana aparece y dice:
—¡No sabes cuánto lo siento! No quería pelearme con… ¡Vaya! —Se calla de golpe y se queda con la boca abierta, mirándonos a ambos con los ojos abiertos de par en par.
Yo me limito a seguir avanzando hacia mi habitación como si no la hubiera visto. Solo me cabe la esperanza de que Riley tenga el buen juicio de desaparecer y de no regresar hasta más tarde. Mucho más tarde.
—Parece que te has dejado la tele encendida —dice Damen cuando entra en el cuarto. Yo le dirijo una mirada asesina a mi hermana, que camina junto a él y lo mira de arriba abajo antes de levantar los pulgares con entusiasmo.
Y aunque le suplico con la mirada que se marche, ella se deja caer en el sofá y coloca los pies sobre las rodillas de Damen.
Entro a toda prisa en el baño, furiosa con Riley por no hacer lo que le pido, por alargar su visita y negarse a desaparecer; sé que es cuestión de tiempo que haga alguna de sus locuras, algo que no podré explicar. Así pues, me quito la sudadera y me embarco en la rutina de todos los días: me lavo los dientes con una mano mientras me aplico el desodorante con la otra y escupo en el lavabo segundos antes de ponerme una camiseta blanca limpia. Después me hago la coleta, me doy un poco de bálsamo para los labios, me pongo un poco de perfume y salgo a toda prisa por la puerta solo para descubrir que Riley sigue allí, observando de cerca las orejas de Damen.
—Deja que te enseñe la terraza; las vistas son impresionantes —digo, impaciente por alejarlo de mi hermana.
Sin embargo, él sacude la cabeza y dice:
—Más tarde. —Da unos golpecitos con la mano a su lado en el sofá y Riley se levanta de inmediato con un grito de alegría.
Lo observo allí sentado, inocente, desconocedor, creyendo que tiene el sofá para él solo cuando lo cierto es que lo que pincha en la oreja, lo que le pica en la rodilla, lo que le eriza la piel del cuello no es sino mi hermana muerta.
—Vaya, me he dejado la botella de agua en el cuarto de baño —digo.
Clavo la mirada en Riley y me doy la vuelta para marcharme con la certeza de que ella me seguirá si sabe lo que le conviene. Pero Damen se levanta y dice:
—Déjame a mí.
Y observo cómo maniobra entre el sofá y la mesa a fin de evitar las piernas de Riley.
Mi hermana me mira con la boca abierta, yo la miro a ella y, en un momento dado, desaparece.
—Ya está —dice Damen, que me arroja la botella y se pasea con libertad por el espacio que apenas un instante antes había sorteado con tanto cuidado. Cuando ve que lo miro con expresión extrañada, sonríe y pregunta—: ¿Qué?
Me limito a sacudir la cabeza y a volver la vista hacia el televisor, diciéndome a mí misma que solo ha sido una coincidencia. Que no es posible que la haya visto.
—¿Te importaría decirme cómo lo haces?
Estamos sentados fuera, acurrucados en la butaca después de devorar casi una pizza entera; aunque lo cierto es que la mayor parte me la he comido yo, ya que Damen come como un supermodelo y no como un chico normal. En realidad, picotea y mueve la comida de un lado a otro antes de dar un par de mordisquitos, pero lo único que hace es dar sorbos a su bebida.
—¿Hacer qué? —pregunta él, que me rodea con los brazos mientras apoyo la barbilla en su hombro.
—¡Todo! En serio. Nunca haces los deberes, y sin embargo conoces todas las respuestas; coges un pincel, lo introduces en la pintura y voilà!, de repente has creado un Picasso que es incluso mejor que el del auténtico Picasso. ¿Se te dan mal los deportes? ¿Te falla la coordinación o algo así? ¡Venga, dímelo!
Damen suspira.
—Bueno, la verdad es que nunca se me ha dado muy bien el béisbol —admite mientras presiona los labios contra mi oreja—. Pero soy un jugador de fútbol de primera y tengo cierto talento para el surf, o al menos eso creo.
—En ese caso, debe de ser la música. ¿Tienes mal oído para la música?
—Tráeme una guitarra y te tocaré una melodía. Aunque también servirían un piano, un violín o un saxofón.
—¿Qué, entonces? Vamos, ¡a todo el mundo se le da mal algo! Dime algo que se te dé mal.
—¿Por qué quieres saber algo así? —pregunta al tiempo que me estrecha con más fuerza—. ¿Por qué quieres destrozar la imagen perfecta que tienes de mí?
—Porque detesto parecer tan pobre y pusilánime en comparación. En serio, soy tan mediocre en tantas cosas que me gustaría saber que tú también eres malo en algo. Vamos, con eso me sentiría mucho mejor.
—Tú no eres mediocre —asegura él con un tono de voz demasiado serio mientras hunde la nariz en mi cabello.
Pero yo me niego a rendirme. Necesito algo para continuar, algo que lo haga más humano, aunque solo sea un poco.
—Solo una cosa, por favor… Aunque tengas que mentir. Es por una buena causa: mi autoestima.
Intento girarme para poder mirarlo a la cara, pero él me sujeta con más fuerza para mantenerme inmóvil y me da un beso en la oreja antes de decir:
—¿De verdad quieres saberlo?
Asiento. Mi corazón late a un ritmo frenético y la sangre corre a toda prisa por mis venas.
—Se me da fatal todo lo relacionado con el amor.
Clavo la vista en la luz del fuego que adorna uno de los rincones del jardín y me preguntó qué habrá querido decir. Y aunque deseaba con todas mis fuerzas que él me respondiera, la verdad es que no quería oír una contestación tan seria.
—Bueno, ¿te importaría ser algo más explícito? —pregunto con una risilla nerviosa. Lo cierto es que no estoy segura de querer oír una respuesta, ya que temo que esté relacionada con Drina… un tema del que preferiría no hablar.
Damen me abraza con más fuerza y respira profundamente. Y se queda así durante tanto rato que me pregunto si llegará a abrir la boca. Cuando lo hace por fin, dice:
—Al final, siempre resulto… decepcionante. —Se encoge de hombros, negándose a explicar nada más.
—Pero si solo tienes diecisiete años… —Me libro de sus brazos para poder mirarlo a la cara.
Él se encoge de hombros.
—¿Cuántas veces puedes haber resultado decepcionante?
En lugar de responder, Damen me obliga a darme la vuelta y pega sus labios a mi oreja antes de susurrar:
—Vamos a darnos un baño.
Otra muestra más de lo perfecto que es: tiene un par de bañadores en el coche.
—Oye, esto es California y nunca se sabe cuándo vas a necesitarlos —dice al tiempo que se sitúa al borde de la piscina y me dedica una sonrisa—. También tengo un traje de neopreno en el maletero. ¿Crees que debería ir a buscarlo?
—No sé qué responder a eso —le digo mientras entro en la piscina por la parte profunda, donde el vapor se desprende de la superficie del agua—. Tendrás que decidirlo tú mismo.
Damen se acerca unos centímetros más al borde y finge hundir el dedo gordo del pie en el agua.
—No la pruebes, salta sin más —le digo a modo de reprimenda.
—¿Puedo tirarme al agua?
—A bomba, en plancha, como quieras. —Me río al ver cómo realiza una increíble zambullida de cabeza antes de aparecer a mi lado.
—Perfecto —afirma. Tiene el pelo hacia atrás, la piel húmeda y resplandeciente, y las pestañas llenas de pequeñas gotitas de agua. Y, justo cuando creo que está a punto de besarme, desaparece bajo la superficie y se aleja nadando.
Así que respiro hondo, me trago el orgullo y lo sigo.
—Mucho mejor —dice antes de estrecharme con fuerza.
—¿Te da miedo la parte profunda? —Sonrío, ya que los dedos de mis pies apenas rozan el suelo del fondo.
—Me refería a tu atuendo. Deberías vestirte así más a menudo.
Bajo la mirada hacia mi cuerpo pálido cubierto por un biquini blanco e intento no sentirme demasiado insegura al estar tan cerca del suyo, moreno y perfecto.
—Sin duda es una gran mejora, si se compara con los vaqueros y las sudaderas con capucha —dice entre risas.
Aprieto los labios sin saber muy bien qué decir.
—Pero supongo que debes hacer lo que debes hacer, ¿verdad?
Observo su rostro. Hay algo en lo que ha dicho que parece tener un significado oculto, como si él supiera por qué me visto de la forma en que lo hago.
Damen sonríe.
—Es obvio que te proteges de la ira de Stacia y de Honor. Esas dos no juegan demasiado limpio. —Me mete el pelo detrás de la oreja y me acaricia la mejilla.
—¿Acaso estamos compitiendo? —pregunto al recordar el coqueteo, los capullos de rosa, la discusión «que mantuvimos esta mañana en el instituto y la amenaza que ella está dispuesta a cumplir.
Damen no hace otra cosa que mirarme durante demasiado tiempo, tanto que mi estado de ánimo cambia y me aparto de él.
—Ever, jamás ha habido competición alguna.
Pero yo me sumerjo bajo el agua y nado hasta el borde para salir; necesito actuar rápido si quiero dejar claro lo que pienso, porque siempre que él se acerca las palabras se esfuman de mi mente.
—¿Cómo puedo saber algo así cuando te muestras unas veces afectuoso y otras distante? —pregunto con la voz y las manos temblorosas. Desearía poder callarme, dejarlo pasar, recuperar la noche agradable y romántica que estábamos pasando. Pero sé que es necesario decir lo que voy a decir, sean cuales sean las consecuencias—. A veces me miras como… bueno, de esa forma en que me miras… y un instante después estás encima de Stacia. —Tenso la mandíbula y espero a que responda; observo cómo sale de la piscina y avanza hacia mí, tan guapo, mojado y resplandeciente que debo esforzarme por seguir respirando.
—Ever, yo… —Cierra los ojos y suspira. Y cuando los abre de nuevo, da otro paso hacia mí y dice—: Jamás ha sido mi intención hacerte daño. De verdad. Jamás. —Me rodea con el brazo e intenta lograr que lo mire. Y cuando lo hago, cuando me rindo por fin, me mira a los ojos y añade—: Nunca he intentado hacerte daño. Y me disculpo si alguna vez te ha dado la sensación de que estaba jugando con tus sentimientos. Ya te he dicho que no se me dan bien este tipo de cosas. —Sonríe al tiempo que introduce los dedos entre los mechones húmedos de mi cabello y saca un tulipán rojo.
Yo lo observo, fijándome en sus amplios hombros, en su torso definido, en sus marcados abdominales y en sus manos desnudas. No hay mangas donde esconder la flor; no hay bolsillos en los que ocultar nada. No hay más que su glorioso cuerpo semidesnudo, el bañador chorreante y ese estúpido tulipán que tiene en la mano.
—¿Cómo lo haces? —pregunto conteniendo el aliento. Sé muy bien que no estaba detrás de mi oreja.
—¿Hacer qué? —Sonríe mientras me rodea la cintura con los brazos para acercarme más.
—Lo de los tulipanes, las rosas y todo eso —susurro. Intento pasar por alto la sensación que provocan sus manos sobre mi piel, el hecho de que, cada vez que me toca, una oleada de calor invade mi cuerpo y me siento atontada, casi mareada.
—Es magia —asegura con una sonrisa.
Me aparto de él y estiro el brazo para coger la toalla antes de envolverme con ella.
—¿Por qué nunca hablas en serio? —No puedo evitar preguntarme dónde me estoy metiendo y si aún estoy a tiempo de huir.
—Hablo en serio —murmura. Se pone la camiseta y busca sus llaves mientras yo me estremezco bajo la fría toalla empapada. Observo sin mediar palabra cómo se acerca a la puerta, hace un gesto con la mano por encima del hombro y dice—: Sabine está en casa.
Luego desaparece en la oscuridad.