Al día siguiente, mientras me preparo para ir al instituto, cometo el error de pedirle ayuda a Riley para elegir una sudadera.
—¿Qué te parece? —Mantengo en alto una azul antes de sustituirla por una verde.
—Ponte la rosa otra vez —responde. Está sentada sobre la cómoda, con la cabeza inclinada a un lado mientras considera las opciones.
—No hay ninguna rosa. —Frunzo el ceño y deseo que hable en serio para variar, que deje de convertirlo todo en un juego—. Vamos, ayúdame un poco; el tiempo pasa rápido.
Ella se frota la barbilla y entorna los párpados.
—¿Dirías que es un azul cerúleo o un azul aciano?
—Se acabó. —Dejo la sudadera azul y empiezo a meterme la verde por la cabeza.
—Ponte la azul.
Me detengo con los ojos, la nariz y la boca al descubierto, aunque la barbilla ya está cubierta por el forro polar.
—Voy a sacarte los ojos, de verdad. —Clavo en ella una mirada asesina durante unos instantes y después dejo la sudadera verde para hacer lo que mi hermana me ha dicho.
Cojo el brillo de labios y me paro el tiempo justo para aplicármelo. Justo en ese momento, ella dice:
—Vale, ¿qué pasa aquí? Una crisis de sudadera, las palmas sudorosas, maquillaje… ¿qué está pasando?
—No me he puesto maquillaje —respondo, aunque me doy cuenta de que mi voz se asemeja bastante a un grito.
—No es por llevarte la contraria con detalles técnicos, Ever, pero el brillo de labios cuenta. Es un cosmético, sin duda. Y tú, mi querida hermana, acabas de ponértelo en los labios.
Dejo el brillo en el cajón y cojo el cacao de siempre, que deja una línea grasienta en mis labios.
—Hummm… ¿Hola? ¡Sigo esperando una respuesta!
Aprieto los labios y me dirijo hacia la puerta para bajar las escaleras.
—Vale, lo haremos a tu modo, pero no creas que conseguirás impedirme que trate de adivinarlo —dice Riley, que camina tras de mí.
—Haz lo que quieras —susurro mientras entro en el garaje.
—Bueno, sabemos que no es Miles, ya que desde luego tú no eres «su tipo», y sabemos que no es Haven, ya que ella no es para nada «tu tipo», lo que me deja… —Se cuela a través de la puerta cerrada del coche y se instala en el asiento delantero mientras intento no estremecerme por la impresión que me causa verlo—. Bueno, creo que tu círculo de amigos se reduce a esos dos, así que me rindo.
Abro la puerta del garaje y me subo al coche a la antigua usanza antes de arrancar el motor para acallar su voz.
—Sé que tramas algo —añade Riley, que alza la voz para hacerse oír por encima del ruido—. Porque, perdona que te lo diga, pero actúas igual que cuando te colaste por Brandon. ¿Recuerdas lo paranoica y lo nerviosa que estabas? Te preguntabas si tú también le gustarías a él, y bla, bla, bla… Así que, vamos, dímelo. ¿Quién es el desafortunado? ¿Quién es tu próxima víctima?
Y en el instante en que dice eso aparece una imagen de Damen ante mí, tan guapo, tan sexy, tan increíble, tan real que me entran ganas de tender la mano para cogerla y quedármela. Pero en lugar de eso, me aclaro la garganta, pongo la marcha atrás y digo:
—Nadie. No me gusta nadie. Pero puedes estar segura de que ésta ha sido la última vez que te pido ayuda.
Para cuando llego a clase de Lengua, me siento nerviosa, impaciente y me sudan las manos, tal y como Riley había señalado. Pero cuando veo a Damen hablando con Stacia, he de añadir la paranoia a esa larga lista.
—Hummm… perdona —digo, ya que las largas y gloriosas piernas de Damen me impiden el paso, ocupando el lugar de la trampa habitual de Stacia.
Pero Damen me ignora y continúa sentado en el pupitre de ella. Observo cómo mete la mano tras la oreja de Stacia y saca un capullo de rosa.
Un capullo de rosa blanco.
Un capullo de rosa blanco cubierto de rocío, fresco, puro y resplandeciente.
Y cuando Damen se lo ofrece, ella grita tan alto que cualquiera pensaría que se trata de un diamante.
—¡Dios mío! ¡Vaya! ¿Cómo lo has hecho? —exclama con voz aguda mientras lo agita a su alrededor para que todo el mundo pueda verlo.
Tenso la mandíbula y clavo la mirada en el suelo mientras enciendo el iPod y subo el volumen hasta que dejo de oírla.
—Necesito pasar —susurro mientras busco la mirada de Damen. Atisbo por un fugaz instante la calidez de su mirada antes de que sus ojos se conviertan de nuevo en hielo y aparte las piernas de mi camino.
Me dirijo a toda prisa hasta mi mesa. Mis pies se mueven tal y como se supone que deben hacerlo, uno detrás de otro, como si yo fuera un zombi, un robot, un ser torpe y entumecido que sigue movimientos preprogramados y es incapaz de pensar por sí mismo. Después me siento en mi silla y continúo con la rutina: saco los folios, los libros y el bolígrafo y finjo no darme cuenta de lo reacio que parece Damen, de lo mucho que parece costarle apartarse de la mesa de Stacia cuando el señor Robins le pide que vuelva a ocupar su sitio.
—¿Qué narices pasa aquí? —pregunta Haven, que se aparta el flequillo a un lado para mirar hacia delante. La prohibición de decir palabrotas es la única cosa de su larga lista de propósitos de Año Nuevo que ha sido capaz de cumplir, y solo porque le parece divertido hacerlo.
—Sabía que no duraría. —Miles sacude la cabeza y mira a Damen mientras este encandila a los miembros de la élite del aula con su encanto natural, su bolígrafo mágico y sus estúpidos y apestosos capullos de rosa—. Sabía que era demasiado bueno para ser verdad. De hecho, lo dije desde el primer día. ¿Recordáis que lo dije?
—No —murmura Haven, que no deja de observar a Damen—. No lo recuerdo en absoluto.
—Bueno, pues lo dije. —Miles toma un buen trago de su Vitamin Water y asiente—. Lo dije. Lo que pasa es que no me escuchaste.
Yo bajo la mirada al sandwich, ya que no quiero entrar en el jueguecito de «quién dijo qué» y, por supuesto, no quiero ver a Damen, a Stacia ni a ninguna de las demás personas de esa mesa. Aún siento mareos al recordar lo ocurrido en clase de Lengua, cuando Damen se inclinó hacia a mí mientras pasaban lista y me entregó una nota.
Pero solo para que yo se la pasara a Stacia.
—Pásasela tú mismo —le dije yo, negándome a tocarla. Me pregunto cómo es posible que un trozo de hoja de cuaderno, plegado en forma de triángulo, pueda causar tantísimo dolor.
—Vamos… —me dijo él al tiempo que lo arrojaba justo al lado de mis dedos—. Te prometo que no te pillarán.
—No se trata de que me pillen o no —repliqué fulminándolo con la mirada.
—Y entonces, ¿de qué se trata? —preguntó él, con sus oscuros ojos clavados en los míos.
«¡Se trata de que no quiero tocarlo! ¡No quiero saber lo que dice! Porque, en el momento en que ponga mis dedos sobre la nota, veré las palabras en mi cabeza… Veré esa adorable y refinada nota de coqueteo. Y aunque ya va a ser bastante malo oír lo que dice en los pensamientos de Stacia, siempre puedo fingir que lo ha entendido mal, que su diminuto cerebro lo ha malinterpretado. Sin embargo, si toco ese trozo de papel, sabré que las palabras son ciertas… y la verdad es que no podría soportarlo.»
—Pásasela tú mismo —repetí al tiempo que golpeaba el papel con el extremo del lápiz para hacerlo caer por el borde de la mesa.
Fue un suplicio notar el martilleo de mi corazón en el pecho cuando él se echó a reír y se agachó para recoger la nota.
Y me odié a mí misma por sentirme aliviada cuando se la guardó en el bolsillo en lugar de pasársela a Stacia.
—A ver… ¿Hola? ¡Aquí planeta Tierra llamando a Ever!
Sacudo la cabeza y veo a Miles con los ojos entornados.
—He preguntado qué es lo que ha ocurrido. Bueno, no quiero señalar a nadie ni nada de eso, pero tú has sido la última que lo ha visto hoy…
Observo a Miles deseando saberlo. Recuerdo la tarde de ayer en la clase de Arte, el modo en que los ojos de Damen buscaban los míos, la forma en que acarició mi piel, la certeza de que compartíamos algo íntimo. .. casi mágico. Pero entonces me viene a la memoria la chica que apareció antes que Stacia, la pelirroja espectacular y creída del Saint Regís, la misma que había conseguido olvidar convenientemente. Y me siento como una estúpida por ser tan ingenua, por creer que él puede estar interesado en mí. Porque lo cierto es que así es Damen. Su único objetivo es divertirse. Y hace ese tipo de cosas todo el tiempo.
Echo un vistazo a las mesas del comedor justo a tiempo para contemplar cómo Damen saca, flor a flor, un ramo entero de rosas blancas de detrás de la oreja de Stacia, de su manga, de su escote y de su monedero. Aprieto los labios y aparto la mirada para ahorrarme la contemplación del abrazo gratuito que sé que vendrá a continuación.
—Yo no he hecho nada —respondo por fin, tan confusa por el extraño comportamiento de Damen como lo están Miles y Haven, unque menos dispuesta a admitirlo.
Puedo oír los pensamientos de Miles, que sopesa mis palabras tes de decidir si me cree o no. Después, mi amigo suspira y dice:
—¿Os sentís tan abatidas, rechazadas y destrozadas como yo?
Lo miro y deseo admitir que sí, deseo poder contarle todo, el sórdido y patético revoltijo en el que se han convertido mis sentimientos. Deseo confesar que ayer mismo estaba segura de que había ocurrido algo importante entre nosotros y que hoy me he dado de bruces con esto. Pero, en lugar de eso, hago un gesto negativo con la cabeza, recojo mis cosas y me encamino hacia el aula antes de que suene el timbre.
Me paso toda la clase de quinta hora, la de Francés, pensando en una forma de saltarme la clase de Arte. En serio. Aunque participo en la clase y mis labios se mueven para articular las palabras extranjeras, mi mente está completamente obsesionada con un falso dolor de estómago, náuseas, fiebre, un mareo, la gripe… lo que sea. Cualquier excusa serviría.
Y no solo es por Damen. Porque, a decir verdad, ni siquiera sé por qué elegí esa clase en primer lugar. Carezco de todo talento artístico, mi proyecto es una porquería y en realidad no tengo intención de convertirme en nada parecido a un artista. Y sí, supongo que si añades a Damen a toda esa estúpida lista de cosas, conseguirás no solo una nota bastante mala, sino también cincuenta y siete minutos de absoluta incomodidad.
Pero, al final, voy. Sobre todo porque es lo que debo hacer. Y estoy tan concentrada en coger los útiles necesarios y en ponerme el blusón que al principio ni siquiera me doy cuenta de que él no está allí. Y cuando pasan los minutos sin que haya ni la menor señal de Damen, cojo mis pinturas y me dirijo hacia el caballete.
Solo entonces descubro esa estúpida nota triangular sobre el borde.
Clavo la mirada en ella, tan concentrada que todo lo que me rodea se vuelve oscuro y desenfocado. El aula entera se reduce a un único punto. Mi universo consiste en una nota triangular con el nombre de Stacia garabateado en la parte delantera y apoyada sobre un estrecho borde de madera. Y aunque no tengo ni la más mínima idea de cómo ha llegado ahí, porque un rápido vistazo a la sala me confirma que Damen no se encuentra allí, no quiero ni rozar esa nota. Me niego a participar en ese jueguecillo enfermizo.
Cojo un pincel y la golpeo con todas mis fuerzas. Observo cómo atraviesa el aire antes de caer al suelo. Sé que me estoy comportando como una niña tonta, en especial cuando aparece la señora Machado con la nota en la mano.
—¡Creo que se te ha caído algo! —canturrea con una sonrisa amplia y expectante, sin saber que la he tirado a propósito.
—No es mía —susurro antes de coger mis cosas; ella misma puede entregársela a Stacia, o, mejor aún, tirarla a la basura.
—¿Hay otra Ever aquí y yo no me he enterado? —pregunta con una sonrisa.
«¿¿¿Qué???»
Cojo la nota que ella sacude ante mí. Tiene el nombre de «Ever» claramente escrito, y es obvio que se trata de la inconfundible letra de Damen. No se me ocurre cómo puede haber ocurrido algo así; no existe una explicación lógica. Porque yo sé muy bien lo que he visto.
Me tiemblan los dedos cuando empiezo a desdoblarla. Separo las tres esquinas y aliso las arrugas. Ahogo una exclamación cuando aparece un pequeño y detallado bosquejo: un pequeño y detallado bosquejo de un hermoso tulipán rojo.