Durante el trayecto hasta el restaurante solo puedo pensar en Riley, en su cruel comentario final, y en el poco tacto que había tenido al soltarlo así justo antes de desaparecer. Bueno, en todo este tiempo le he suplicado miles de veces que me hable de nuestros padres, le he rogado que me cuente cualquier cosa, por trivial que sea. Pero en lugar de complacerme y decirme lo que necesito saber, ella empieza a ponerse nerviosa, cierra la boca y se niega a explicar por qué ellos no han aparecido todavía.
Cualquiera pensaría que el hecho de estar muerto haría que una persona se volviera un poco más amable, algo más agradable. Pero Riley no. Es igual de irritante, consentida y exaltada que cuando estaba viva.
Sabine deja el coche al mozo del aparcamiento y nos dirigimos hacia el interior del edificio. En cuanto observo el gigantesco vestíbulo de mármol, los enormes arreglos florales que lo decoran y las impresionantes vistas al océano, me arrepiento de todo lo que acabo de pensar. Riley tenía razón. Este lugar es realmente chic. El colmo de lo chic. El tipo de sitio al que vas con una cita… y no con tu antipática sobrina.
El maître nos conduce hasta una mesa adornada con velas encendidas y un conjunto de salero y pimentero que parecen pequeñas piedras plateadas. Cuando me siento en la silla y miro a mi alrededor, apenas puedo creer lo glamuroso que es este lugar. En especial si se compara con la clase de restaurantes que solía frecuentar.
Sin embargo, tan pronto como ese pensamiento cruza mi mente, freno en seco. Ya no tiene sentido examinar las fotos del antes y del después, repasar una y otra vez en mi cabeza ese archivo de «cómo lían ser las cosas». Con todo, estar cerca de Sabine hace que resulte difícil no hacer comparaciones. El hecho de que sea la melliza de mi padre es como un recordatorio constante.
Pide vino tinto para ella y un refresco para mí; después echamos a ojeada a nuestras respectivas cartas y elegimos la cena. Y en el omento en que nuestra camarera se marcha, Sabine sonríe y se coca detrás de la oreja un mechón de su cabello, cortado a la altura la barbilla.
—Bueno, ¿cómo va todo? —dice—. ¿Qué tal el instituto? ¿Y tus amigos? ¿Todo bien?
No me malinterpretéis, quiero mucho a mi tía y le agradezco todo que ha hecho por mí. Pero el simple hecho de que pueda manejar un jurado compuesto por doce personas no significa que se le den en las pequeñas charlas. Aun así, me limito a mirarla antes de responder:
—Sí, todo va bien. —Vale, tal vez a mí tampoco se me den muy bien este tipo de conversaciones.
Ella coloca su mano sobre mi brazo con la intención de añadir o más, pero, antes de que pueda pensar siquiera las palabras necesarias, me pongo en pie.
—Vuelvo en un momento —murmuro. Estoy a punto de tirar la silla en mis prisas por desandar el camino que hemos seguido hasta la mesa; no me molesto en pedir indicaciones, ya que la camarera con la que acabo de cruzarme me ha echado un vistazo y se ha preguntado si me dará tiempo a salir por la puerta y recorrer el largo pasillo.
Sigo la dirección que ella me ha indicado sin saberlo y atravieso un pasillo lleno de espejos (gigantescos espejos de marcos dorados situados en fila uno detrás de otro). Hoy es viernes y el restaurante está lleno de invitados a una boda que, según puedo «ver», jamás debería celebrarse. Un grupo de personas pasa junto a mí y sus auras remolinean con una energía tan exacerbada por el alcohol que llega a afectarme; me siento mareada, con ganas de vomitar, tan atolondrada que cuando echo un vistazo a los espejos veo una larga cadena de Damens devolviéndome la mirada.
Entro con torpeza en el baño, me aferró a la encimera de mármol y lucho por recuperar el aliento. Me obligo a concentrarme en las macetas de orquídeas, en las lociones perfumadas y en la pila de gruesas toallas situada sobre una enorme bandeja de porcelana. Comienzo a sentirme mejor, más tranquila, más centrada, bajo control.
Supongo que me he acostumbrado tanto a la energía imprevista que me encuentro allí donde voy que he olvidado lo abrumadora que puede resultar cuando tengo las defensas bajas y me he dejado el iPod en casa. Pero la impresión que recibí cuando Sabine colocó su mano sobre la mía estaba cargada de tal sensación de soledad, de tal tristeza, que fue como un puñetazo en el estómago.
Sobre todo cuando descubrí que la culpa era mía.
He tratado de pasar por alto el tipo de soledad que siente Sabine. Porque, aunque vivimos juntas, no nos vemos casi nunca. Ella suele estar en el trabajo, yo suelo estar en el instituto, y por las noches y los fines de semanas me encierro en mi habitación o salgo por ahí con mis amigos. Supongo que algunas veces olvido que no soy la única que echa de menos a otras personas; aunque me ha acogido y ha tratado de ayudarme, mi tía se siente tan sola y vacía como el día en que todo ocurrió.
Sin embargo, aunque me gustaría ayudarla, aunque me gustaría aliviar su dolor, no puedo hacerlo. Estoy demasiado herida y soy demasiado extraña. Soy un bicho raro que escucha los pensamientos y habla con los muertos. No puedo arriesgarme a que me descubran, no puedo intimar demasiado con nadie, ni siquiera con ella. Lo mejor que puedo hacer es acabar el instituto para poder irme a la universidad y permitir que mi tía siga con su vida anterior. Tal vez entonces pueda salir con el tipo ese que trabaja en el mismo edificio que ella. Ese al que ni siquiera conoce todavía. Ese cuyo rostro vi en el momento en que su mano rozó la mía.
Me paso los dedos por el pelo, me pongo un poco de brillo en los labios y me encamino de nuevo hacia la mesa, decidida a esforzarme un poco más y a hacer que mi tía se sienta mejor, aunque sin arriesgarme a revelar mis secretos. Me siento de nuevo en la silla, doy un trago al refresco y sonrío.
—Estoy bien. De verdad. —Asiento para que ella se lo crea antes de añadir—: Bueno, cuéntame: ¿algún caso interesante en el trabajo? ¿Hay tipos guapos donde trabajas?
Después de cenar, espero fuera mientras Sabine se pone en la fila para pagarle al mozo del aparcamiento. Y estoy tan absorta en la escena que se desarrolla entre la que mañana será la novia y su supuesta dama de «honor» que doy un respingo al sentir una mano sobre el brazo.
—Ah, hola —digo. Siento una oleada de calor y estremecimientos que me recorre de arriba abajo en el momento en que mis ojos se encuentran con los suyos.
—Estás impresionante —asegura Damen, que pasea la vista desde mi vestido hasta mis zapatos antes de volver a mirarme a los ojos—. Casi no te reconozco sin la capucha. —Sonríe—. ¿Has disfrutado de la cena?
Hago un gesto de asentimiento. Estoy tan nerviosa que me sorprende incluso haber podido hacerlo.
—Te he visto en el pasillo. Te habría saludado, pero parecías tener mucha prisa.
Lo observo y me pregunto qué hace allí solo, en ese hotel de lujo, un viernes por la noche. Lleva una chaqueta de lana oscura, una camisa negra con el cuello abierto, unos vaqueros de diseño y esas botas suyas… Un atuendo demasiado perfecto para un chico de su edad, aunque, por extraño que parezca, le queda muy bien.
—Como no soy de aquí, se me ha ocurrido venir a ver qué tal está —dice, contestando a la pregunta que aún no he formulado.
Y justo cuando me pongo a pensar qué decir a continuación, aparece Sabine. Mientras ellos se saludan con un apretón de manos, digo:
—Hummm, Damen y yo vamos juntos al instituto.
«Damen es el chico que hace que me suden las palmas de las manos, que me provoca un mariposeo en el estómago y… ¡en el que no puedo dejar de pensar!»
—Se ha trasladado aquí desde Nuevo México —añado con la esperanza de que eso sea suficiente hasta que llegue el coche.
—¿De qué parte de Nuevo México? —pregunta Sabine.
Y al verla sonreír, no puedo evitar preguntarme si mi tía se siente invadida por esa maravillosa sensación que me embarga a mí.
—Santa Fe —responde él con una sonrisa.
—Vaya, es una ciudad preciosa, según tengo entendido. Siempre he querido visitarla.
—Sabine es abogada y trabaja un montón —murmuro mientras clavo la mirada en el lugar en el que el coche aparecerá en diez segundos. Nueve. Ocho. Siete…
—Nos íbamos a casa, pero me encantaría que vinieras con nosotras —se ofrece mi tía.
La miro con la boca abierta, aterrada, y me pregunto cómo es que no lo he visto venir. Después echo una mirada a Damen con la esperanza de que él rechace la invitación.
—Gracias, pero tengo que regresar ya —responde.
Señala con el pulgar por encima del hombro y, cuando miro en la dirección que indica, avisto a una pelirroja extraordinariamente hermosa ataviada con un ceñidísimo vestido negro y tacones de vértigo.
La chica me sonríe, pero no es una sonrisa amable. No son más que unos labios rosados y brillantes que se curvan hacia arriba en las comisuras, aunque sus ojos están demasiado lejos, demasiado distantes para que yo pueda leerlos. Con todo, hay algo en su expresión, en la inclinación arrogante de su barbilla, que revela cierta burla, como si el hecho de vernos juntos le resultara bastante divertido.
Vuelvo a mirar a Damen y me sorprendo al descubrir que está muy cerca de mí. Sus labios, húmedos y un poco separados, se encuentran a escasos centímetros de los míos. Luego desliza sus dedos por mi mejilla y saca un tulipán rojo de detrás de mi oreja.
Al instante, estoy de pie sola mientras él se dirige al interior del edificio con su cita.
Miro el tulipán, acaricio sus pétalos rojos y satinados, y no puedo evitar preguntarme de dónde narices lo habrá sacado… sobre todo porque faltan aún dos estaciones para la primavera.
Sin embargo, no es hasta más tarde, ya a solas en mi habitación, cuando me doy cuenta de que la pelirroja tampoco tenía aura.
Debía de estar bastante dormida, porque en el momento en que oigo algo que se mueve por mi habitación, siento la mente tan espesa y nublada que ni siquiera abro los ojos.
—¿Riley? —susurro—. ¿Eres tú?
Como no responde, doy por hecho que está tramando una de sus travesuras habituales. Y dado que estoy demasiado cansada para ponerme a jugar, cojo la otra almohada y me la pongo encima de la cabeza.
No obstante, vuelvo a oírla.
—Oye, Riley, estoy exhausta, ¿vale? Siento haberme portado mal contigo antes y te pido disculpas si eso te molestó, pero la verdad es que no estoy de humor para bromas ahora… —Levanto la almohada y abro un ojo para echarle un vistazo al despertador—. Son las cuatro menos cuarto de la madrugada. ¿Por qué no vuelves al lugar de donde viniste y lo dejas para una hora más normal? Ni siquiera me enfadaré si apareces con el vestido que llevé en la graduación, y te doy mi palabra de que no me chivaré.
Lo que pasa es que, después de haber soltado esa parrafada, ya estoy despierta. Así que aparto la almohada a un lado y contemplo su oscura silueta reclinada en la silla que hay junto a mi escritorio. Me pregunto qué será tan importante como para no poder esperar a que sea de día.
—Ya te he dicho que lo siento, ¿no? ¿Qué más quieres?
—¿Puedes verme? —pregunta ella al tiempo que se aleja del escritorio.
—Por supuesto que puedo vert… —en ese momento me quedo callada.
Acabo de darme cuenta de que la voz que he oído no es la de mi hermana.