Fue Riley quien me ayudó a recuperar la memoria. Me guió a través de las historias de la niñez y me recordó la vida que teníamos, los amigos que solíamos frecuentar… hasta que todo comenzó a aflorar de nuevo a la superficie. También me ayudó a apreciar mi nueva vida al sur de California, porque el hecho de verla tan entusiasmada con mi nueva habitación, mi flamante descapotable rojo, las espectaculares playas y mi nuevo instituto me hizo darme cuenta de que, si bien no era la vida que prefería, no estaba nada mal.
Y aunque todavía seguimos peleándonos, discutiendo y sacándonos de quicio la una a la otra tanto como antes, lo cierto es que vivo por y para sus visitas. Verla de nuevo hace que tenga una persona menos a la que añorar. Y el tiempo que pasamos juntas es el mejor momento del día.
El único problema es que ella lo sabe. Así que cada vez que saco a relucir cuestiones que, según Riley, se extralimitan (cosas como: «¿Cuándo voy a ver a mamá, a papá y a Buttercup?» y «¿Adonde vas cuando no estás aquí?»), ella me castiga desapareciendo.
Sin embargo, aunque su negativa a contestar me fastidia de verdad, sé que es mejor no presionarla. Lo cierto es que no le he contado que soy capaz de ver el aura de la gente y de leer el pensamiento, ni lo mucho que eso ha cambiado mi mundo, incluso mi forma de vestir.
—Jamás te echarás novio si vistes de esa manera —dice Riley, que está repantigada en mi cama mientras yo me doy prisa en acabar mis tareas cotidianas para ir al instituto y salir por la puerta… más o menos a tiempo.
—Sí, claro, pero resulta que no todos nosotros podemos cerrar los ojos y hacer aparecer de la nada un magnífico vestuario nuevo —replico al tiempo que me pongo las desgastadas zapatillas deportivas y le hago el lazo a los cordones deshilachados.
—Vamos, sé que Sabine te ha dado una tarjeta de crédito y te ha dicho que la utilices. ¿Y qué es eso de las capuchas? ¿Te has metido en algún tipo de banda?
—No tengo tiempo para explicaciones —le digo. Cojo los libros, el iPod y la mochila antes de dirigirme hacia la puerta—. ¿Vienes? —Me giro para mirarla al tiempo que comienzo a impacientarme al ver que frunce los labios mientras se toma su tiempo para pensarlo.
—Vale —responde al fin—. Pero solo si bajas la capota. Me encanta sentir el viento en el pelo.
—Está bien. —Me dirijo a las escaleras—. Pero desaparece antes de que lleguemos a casa de Miles. Me pone de los nervios verte sentada en su regazo sin su permiso.
Para el momento en que Miles y yo llegamos al instituto, Haven ya nos esta esperando junto a la verja mientras examina el campus con mirada frenética.
—Vale, el timbre sonará en menos de cinco minutos y todavía no hay ni rastro de Damen. ¿Creéis que habrá dejado las clases? —Nos mira, y sus ojos amarillos parecen alarmados.
—¿Por qué iba a dejarlas? Acaba de empezar —le respondo mientras me acerco a la taquilla. Haven me sigue, y las gruesas suelas de goma de sus botas hacen temblar el suelo.
—Déjame pensar… ¿Porque no merecemos la pena? ¿Porque él es demasiado bueno para ser real?
—Pues tiene que regresar. Ever le prestó su ejemplar de Cumbres borrascosas, y eso significa que tiene que devolvérselo —dice Miles antes de que yo pueda evitarlo.
Muevo la cabeza con exasperación mientras giro los números de la combinación del candado. Siento el peso de la mirada de Haven cuando me dice:
—¿Cuándo ocurrió eso? —Apoya una mano en la cadera y me fulmina con la mirada—. Sabes que me lo he pedido yo, ¿verdad? ¿Por qué no he sido informada al respecto? ¿Por qué nadie me ha hablado de eso? Hasta donde yo sabía, tú ni siquiera lo habías visto todavía.
—Bueno, pues te aseguro que lo vio muy bien. Estuve a punto de llamar a urgencias —bromea Miles.
Yo sacudo la cabeza, cierro el candado y camino pasillo abajo.
—¿Qué pasa? No he dicho más que la verdad… —Mi amigo se encoge de hombros mientras avanza a mi lado.
—Así que, si lo he entendido bien, resulta que eres más un estorbo que una verdadera amenaza, ¿no? —Haven me observa con los ojos entornados (unos ojos rodeados por una gruesa línea negra); los celos hacen que su aura se torne de un horrible color verde vómito.
Respiro hondo y los miro a ambos. Si no fueran mis amigos, les diría lo ridículo que me parece todo esto. Vamos a ver, ¿desde cuándo puede alguien «pedirse» a otra persona? Además, no puede decirse que haya tenido muchas citas después de adquirir la capacidad de ver el aura de la gente, oír sus pensamientos y verme obligada a ponerme ropa holgada con capucha. Pero no digo nada de eso.
—Sí, soy un estorbo —le aseguro—. Soy un tremendo desastre siempre inminente. Pero desde luego no soy una amenaza. Sobre todo porque no tengo el menor interés. Y, aunque sé que es probable que sea difícil de creer porque es un tío impresionante que está buenísimo, como un tren o como quieras decirlo, la verdad es que no me gusta Damen Auguste, ¡y no sé cómo dejarlo claro de una vez por todas!
—Hummm… no creo que haga falta que digas nada más —murmura Haven, que tiene la cara pálida y los ojos clavados más adelante.
Sigo la dirección de su mirada hasta que veo a Damen de pie, con su brillante cabello negro, sus ojos abrasadores, su cuerpo escultural y su sonrisa perspicaz. Mi corazón da un vuelco cuando él abre la puerta y la sostiene antes de decir:
—Hola, Ever. Pasa.
Me dirijo como una exhalación hacia mi pupitre, sin apenas lograr sortear la mochila que Stacia ha colocado en mi camino. Me arden las mejillas al saber que Damen estaba justo detrás de mí y que ha oído cada una de las horribles palabras que acabo de decir.
Dejo la mochila en el suelo, me siento en la silla, me subo la capucha y enciendo el iPod con la esperanza de que el ruido y todo lo que ha ocurrido se desvanezcan; me aseguro a mí misma que un tío como ese (un chico tan seguro de sí mismo, tan guapo y deslumbrante) es demasiado guay como para molestarse por las palabras imprudentes de una chica como yo.
Sin embargo, justo cuando comienzo a relajarme, cuando estoy a punto de convencerme de que no me importa, me siento sacudida por una descarga eléctrica que atraviesa mi piel, inunda mis venas y estremece todo mi cuerpo.
Y todo porque Damen ha colocado su mano encima de la mía.
Es difícil sorprenderme. Desde el momento en que me convertí en psíquica, solo Riley ha conseguido hacerlo; y, puedes creerme, mi hermana jamás se cansa de inventar nuevas formas de hacerlo.
No obstante, cuando aparto la mirada de mi mano para posarla en el rostro de Damen, él se limita a sonreír.
—Quería devolverte esto —me dice antes de entregarme el ejemplar de Cumbres borrascosas.
Y aunque sé que parecerá extraño y una auténtica locura, en el momento en que él me habla, el resto del mundo se queda en silencio. En serio, de un ambiente cargado de ruidos, paso a no oír nada en absoluto.
Y a pesar de que sé que es ridículo, sacudo la cabeza y digo:
—¿Seguro que no quieres quedártelo? La verdad es que no lo necesito; ya sé cómo termina.
Un instante después, Damen aparta su mano de la mía y los estremecimientos desaparecen.
—Yo también sé cómo termina —asegura. Su mirada es tan intensa, tan íntima y penetrante que siento la necesidad de apartar la vista.
Y justo cuando estoy a punto de ponerme los auriculares de nuevo para poder aislarme por completo del sonido de los crueles comentarios de Stacia y Honor, Damen vuelve a colocar su mano sobre la mía y dice:
—¿Qué estás escuchando?
La sala se queda en silencio una vez más. De verdad, durante esos breves segundos, dejo de oír los pensamientos que me rodean, los susurros apagados; no oigo nada salvo el sonido de su voz, suave y lírica. Bueno, al principio supuse que era cosa mía. Pero esta vez sé que es real, pues aunque la gente sigue hablando, pensando y haciendo las cosas de siempre, todos los ruidos han quedado completamente amortiguados por el sonido de sus palabras.
Lo miro de reojo. Noto que mi cuerpo se acalora, que se llena de una especie de carga eléctrica y me pregunto a qué puede deberse. Bueno, ya me habían tocado la mano antes y jamás había experimentado nada que se pareciera lo más mínimo.
—Te he preguntado qué estás escuchando. —Sonríe, y es una sonrisa tan íntima y personal que no puedo evitar ruborizarme.
—Ah, bueno, solo es una mezcla gótica de mi amiga Haven. Casi todo es música antigua, canciones de los ochenta; ya sabes, gente como The Cure, Siouxsie and the Banshees, Bauhaus…
Me encojo de hombros, incapaz de apartar la mirada de sus ojos mientras intento determinar de qué color son.
—¿Te gusta el rollo gótico? —pregunta con las cejas enarcadas y una expresión escéptica al tiempo que se fija en mi largo cabello rubio recogido en una coleta, en la sudadera azul oscuro y en mi piel, limpia y sin maquillar.
—A Haven le encanta.
Suelto una risita nerviosa, aguda y vergonzosa que parece rebotar en las cuatro paredes de la sala antes de regresar a mí.
—¿Y a ti? ¿Qué es lo que te gusta a ti? —Sigue mirándome a los ojos con aire divertido.
Justo cuando estoy a punto de responder, el señor Robins entra en clase con las mejillas sonrojadas, pero no a causa de un rápido paseo como todos creen. En ese momento, Damen se reclina en el respaldo de su silla y yo respiro hondo y me bajo la capucha para sumergirme de nuevo en los familiares sonidos de las angustias adolescentes, los nervios de los exámenes, las fantasías típicas de los chicos, los sueños rotos del señor Robins y los pensamientos extrañados de Stacia, Honor y Craig, que no entienden qué puede haber visto en mí un tío tan impresionante como Damen.