Despierta, goodweather.
La voz del Nacido hizo a Eph recobrar la consciencia. Abrió los ojos. Se hallaba tendido en el suelo, con el Nacido a su lado.
¿Qué ha pasado?
Abandonar la visión y volver de nuevo a la realidad fue todo un shock. Pasar de la sobrecarga a la privación sensorial. Vivir aquel sueño había sido como habitar dentro de una de las páginas iluminadas del Lumen. Aquella experiencia superaba la dimensión de lo real.
Se sentó, consciente ahora de su dolor de cabeza. Tenía una herida a un lado de la cara.
Sobre él, la cara del señor Quinlan seguía siendo marcadamente pálida.
Eph parpadeó varias veces, tratando de sacudirse el efecto hipnótico y persistente de la visión, que se aferraba a él como una placenta pegajosa.
—Lo he visto —dijo.
¿Qué has visto?
Eph oyó un golpeteo cada vez más fuerte encima de ellos, sacudiendo el edificio. Era un helicóptero.
Estamos siendo atacados.
El señor Quinlan le ayudó a levantarse.
—Creem —dijo Eph—. Ha notificado al Amo nuestra ubicación. —Se llevó las manos a la cabeza—. El Amo sabe que tenemos el Lumen.
El señor Quinlan se volvió hacia la puerta. Se quedó quieto, como si escuchara.
Ellos han pillado a Joaquín.
Eph oyó unos pasos suaves y distantes. Unos pies descalzos. Vampiros. El señor Quinlan agarró a Eph del brazo y lo levantó. Eph miró los ojos rojos del Nacido y recordó el final del sueño, pero rápidamente lo apartó de su mente y se concentró en la amenaza actual.
Dame tu espada de repuesto.
Eph se la dio y siguió al señor Quinlan al pasillo después de recoger su diario y meterlo en su mochila. Giraron a la derecha, encontraron las escaleras que conducían al sótano y se internaron en los corredores subterráneos. Los vampiros ya se encontraban allí. Los ruidos se oían como si fueran transmitidos por una corriente. Gritos humanos y espadas cortando.
Eph sacó la suya y encendió su linterna. El señor Quinlan avanzó a gran velocidad, y Eph procuró seguirle el paso. El señor Quinlan le sacó ventaja, y cuando Eph dobló por un recodo para alcanzarlo, su haz de luz alumbró los cuerpos de dos vampiros decapitados.
Detrás de ti.
Un strigoi salió de una habitación lateral; Eph se dio la vuelta y le atravesó el pecho con su espada. La plata lo debilitó, Eph retiró la hoja y le rebanó el cuello con rapidez.
El señor Quinlan continuó su marcha, liquidando a los vampiros antes de que estos tuvieran oportunidad de atacar. De esta forma franquearon los pasillos del manicomio subterráneo. Una escalera marcada con una señal pintada por Gus los condujo hasta un pasillo que desembocaba en otra escalera, que daba al sótano de un edificio del campus.
Salieron del edificio de Matemáticas, próximo al centro del campus, detrás de la biblioteca. Su presencia atrajo inmediatamente la atención de los vampiros invasores, que corrieron hacia ellos desde las cuatro direcciones, desafiando las armas de plata a las que se enfrentaban. El señor Quinlan, con su gran velocidad e inmunidad a los gusanos infecciosos de la sangre abrasiva de los strigoi, liquidó tres veces más criaturas que Eph.
Un helicóptero del ejército se acercó desde el río, serpenteando con el estrépito de sus rotores sobre los edificios del campus. Eph vio el soporte de la metralleta, pero su mente rechazó la imagen inicialmente. Vio la cabeza calva del vampiro apostado detrás del cañón cuádruple y escuchó las detonaciones simultáneas de los proyectiles, pero solo consiguió procesarlas cuando vio los impactos circulares horadando el camino de piedra que recorría junto al señor Quinlan. Se apartaron del sendero para ponerse a cubierto, protegiéndose debajo del alero de un edificio, mientras el helicóptero giraba para arremeter otra vez.
Corrieron hacia la puerta, ocultándose momentáneamente, pero sin entrar en el edificio, donde quedarían atrapados con mucha facilidad. Eph sacó su binocular de visión nocturna y lo sostuvo frente a sus ojos el tiempo suficiente para ver decenas de vampiros verdes y brillantes entrando en el cuadrilátero similar a un anfiteatro, como una legión de muertos vivientes acudiendo a un combate de gladiadores.
El señor Quinlan estaba junto a él, más inmóvil que de costumbre. Miraba fijamente hacia delante, como si tuviera los ojos puestos en otro lugar.
El Amo está aquí.
—¿Qué? —Eph miró a su alrededor—. Debe de haber venido a por el libro.
El Amo ha venido para ocuparse de todo.
—¿Dónde está el libro?
Fet lo sabe.
—¿Tú no?
Lo vi por última vez en la biblioteca. En sus manos, mientras buscaba un facsímil para falsificar…
—¡Vamos! —dijo Eph.
El señor Quinlan no lo dudó. La biblioteca, con su cúpula gigantesca, estaba casi enfrente de ellos, en la parte delantera de la cuenca del cuadrilátero. Salió corriendo desde el frontispicio, matando a un vampiro que se puso en su camino. Eph lo siguió sin dilación al ver que el helicóptero regresaba por el lateral derecho. Bajó las gradas y retrocedió a medida que el arma disparaba en modo semiautomático, con los pedazos de granito pinchándole las espinillas.
El helicóptero redujo la velocidad, sobrevolando el patio central y ofreciéndole una mayor estabilidad al francotirador. Eph se coló entre dos pilares gruesos de la fachada de la biblioteca, para protegerse de los disparos. Delante de él, un vampiro se acercó al señor Quinlan y, como premio, su cabeza fue arrancada manualmente del torso. El señor Quinlan mantuvo la puerta abierta para Eph, que se apresuró al interior.
Se detuvo en mitad de la rotonda. Eph pudo sentir la presencia del Amo en algún lugar dentro de la biblioteca. No era un olor ni una vibración, sino la forma en que el aire se movía tras el Amo, enroscándose en sí mismo, creando extrañas corrientes cruzadas.
El señor Quinlan pasó corriendo a su lado y entró en la sala de lectura principal.
—¡Fet! —llamó Eph, al escuchar unos ruidos, como de libros que caen en la distancia—. ¡Nora!
No hubo respuesta. Corrió tras el señor Quinlan, esgrimiendo su espada, moviéndola a su alrededor, consciente de la presencia del Amo. Había perdido de vista al señor Quinlan, así que sacó su linterna y la encendió.
Tras casi dos años de inactividad, la biblioteca estaba completamente cubierta de polvo. Eph vio las partículas suspendidas en el aire en el cono de su haz de luz. Mientras iluminaba con su linterna un área despejada en el otro extremo, percibió una interrupción en el polvo, como si algo se moviera más rápido de lo que pudiera registrar el ojo. Esa alteración, esa reordenación de las partículas, enfiló hacia Eph a una velocidad increíble.
Fue duramente golpeado por detrás y lanzado al suelo. Miró hacia arriba, justo a tiempo de ver al señor Quinlan lanzando un fuerte sablazo en el aire. No golpeó nada con su espada, pero se plantó con firmeza para desviar la amenaza inminente. El impacto fue tremendo, aunque el señor Quinlan contaba con la ventaja del equilibrio.
Un estante de libros se desplomó al lado de Eph con un estrépito ensordecedor, y el armazón de acero se clavó en el suelo alfombrado. La pérdida del impulso reveló al Amo, que salió de los estantes caídos. Eph vio el rostro del señor oscuro —un momento, solo lo suficiente para distinguir a los gusanos escabulléndose velozmente bajo la superficie de su carne— antes de que la criatura se enderezara.
Era la clásica táctica de dejarse atacar. El señor Quinlan se había agachado para atraer al Amo hacia el desprotegido Eph y luego le había atacado, pillándolo desprevenido. El Amo se dio cuenta de la celada al mismo tiempo que Eph, ya que estaba poco acostumbrado a ser engañado.
HIJO DE PUTA.
El Amo estaba enfadado. Se levantó y arremetió contra el señor Quinlan, que no pudo infligirle con su espada un daño irreversible, atacando por debajo y empujando al Nacido contra el estante de enfrente.
Luego se alejó, como una mancha negra regresando de nuevo a la rotonda.
El señor Quinlan se enderezó rápidamente y levantó a Eph con su mano izquierda. Fueron corriendo tras el Amo a través de la rotonda, en busca de Fet.
Eph escuchó un grito, que identificó con la voz de Nora, y corrió a una habitación lateral. La encontró con su linterna. Un nutrido grupo de vampiros acababa de entrar desde el extremo opuesto; uno de ellos la amenazaba desde lo alto de un estante, mientras que otros dos le arrojaban libros a Fet. El señor Quinlan saltó desde una silla, abalanzándose sobre el vampiro que se cernía sobre Nora, le agarró el cuello con una mano mientras le clavaba su espada con la otra, cayendo con él en los estantes adyacentes. Esto le dio tiempo a Nora de perseguir a los vampiros que lanzaban libros. Eph podía percibir al Amo, pero no logró alumbrarlo con su linterna. Sabía que la incursión de los vampiros era una maniobra de distracción, pero también una amenaza real. Corrió por un pasillo paralelo al que ocupaban Fet y Nora y vio a dos intrusos acercándose desde la puerta del fondo.
El médico blandió su espada, pero ellos no se intimidaron. Se lanzaron hacia él, y Eph hizo lo mismo. Los asesinó fácilmente, tal vez demasiado. Su único propósito era mantenerlo ocupado. Vio en el umbral a otro vampiro, pero antes de atacarlo se arriesgó a mirar hacia atrás, al final del pasillo, donde se encontraba Fet.
Fet atacaba con su espada, protegiéndose el rostro de los libros que le lanzaban.
Eph se dio la vuelta y esquivó al vampiro que se abalanzaba sobre él, pasándole la espada por la garganta. Otros dos aparecieron en la puerta. Eph se dispuso a enfrentarse a ellos, pero recibió un fuerte golpe en la oreja izquierda. Se volvió con el rayo de su linterna y vio a otro vampiro a horcajadas en los estantes, lanzándole libros. Debía salir de allí de inmediato.
Mientras derribaba al par de strigoi, Eph vio al señor Quinlan correr a gran velocidad en el ala posterior de la sala. El señor Quinlan empujó el anaquel, lanzando al vampiro al otro lado de la estancia, y luego se detuvo. Se volvió en la dirección de Fet, y, al ver esto, Eph hizo lo mismo.
Observó la hoja ancha de Fet cercenar a otro vampiro amenazador, justo cuando el Amo saltaba desde los estantes para agarrar al exterminador por la espalda. Fet ya había advertido el movimiento del Amo, e intentó girarse para asestarle un sablazo. Pero el Amo aferró la mochila de Fet, tirando de ella bruscamente hacia abajo. La mochila resbaló en los codos de Fet, inmovilizándole los brazos.
Fet podría haberse sacudido y liberarse, pero eso habría significado renunciar a su mochila. El señor Quinlan salió corriendo tras el Amo, que utilizó la uña afilada de su dedo medio como garra para cortar las correas acolchadas de la mochila de Fet, que forcejeaba para conservarla. El exterminador se giró y se abalanzó sobre el Amo para recuperar su mochila, con una valentía inusitada. El Amo lo detuvo con una mano y lo arrojó contra el señor Quinlan, como si fuera un libro.
El choque fue violento.
Eph vio al Amo con la mochila en la mano. Nora estaba frente a él ahora, blandiendo su espada al final del pasillo. Lo que Nora no podía ver —pero el Amo y Eph sí— era a dos vampiras que corrían por encima de los anaqueles a su espalda.
Eph le gritó a Nora, pero ella estaba paralizada. El murmullo del Amo. Eph gritó de nuevo, mientras corría con su espada tras el Amo.
El Amo se volvió, anticipando hábilmente el ataque de Eph, pero no el filo de su espada. Eph no cortó al Amo, sino la correa de la mochila, justo por debajo de donde la sujetaba el Amo. Quería el Lumen. La mochila cayó al suelo. El impulso de Eph lo llevó más allá del Amo, y esto bastó para sacar a Nora del trance; se dio la vuelta y vio a los strigoi encima de ella, a punto de atacar. Sus aguijones arremetieron, pero la espada de plata de Nora los mantuvo a raya.
El Amo volvió a mirar a Eph, que había perdido el equilibrio y se encontraba inerme, pero el señor Quinlan acababa de ponerse en pie. El Amo recogió la bolsa con los libros antes de que Eph pudiera hacerlo y se esfumó por la puerta trasera.
El señor Quinlan se puso en pie y miró a Eph solo por un momento; se volvió y corrió tras el Amo. No quedaba otra opción. Tenían que recuperar ese libro.
Gus cercenó al chupasangre que corría hacia él por el sótano, golpeándolo de nuevo antes de caer. Subió corriendo las escaleras en dirección al aula donde estaba Joaquín y lo encontró tirado sobre el escritorio, con la cabeza apoyada en una manta doblada. Debería estar sumergido en un profundo sueño narcótico, pero sus ojos permanecían abiertos y mirando hacia el techo.
Gus lo sabía. No tenía síntomas evidentes —era demasiado pronto para eso—, pero supo que el señor Quinlan estaba en lo cierto. Una combinación de la infección bacteriana, las drogas y la picadura letal de los vampiros lo había sumido en un estado de estupor.
—Adiós.
Gus acabó con él. Le hizo un corte rápido con su espada, y luego se quedó mirando lo que acababa de hacer, hasta que los ruidos por todo el edificio lo llamaron de nuevo a la acción.
El helicóptero había regresado. Gus oyó los disparos y quiso salir de allí. Pero antes corrió de nuevo a los pasadizos subterráneos. Atacó y masacró a dos vampiros desafortunados que le bloquearon el paso a su sala de «energía». Desconectó todas las baterías de sus cargadores y las echó en una bolsa con sus lámparas y sus binoculares de visión nocturna.
Ahora estaba solo, verdaderamente solo. Y su escondite había sido descubierto.
Agarró una lámpara Luma, empuñó su espada y se lanzó a acabar con algunos chupasangres.
Eph se dirigió a las escaleras, buscando una salida. Tenía que salir del edificio.
Una puerta daba acceso a una zona de carga y al frío húmedo del aire nocturno. Apagó su linterna e intentó orientarse. No vio vampiros, al menos de momento. El helicóptero sobrevolaba algún lugar situado al otro lado de la biblioteca, en la parte superior del cuadrilátero. Eph se dirigió al garaje de mantenimiento, donde Gus guardaba las armas más grandes. Les superaban ampliamente en número, y combatir con espadas le daba ventaja al Amo. Ellos necesitaban potencia de fuego y armas.
Mientras Eph corría de un edificio a otro, anticipándose a los ataques procedentes de cualquier dirección, advirtió una presencia que corría por los tejados de los edificios del campus. Una criatura lo seguía. Eph solo logró vislumbrar destellos de una silueta, pero le bastó con eso. Estaba seguro de que sabía quién era.
Mientras se acercaba al garaje, observó una luz en el interior. Eso significaba una lámpara, y una lámpara significaba un ser humano. Corrió a la entrada, lo suficientemente cerca como para ver que la puerta del garaje estaba abierta. Vio en su interior el guardabarros de plata de un vehículo, el Hummer amarillo de Creem.
Eph creía que Creem se había marchado hacía mucho tiempo. Dobló la esquina y vio la sombra inconfundible del pandillero en forma de barril, cargando herramientas y baterías en la parte trasera del vehículo.
Eph se movió con rapidez pero en silencio, con la esperanza de sorprender a aquel hombre, mucho más grande que él. Pero Creem estaba en estado de máxima alerta, y algo hizo que se girara, encarándose con el médico. Lo agarró de la muñeca, inmovilizándole el brazo contra la espada, y luego lo empujó contra el Hummer.
Acercó su cara a la de Eph, que olió la comida canina en su aliento y vio las migajas en sus dientes de plata.
—¿Creías que iba a ser superado por un blanco de mierda con un carné de biblioteca?
Creem echó hacia atrás su enorme mano, y la cerró en un puño forrado de plata. Cuando el puño se acercaba a la cara de Eph, una figura delgada corrió hacia él desde la parte delantera del coche, le agarró el brazo y lo condujo hacia la parte trasera del garaje.
Eph se alejó del Hummer tosiendo en busca de aire. Creem forcejeaba en las sombras de atrás con el intruso. Eph encontró su linterna y la encendió.
Era un vampiro, gruñendo y arañando a Creem, que lograba resistir solo por la plata repelente de sus anillos y las gruesas cadenas en su cuello. El vampiro silbó y zigzagueó, golpeando el muslo de Creem con la garra de su dedo medio, cortándolo y produciéndole tal dolor que el grandullón se derrumbó bajo su propio peso.
Eph iluminó con su linterna la cara del vampiro. Era Kelly. Lo había salvado de Creem porque quería a Eph para ella. La linterna se lo recordó, y Kelly gruñó, resplandeciente, olvidándose del hombre herido y dirigiéndose hacia Eph.
Eph tanteó el suelo de cemento en busca de su espada, pero no pudo encontrarla. Metió la mano en la mochila en busca de la otra, pero se dio cuenta de que se la había dado al señor Quinlan.
No tenía nada. Retrocedió tanteando el suelo con los pies, con la esperanza de encontrar la espada, pero fue en vano.
Kelly se acercó y se agachó, con una mueca de ansioso éxtasis cruzando su cara de vampira. Por fin estaba a punto de tener a su Ser Querido.
Pero su mirada desapareció, sustituida por una expresión asombrada y de miedo mientras contemplaba a Eph con los ojos entornados.
El señor Quinlan había llegado. Se acercó a Eph, con su espada de plata cubierta de sangre blanca.
Kelly comenzó a bufar sin parar; tensó su cuerpo, lista para saltar y escapar. Eph no sabía qué palabras o sonidos articulaba el Nacido en la cabeza de ella, pero lo cierto es que la distrajeron y la enfurecieron. Eph miró la otra mano del señor Quinlan y no vio la bolsa de Fet.
El libro había desaparecido.
Eph, que estaba ahora en la puerta del Hummer, vio dentro las armas automáticas que Gus le había entregado a Creem. Mientras el Nacido presionaba a Kelly, Eph subió al vehículo, agarró el arma más cercana y se la colgó del hombro. Salió del vehículo y disparó a Kelly, que estaba detrás del señor Quinlan; la metralleta cobró vida repentina en sus manos.
Erró su primera ráfaga. Ella se movió, lanzándose sobre el techo del Hummer para evitar la descarga. Eph se apostó en la parte trasera del vehículo para encontrar un ángulo de tiro desde el que matar a Kelly, que saltó antes de que él apretara el gatillo. Se echó a correr por un lateral del edificio mientras Eph le disparaba, pero encontró un saliente que le permitió trepar hasta el tejado, donde estaba a salvo de las balas.
Eph volvió de inmediato al garaje, donde Creem se había puesto de pie y trataba de llegar al Hummer. Eph caminó hasta él, apuntando a su voluminoso pecho con la metralleta todavía humeante.
—¿Qué coño es esto? —gritó Creem, mirando la sangre que manchaba su pantalón rasgado—. ¿Con cuántos chupasangres habéis combatido?
Eph se dirigió al señor Quinlan.
—¿Qué ha pasado?
El Amo. Huyó. Muy lejos.
—Con el Lumen…
Fet y Nora llegaron corriendo, casi sin aliento.
—Vigílalo —le dijo Eph al señor Quinlan, antes de irse a eliminar posibles enemigos. Pero no vio ninguno.
Fet examinaba a Nora en busca de gusanos de sangre. Aún trataban de recuperar el aliento, exhaustos por el miedo y el fragor del combate.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo Fet, jadeando.
—El Amo tiene el Lumen —dijo Eph.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Nora, al ver a Creem en la parte trasera con el señor Quinlan—. ¿Dónde está Gus?
—¿Me has oído? —insistió Eph—. El Amo lo tiene. Ha desaparecido. Estamos perdidos.
Nora miró a Fet y sonrió. Fet describió un círculo con el dedo y ella se dio la vuelta para que él pudiera abrir la cremallera de la mochila que llevaba en la espalda. Sacó un paquete de periódicos viejos y lo desenvolvió.
Dentro estaba el Lumen sin la cubierta de plata.
—El Amo se llevó la Biblia de Gutenberg en la que yo estaba trabajando —explicó Fet, sonriendo más por su propia astucia que por el feliz desenlace.
Eph tuvo que tocarlo para convencerse de que era real. Miró al señor Quinlan para confirmar que era cierto.
—El Amo se va cabrear mucho —señaló Nora.
—No. Me quedó muy bien. Creo que se sentirá satisfecho —comentó Fet.
—Mierda —exclamó Eph, mirando al señor Quinlan—. Deberíamos irnos. Ahora mismo.
El señor Quinlan agarró a Creem por el cuello.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nora, refiriéndose al trato tan rudo que el señor Quinlan le daba a Creem.
—Creem fue quien trajo al Amo aquí —dijo Eph, apuntando al pandillero brevemente con el arma—. Pero ha cambiado de opinión y ahora nos ayudará. Nos llevará al arsenal para conseguir el detonador. Aunque antes necesitamos la bomba.
Fet envolvió el Lumen antes de guardarlo en la mochila de Nora.
—Os puedo llevar hasta ella. —Eph subió al asiento del conductor y colocó la metralleta en el salpicadero.
—Llévanos.
—Espera —dijo Fet, saltando al asiento del copiloto—. Necesitamos a Gus.
Los otros subieron y Eph encendió el motor. Los faros delanteros se encendieron, iluminando a dos vampiros que venían hacia ellos.
—¡Espera!
Eph pisó el acelerador para atropellar a los strigoi, que saltaron por los aires tras el impacto letal de la defensa de plata. Eph giró a la derecha, a un lado del camino, atravesó un prado de césped, y el vehículo subió por los peldaños de un pasillo del campus. Fet agarró la metralleta y bajó la ventanilla hasta la mitad. Les disparó ráfagas a los grupos de strigoi que avanzaban hacia ellos.
Eph dobló la esquina de uno de los salones más amplios, aplastando un viejo soporte para aparcar bicicletas. Avistó la parte trasera de la biblioteca y la acribilló, esquivando una fuente seca y arrollando a dos vampiros rezagados. Salió por la parte delantera de la biblioteca y vio el helicóptero en vuelo estacionario sobre el patio del campus.
Estaba tan concentrado en el helicóptero que hasta el último momento no vio las amplias escaleras de piedra frente a él.
—¡Espera! —le gritó a Fet, que colgaba fuera de la ventana, y a Nora, que preparaba las armas que tenía colgadas a la espalda.
El Hummer se hundió con fuerza y rebotó a lo largo de las escaleras como una tortuga amarilla golpeando una tabla de lavar dispuesta en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Se sacudieron violentamente en el interior del vehículo, y Eph se golpeó la cabeza contra el techo. Tocaron fondo con una sacudida final y Eph giró a la izquierda, hacia la estatua de El pensador, delante de la Facultad de Filosofía, cerca de donde había estado rondando el helicóptero.
—¡Allí! —gritó Fet, viendo a Gus salir con su Luma violeta de detrás de la estatua, donde se había puesto a cubierto de los disparos procedentes del helicóptero, que se cernía ahora sobre la camioneta. Fet alzó su arma e intentó disparar al aparato con una mano, mientras se sostenía con la otra al techo del Hummer. Eph se dirigió a la estatua, aplastando a otro vampiro antes de frenar para esperar a Gus.
El arma de Fet se detuvo en seco. Los disparos del helicóptero lo hicieron entrar de nuevo en el vehículo mientras la trayectoria de las balas describía dos líneas paralelas, a ambos lados de la camioneta. Gus llegó corriendo y de un salto se subió al vehículo por la parte de fuera, al lado de Eph.
—¡Dame una de esas! —le pidió a Nora.
Nora le alcanzó un arma, y Gus se llevó la metralleta al hombro y comenzó a disparar ráfagas al helicóptero, primero una, dibujando una especie de abalorio en su objetivo, y luego ráfagas rápidas.
Los disparos provenientes del helicóptero cesaron, y Eph vio al aparato recular, girando rápidamente para alejarse. Pero ya era demasiado tarde. Gus le había dado al piloto de Stoneheart, que se desplomó con la mano aún en la palanca de mando.
El helicóptero giró en ángulo y se vino abajo, cayendo a la esquina del patio cuadrangular, donde aplastó a otro vampiro.
—Sí, ¡mierda! —exclamó Gus, al ver que el aparato se estrellaba.
El helicóptero estalló en una bola de fuego. Sorprendentemente, un vampiro emergió del fuselaje, totalmente envuelto en llamas, y comenzó a avanzar hacia ellos.
Gus lo derribó con una ráfaga directa a la cabeza.
—¡Sube! —le gritó Eph a causa del zumbido en sus oídos.
Gus miró a Eph con gesto desafiante, pues le molestaba mucho recibir órdenes. El pandillero quería quedarse allí y matar a todos los chupasangres que se habían atrevido a invadir su territorio.
Pero entonces vio a Nora con el cañón de su arma en el cuello de Creem. Eso lo intrigó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gus.
Nora abrió la puerta de una patada.
—¡Entra de una puta vez!
Fet guio a Eph por el este a través de Manhattan, luego al sur en dirección a la calle 90 y de nuevo al este a orillas del río. No había helicópteros ni señales de que nadie los siguiera. El Hummer brillante y amarillo resultaba poco menos que estridente, pero no tenían tiempo para cambiar de vehículo. Fet le mostró a Eph dónde aparcar, ocultos dentro de una construcción abandonada.
Se apresuraron a la terminal del transbordador. Fet siempre había visto un remolcador atracado allí para un caso de emergencia.
—Creo que es este —dijo, dando un paso detrás de los controles mientras abordaban la embarcación, y se adentraron en las aguas turbulentas del East River.
Eph había relevado a Nora y vigilaba a Creem.
—Será mejor que alguien me explique esto —dijo Gus.
—Creem estaba aliado con el Amo —le explicó Nora—. Delató nuestra posición. Trajo al Amo hacia nosotros.
Gus se dirigió a Creem, aferrándose a la borda del remolcador.
—¿Es cierto?
Creem mostró sus dientes de plata. Estaba más orgulloso que asustado.
—Hice un trato, Mex. Uno bueno.
—¿Trajiste a los chupasangres a mi casa y a Joaquín? —Gus ladeó la cabeza y levantó su cara frente a la de Creem. Parecía a punto de estallar—. A los traidores los cuelgan, pedazo de mierda. O los ponen frente a un pelotón de fusilamiento.
—Bueno, hombre, debes saber que yo no era el único.
Creem sonrió y se volvió hacia Eph. Gus miró en su dirección, al igual que todos.
—¿Hay algo más que no sepa? —preguntó Gus.
—El Amo vino a mí a través de tu madre. Me ofreció un trato por mi hijo —confesó Eph—. Y yo estaba loco o débil, o como vosotros prefiráis llamarlo. Pero lo pensé. Yo… mantuve mis opciones abiertas. Ahora sé que era un partido imposible de ganar, pero…
—Tu gran plan —dijo Gus—. Tu gran «lluvia de ideas» para ofrecerle el libro al Amo como una trampa. ¡Esa no era una trampa!
—Lo era —replicó Eph—. En caso de que funcionara. Yo estaba jugando en ambos bandos. Me hallaba en una situación desesperada.
—Todos estamos jodidamente desesperados —dijo Gus—. Pero ninguno de nosotros entregaría al resto.
—Estoy siendo sincero. Sabía que era reprochable. Y todavía lo juzgo así.
De pronto, Gus se abalanzó sobre Eph con un cuchillo de plata en la mano. El señor Quinlan se interpuso con un movimiento certero, reteniéndolo contra su pecho con la palma de su mano.
—Déjame atacarlo. Déjame matarlo ahora mismo —le dijo Gus.
Goodweather tiene algo más que decir.
Eph se balanceó en dirección contraria al movimiento del barco; en ese momento, el faro de la isla Roosevelt se hizo visible en la lejanía.
—Sé dónde está el Sitio Negro —reveló.
Gus lo miró por encima del hombro del señor Quinlan.
—Tonterías —dijo.
—Lo he visto —dijo Eph—. Creem me noqueó y tuve una visión.
—¿Tuviste un puto sueño? —bramó Gus—. ¡Está pirado! ¡Este tipo es un loco de mierda!
Eph se vio obligado a admitir que su sueño era poco más que una locura. No sabía muy bien cómo convencerlos.
—Fue una…, una revelación.
—¡Ja! ¡Traidor un minuto y profeta de mierda al siguiente! —vociferó Gus, intentando atacarlo de nuevo.
—Escuchad —dijo Eph—. Sé cómo suena esto. Pero yo vi cosas. Un arcángel vino a mí…
—¡Oh, mierda! —dijo Gus.
—… Con grandes alas de plata.
Gus forcejeó para atacarlo una vez más; el señor Quinlan intervino de nuevo, y solo por esta vez, Gus intentó luchar contra el Nacido. El señor Quinlan le arrebató el cuchillo de la mano, haciéndole casi crujir los huesos, rompió el cuchillo en dos y tiró los pedazos por la borda.
Gus se agarró la mano dolorida y se apartó del señor Quinlan como un perro apaleado.
—¡Que se joda él, y sus mentiras de drogadicto!
Él luchó consigo mismo, como Jacob…, como todos los grandes hombres que han puesto los pies en esta tierra. No es la fe lo que distingue a nuestros verdaderos líderes. Es la duda. Su capacidad para superarla.
—El arcángel… me mostró… —balbuceó Eph—. Me llevó allí.
—¿Adónde? —dijo Nora—. ¿Al sitio? ¿Dónde está?
Eph temía que la visión comenzara a borrarse de su memoria, como un sueño. Sin embargo, permaneció fija en su consciencia, aunque no le pareció prudente repetirla con todos sus pormenores en este momento.
—Está en una isla. En una entre muchas.
—¿En una isla? ¿Dónde?
—Cerca… Pero necesito el libro para confirmarlo. Podría leerlo ahora, estoy seguro. Puedo descifrarlo.
—De acuerdo —dijo Gus—. ¡Traedle el libro! ¡El mismo que le quería entregar al Amo! Entrégaselo. Tal vez Quinlan también esté con él en eso.
El señor Quinlan no hizo caso de la acusación de Gus.
Nora le hizo señas a Gus para que se callara.
—¿Cómo sabes que puedes leerlo?
Eph no tenía forma de explicarlo.
—Simplemente lo sé.
—Es una isla. Has dicho eso. —Nora caminó hacia él—. Pero ¿por qué? ¿Por qué te han mostrado eso?
—Nuestros destinos, incluso los de los ángeles, nos son dados en fragmentos —aseveró Eph—. El Occido lumen contenía revelaciones que la mayoría de nosotros ignorábamos; le fueron mostradas a un profeta por medio de una visión y luego fueron consignadas en un puñado de tablillas de arcilla perdidas posteriormente. Siempre ha sido así: las pistas y las piezas que conforman la sabiduría de Dios nos llegan a través de medios improbables: visiones, sueños y presagios. Me parece que Dios envía el mensaje, pero deja que nosotros lo descifremos.
—¿Te das cuenta de que nos estás pidiendo que confiemos en una visión que tuviste? —dijo Nora—. ¡Justo después de admitir que ibas a traicionarnos!
—Os lo puedo demostrar —dijo Eph—. Sé que creéis que no podéis confiar en mí; pero debéis hacerlo. No sé por qué…, pero creo que puedo hacer que nos salvemos. Todos nosotros. Incluyendo a Zack. Y destruir al Amo de una vez para siempre.
—Estás jodidamente loco —dijo Gus—. ¡Eras solo un cabrón estúpido, pero ahora resulta que también estás loco! Apuesto a que se tomó algunas de las pastillas que le dio a Joaquín. ¡Nos está hablando acerca de un sueño de mierda producido por las drogas! El doctor es un adicto y está en un trance. O le entró el mono. ¿Y se supone que debemos hacer lo que nos dice? ¿Por un sueño acerca de algunos ángeles? —Gus agitaba sus manos al hablar—. Si creéis en eso, entonces estáis tan jodidamente locos como él.
Él está diciendo la verdad. O lo que él sabe que es la verdad.
Gus se quedó mirando al señor Quinlan.
—¿Es lo mismo que estar en lo cierto?
—Pienso que debemos creer en lo que él dice —afirmó Fet.
Eph se conmovió ante la nobleza del corazón de Vasiliy.
—Digo que cuando estábamos en el campamento de extracción de sangre, ese signo en el cielo estaba destinado a él. Debe existir una poderosa razón para que él haya tenido esa visión.
Nora miró a Eph como si casi no lo conociera. Cualquier rastro de familiaridad hacia él desapareció repentinamente, y él se dio cuenta de ello. Ahora era un instrumento, como el Lumen.
—Creo que debemos escucharlo.
Castillo Belvedere
ZACK SE SENTÓ EN EL PROMONTORIO ROCOSO del hábitat del leopardo de las nieves, debajo de las ramas de un árbol muerto. Sintió que sucedía algo. Algo raro. El castillo siempre parecía reflejar el estado de ánimo del Amo del mismo modo en que los instrumentos atmosféricos respondían a los cambios de temperatura y de presión del aire. Algo se avecinaba. Zack no sabía cómo, pero lo percibía.
Tenía el rifle en su regazo. Se preguntó si tendría que utilizarlo. Pensó en el leopardo de las nieves que antes había acechado en aquel paraje artificial. Echaba de menos a su mascota —y a su amigo— y, sin embargo, en cierto sentido, el leopardo todavía estaba allí con él. Dentro de él.
Vio un movimiento fuera de la alambrada. Aquel zoo no había tenido otro visitante en los últimos dos años. Zack utilizó la mira del rifle para localizar al intruso.
Era su madre, que venía corriendo hacia él. Zack la conocía lo suficiente como para detectar su agitación. Ella aminoró la marcha al acercarse al hábitat y ver a Zack allí. Un trío de exploradores llegó saltando a cuatro patas tras ella, como perros persiguiendo a su dueño a la hora de la comida.
Esos vampiros ciegos eran sus hijos. No Zack. Ahora, en lugar de ser ella la única que había cambiado —habiéndose convertido en vampiro y abandonando la comunidad de los vivos—, Zack comprendió que era él quien había dejado de llevar una existencia normal. Que era él quien había muerto en relación con su madre, y había vivido antes que ella como una huella que Kelly ya no podría recordar, un fantasma en su casa. Zack era el extraño. El otro.
Por un momento, mientras la tenía en la mira, puso su dedo índice en el gatillo, listo para apretar. Pero soltó el rifle.
Salió por la puerta por donde echaban la comida en la parte posterior del hábitat y se dirigió hacia ella. Su agitación era sutil. La forma en que colgaban sus brazos, con los dedos extendidos. Zack se preguntó de dónde vendría. Y adónde habría ido cuando el Amo la envió. Zack era su único Ser Querido que aún vivía, de modo que ¿a quién buscaba ella? ¿Y cuál era el motivo de sus repentinas prisas?
Sus ojos brillaban con un centelleo enrojecido. Ella giró y comenzó a alejarse, dirigiendo con sus ojos a los exploradores, y Zack la siguió, con el rifle a un lado. Salieron del zoológico y Zack vio un contingente de vampiros —un regimiento de la legión que rodeaba el castillo del Amo— correr a través de los árboles hacia el borde del parque. Algo estaba ocurriendo. Y el Amo lo había llamado a él.
Isla Roosevelt
EPH Y NORA ESPERARON EN EL BARCO, atracado en el lado de la isla Roosevelt que daba a Queens, cerca de la punta septentrional de Lighthouse Park. Creem estaba sentado, mirándolos desde la retaguardia, absorto en sus armas. Al otro lado del East River, Eph vio brillar entre los edificios las luces de un helicóptero que sobrevolaba Central Park.
—¿Qué va a ocurrir? —le preguntó Nora, cubierta con la capucha de su chaqueta para protegerse de la lluvia—. ¿Lo sabes?
—Lo ignoro —dijo él.
—Lo lograremos, ¿verdad?
—No lo sé —respondió Eph.
—Se suponía que debías decir que sí —dijo Nora—. Llenarme de confianza. Hacerme creer que podemos conseguirlo.
—Creo que podemos.
Nora se tranquilizó por el tono confiado de su voz.
—¿Y qué haremos con él? —preguntó, refiriéndose a Creem.
—Creem cooperará. Nos llevará al arsenal.
Creem resopló al oír eso.
—Porque ¿qué otra cosa podría hacer? —dijo Eph.
—¿Qué podría hacer? —repitió Nora—. El escondite de Gus ha sido descubierto. Y lo mismo sucede con el tuyo en la Oficina del Forense. Y ahora Creem conoce el refugio de Fet.
—Nos hemos quedado sin opciones —dijo Eph—. Aunque en realidad solo hemos tenido dos opciones durante todo este tiempo.
—¿Cuáles son? —preguntó Nora.
—Claudicar o destruir.
—O morir en el intento —añadió ella.
Eph vio al helicóptero despegar de nuevo, yendo en dirección norte por Manhattan. La oscuridad no los protegería de los ojos de los vampiros. El regreso sería peligroso.
Se oyeron voces. Gus y Fet. Eph reconoció la silueta del señor Quinlan, que venía con ellos, sosteniendo algo en sus brazos, una especie de barril de cerveza envuelto en una lona.
Gus fue el primero en subir
—¿Han intentado algo? —le preguntó a Nora.
Nora negó con la cabeza. Eph comprendió que ella se había quedado para vigilarlos, como si él y Creem pudieran alejarse en el barco y dejarlos atrapados en la isla. Nora pareció avergonzada de que Gus se lo hubiera dicho delante de Eph.
El señor Quinlan subió a la embarcación, que se hundió con su peso y el del barril. Sin embargo, lo descargó con facilidad sobre la cubierta, un testimonio de su fuerza prodigiosa.
—Veamos este chico malo —dijo Gus.
—Cuando lleguemos allí —advirtió Fet, apresurándose hacia los mandos—. No quiero abrir esa cosa con esta lluvia. Además, si vamos a entrar al arsenal del ejército, tendremos que llegar cuando salga sol.
Gus se sentó en el suelo apoyado en la borda del barco. La humedad no parecía molestarle. Se colocó con su arma de modo que pudiera mantener un ojo en Creem y en Eph.
Llegaron al muelle del otro lado, y el señor Quinlan llevó el dispositivo al Hummer. Ya había hecho lo propio con las urnas de roble.
Fet se sentó al volante, y partieron rumbo al puente George Washington, en el norte de la ciudad. Eph se preguntó si se encontrarían con alguna barricada, pero luego se dio cuenta de que el Amo aún no sabía su dirección ni su destino. A menos que…
Eph se volvió hacia Creem, acurrucado en el asiento trasero.
—¿Le dijiste al Amo algo acerca de la bomba?
Creem lo miró fijamente, sopesando los pros y los contras de responderle con la verdad.
No lo hizo.
Creem miró al señor Quinlan con desagrado, confirmando que había leído su mente.
No había barricadas. Cruzaron el puente hacia Nueva Jersey, siguiendo las señales para tomar la interestatal 80 Oeste. Fet abolló el parachoques de plata del vehículo apartando a unos cuantos coches para despejar el camino, pero aparte de eso no encontraron mayores obstáculos. Mientras estaban detenidos en un cruce, tratando de averiguar qué camino tomar, Creem intentó arrebatarle el arma a Nora para escapar. Sin embargo, su peso le impidió hacer un movimiento rápido y chocó contra el codo del señor Quinlan, así que su prótesis dental de plata quedó tan abollada como el parachoques de su Hummer.
Si hubiera detectado su vehículo, el Amo habría sabido su ubicación de inmediato. Pero el río, y la prohibición de cruzar masas de agua en movimiento por su propia voluntad debían de haber disminuido la velocidad de los esbirros que los perseguían, y acaso también la del propio Amo. Así que, por el momento, solo tenían que preocuparse por los vampiros de Jersey.
El Hummer tragaba mucho combustible y la aguja de la gasolina estaba casi a cero. También estaban librando una carrera contra el tiempo, pues necesitaban llegar al arsenal al amanecer, mientras los vampiros dormían. El señor Quinlan obligó a hablar a Creem para que les diera instrucciones.
Salieron de la carretera y enfilaron hacia Picatinny. Las seis mil quinientas hectáreas de la enorme instalación militar estaban valladas. Tendrían que aparcar en el bosque y recorrer casi un kilómetro a través de un pantano para que Creem se aventurara en el interior.
—No hay tiempo para eso —señaló Fet, pues el Hummer estaba casi sin gasolina—. ¿Dónde está la entrada principal?
—¿Qué pasa con la luz del día? —dijo Nora.
—Está llegando. No podemos esperar —bajó la ventanilla de Eph y señaló la metralleta.
—Prepárate.
Cuando llegaron, se dirigieron directamente a la puerta, cuyo cartel decía: Arsenal Picatinny, centro mixto de alta calidad de armamentos y municiones. Pasó por una edificación que decía: Control de visitantes. Los vampiros salieron de la caseta de seguridad y Fet los cegó con las luces largas y las del techo del Hummer, antes de embestirlos con la defensa de plata. Cayeron como espantapájaros rellenos de leche. Aquellos que evitaron la franja letal del Hummer bailaron frente a la metralleta de Eph, que disparó sentado en la ventanilla del copiloto.
Ellos le comunicarían al Amo la ubicación de Eph, pero el amanecer inminente —las nubes negras y arremolinadas comenzando a aclararse— les daban un par de horas de ventaja.
Eso sin tener en cuenta a los guardias humanos, algunos de los cuales salieron del centro de visitantes cuando el Hummer ya había pasado. Corrían hacia sus vehículos de seguridad mientras Fet giraba por una esquina, cruzando lo que parecía ser una ciudadela. Creem señaló el camino hacia el área de investigación, donde creía que había detonadores y fusibles.
—Aquí —dijo, mientras se acercaban a una calle con edificios bajos desprovista de carteles.
El Hummer tosió y se tambaleó. Fet se dirigió a un terreno cercano y se detuvo allí. Bajó de un salto; el señor Quinlan arrastró a Creem como si fuera un fardo de ropa y luego empujó el Hummer a un garaje parcialmente resguardado del camino. Abrió la parte de atrás y sacó el arma nuclear como si se tratara de una bolsa de viaje, mientras todos aferraban sus armas, a excepción de Creem.
Tras la puerta abierta encontraron un módulo de investigación y desarrollo que evidentemente llevaba bastante tiempo inactivo. Las luces funcionaban, y el lugar parecía desvalijado, como una tienda de saldos. Todas las armas de destrucción masiva habían sido sacadas de allí, pero los dispositivos no letales y sus componentes seguían sobre las mesas de dibujo y las de trabajo.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Eph.
El señor Quinlan bajó el paquete. Fet retiró la lona. El dispositivo parecía un barril pequeño: un cilindro negro con correas y hebillas a los lados y en la tapa. Las correas tenían letras rusas.
Un manojo de cables sobresalía en la parte superior.
—¿Eso es todo? —preguntó Gus.
Eph examinó la maraña de cables trenzados que se extendían desde debajo de la tapa.
—¿Estás seguro de esto? —le preguntó a Fet.
—Nadie va a estar absolutamente seguro antes de que este chisme forme un hongo en el cielo —apuntó Fet—. Tiene una potencia de un kilotón, lo cual es poco para un arma nuclear, pero suficiente para nuestras necesidades. Se trata de una bomba de fisión, de baja eficacia. Las piezas de plutonio son el disparador. Esto volará cualquier cosa que se encuentre en un radio de ochocientos metros a la redonda.
—Suponiendo que se pueda detonar —señaló Gus—, ¿cómo podemos hacer que coincidan partes rusas y americanas?
—Trabaja por implosión. El plutonio es proyectado hacia el núcleo como si fueran balas. Todo está ahí. Lo que necesitamos es algo para iniciar la onda de choque.
—Algo con un temporizador —anotó Nora.
—Exactamente —confirmó Fet.
—Y tendrás que hacerlo sobre la marcha. No tenemos mucho tiempo —observó Nora, y se volvió hacia Gus—. ¿Puedes conseguir otro vehículo? ¿Tal vez dos?
—Conectad esta bomba nuclear mientras yo consigo algunos coches —afirmó Gus.
—Así solo nos queda una cosa más —dijo Nora.
Se acercó a Eph y se quitó la mochila. Se la entregó a él. El Lumen estaba dentro.
—Exacto —aprobó Eph, intimidado ahora que había llegado el momento. Fet ya estaba buscando entre los dispositivos abandonados. El señor Quinlan no se despegaba de Creem. Eph encontró una puerta que daba a un pasillo de oficinas y se decidió por una que carecía de efectos personales: un escritorio, una silla, un archivador y una pizarra blanca del tamaño de la pared.
Sacó el Lumen de la bolsa de Nora y lo puso sobre el escritorio astillado. Respiró hondo, intentó despejar su mente y abrió las primeras páginas. El libro le pareció bastante normal cuando lo tuvo en sus manos, nada parecido al objeto mágico de su sueño. Pasó las páginas lentamente, conservando la calma a pesar de no descubrir nada, de no tener chispazos de inspiración ni revelaciones. Los hilos de plata en las páginas miniadas no le decían nada a sus ojos; el texto parecía insulso y sin vida debajo de las lámparas fluorescentes del techo. Examinó los símbolos, tocando las páginas con las yemas de los dedos.
Nada. ¿Cómo puede ser? Tal vez estaba demasiado nervioso o disperso. Nora apareció en la puerta, acompañada por el señor Quinlan. Eph se cubrió los ojos con las manos para tapárselos, tratando de dejar a un lado todo lo demás, y lo más importante, sus propias dudas. Cerró el libro y los ojos, obligándose a relajarse. Los demás podrían pensar lo que quisieran. Se adentró en sí mismo. Dirigió sus pensamientos a Zack. A liberar a su hijo de las garras del Amo. A poner fin a esta oscuridad sobre la Tierra. A los ángeles superiores volando dentro de su cabeza.
Abrió los ojos y se sentó. Abrió el libro con plena confianza.
Se tomó su tiempo buscando en el texto. Examinó las mismas ilustraciones que había estudiado cien veces antes. «No fue solo un sueño», se dijo. Él lo creía así. Pero lo cierto era que no pasaba nada. Algo iba mal, algo estaba desconectado. El Lumen estaba escondiendo todos sus secretos.
—Tal vez si intentas dormir… —sugirió Nora—. Aborda el libro con tu inconsciente.
Eph sonrió, apreciando sus palabras de aliento cuando se esperaba una burla. Los otros querían que él tuviera éxito. Necesitaban que lo tuviera. No podía defraudarlos.
Eph miró al señor Quinlan, esperando que el Nacido tuviera alguna sugerencia o idea.
Llegará.
Estas palabras hicieron dudar a Eph de sí mismo más que nunca. El señor Quinlan no tenía ninguna idea; únicamente fe, fe en él, mientras que su propia fe se estaba desvaneciendo. «¿Qué he hecho? —pensó—. ¿Qué haremos ahora?».
—Te dejaremos en paz —dijo Nora, retrocediendo y cerrando la puerta.
Eph intentó sacudirse su desesperación. Se sentó en la silla, descansó sus manos sobre el libro y cerró los ojos, esperando que sucediera algo.
Se dormía a veces, pero se despertaba al no tener suerte en dirigir sus sueños. Nada acudía a él. Intentó leer el texto dos veces más antes de renunciar, y cerró el libro con fuerza, temiendo que los demás regresaran.
Fet y Nora giraron la cabeza y leyeron su expresión y su postura, sus expectativas frustradas. Eph no tenía palabras para expresarles su agradecimiento. Sabía que ellos entendían su dolor y frustración, pero eso no hacía que el fracaso fuera más aceptable.
Entró Gus, sacudiendo la lluvia de su chaqueta. Pasó junto a Creem, que estaba sentado en el suelo, cerca del señor Quinlan y del arma nuclear.
—He conseguido dos coches —dijo Gus—. Un gran jeep del ejército con cabina y un Explorer. —Miró al señor Quinlan—. Podemos ponerle el guardabarros de plata al jeep, si quieres ayudarme. Los coches funcionan, pero no hay garantías. Tendremos que echar más combustible en el camino, o encontrar una gasolinera que funcione.
Luego se volvió hacia Fet.
—En cuanto al detonador —dijo el exterminador, levantando la bomba—, todo lo que sé es que esto es un fusible resistente a la intemperie que puedes configurar manualmente. En modo inmediato o retardado. Solo tienes que mover este interruptor.
—¿Cuánto tiempo tarda? —preguntó Gus.
—No estoy seguro. Llegados a este punto, tendremos que quedarnos con lo que podamos conseguir. Las conexiones de cable parecen corresponderse. —Fet se encogió de hombros, indicándole que había hecho todo lo que estaba a su alcance—. Lo único que necesitamos ahora es saber dónde ponerla.
—Debo de estar haciendo algo mal. O algo que olvidamos o… algo que simplemente desconozco —afirmó Eph.
—Ya ha transcurrido la mayor parte de la luz del día —dijo Fet—. Cuando caiga la noche, vendrán a por nosotros. Tenemos que salir de aquí, sin que importe nada más.
Eph asintió y rápidamente cogió el libro.
—No sé. No sé qué deciros.
—Que estamos acabados —anotó Gus—. Eso es lo que nos estás diciendo.
—¿No has conseguido nada del libro? ¿Ni siquiera…? —dijo Nora.
Eph negó con la cabeza.
—¿Qué ha pasado con la visión? Dijiste que era una isla.
—Una isla entre decenas. Hay más de doce solo en el Bronx, ocho más o menos en Manhattan, una media docena en Staten Island… En mi visión también aparecía un lago gigante. —Eph escudriñó en su mente fatigada—. Eso es todo lo que sé.
—Tal vez podamos encontrar mapas militares en algún lugar por aquí —sugirió Nora.
Gus se echó a reír.
—Debo de estar loco por haber accedido a participar en esto, por confiar en un traidor cobarde y demente. Por no matarte y ahorrarme esta miseria.
Eph notó que el señor Quinlan observaba con su silencio habitual, de pie con los brazos cruzados, esperando con paciencia a que sucediera algo. Eph quería acercarse al Nacido, decirle que su fe era infundada.
Fet intervino antes de que Eph pudiera hacerlo:
—Mira —dijo—, después de todo lo que hemos pasado, de todo lo que estamos atravesando, no hay nada que pueda decirte que no sepas ya. Solo quiero que recuerdes un segundo al viejo. Él murió por eso que tienes en tus manos, recuérdalo. Se sacrificó a sí mismo para que nosotros lo tuviéramos. No estoy diciendo esto para presionarte más, sino para aliviar la presión. La presión se ha ido, por lo que puedo ver. Estamos en el final. No tenemos nada más; solo a ti. Estamos contigo en lo bueno y en lo malo. Sé que estás pensando en tu chico, sé que eso te carcome. Pero piensa solo un momento en el viejo. Llega a lo más profundo. Y si hay algo ahí, lo encontrarás; lo encontrarás ahora.
Eph procuró imaginar al profesor Setrakian allí con él, vestido con su traje de tweed, apoyado en su gran bastón con cabeza de lobo que ocultaba la afilada hoja de plata. El estudioso y asesino de vampiros. Eph abrió el libro. Recordó el momento en que Setrakian logró tocar y leer esas páginas que había buscado durante décadas, justo después de la subasta. Buscó la ilustración que el anciano les había mostrado, una doble página con un mandala intrincado negro, rojo y plateado. Sobre la ilustración, en papel de calco, Setrakian había esbozado el contorno de un arcángel de seis extremidades.
El Occido lumen era un libro sobre vampiros; no, se corrigió Eph: era un libro pensado para los vampiros. Con cubierta y bordes de plata con el fin de mantenerlo fuera de las manos del abominable strigoi. Cuidadosamente diseñado para estar a salvo de vampiros.
Eph pensó en su visión…, el libro sobre la cama al aire libre…
Era de día…
Eph se dirigió a la puerta. La abrió y salió al aparcamiento, donde contempló las nubes oscuras y arremolinadas que comenzaban a borrar el orbe pálido del sol.
Fet y Nora lo siguieron afuera, en el crepúsculo, mientras el señor Quinlan, Creem y Gus se quedaban en la puerta.
Eph los ignoró, volviendo la mirada hacia el libro en sus manos. La luz del sol. Aunque los vampiros podían eludir de alguna manera la protección de plata del Lumen, nunca podrían leerlo a la luz natural, debido a las propiedades letales para el virus que tiene la gama ultravioleta C.
Abrió el libro, inclinando las páginas hacia el sol menguante como si fuera un rostro vuelto al sol en el último calor del día. El texto cobró vida, como si danzara entre las líneas del pergamino. Eph pasó a la primera ilustración, las hebras de plata con incrustaciones chispeantes, la imagen brillando con una nueva vida.
Buscó en el texto con rapidez. Aparecieron palabras detrás de las palabras, como escritas con tinta invisible. Las marcas de agua cambiaron la naturaleza misma de las ilustraciones, y unos dibujos detallados surgieron detrás de lo que a primera vista eran páginas manuscritas con textos sencillos. Una nueva capa de tinta reaccionó a la luz ultravioleta…
El mandala de dos páginas, visto bajo la luz solar directa, puso de manifiesto la imagen delicada del arcángel, de un color decididamente plateado, sobre el pergamino.
El texto en latín no se tradujo por arte de magia, tal como sucedía en su sueño, pero su significado se hizo evidente. Lo más nítido era un diagrama que tenía la forma de un símbolo de riesgo biológico, con puntos dentro de la flor dispuestos como los de un mapa.
En otra página aparecieron algunas letras, que, al juntarse, formaron una palabra extraña y no obstante familiar:
A H S U D A G U-W A H.
Eph leyó con rapidez, las ideas saltaban en su cerebro a través de sus ojos. La luz pálida del sol se desvaneció finalmente, y lo mismo sucedió con las partes resaltadas del libro. Había mucho que leer y aprender. Sin embargo, Eph había visto suficiente por ahora. Sus manos siguieron temblando. El Lumen le había mostrado el camino.
Eph entró de nuevo en el pabellón, pasando junto a Fet y Nora. No sentía alivio ni alegría, y seguía vibrando como un diapasón.
Miró al señor Quinlan, que lo vio en su rostro.
La luz del sol. Por supuesto.
Los otros sabían que algo había sucedido. A excepción de Gus, que seguía escéptico.
—¿Y bien? —preguntó Nora.
—Ya estoy listo —reveló Eph.
—¿Listo para qué? —preguntó Fet—. ¿Listo para ir?
Eph miró a Nora.
—Necesito un mapa.
Ella salió corriendo hacia las oficinas. Oyeron el golpeteo de los cajones.
Eph se quedó allí, como alguien que se recupera de una descarga eléctrica.
—Fue por el sol —explicó—. Leer el Lumen a la luz natural del sol. Fue como si las páginas se abrieran para mí. Lo vi todo…, o lo habría hecho si hubiera tenido más tiempo. El nombre original de los nativos americanos para este lugar era Tierra Quemada. Sin embargo, su palabra para «quemar» es la misma que para «negro».
Oscura.
—Chernóbil, el intento fallido; la simulación —observó Fet—. Apaciguó a los Ancianos, porque Chernóbil significa Tierra Negra. Y vi a un equipo de Stoneheart excavando alrededor de una zona geológicamente activa en unas aguas termales en las afueras de Reikiavik, conocida como Estanque Negro.
—Pero no hay coordenadas en el libro —replicó Nora.
—Porque estaba debajo del agua —señaló Eph—. Ese sitio estaba bajo el agua cuando los restos de Oziriel fueron desperdigados. El Amo no surgió sino cientos de años más tarde.
El más joven. El último.
Un grito triunfal, y Nora volvió corriendo con un fajo de grandes mapas topográficos del noreste de los Estados Unidos, superpuestos con planos de calles en papel de celofán.
Eph pasó las páginas hasta llegar al estado de Nueva York. La parte superior del mapa incluía la región del sur de Ontario, Canadá.
—El lago Ontario —dijo—. Hacia el este.
En el nacimiento del río San Lorenzo, al este de la isla Wolfe, había un grupo de pequeñas islas sin nombre, denominadas como Mil Islas.
—Está ahí. Es una de ellas. Justo al lado de la costa de Nueva York.
—¿El lugar de enterramiento? —preguntó Fet.
—No sé cuál es su nombre actual. El nombre original de la isla era Ahsudagu-wah en la lengua nativa americana. Su traducción aproximada es «Lugar Oscuro» o «Lugar Negro», en dialecto onondaga.
Fet se acercó el mapa de carreteras, que estaba debajo de las manos de Eph, y miró el de Nueva Jersey.
—¿Cómo podemos encontrar la isla? —preguntó Nora.
—Tiene una forma semejante a la del símbolo de riesgo biológico, como una flor de tres pétalos —dijo Eph.
Fet trazó rápidamente la ruta desde Nueva Jersey a Pensilvania, y luego en dirección norte hasta la parte superior del Estado de Nueva York. Arrancó las páginas.
—Interestatal 80 Oeste a la interestatal 81 Norte. Nos lleva directos al río San Lorenzo.
—¿A qué distancia? —preguntó Nora.
—Alrededor de cuatrocientos ochenta kilómetros. Podemos cubrir ese trayecto en cinco o seis horas.
—Tal vez, si la carretera estuviera despejada —observó Nora—. Algo me dice que no será así de fácil.
—El Amo averiguará en qué dirección nos dirigimos y tratará de neutralizarnos —advirtió Fet.
—Tenemos que seguir adelante —repuso Nora—. Hemos tenido un buen comienzo, tal como pintan las cosas. —Se volvió hacia el Nacido—. Puedes cargar la bomba en el…
Nora interrumpió sus palabras bruscamente, y los otros la miraron alarmados.
El señor Quinlan estaba de pie junto a la bomba, pero Creem había desaparecido.
Gus corrió hacia la puerta.
—¿Qué…? —Se acercó al Nacido—. ¿Has dejado que se fuera? Lo he traído para esto, y ahora iba a liquidarlo.
No lo necesitamos. Sin embargo, todavía puede ser de utilidad para nosotros.
Gus lo miró, estupefacto.
—¿Cómo? Esa puta rata no merece vivir.
—¿Qué pasa si lo atrapan? —dijo Nora—. Él sabe demasiado.
Solo sabe lo suficiente. Confía en mí.
—¿Solo lo suficiente?
Para hacer temer al Amo.
Eph comprendió. Lo vio tan claro como el simbolismo del Lumen.
—El Amo vendrá aquí, eso está claro. Necesitamos desafiarlo. Intimidarlo. El Amo pretende estar por encima de todas las emociones, pero lo he visto enfadado. Remontándonos a los tiempos bíblicos, podemos constatar que es una criatura vengativa. Eso no ha cambiado. Cuando administra sus dominios sin pasión, tiene un control completo. Es eficiente e imparcial, y todo lo ve. Pero cuando interviene directamente, comete errores. Actúa con precipitación. Recordad que fue poseído por su sed de sangre después de sitiar Sodoma y Gomorra. Asesinó a un compañero arcángel, poseído por una manía homicida. Perdió el control.
—¿Quieres que el Amo encuentre a Creem?
—Queremos que el Amo sepa que tenemos el arma nuclear y los medios para detonarla. Y que conocemos la ubicación del Sitio Negro. Tenemos que hacer que se involucre en exceso. Ahora tenemos la sartén por el mango. Le ha llegado el turno de estar desesperado.
De tener miedo.
Gus se acercó a Eph. Se detuvo cerca de él, tratando de leer en su interior de la misma forma que Eph había leído el libro. Calibrando a aquel hombre. Gus tenía en sus manos una pequeña caja de cartón de granadas de humo, algunas de las armas no letales que los vampiros habían descartado.
—Así que ahora tenemos que proteger al tipo que iba a apuñalarnos por la espalda a todos nosotros —dijo Gus—. No te entiendo. Y no entiendo esto, nada de esto, pero sobre todo no entiendo que seas capaz de leer el libro. ¿Por qué precisamente tú, de todos nosotros?
La respuesta de Eph fue franca y honesta.
—No sé, Gus. Pero creo que voy a averiguar parte de esto.
Gus no esperaba una respuesta tan inocente. Vio en los ojos de Eph la mirada de un hombre que tenía miedo, y que lo aceptaba. De un hombre resignado a su destino, sin importar cuál fuera.
Gus aún no estaba listo para tragarse eso, pero sí para comprometerse con el tramo final de este viaje.
—Creo que todos lo vamos a saber —dijo.
—El Amo más que ninguno —remató Fet.
El Lugar Oscuro
LA GARGANTA SE HALLABA ENTERRADA bajo las gélidas aguas del océano Atlántico. El limo a su alrededor se había vuelto negro al contacto con ella y nada volvería a crecer ni a vivir cerca de allí.
Lo mismo podría decirse de cualquier otro sitio donde estaban enterrados los restos de Oziriel. La carne angelical se mantuvo incorrupta e inalterable, pero su sangre se filtró en la tierra y lentamente comenzó a irradiar hacia la superficie. La sangre poseía voluntad propia, cada gota se movía a ciegas, instintivamente hacia arriba, atravesando el suelo, escondida del sol, en busca de un anfitrión. Fue así como nacieron los gusanos de sangre. Contenían en su interior la estructura molecular de la sangre humana, tiñendo sus tejidos, orientándolos hacia el olor de su anfitrión potencial. Pero también transmitían en su interior la voluntad de su carne original. La voluntad de los brazos, las alas, la garganta…
Sus cuerpos minúsculos se retorcían a tientas a través de enormes distancias. Muchos de los gusanos murieron, emisarios infértiles calcinados por el calor despiadado de la Tierra, o bien detenidos por un obstáculo geológico con el que resultaba imposible negociar. Todos se alejaron de sus lugares de nacimiento, y algunos fueron conducidos muy lejos, con la tierra adherida a las extremidades de algunos insectos o a través de vectores animales involuntarios. Finalmente encontraron un anfitrión y cavaron en la carne, como un parásito obediente, penetrando profundamente. En un principio, el patógeno tardó una semana en suplantar, en cooptar la voluntad y el tejido de la víctima infectada. Incluso los parásitos y los virus aprenden por medio del ensayo y error, y estos no fueron la excepción. Con el quinto cuerpo anfitrión humano, los Ancianos empezaron a dominar el arte de la supervivencia y la suplantación. Extendieron su dominio a través del contagio, y aprendieron a jugar con las nuevas reglas de este juego terrestre.
Y se convirtieron en maestros en eso.
El más joven, el último en nacer, fue el Amo; la garganta. Los caprichosos designios de Dios le dieron movimiento a la tierra misma y al mar, y los hizo chocar y empujar hacia arriba el terreno que formó el lugar de nacimiento del Amo. En un principio fue una península y, cientos de años más tarde, una isla.
Los gusanos capilares que emanaron de la garganta se separaron de su lugar de origen y fueron los que más se alejaron, pues los seres humanos aún no habían pisado esta geografía incipiente. Era de poca utilidad y trabajoso tratar de alimentarse de una forma de vida inferior o dominarla —un lobo o un oso—, ya que su control era imperfecto y limitado, y sus sinapsis eran ajenas y de corta duración. Cada una de estas invasiones resultó infructuosa, pero la lección aprendida por un parásito era asimilada de inmediato por la mente de la colmena. Pronto su número se redujo a solo un puñado, diseminados lejos del lugar de nacimiento; ciegos, perdidos y débiles.
Bajo una fría luna otoñal, un valiente joven iroqués estableció un campamento en una franja de tierra a decenas de kilómetros del lugar de nacimiento de la garganta. Este joven era un onondaga —un guardián del fuego— y cuando se acostó en la tierra, fue alcanzado por un gusano capilar que se hundió en su cuello.
El dolor lo despertó y de inmediato se tocó la herida. El gusano aún no estaba completamente dentro y logró agarrarlo por la cola. Tiró con todas sus fuerzas, pero la cosa se movía y se retorcía resistiéndose a sus esfuerzos y, finalmente, escapó de su control, horadando los músculos de su cuello. El dolor fue insoportable, como una puñalada lenta y ardiente, con el gusano retorciéndose hacia abajo en la garganta y en el pecho, y finalmente desapareció bajo su brazo izquierdo, mientras la criatura descubría a ciegas su sistema circulatorio.
En cuanto el parásito alcanzó el tórax, desató una fiebre que duró casi dos semanas y deshidrató el cuerpo del anfitrión. Pero una vez que la suplantación fue completada, el Amo buscó refugio en las cuevas oscuras y en la suciedad fría y suave que había en ellas. Encontró que, por razones ajenas a su comprensión, la tierra en la que tomó el cuerpo de su anfitrión le ofrecía la mayor comodidad, y por eso llevaba una pequeña cantidad de tierra adondequiera que fuera. Ahora, los gusanos habían invadido y se habían alimentado de casi todos los órganos del cuerpo anfitrión, multiplicándose en el torrente sanguíneo. Su piel se tensó y se hizo pálida, en marcado contraste con sus tatuajes tribales y sus ojos feroces, velados ahora por la membrana nictitante, que centelleaba a la luz de la luna. Pasó unas semanas sin ningún otro alimento, pero finalmente, cerca de la madrugada, cayó sobre un grupo de cazadores mohawk.
El control del Amo sobre su cuerpo anfitrión todavía era indeciso, pero la sed se vio recompensada en la lucha con la precisión y el sentido de la oportunidad. La transferencia fue más rápida la siguiente vez; varios gusanos entraban en cada víctima a través del aguijón húmedo. Incluso cuando los ataques eran torpes e inseguros, de todos modos lograban su fin. Dos de los cazadores lucharon con denuedo, y sus hachas causaron estragos en el cuerpo del guerrero onondaga poseído. Pero, al final, incluso mientras se desangraba lentamente en la tierra, los parásitos alcanzaron los cuerpos de sus atacantes y no tardaron en multiplicarse. Ahora el Amo era tres.
A través de los años, el Amo aprendió a usar sus habilidades y tácticas para satisfacer su necesidad de secreto y sigilo. La tierra estaba habitada por guerreros feroces y los lugares donde podía esconderse se reducían a cuevas y oquedades conocidas por los cazadores y tramperos. El Amo rara vez le transmitía su voluntad a un nuevo anfitrión, y solo lo hacía si la estatura o la fuerza de este eran lo suficientemente deseables. Y a través de los años, la leyenda y el nombre crecieron y los indios algonquinos lo llamaron el Wendigo.
Ardía en deseos de estar en comunión con los Ancianos, a los que naturalmente detectaba y cuyo faro de empatía sentía a través del mar. Sin embargo, cada vez que intentaba cruzar el agua en movimiento, su cuerpo humano sufría un ataque, sin importar la fortaleza del cuerpo ocupado. ¿Estaba esto relacionado con el lugar de su desmembramiento, en la cuenca del río Yarden? ¿Era una alquimia secreta, un interdicto grabado en su frente por el dedo de Dios? Aprendería esta y muchas otras privaciones a lo largo de toda su existencia.
Se movió al oeste y al norte en busca de una ruta a la «otra tierra», al continente donde los Ancianos prosperaban. Sintió la fuerza de su llamada y el impulso creció en su interior, sosteniendo al Amo durante el viaje agotador de un extremo del continente al otro.
Llegó al océano vedado, a las tierras heladas en el extremo noroeste, donde cazó y se alimentó de los unangam, habitantes de aquellos parajes yermos. Eran hombres de ojos rasgados y piel bronceada, que vestían pieles de animales para abrigarse. El Amo, al entrar en la mente de sus víctimas, se enteró de la existencia de un estrecho que comunicaba con una gran tierra situada al otro lado del mar, un lugar donde las orillas prácticamente se tocaban, como dos manos extendidas. Exploró la costa gélida, buscando ese punto de partida.
Una noche fatídica, el Amo vio unas canoas cerca de un acantilado, donde un grupo de pescadores descargaban el pescado y las focas que acababan de cazar. El Amo sabía que podía atravesar el océano con su ayuda. Había aprendido a sortear masas de agua más pequeñas con ayuda humana, así que ¿por qué no intentarlo con una extensión de agua más grande? El Amo sabía cómo doblegar y aterrorizar el alma humana, incluso la del hombre más fiero. Sabía cómo aprovechar el temor de sus súbditos y alimentarse de ello. Mataría a la mitad del grupo y se anunciaría como una deidad, un ancestro totémico, una fuerza elemental con un poder superior a aquel que ya poseía. Sofocaría cualquier disidencia y ganaría cada alianza, con indulgencias o con el terror…, y entonces viajaría a través de las aguas.
Oculto bajo una gruesa capa de pieles, tendido en una improvisada cama de tierra, el Amo se disponía a intentar el viaje que lo reuniría con los seres más cercanos a su propia naturaleza.
Arsenal Picatinny
CREEM SE ESCONDIÓ EN UNO DE LOS DOS EDIFICIOS DEL COMPLEJO, lejos del alcance de Quinlan; o al menos eso creía. La boca le seguía doliendo después de chocar contra el codo del Nacido, cuando intentó escapar y arrebatarle el arma a Nora, y su prótesis de plata ya no mordía bien. Se sentía molesto consigo mismo por su codicia, por haber regresado a buscar las armas al garaje de mantenimiento de la universidad. Siempre tan hambriento de más, más, más…
Al cabo de un rato, oyó un coche pasar, pero no demasiado rápido. Parecía un vehículo eléctrico, uno de esos compactos.
Se dirigió al lugar que usualmente acostumbraba evitar, la entrada principal del arsenal Picatinny. La oscuridad reinaba de nuevo, y fue directo hacia las luces del edificio de control de visitantes, mojado y hambriento, y con un fuerte calambre en el costado. Dobló por la intersección y vio la puerta destrozada por la que habían entrado una hora antes, y unas siluetas apiñadas cerca de la garita de acceso. Creem levantó las manos y se encaminó hacia ellos.
Creem les dio las explicaciones del caso, pero de todos modos lo encerraron en un baño, cuando lo único que él quería era comer algo. Pateó la puerta un par de veces, pero era sorprendentemente sólida; comprendió que los baños también servían como celdas de detención preventiva para visitantes problemáticos. Entonces se sentó en la tapa del inodoro y esperó.
Un estruendo terrible, casi como una explosión, sacudió las paredes. El edificio se estremeció, y el primer pensamiento de Creem fue que aquellos imbéciles habían chocado en la carretera, y lo peor, que habían volado la mitad de Jersey. La puerta se abrió y vio la figura imponente del Amo con su capa. Llevaba un bastón con una cabeza de lobo en la mano. Dos de sus criaturas, los niños ciegos, correteaban alrededor de sus piernas como mascotas ansiosas.
¿Dónde están?
Creem se echó hacia atrás contra la cisterna, extrañamente relajado con la presencia del rey de los chupasangres.
—Se han ido. Se han puesto en marcha. Hace poco tiempo.
¿Hace cuánto tiempo?
—No lo sé. Dos vehículos. Por lo menos dos.
¿En qué dirección?
—Yo estaba encerrado en este baño de mierda, ¿cómo voy a saberlo? Ese vampiro que tienen a su lado, el cazador, Quinlan, es un hijo de puta. Me jodió la prótesis. —Creem se tocó la prótesis dental abollada—. Así que, oye, ¿me harías un favor cuando los atrapes? Dale al mexicano una patada adicional en la cabeza; y le dices que es de mi parte, ¿vale?
¿Ellos tienen el libro?
—Tienen ese condenado libro y también una bomba nuclear. Y saben hacia dónde se dirigen. Al Sitio Negro o algo así.
El Amo permaneció en silencio. Creem esperó. Los exploradores también notaron el mutismo del Amo.
—Te decía que iban hacia…
¿Hacia dónde exactamente? ¿Te lo dijeron?
El modo de hablar del Amo era diferente. Sus palabras sonaban más lentas.
—¿Sabes qué podría utilizar yo para refrescar mi memoria? —dijo Creem—. Algo de comida. Estoy débil, fatigado…
El Amo se abalanzó de inmediato sobre él. Lo rodeó con sus manos, levantándolo del suelo.
Ah, sí —dijo con el aguijón asomándose entre sus dientes—. Alimento. Tal vez un bocado nos ayudaría a ambos.
Creem sintió la punta húmeda del aguijón sobre su cuello.
Te he preguntado hacia dónde se dirigen.
—Yo… no lo sé. El médico, tu otro amiguito, lo leyó en ese libro. Es todo lo que sé.
Hay otras maneras de asegurar el cumplimiento de nuestro pacto.
Creem sintió un golpe leve, como el de un pistón apoyado contra su cuello. Luego un pinchazo y una suave calidez. Chilló, esperando la succión.
Pero el Amo contuvo su aguijón y le apretó los hombros; Creem sintió la presión en los omoplatos y en la clavícula, como si el Amo estuviera a punto de aplastarlo como a una lata.
¿Conoces estas carreteras?
—¿Que si conozco estas carreteras? ¡Claro que las conozco!
El Amo lanzó a Creem por la puerta del baño con un giro, y el corpulento líder de los Zafiros cayó despatarrado en el suelo del edificio de control de visitantes.
Conduce.
Creem se puso de pie y asintió, consciente de la pequeña gota de sangre que se formaba a un lado de su cuello, donde acababa de tocarlo el aguijón.
Los guardaespaldas de Barnes entraron en su oficina del Campamento Libertad sin llamar a la puerta. La asistente de Barnes carraspeó, y él se apresuró a guardar en un cajón la novela de detectives que estaba leyendo, fingiendo revisar los papeles que tenía en su escritorio. Los guardaespaldas, con unos oscuros tatuajes en el cuello, entraron y abrieron la puerta.
Venga.
Barnes asintió después de un momento, y guardó unos papeles en su maletín.
—¿De qué se trata?
No hubo respuesta. Los acompañó por las escaleras y los guardias de la entrada los dejaron pasar. Había una niebla leve y oscura, pero no como para usar paraguas. No parecía encontrarse en ningún atolladero, pero de nuevo era imposible leer algo en los semblantes como esfinges de sus guardaespaldas.
Su coche se detuvo; los guardaespaldas le abrieron la puerta y a continuación se sentaron a su lado. Barnes mantuvo la calma, recabando en su memoria algún error o desliz casual. Estaba razonablemente seguro de que no había cometido ninguno, pero nunca había sido emplazado de esta manera.
Se dirigían a su mansión y pensó que esa era una buena señal. No vio otros vehículos fuera. Cuando entraron, notó que nadie lo esperaba, ni siquiera el Amo. Barnes les informó a sus guardaespaldas de que necesitaba darse un baño, dejar correr el agua. Tal vez conectándose con su reflejo en el espejo podría tratar de averiguar qué estaba sucediendo. Se sentía demasiado viejo para soportar esos niveles de estrés.
Cambió de opinión y prefirió ir a la cocina para prepararse un refrigerio. Acababa de abrir la puerta de la nevera cuando oyó los rotores de un helicóptero. De pronto, se vio rodeado por sus guardaespaldas.
Se acercó a la puerta principal para observar el vuelo del helicóptero antes de iniciar el descenso. Los patines se posaron con suavidad sobre las piedras —que fueron blancas en otro tiempo— de la entrada circular de la mansión. El piloto era un ser humano, un hombre de Stoneheart; Barnes lo supo de inmediato por la chaqueta negra y la corbata. Había un pasajero desprovisto de capa, lo cual indicaba que no se trataba del Amo. Barnes dejó escapar un sutil respiro de alivio, aguardando a que el motor se apagara y los rotores dejaran de girar, permitiéndole al visitante desembarcar. Sin embargo, los guardaespaldas de Barnes lo sujetaron de los brazos, y lo acompañaron por el camino empedrado hasta la escalerilla del helicóptero, que lo esperaba. Se agacharon debajo de los rotores ensordecedores y abrieron la puerta.
El pasajero, sentado con el doble cinturón de seguridad cruzado sobre el pecho, era el joven Zachary Goodweather.
Los guardaespaldas de Barnes lo empujaron al interior, como si fuera a intentar escapar. Se sentó en el asiento junto a Zack, mientras ellos lo hacían en la parte delantera. Barnes se abrochó el cinturón de seguridad, pero sus guardaespaldas no.
—Hola de nuevo —dijo Barnes.
El muchacho lo miró, pero no contestó. Mostraba arrogancia juvenil y tal vez algo más.
—¿De qué va esto? —preguntó Barnes—. ¿Adónde vamos?
A Barnes le pareció que el chico había percibido su miedo. Zack miró hacia otro lado con una mezcla de rechazo y disgusto.
—El Amo me necesita —dijo Zack, mirando por la ventanilla mientras el helicóptero empezaba a subir—. No sé por qué estás aquí.
Carretera interestatal 80
SE DIRIGIERON A LO LARGO DE LA INTERESTATAL 80, a través de Nueva Jersey en dirección oeste.
Fet conducía con las luces largas y el acelerador pisado a fondo. Los escombros, coches y autobuses abandonados lo obligaban a detenerse ocasionalmente. Avistaron algún que otro ciervo de carne macilenta. Pero no encontraron vampiros, no en la carretera interestatal, al menos ninguno que pudieran ver. Eph iba atrás, al lado del señor Quinlan, sintonizado con la frecuencia mental de los vampiros. El Nacido era como un radar de vampiros: mientras él permaneciera en silencio, no había ningún problema.
Gus y Nora iban detrás en el Explorer, un vehículo de apoyo en caso de que el jeep sufriera un desperfecto, una posibilidad muy real.
Las carreteras estaban prácticamente despejadas. La gente había tratado de evacuar cuando la epidemia alcanzó cotas de pánico (la respuesta instintiva ante el brote de una enfermedad infecciosa —escapar—, aunque no hubiera ninguna zona libre donde refugiarse), y todas las carreteras del país se vieron colapsadas. No obstante, algunas personas fueron convertidas en sus coches, aunque no precisamente en la carretera. La mayoría fueron atacadas cuando salieron de las carreteras principales, por lo general cuando se disponían a dormir.
—Scranton —dijo Fet, al pasar una señal de la interestatal 81 Norte—. No pensaba que sería tan fácil.
—Falta un largo camino por recorrer —advirtió Eph, mirando la oscuridad que rodeaba la ventana—. ¿Cómo vamos de combustible?
—Bien por ahora. No quiero detenerme cerca de ninguna ciudad.
—De ninguna manera —coincidió Eph.
—Me gustaría llegar a la frontera del estado de Nueva York.
Eph echó un vistazo a Scranton mientras recorrían los pasos elevados hacia el norte, cada vez más deteriorados. Vio el sector de una calle ardiendo en la distancia y se preguntó si habría otros grupos rebeldes como ellos, combatientes a menor escala en centros urbanos más pequeños. La luz eléctrica brillaba ocasionalmente en las ventanas y se imaginó la desesperación que tendría lugar allí en Scranton y en ciudades pequeñas como esa en todo el país y el resto del mundo.
También se preguntó dónde estaría el campamento de extracción de sangre más cercano.
—En algún lugar debe existir una lista de los frigoríficos del Grupo Stoneheart, un censo que nos dé la clave sobre la localización de los campamentos de sangre —observó Eph—. Cuando hagamos esto, tendremos que liberar a muchos.
—¿Cómo? —señaló Fet—. Si sucede lo mismo que con los otros Ancianos, entonces la estirpe del Amo se extinguirá con él. Ellos se desvanecerán. Las personas en los campos no sabrán qué los golpea.
—La clave será hacer correr la voz. Es decir, sin los medios de comunicación. Por todo el país aparecerán pequeños ducados y feudos. Algunas personas intentarán tomar el control por su cuenta. Y no estoy tan seguro de que la democracia florezca automáticamente.
—No —coincidió Fet—. Será complicado. Un montón de trabajo. Pero no nos adelantemos.
Eph miró al señor Quinlan sentado a su lado. Vio la bolsa de cuero entre sus botas.
—¿Morirás con todos los demás cuando el Amo sea destruido?
Cuando el Amo desaparezca, su linaje ya no existirá.
Eph asintió, sintiendo el calor del metabolismo sobrealimentado y «mestizo» de Quinlan.
—¿No hay nada en tu naturaleza que impida que puedas trabajar por algo que, en última instancia, ocasionará tu propia muerte?
¿Nunca has trabajado por algo que fuera en contra de tu propio interés?
—No, no creo que lo haya hecho —respondió Eph—. Nada que pudiera matarme, eso está claro.
Hay un bien mayor en juego. Y la venganza es una motivación muy persuasiva. La venganza prevalece sobre la autoconservación.
—¿Qué es lo que llevas en esa bolsa de cuero?
Estoy seguro de que ya lo sabes.
Eph recordó la cámara de los Ancianos bajo Central Park, sus cenizas en las urnas de roble blanco.
—¿Por qué has traído los restos de los Ancianos?
¿No encontraste la respuesta en el Lumen?
Eph no lo había leído.
—¿Tienes… intención de traerlos de vuelta, de resucitarlos de alguna manera?
No. Lo que está hecho no se puede deshacer.
—¿Por qué, entonces?
Porque es algo anunciado.
Eph pensó en eso.
—¿Es algo que va a suceder?
¿No te preocupan las consecuencias del éxito? Dijiste que no estabas seguro de que la democracia pudiera florecer de manera espontánea. Los seres humanos nunca han tenido un autogobierno real. Ha sido así durante siglos. ¿Crees que podréis lograrlo por vuestros propios medios?
Eph no tenía ninguna respuesta que darle. Sabía que el Nacido tenía razón.
Los Ancianos habían manejado los hilos casi desde el comienzo de la historia de la humanidad. ¿Cómo sería el mundo sin su intervención?
Eph miró por la ventana el resplandor de los incendios lejanos. ¿Cómo unir todas las piezas de nuevo? La recuperación parecía una tarea imposible, de proporciones colosales. El mundo ya se había desintegrado irremediablemente. Por un momento, Eph se preguntó incluso si valía la pena intentarlo.
Por supuesto, solo era su cansancio el que hablaba por él. Pero lo que en algún momento pareció ser el final de sus problemas —destruir al Amo y retomar la administración del planeta— sería en realidad el comienzo de una lucha completamente nueva.
Zachary y el Amo
¿ERES LEAL? —preguntó el Amo—. ¿Estás agradecido por todo lo que te he dado, por todo lo que te he enseñado?
—Lo estoy —respondió Zachary, sin dudarlo un instante. Kelly Goodweather, encaramada en una repisa cercana como si fuera una araña, observaba a su hijo.
El fin de los tiempos se acerca. Donde definiremos juntos el nuevo orden sobre la Tierra. Todo lo que sabías, todos los que estaban cerca de ti desaparecerán. ¿Me serás fiel?
—Lo seré —respondió Zack.
Me han traicionado muchas veces en el pasado. Por tanto, estoy familiarizado con la mecánica de dichas conspiraciones. No debes olvidarlo. Una parte de mí residirá en ti. Podrás escuchar mi voz con total nitidez, y a cambio, yo estaré al tanto de tus pensamientos más íntimos.
El Amo se levantó y examinó al niño. No captó ninguna vacilación en él. Respetaba al Amo, y la gratitud que expresaba era sincera.
Una vez fui traicionado por aquellos que deberían haber sido los más cercanos a mí. Con los que yo compartía mi esencia: los Ancianos. Ellos tenían orgullo, y no un hambre real. Estaban contentos viviendo sus vidas en la sombra. Me culparon de nuestra condición y se refugiaron en los desechos de la humanidad. Ellos se creían poderosos, pero en realidad eran muy débiles. Ellos buscaron aliarse. Yo busco la dominación. Entiendes eso, ¿verdad?
—El leopardo de las nieves —dijo Zack.
Exactamente. Todas las relaciones se basan en el poder. En la dominación y la sumisión. No existe otra manera. No hay igualdad, compatibilidad, ni dominio compartido. Solo un rey en un reino.
Y aquí, el Amo miró a Zack con precisión calculada, promulgando lo que creía que debía ser la bondad humana, antes de añadir:
Un rey y un príncipe. También entiendes eso, ¿no? Hijo mío.
Zack asintió. Y con eso aceptó el concepto y el título. El Amo escudriñó cada gesto y cada matiz en el rostro del joven. Escuchó atentamente el ritmo de su corazón, le examinó el pulso en la arteria carótida. El niño estaba conmovido, excitado por ese vínculo ficticio.
La jaula del leopardo era una ilusión, y necesitabas destruirla. Los barrotes y las jaulas son símbolos de debilidad, medidas imperfectas de control. Uno puede optar por creer que están allí para subyugar a la criatura en el interior (para humillarla), pero a su debido tiempo, uno comprende que también están allí para mantenerla encerrada. Se convierten en un símbolo de tu miedo. Te limitan tanto a ti como a la bestia que está dentro. Tu jaula es simplemente más grande, y la libertad del leopardo se encuentra en estos confines.
—Pero si lo destruyes —dijo Zack, desarrollando el argumento del Amo—, si lo destruyes…, ya no quedará ninguna incertidumbre.
El consumo es la última forma de control. Sí. Y ahora estamos juntos, en el límite del control. Del dominio absoluto de esta tierra. Por lo tanto, tengo que asegurarme de que nada se interponga entre tú y yo.
—Nada —afirmó Zack con absoluta convicción.
El Amo asintió, aparentemente pensativo, pero en realidad recurriendo a una pausa calculada con el fin de lograr el máximo efecto. La revelación que estaba a punto de hacerle a Zack requería de ese manejo cuidadoso del tiempo.
¿Qué sucedería si te dijera que tu padre aún está vivo?
Entonces el Amo lo percibió: un torrente de emociones girando dentro de Zack. Una confusión que el Amo había previsto pero que de todos modos lo intoxicaba. Le encantaba el sabor de las esperanzas destrozadas.
—Mi padre está muerto —dijo Zack—. Murió con el profesor Setrakian y…
Él está vivo. Esto ha atraído mi atención recientemente. En cuanto a la cuestión de por qué nunca ha intentado rescatarte o ponerse en contacto contigo, me temo que no puedo responderla. Pero él vive e intenta destruirme.
—No se lo permitiré —aseguró Zack, y lo decía en serio.
Y, a pesar de sí mismo, el Amo se sintió extrañamente halagado por la pureza del sentimiento que el joven le profesaba. La empatía natural del ser humano —el fenómeno conocido como «síndrome de Estocolmo», donde los cautivos llegan a identificarse con sus captores y a defenderlos— era una melodía muy simple para el Amo. Él era un virtuoso de los meandros de la conducta humana. Sin embargo, aquello era mucho más complejo. Se trataba de verdadera lealtad. Esto, creía el Amo, era el amor.
Ahora estás haciendo una elección, Zachary. Tal vez tu primera elección como adulto, y lo que elijas ahora te definirá, a ti y al mundo a tu alrededor. Necesitas estar completamente seguro.
Zack sintió un nudo en la garganta. Un resentimiento. Todos los años de luto se transmutaron alquímicamente en abandono. ¿Dónde había estado su padre? ¿Por qué lo había abandonado? Miró a Kelly, un espectro horrible y escuálido, un esperpento monstruoso. Ella también había sido abandonada. ¿No era culpa de Eph?
¿No los había sacrificado a todos ellos —a su madre, a Matt y al mismo Zack— a cambio de perseguir al Amo? Había más lealtad en el espantapájaros que era su madre que en su padre humano. Siempre tarde, siempre lejos, siempre inaccesible.
—Yo te he elegido —le dijo Zack al Amo—. Mi padre ha muerto. Deja que siga siendo así.
Y una vez más lo dijo en serio.
Interestatal 80
AL NORTE DE SCRANTON COMENZARON a ver los primeros strigoi al lado de la carretera. Pasivos como cámaras emergiendo de la oscuridad, de pie junto a la vía, mirando los vehículos pasar.
Fet reaccionó al verlos sintiendo la tentación de detenerse y matarlos, pero Eph le dijo que no tenían tiempo que perder.
—Ya nos han detectado —señaló Eph.
—Mira eso —dijo Fet.
Eph vio por primera vez el letrero «Bienvenidos al estado de Nueva York» a un lado de la carretera. Y luego, unos ojos brillantes como el cristal, una mujer vampiro viéndolos pasar, de pie debajo del letrero. Los vampiros le comunicaron al Amo la ubicación de los vehículos como si fueran una especie de GPS interiorizado e instintivo.
El Amo supo que viajaban con rumbo norte.
—Dame los mapas —dijo Eph. Fet se los entregó, y Eph los examinó, iluminándolos con la linterna—. Vamos en la dirección correcta. Pero tenemos que ser inteligentes. Es solo cuestión de tiempo antes de que nos arrojen algo.
El walkie-talkie crujió en el asiento delantero.
—¿Has visto eso? —preguntó Nora desde el Explorer.
Fet recogió la radio y respondió:
—¿El comité de bienvenida? Lo hemos visto.
—Tendremos que tomar carreteras secundarias.
—Me temo que sí. Eph está consultando el mapa.
—Dile que iremos a Binghamton a por gasolina. Luego saldremos de la interestatal —dijo Eph.
Así lo hicieron, y salieron bruscamente de la carretera cuando vieron el primer anuncio de combustible en la salida de Binghamton. Siguieron la flecha al final de la vía de salida hacia un conjunto de gasolineras, restaurantes de comida rápida, una tienda de muebles y dos o tres pequeños centros comerciales, cada uno limitado por una cafetería con ventanilla de autoservicio. Fet pasó de largo por la primera estación de servicio, pues quería tener más espacio en caso de emergencia. La segunda, una Mobil, tenía tres naves de tanques en diagonal a On the Go, una tienda de autoservicio. El sol había desvanecido desde mucho tiempo atrás todas las letras azules del letrero de «Mobil», y solo la «o» era visible ahora, roja como una boca hambrienta y redonda.
No había electricidad, pero ellos habían traído la bomba manual que Creem cargaba en el Hummer, pues sabían que tendrían que bombear gasolina. Las válvulas del suelo seguían en su lugar, lo cual era una buena señal de que todavía quedaba combustible en los tanques subterráneos. Fet acercó el jeep y abrió una válvula con una cruceta de hierro. El olor acre de la gasolina fue recibido con entusiasmo. Gus llegó y Fet le hizo un gesto para que se acercara a la abertura del tanque. Fet sacó la bomba y el embudo, e introdujo un extremo en el tanque del suelo y el otro en el jeep.
Su herida había empezado a dolerle otra vez y le sangraba de forma intermitente, pero Fet se lo ocultó al grupo. Se dijo a sí mismo que hacía aquello para ver hasta dónde podía llegar, y resistir hasta el final. Sin embargo, sabía que él quería estar allí, entre Nora y Eph.
El señor Quinlan se apostó en el borde de la carretera, vigilando en ambas direcciones. Eph cargaba su mochila de armas al hombro. Gus portaba una metralleta Steyr, con balas de plata y de plomo. Nora se alejó un momento detrás de la edificación, orinó y regresó al cabo de un minuto.
Fet bombeaba con fuerza, pero esta era una tarea lenta; el combustible goteaba en el tanque del jeep con un sonido similar al de la leche de vaca sobre un cubo de ordeñar. Tenía que bombear con mayor rapidez para lograr un flujo constante.
—No vayas demasiado al fondo —advirtió Eph—. El agua se asienta en la parte inferior, ¿recuerdas?
—Lo sé —dijo Fet con un gesto de impaciencia.
Eph le preguntó si quería que lo relevara, pero Fet se negó, esforzándose con sus enormes brazos. Gus se acercó al señor Quinlan. Eph pensó en estirar un poco más las piernas, pero no quería apartarse del Lumen.
—¿Has probado con el fusible del disparador? —preguntó Nora.
Fet negó con la cabeza mientras bombeaba.
—Ya conoces mis habilidades como mecánico —apuntó Eph.
—Ninguna en absoluto —confirmó Nora.
—Conduciré el siguiente tramo —dijo Eph—. Fet podrá trabajar en el detonador.
—No me gusta que tardemos tanto tiempo —señaló Nora.
—De todos modos, tenemos que esperar hasta el próximo meridiano. Podremos trabajar libremente en las dos horas de sol.
—¿Esperar un día entero? Es mucho tiempo. Y un riesgo innecesario —repuso Nora.
—Lo sé —concedió Eph—. Pero necesitamos la luz del día para hacer bien esto. Tendremos que mantener a los vampiros a raya hasta entonces.
—Pero no nos podrán tocar cuando lleguemos al agua.
—Lograrlo será toda una hazaña.
Nora miró hacia el cielo oscuro. De pronto sopló una brisa gélida y se levantó las solapas del abrigo para protegerse.
—Insisto en que no debemos esperar al meridiano. No podemos perder nuestra ventaja —dijo, mientras miraba hacia la calle desierta—. ¡Cristo, siento como si tuviera cien ojos fijos en mí!
Gus corría hacia ellos desde la acera.
—No estás muy lejos de la verdad —confirmó él.
—¿Eh? —exclamó Nora.
Gus abrió la ventanilla del Explorer y sacó dos bengalas. Corrió de nuevo, alejándose del vapor de la gasolina, y las encendió. Lanzó una al aparcamiento de Wendy’s, al otro lado de la carretera. La llama roja alumbró las siluetas de los tres strigoi apostados en el edificio de la esquina.
Arrojó la otra bengala hacia unos coches abandonados en un antiguo aparcamiento de alquiler de vehículos. La bengala rebotó en el pecho de un strigoi antes de caer al asfalto. La criatura ni se inmutó.
—Mierda —dijo Gus, y dirigiéndose al señor Quinlan añadió—. ¿Por qué no nos dijo nada?
Ellos han estado aquí todo el tiempo.
—¡Jesús! —exclamó Gus.
Se fue corriendo hacia el local de alquiler de coches y disparó al vampiro. El eco de las ráfagas de la metralleta se apagó mucho después de que la criatura cayera; despatarrada en el suelo, llena de agujeros blancos sangrado.
—Debemos irnos de aquí —dijo Nora.
—No iremos muy lejos sin gasolina —señaló Eph—. ¿Fet?
Fet seguía bombeando, y el combustible fluía con más libertad. Ya casi estaba terminando de llenar el tanque.
Gus disparó su Steyr hacia donde había lanzado la otra bengala para dispersar a los vampiros que se encontraban en el aparcamiento de Wendy’s, pero ellos no se dieron por enterados. Eph sacó su espada, atento al movimiento de las figuras que corrían detrás de los coches en el aparcamiento de enfrente.
—¡Coches! —gritó Gus.
Eph oyó el estrépito de los motores. Los faros apagados, acercándose desde el puente de la autopista, frenando a corta distancia.
—Fet, ¿quieres que yo…?
—¡Solo tienes que mantenerlos a raya! —le dijo Fet, que siguió bombeando incansable, tratando de evitar el vapor tóxico.
Nora encendió los faros de los dos vehículos para iluminar el perímetro adyacente.
Al este, frente a la carretera, los vampiros ocupaban todo el borde de la luz, con sus ojos de color rojo brillando como canicas de cristal.
Desde el oeste, dos furgonetas se aproximaban por la carretera. Frenaron en seco y las criaturas bajaron de ellas. Vampiros locales llamados a filas.
—¿Fet? —suplicó Eph.
—Cambia los tanques —ordenó Fet, que no paraba de bombear.
Eph sacó la manguera del depósito casi lleno del jeep, la introdujo rápidamente en el Explorer, y la gasolina salpicó el techo.
Oyeron pasos, y Eph tardó un momento en localizarlos. Estaban en la parte superior de la cubierta de la marquesina, justo encima de ellos. Los vampiros los tenían rodeados.
Gus disparó su arma hacia las furgonetas enemigas, derribando quizá a un par de vampiros pero sin causar ningún daño letal.
—¡Aléjate del surtidor! —gritó Fet—. ¡No quiero chispas cerca!
El señor Quinlan regresó y se plantó al lado de Eph. El Nacido sentía que era su obligación protegerlo.
—¡Aquí vienen! —dijo Nora.
Los vampiros copaban todos los flancos. Se trataba de un ataque coordinado, y se concentraron inicialmente en Gus. Cuatro vampiros corrieron hacia él, dos por cada lado.
Gus destrozó a un par; rodó y derribó al siguiente, sin darles tiempo de atacarlo.
Mientras él repelía el ataque, un puñado de figuras oscuras, amparadas en la oscuridad, salieron de los aparcamientos colindantes, corriendo hacia la estación de Mobil.
Gus se volvió y los roció con una generosa salva de proyectiles, haciendo cojear a unos cuantos, pero se vio obligado a retroceder cuando aumentó el número de strigoi que avanzaban hacia él.
El señor Quinlan se lanzó hacia delante con una agilidad asombrosa, dándoles la bienvenida a tres strigoi, agarrándolos por la garganta con su mano abierta, y cortándoles el cuello.
¡Bang! Un vampiro pequeño, un muerto viviente niño, cayó sobre el jeep desde el techo del aparcamiento. Nora lo atacó, y el pequeño vampiro siseó y retrocedió, mientras el jeep se mecía con su movimiento. Eph se lanzó hacia el otro lado del jeep, con la intención de matar a la criatura inmunda, pero cuando llegó, esta ya había desaparecido.
—¡Aquí no está! —dijo Eph.
—¡Aquí tampoco! —confirmó Nora.
—Debajo —sugirió Eph.
Nora se agachó, y agitó su espada debajo del vehículo, obligando al niño a salir por el lateral de Eph, quien le cercenó el pie derecho, a la altura del tendón de Aquiles. Pero en lugar de retroceder, el vampiro mutilado salió de debajo del jeep y se lanzó hacia Eph, que lo derribó a mitad de camino, cortando en el aire al minúsculo strigoi rabioso de sangre. Eph sintió el esfuerzo más que nunca. La contracción y el espasmo en sus músculos. Una ráfaga de dolor lo recorrió desde el codo hasta las vértebras lumbares.
Su brazo se enroscó en un calambre brutal. Él sabía lo que era: desnutrición, tal vez hasta el límite de la inanición. Comía poco y muy mal; no consumía minerales ni electrolitos, y tenía las terminaciones nerviosas inflamadas. Sus días como combatiente estaban llegando a su fin. Cayó al suelo, soltando la espada, como si llevara el peso de un millón de años encima.
Un sonido húmedo y crujiente sorprendió a Eph desde la retaguardia. El señor Quinlan acababa de llegar, brillante bajo la luz de los faros, con la cabeza de otro niño vampiro en una mano y el cuerpo en la otra. El vampiro había logrado derrotar a Eph, pero el señor Quinlan acudió a tiempo de salvarle la vida. El Nacido lanzó los restos al asfalto y se volvió, anticipándose al siguiente ataque.
La metralleta de Gus retumbó en la calle mientras otro contingente de vampiros venía hacia ellos desde la línea de sombra. Eph derribó a dos strigoi que salieron de detrás de la tienda de la gasolinera. Le preocupaba que Nora estuviera sola al otro lado de los coches.
—¡Fet, vamos! —gritó.
—¡Ya casi está! —respondió Fet, con otro grito.
El señor Quinlan arremetió contra el grueso de los atacantes, derribando a tantos strigoi como se cruzaban en su camino, con las manos chorreando sangre blanca. Pero los vampiros no cejaban en su ataque.
—Están tratando de retenernos aquí —advirtió Eph—. ¡Para que perdamos tiempo!
El Amo viene de camino. Y otros. Puedo sentirlo.
Eph apuñaló en la garganta al strigoi que acababa de acercársele, y luego le dio una patada en el pecho; sacó su espada, y corrió hacia el otro lado del jeep.
—¡Gus! —gritó.
Gus venía en retirada, con el cañón de su metralleta humeante y en silencio.
—¡Ya voy!
Eph despedazó a un par de vampiros que acechaban a Nora, y a continuación sacó la manguera de aprovisionamiento del tanque del Explorer. Justo en ese momento Fet terminó de bombear y sacó la espada de repuesto de Eph para dar cuenta de otro vampiro que, como un animal, saltaba sobre el techo del Explorer.
Gus subió al asiento delantero del Explorer y sacó otra metralleta.
—¡Vamos! ¡Fuera de aquí!
No había tiempo para volver a cargar la bomba empapada de gasolina en el vehículo. La dejaron allí, y el combustible siguió chorreando por el tubo, acumulándose en el techado.
—¡No dispares tan cerca! —gritó Fet—. ¡Nos vas a hacer volar!
Eph fue hacia la puerta del jeep. Se asomó por las ventanillas justo en el momento en que el señor Quinlan agarraba a una mujer vampiro por las piernas y le golpeaba la cabeza contra una columna de acero. Fet estaba detrás de Eph, luchando contra los vampiros que intentaban obstruir la puerta del jeep. Eph saltó al asiento del conductor, dio un portazo y giró la llave de encendido.
El motor se puso en marcha y Eph vio por los retrovisores a Nora frente al volante del Explorer. El señor Quinlan fue el último en subir, saltando al asiento trasero del jeep mientras los strigoi se abalanzaban sobre su ventanilla. Eph enfiló hacia la calle, derribando a dos vampiros con la defensa de plata. Avanzó hasta el borde de la carretera, y luego se detuvo. Gus saltó con su metralleta y se inclinó, disparando lateralmente hacia el techo del cual caía el combustible. El fuego se propagó, Gus subió al Explorer, y ambos vehículos salieron a toda velocidad mientras la llama se deslizaba hacia el depósito abierto; los vapores se encendían en el aire por un momento breve y hermoso y luego el depósito subterráneo hizo erupción, una furiosa explosión naranja y negra que hizo temblar el suelo, partiendo la marquesina y achicharrando a los strigoi que seguían allí.
—¡Dios mío! —exclamó Fet, contemplando el espectáculo por la ventanilla de atrás, junto a la bomba nuclear recubierta con la lona—. Y eso no es nada comparado con lo que traemos aquí.
Eph adelantó a varios vehículos en la carretera; algunos vampiros trataron de darle alcance. Pero Eph no estaba preocupado por superarlos a ellos. Únicamente al Amo.
Los vampiros reaccionaron tarde y se lanzaron prácticamente delante de la trayectoria del jeep, en un intento desesperado por detenerlos. Eph pasó a través de ellos, con los faros alumbrando sus caras horribles y las contorsiones de sus cuerpos tras el impacto. La sangre blanca y corrosiva de los vampiros deshizo las bandas de goma del parabrisas del jeep. Un grupo de strigoi obstaculizaba el carril de acceso a la interestatal 81, pero Eph los esquivó por el lado derecho de la vía y se metió por un oscuro camino local.
Retomó la carretera principal, le entregó el mapa a Fet y buscó los faros del Explorer en su espejo retrovisor. No los vio. Tanteó el walkie-talkie, y lo encontró en el asiento, junto a su cadera.
—Nora, ¿has logrado salir? ¿Estáis bien?
Su voz se escuchó un momento después, cargada de adrenalina.
—¡Sí! ¡Lo logramos!
—No te veo.
—Estamos… No sé. Probablemente detrás de ti.
—Sigue hacia el norte. Si nos separamos, nos reuniremos en Fishers Landing tan pronto como puedas llegar allí. ¿Me entiendes? Fishers Landing…
—Fishers Landing —repitió ella—. De acuerdo. Su voz crujió.
—Conduce con las luces apagadas cuando puedas, pero solo cuando puedas. Nora, ¿me oyes?
—Vamos… arriba… delante.
—Nora, no puedo oírte.
—… Eph…
Eph sintió que Fet se recostaba sobre él.
—El alcance de la radio es de solo un kilómetro y medio.
—Deben haber tomado otro camino… —dijo Eph, verificando los espejos retrovisores—. Siempre y cuando permanezcan fuera de la autopista…
Fet tomó la radio, e intentó contactar con Nora, pero no lo consiguió.
—¡Mierda! —exclamó.
—Ya sabe cuál es el sitio de encuentro —lo tranquilizó Eph—. Y está con Gus. No le pasará nada.
Fet le devolvió la radio.
—Tienen suficiente combustible. Todo lo que tenemos que hacer ahora es permanecer con vida hasta el amanecer…
En la carretera, debajo de la vetusta marquesina de un antiguo autocine, un strigoi siguió al jeep con los ojos mientras pasaba de largo frente a él.
El Amo se acercó con su mente. Aunque no parecía ser algo lógico, la multiplicidad de perspectivas simultáneas le ayudaba a centrar sus pensamientos y calmar su temperamento.
A través de los ojos de uno de sus esbirros, el Amo vio el jeep militar conducido por el doctor Ephraim Goodweather cruzar una intersección en la zona rural del estado de Nueva York, alejándose raudo sobre la línea central amarilla, cada vez más hacia el norte.
Vio el Explorer conducido por la doctora Nora Martínez pasar por la iglesia de una pequeña plaza urbana. El criminal Augustin Elizalde se asomó por la ventilla delantera, se produjo un fogonazo y la imagen desapareció de la vista del Amo. También iban hacia el norte, por otra autopista alternativa: la interestatal que el Amo recorría ahora a gran velocidad.
Vio a Zachary Goodweather cruzar el estado a bordo del helicóptero, viajando hacia el noroeste en una trayectoria diagonal. El muchacho miró por la ventanilla del aparato, indiferente al mareo del doctor Everett Barnes, sentado a su lado, con la cara de un color gris pálido. El chico, y tal vez Barnes, serían fundamentales para el Amo para distraer o persuadir a Goodweather.
El Amo también veía a través de la percepción de Kelly Goodweather. Viajar dentro de un vehículo en movimiento embotaba un poco su impulso cazador, pero el Amo sintió su conexión con el doctor Goodweather, su ex-compañero humano. Su sensibilidad le daba al Amo otra perspectiva para triangular su enfoque sobre el doctor Goodweather.
Gira aquí.
El sedán se desvió y tomó la vía de salida. Creem, el líder pandillero, conducía con el pie pisando a fondo el acelerador.
—Mierda —dijo Creem, al ver la estación de servicio todavía ardiendo en la calle. El olor del combustible quemado penetró en el sistema de ventilación del automóvil.
Izquierda.
Creem siguió las instrucciones, alejándose del lugar de la explosión sin perder ni un segundo. Pasaron junto a la marquesina del autocine y el vampiro que observaba desde allí. El Amo se sumergió de nuevo en su visión y se vio a sí mismo en el interior del sedán negro, el vértigo de la velocidad devorando la línea amarilla de la autopista interestatal.
Estaban alcanzando a Goodweather.
Eph avanzó por carreteras secundarias, serpenteando hacia el norte. Cambió la ruta con frecuencia para desorientar a sus perseguidores. Los centinelas vampiros montaban guardia en cada esquina. Eph sabía que llevaba mucho tiempo en la misma carretera cuando ponían obstáculos en su camino, para que frenara o chocara con ellos: otros coches, una carretilla, tiestos de una tienda de jardinería. Iba a ochenta kilómetros por hora por una carretera completamente oscura; esas barricadas aparecían de repente en sus faros y era peligroso esquivarlas.
Los vampiros intentaron embestirlos o seguirlos en un par de ocasiones. Esa fue la señal para que Fet se apostara en el techo con la metralleta en la mano.
Eph evitó la ciudad de Siracusa dirigiéndose hacia el este por carreteras secundarias. El Amo sabía dónde se encontraban, pero no hacia dónde se dirigían. Eso era lo único que tenían a su favor en ese momento. De lo contrario, el Amo reuniría a sus esbirros a orillas del río San Lorenzo, e impediría que Eph y los otros cruzaran.
Si fuera posible, Eph habría conducido hasta el amanecer. Pero la gasolina era un problema, y detenerse a repostar era demasiado peligroso.
Tendrían que arriesgarse a esperar el amanecer en el río, lo que los convertiría en un blanco fácil.
El lado positivo era que cuanto más avanzaban hacia el norte, menos strigoi aparecían en el borde de los caminos. La escasa población rural era otro punto a su favor.
Nora iba conduciendo. La lectura de mapas no era uno de los fuertes de Gus. Ella sabía en líneas generales que iban hacia el norte, pero también que se habían desviado del rumbo, hacia el este o al oeste, en un par de ocasiones. Habían pasado Siracusa, pero sin embargo, Watertown, la última ciudad antes de la frontera canadiense, parecía estar muy lejos.
La radio había crujido un par de veces al lado de su cadera, pero cada vez que intentaba comunicarse con Eph, solo recibía silencio como respuesta. Al cabo de un rato dejó de intentarlo, pues no quería acabar con las baterías.
Fishers Landing. Era allí donde Eph le había dicho que se encontrarían. Nora había perdido la cuenta de las horas transcurridas desde la puesta del sol, y no podía calcular cuántas faltaban para el amanecer; lo único cierto es que eran demasiadas. Necesitaba desesperadamente la tregua de luz para atreverse a confiar en su propia intuición.
«Solo llega hasta allá —pensó—. Sigue adelante y averígualo».
—Aquí vienen, doc —advirtió Gus.
Nora miró por los espejos retrovisores. No logró distinguir ninguna señal de peligro; necesitaba concentrarse en conducir en medio de la oscuridad. Pero entonces lo vio: un destello de luz a través de la copa de los árboles.
Una luz que se movía. Un helicóptero.
—Nos están buscando —dijo Gus—. No nos han visto. Creo que no.
Nora tenía un ojo en la luz y el otro en la carretera. Pasaron una señal de tráfico y se dieron cuenta de que habían regresado cerca de la interestatal. Eso no era bueno.
El helicóptero voló en círculo hacia ellos.
—Apagaré las luces —dijo Nora, lo cual implicaba disminuir la velocidad.
Iban a la deriva por el camino oscuro, viendo al helicóptero volar sobre ellos. La luz se hizo más brillante a medida que descendía, tal vez a unos doscientos metros al norte.
—Espera, espera —dijo Gus—. Está aterrizando.
Nora vio la luz descendiendo.
—Esa debe ser la carretera.
—No creo que nos hayan visto —dijo Gus.
Nora avanzó por la carretera, orientándose por el contraste de las ramas de los árboles, más oscuras que el cielo. No sabía muy bien cómo evadir la amenaza del helicóptero.
—¿Nos desviamos? —preguntó—. ¿Nos arriesgamos?
Gus trataba de distinguir la línea de la carretera a través del parabrisas.
—¿Sabes qué? —dijo—. La verdad es que no creo que nos estuvieran buscando a nosotros.
Nora tenía los ojos puestos en la carretera.
—¿De qué se trata entonces?
—Te me has adelantado. La pregunta es: ¿nos atrevemos a averiguarlo?
Nora había pasado suficiente tiempo con Gus como para saber que realmente no era una pregunta.
—No —repuso—. Sigamos adelante.
—Tal vez se trate de algo —aventuró Gus.
—¿Como qué?
—No sé. Por eso debemos ir a ver —afirmó Gus—. Llevo varios kilómetros sin ver a ningún chupasangre al lado de la carretera. Creo que podemos echar un vistazo.
—Una mirada rápida —enfatizó Nora, como si ella pudiera limitarlo a eso.
—Vamos —insistió él—. También sientes curiosidad. Además, tenían una luz, ¿no? Eso significa que son seres humanos.
Se detuvo en la orilla izquierda de la carretera y apagó el motor. Se apearon del coche, olvidando que las luces interiores se encendían al abrir las puertas. Las cerraron con suavidad y rapidez y se quedaron escuchando.
Los rotores giraban, aunque con mayor lentitud. El motor acababa de ser apagado. Gus mantuvo su metralleta separada del cuerpo mientras trepaba por el terraplén rocoso y cubierto de maleza, con Nora detrás, a su izquierda.
Avanzaron con cautela cuando llegaron a la parte superior, asomándose por debajo del guardarraíl. El helicóptero estaba a un centenar de metros. No había coches a su alrededor. Los rotores dejaron de girar, aunque la luz del helicóptero permaneció encendida, resplandeciendo al otro lado de la autopista. Nora distinguió cuatro siluetas, una más pequeña que las otras. No podía estar segura, pero creía que el piloto —probablemente un ser humano, a juzgar por la luz— permanecía a la espera en la cabina. ¿A la espera de qué? ¿Iba a despegar pronto?
Se agacharon.
—¿Será una reunión secreta? —susurró Nora.
—Algo por el estilo. No crees que sea el Amo, ¿verdad? —preguntó Gus, también en voz baja.
—No sé qué decir —murmuró ella.
—Uno de ellos es pequeño. Parece un niño.
—Sí —confirmó Nora…, y de pronto dejó de asentir.
Se asomó de nuevo, y esta vez se atrevió a hacerlo por encima del guardarraíl. Gus tiró de su cinturón, pero no antes de que Nora constatara la identidad del chico de pelo desgreñado.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué? —dijo Gus—. ¿Qué diablos te pasa?
Ella sacó su espada.
—Tenemos que llegar hasta ellos.
—Bien, entendido. Pero ¿por qué…?
—Dispárales a los adultos, pero no al chico. No dejes que escapen.
Nora ya estaba sobre el guardarraíl cuando Gus se puso en pie. Corría hacia ellos, y Gus tuvo que hacer un esfuerzo para alcanzarla. Nora vio a las dos figuras más grandes volverse hacia ella. Los vampiros detectaron su espectro térmico y el rayo de plata de su espada. Se dieron la vuelta y se acercaron a los humanos. Uno agarró al niño e intentó subirlo al helicóptero. Iban a despegar de nuevo. El motor estaba encendido, los rotores despertaban con su gemido hidráulico.
Gus disparó su arma, primero a la larga cola del helicóptero, y luego barrió el fuselaje hasta el compartimento de los pasajeros. Eso fue suficiente para que los vampiros alejaran al chico del helicóptero. Nora había salvado parte de la distancia que los separaba. Gus disparó a su izquierda, impactando la ventanilla de la cabina. El cristal no se rompió, pero los proyectiles lo perforaron y un chorro de color rojo manchó el extremo opuesto de la cabina.
El cuerpo del piloto cayó de bruces sobre el timón. Los rotores giraron a mayor velocidad, pero el helicóptero no se movió.
Un vampiro se apartó del hombre a quien custodiaba y corrió hacia Nora. Ella distinguió la tinta oscura del tatuaje de su cuello e inmediatamente lo identificó como uno de los guardaespaldas de Barnes que había visto en el campamento. Pensar en Barnes anuló todo resquicio de temor, y Nora se lanzó sobre el corpulento vampiro con su espada en alto y un grito de guerra. El vampiro se agachó e hizo una finta antes de que ella pudiera atravesarlo con su espada, pero Nora lo esquivó como un torero, hundiéndole la hoja de plata en la espalda. Él se arrastró boca arriba sobre el asfalto, con su carne calcinándose, pero todavía saltó sobre sus pies. Girones de piel pálida colgaban de sus muslos, el pecho y una mejilla. Esto no lo detuvo, pero sí la herida de plata en su espalda.
La metralleta de Gus traqueteó y el vampiro se retorció. Los disparos lo pillaron por sorpresa, pero no llegaron a derribarlo. Nora no le dio tiempo al colosal strigoi de atacarla de nuevo. Se concentró en los tatuajes del cuello como objetivo y lo decapitó.
Se dio la vuelta hacia el helicóptero, entrecerrando los ojos para protegerse de la onda expansiva del rotor. El otro vampiro tatuado se encontraba lejos de los seres humanos, acechando a Gus. Entendía y respetaba el poder de la plata, pero no el que imponía una metralleta Steyr. Gus se acercó al strigoi sibilante, poniéndose al alcance de su aguijón, y le lanzó una ráfaga de disparos a la cabeza. El vampiro se desplomó hacia atrás; Gus se le acercó y le disparó en el cuello, liberando a la criatura.
El hombre estaba de rodillas, cubriéndose con la puerta del helicóptero. El niño vio caer a los vampiros. Se giró y echó a correr hacia la autopista, en dirección a la luz de la cabina del helicóptero. Nora vio algo en sus manos, que sostenía delante de él mientras corría.
—¡Atrápalo, Gus! —le gritó Nora, pues él estaba más cerca. Gus salió tras el chico. El muchacho era rápido, pero no muy coordinado. Saltó el guardarraíl y ya había llegado a la calzada, pero calculó mal un paso o dos y se enredó en sus propios pies.
Nora estaba cerca de Barnes, bajo el rotor del helicóptero. Seguía mareado y de rodillas. Sin embargo, cuando miró hacia arriba y reconoció el rostro de Nora, palideció aún más.
Nora levantó su espada, lista para asesinarlo, cuando escuchó cuatro silbidos agudos destacándose sobre el ruido de los rotores. Eran los proyectiles de un pequeño rifle, que el niño disparaba contra ellos en un estado de pánico. Ella no fue alcanzada por las balas, pero sí impactaron terriblemente cerca. Se alejó de Barnes y se internó en la maleza. Vio a Gus abalanzarse sobre el niño y contenerlo antes de que pudiera volver a disparar. Agarró al niño por la camisa, dándole la vuelta hacia la luz, para cerciorarse de que no se trataba de un vampiro. Gus le arrebató el rifle y lo lanzó hacia los árboles. El chico se resistió, y Gus le dio una buena sacudida, lo suficientemente violenta para hacerle saber lo que podía pasarle si oponía resistencia. Sin embargo, el chico entrecerró los ojos bajo la luz, y trató de escapar, intimidado por Gus.
—Calma, chico. ¡Cielos!
Arrastró al niño hacia el guardarraíl.
—¿Estás bien, Gus? —le preguntó Nora.
—Sí, es un tirador desastroso —respondió Gus, quien seguía forcejeando con el muchacho.
Nora se volvió hacia el helicóptero. Barnes había desaparecido. Entrecerró los ojos, deslumbrada por los reflectores del helicóptero, pero no logró ver en qué dirección había escapado.
Maldijo en voz baja.
Gus escrutó el rostro del chico y notó algo en él…, en sus ojos, en la estructura facial. Le parecía familiar. Demasiado familiar.
—Oh, vamos; no puede ser… —protestó Gus, volviéndose hacia Nora.
El chico le dio una patada con el tacón de su zapatilla. Gus se la devolvió, solo que más fuerte.
—¡Cielos, eres igual que tu padre! —exclamó Gus.
Esto desarmó al chico, que miró a Gus, aunque todavía intentaba soltarse.
—¿Y tú qué sabes? —inquirió.
Cuando Nora miró a Zack, lo reconoció de inmediato, aunque no del todo: los ojos del muchacho eran completamente diferentes a los que ella recordaba. Sus rasgos habían madurado, como los de cualquier chico en un periodo de dos años, pero ahora carecían de la luz que habían tenido en otro tiempo. Si la curiosidad aún se asomaba en ellos, ahora era más oscura y profunda. Era como si su personalidad se hubiera refugiado en su mente, queriendo leer pero no ser leído. O tal vez solo estaba en estado de shock. Después de todo, apenas tenía trece años.
«Está vacío. Él no está aquí».
—Zachary —le saludó, sin saber qué decirle.
El niño la miró durante unos instantes antes de que el reconocimiento asomara a sus pupilas.
—Nora —dijo él, pronunciando esa palabra despacio, casi como si la hubiera olvidado.
A pesar de los escasos centinelas que había en el norte del estado de Nueva York para vigilar las diversas carreteras, la ruta del Amo se hizo cada vez más segura. El Amo percibió la emboscada de la doctora Martínez a través de los ojos del doctor Barnes, hasta que logró escapar. A partir de ese momento, el Amo vio el helicóptero en la carretera, con los rotores todavía girando, esta vez a través de los ojos de Kelly Goodweather.
El Amo vio a Kelly dirigir a su conductor por un terraplén empinado hacia una carretera auxiliar, para perseguir al Explorer a toda velocidad. El vínculo de Kelly con Zachary era mucho más intenso que el que la unía con el doctor Ephraim Goodweather, su ex-compañero. Su ansia era mucho más pronunciada y, en este momento, productiva.
Y ahora el Amo tenía una lectura mejor del progreso de los infieles. Habían caído en la trampa, y el Amo anticipaba el desenlace con un deleite irresistible; lo divisaba a través de los ojos de Zachary, sentado en el asiento trasero del automóvil conducido por Augustin Elizalde. El Amo casi se hallaba con ellos, allí en el vehículo mientras se dirigían al encuentro del doctor Goodweather, que tenía el Lumen y conocía la ubicación del Sitio Negro.
—Los estoy siguiendo —dijo Barnes, con su voz crepitando en la radio—. Le mantendré informado. Me tiene en el GPS.
Y, en efecto, un punto era visible en el GPS. Una imitación pálida, imperfecta y mecánica del vínculo con el Amo, pero que podía compartir con Barnes el traidor.
—Tengo la pistola conmigo —dijo Barnes—. Estoy listo para recibir órdenes.
El Amo sonrió. ¡Qué servicial!
Estaban cerca, tal vez a unos cuantos kilómetros de su destino. Su trayectoria apuntaba hacia el lago Ontario o al río San Lorenzo. Y si tuvieran que cruzar una masa de agua, tal inconveniente carecería de importancia. El Amo tenía a Creem para transportarlo al otro lado si era necesario, ya que el líder de los Zafiros todavía era nominalmente humano, aunque sujeto a sus órdenes.
El Amo dirigió los helicópteros al norte a toda velocidad.
A Creem le dolía la boca. Sentía ardor en las encías, donde estaban clavadas sus prótesis de plata abolladas. Al principio pensó que eran los efectos derivados del codazo recibido por parte del señor Quinlan. Pero los dedos también le dolían cada vez más, y entonces se quitó los anillos, dándoles un respiro a sus falanges, y colocó la joyería de plata en el portavasos.
No se sentía bien. El mareo y el ardor que recorrían su cuerpo eran alarmantes. En un momento dado temió algún tipo de infección bacteriana, como la que se llevó al compinche de Gus. Pero cuanto más contemplaba la faz oscura y larvada del Amo en el espejo retrovisor, más ansioso se sentía, preguntándose si acaso el Amo no lo habría infectado. Por un instante, sintió que algo se movía a través de su antebrazo y de su bíceps. Una punzada insidiosa. Algo de camino a su corazón.
El jeep de Eph llegó finalmente a Fishers Landing. La carretera bordeaba la margen septentrional del río San Lorenzo. El señor Quinlan no detectó presencia de vampiros en el área circundante. Un letrero decía: «Campo Riverside», y señalaba el terreno donde el camino se desviaba del río. Siguieron esa ruta, hasta llegar a una gran lengua de tierra que se adentraba en el río. Unas cuantas cabañas y un restaurante con una tienda de helados contigua era todo lo que se veía en aquel lugar, frente a una playa de arena rodeada por un muelle largo y ancho, escasamente visible sobre la superficie del río.
Eph se detuvo bruscamente en el descampado al final de la carretera, dejando encendidos los faros delanteros del jeep, y señaló hacia el río. Quería ir hasta el muelle, pues necesitaban un barco.
Tan pronto como cerró la puerta, una luz poderosa lo cegó. Agitó el brazo, y solo pudo ver un haz luces, cerca del restaurante, y al lado de la caseta de las toallas. Por un momento le entró el pánico, pero luego se dio cuenta de que se trataba de luces artificiales, algo que los vampiros no usaban ni necesitaban.
—¡Alto ahí! ¡No te muevas! —gritó una voz.
Era una voz real, y no la de un vampiro proyectándose en su mente.
—¡Vale, vale! —dijo Eph, tratando de protegerse los ojos—. ¡Soy un ser humano!
—Lo estamos viendo —indicó una voz femenina.
—¡Está armado! —exclamó una voz masculina desde el otro lado.
Eph miró a Fet, en el lateral del jeep.
—¿Estáis armados vosotros? —preguntó Fet.
—¡Ya lo creo! —confirmó la voz masculina.
—¿Podemos dejar las armas y hablar? —propuso Fet.
—No —dijo la voz femenina—. Nos alegra que no tengáis aguijones, pero eso no quiere decir que no seáis asaltantes. O miembros de Stoneheart disfrazados.
—No somos ni lo uno ni lo otro —aclaró Eph, abriendo sus manos para protegerse de las luces.
—Estamos aquí en una… especie de misión. Pero no tenemos mucho tiempo.
—¡Hay alguien más en el asiento trasero! —gritó la voz masculina—. ¡Déjanos verte!
«Oh, mierda —pensó Eph—. ¿Por dónde empezar?».
—Mira —dijo—, hemos venido desde la ciudad de Nueva York.
—Estoy seguro de que allí estarán encantados de veros regresar.
—Vosotros… parecéis combatientes. Contra los vampiros. Nosotros también lo somos. Parte de una resistencia.
—Aquí está todo ocupado, amigo.
—Tenemos que llegar a una de las islas —dijo Eph.
—Haz lo que quieras. Pero hazlo desde otro punto de la ribera del San Lorenzo. No queremos problemas, aunque quiero advertirte que estamos preparados si los hay.
—Si pudierais darme solo diez minutos para explicaros…
—Tienes diez segundos para largarte. Puedo ver tus ojos y los de tu amigo. Parecen normales bajo la luz. Pero si tu otro amigo no sale del coche, comenzaremos a disparar.
—En primer lugar, tenemos algo delicado y explosivo en el coche, así que por vuestro propio bien, no disparéis. En segundo lugar, no os va a gustar lo que veréis en nuestro acompañante.
—Él lee a los vampiros —intervino Fet—. Sus pupilas se vuelven vidriosas a la luz. Porque es mitad aguijón.
—No existe tal cosa —objetó la voz masculina.
—Un momento… —dijo Eph—. Él está de nuestro lado, y puedo explicarlo (o tratar de hacerlo) si me dais una oportunidad.
Eph sintió que la luz se movía en dirección a él. Se quedó firme, temiendo un ataque.
—¡Cuidado, Ann! —dijo la voz masculina.
La mujer detrás de la luz se detuvo a unos diez metros de Eph, lo suficientemente cerca para que él sintiera el calor de la lámpara. Eph vio unas botas de goma y un codo detrás del rayo de luz.
—¡William! —exclamó la voz femenina.
William, que tenía otra lámpara, vino corriendo hacia Fet.
—¿Qué pasa?
—Mírale bien la cara —dijo.
Por un momento, las dos lámparas iluminaron directamente a Eph.
—¿Qué pasa? —preguntó William—. No es un vampiro.
—No, tonto. Los informes de prensa: el hombre buscado. ¿Eres Goodweather?
—Sí. Me llamo Ephraim.
—Goodweather, el médico fugitivo. El que mató a Palmer Eldritch.
—En realidad —dijo Eph—, me acusaron falsamente. Yo no maté a ese viejo hijo de puta. Lo intenté, sin embargo.
—Te querían a toda costa, ¿verdad? Esos hijos de puta.
Eph asintió.
—Todavía me persiguen.
—No sé, Ann —dijo William.
—Tienes diez minutos, cabrón —concedió Ann—. Pero tu acompañante se queda en el coche. Si intentáis algo, todos vosotros seréis la cena de los peces.
Fet permaneció en la parte trasera del jeep; les mostró el dispositivo y el temporizador con una linterna.
—Mierda. Una maldita bomba nuclear —dijo Ann, que resultó ser una mujer de unos cincuenta años con una trenza larga, el pelo canoso y marchito. Calzaba botas de goma y un impermeable de pescador.
—¿Pensabais que era más grande? —preguntó Fet.
—No sé qué pensar… —repuso Ann.
Ella miró de nuevo a Eph y Fet. William —un hombre de unos cuarenta años, con un jersey raído de lana virgen y unos pantalones vaqueros caídos— permaneció a un lado, sosteniendo un rifle con las dos manos. Las lámparas estaban a sus pies, una de ellas encendida. La luz indirecta se proyectaba sobre el señor Quinlan, que había salido del vehículo, como un manto de sombra.
—Aunque la verdad es que vuestra presencia aquí es demasiado extravagante para tratarse de una trampa —reconoció William.
—No queremos nada de vosotros, excepto un mapa de estas islas y un medio para salir de aquí —aclaró Eph.
—¿Vas a detonar ese artefacto?
—Lo haremos. Será mejor que os vayáis lejos de aquí, se encuentre la isla a más de ochocientos metros de la costa o no —advirtió Eph.
—No vivimos aquí —dijo William.
En un primer momento, Ann le lanzó una mirada, indicándole que ya había hablado demasiado. Pero luego se ablandó, dándose cuenta de que podía ser franca con Eph y Fet, ya que ellos habían sido sinceros.
—Vivimos en las islas —explicó Ann—. Donde no pueden llegar los malditos aguijones. Allí perduran algunas fortalezas que datan de la Guerra de la Independencia. Nos refugiamos en ellas.
—¿Cuántos sois?
—Cuarenta y dos en total. Éramos cincuenta y seis, pero hemos perdido a varios compañeros. Nos dividimos en tres grupos, porque incluso después de que nuestro mundo se viniera abajo, algunos imbéciles todavía no se llevan bien. En realidad, somos vecinos que no nos conocíamos antes de esta maldita historia. Venimos constantemente a tierra firme en busca de armas, herramientas y alimentos, como si fuéramos Robinson Crusoe, si se considera que el continente ha naufragado.
—¿Tenéis barcos? —preguntó Eph.
—Claro que sí, maldita sea. ¡Tres lanchas y muchos botes pequeños!
—Bien —dijo Eph—. Muy bien. Espero que podáis facilitarnos uno. Siento mucho haberos traído este problema. —Entonces se dirigió al Nacido, que permanecía completamente inmóvil—. ¿Nada todavía?
Nada inminente.
Sin embargo, Eph se percató, por el tono de su respuesta, de que les quedaba poco tiempo.
—¿Conoces estas islas? —le preguntó a Ann.
Ella asintió.
—William las conoce mejor. Como la palma de su mano.
—¿Podemos entrar en el restaurante para que me hagas un mapa con las instrucciones? Sé lo que estoy buscando. Es una isla casi desierta; rocosa, con forma de trébol; como una serie de tres anillos superpuestos. Como un símbolo de riesgo biológico, si es que lo has visto alguna vez —le explicó Eph a William.
Ann y William se miraron de una forma que reveló que ambos sabían exactamente a qué isla se refería Eph. Eph sintió una descarga de adrenalina.
El crujido de una radio los sorprendió, haciendo saltar a William. El walkie-talkie en el asiento delantero del jeep.
—Amigos nuestros… —indicó Fet, yendo hacia la puerta en busca de la radio—. ¿Nora?
—Oh, gracias a Dios —dijo ella con una voz distorsionada por las ondas—. Por fin hemos llegado a Fishers Landing. ¿Dónde estáis?
—Sigue las señales hacia la playa. Verás el letrero del Campo Riverside. Continúa por el camino de tierra hacia el muelle. Date prisa, pero en silencio. Hemos encontrado a unas personas que nos pueden ayudar a embarcar.
—¿Otras personas? —preguntó ella.
—Simplemente confía en mí y ven de inmediato.
—Está bien, veo un letrero hacia la playa —dijo ella—. Llegaremos en un momento.
—Están cerca —confirmó Fet, dejando la radio.
—Bien —dijo Eph, volviéndose hacia el señor Quinlan; el Nacido miraba el cielo, como en busca de una señal. Esto preocupó a Eph—. ¿Hay algo que debamos saber?
Todo tranquilo.
—¿Cuántas horas faltan para el meridiano?
Demasiadas, me temo.
—Algo te preocupa —dijo Eph—. ¿Qué es?
No me gusta viajar por el agua.
—Lo comprendo. ¿Pero?
Ya deberíamos tener noticias del Amo. No me gusta el hecho de que no…
Ann y William querían continuar hablando con ellos, pero Eph insistió encarecidamente en que le trazaran la ruta a la isla. Los dejó dibujando el mapa sobre un mantel de papel y regresó junto a Fet, que no se despegaba de la bomba, apoyada sobre el mostrador de la heladería situada al lado del restaurante. A través de las puertas de cristal, Eph vio al señor Quinlan expectante frente a la playa.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Eph.
—No lo sé. Espero que el suficiente —respondió Fet, mostrándole el mecanismo del interruptor—. Se gira así para el temporizador. —Señaló el icono del reloj en el panel—. No lo gires para este lado. Únicamente hacia la «X». Y luego corre como alma que lleva el diablo.
Fet sintió otro calambre en su brazo. Apretó el puño y ocultó el dolor lo mejor que pudo.
—No me gusta la idea de dejarlo allí. Muchas cosas pueden salir mal en cuestión de minutos.
—No tenemos otra alternativa si queremos sobrevivir.
Vieron las luces de los faros aproximándose. Fet corrió al encuentro de Nora, y Eph volvió a inspeccionar los avances de William. Ann le hacía sugerencias y William parecía molesto.
—Está a cuatro islas de aquí y a una del otro lado.
—¿Qué pasa con Pulgarcito? —señaló Ann.
—No puedes darles apodos a estas islas y pretender que todos los memoricen.
—La tercera isla parece que tiene un dedo pequeño —explicó Ann, volviéndose hacia Eph.
Eph miró el dibujo. La ruta parecía bastante clara, y eso era lo único que importaba.
—¿Podéis adelantaros y llevar a los demás a la isla por el río? —preguntó Eph—. No pensamos quedarnos allí ni mermar vuestros recursos. Solo necesitamos un lugar para escondernos y esperar a que todo esto haya terminado.
—Claro —concedió Ann—. Sobre todo si piensas que puedes lograr lo que tienes en mente.
Eph asintió.
—La vida en la Tierra experimentará un nuevo cambio.
—Volverá a la normalidad.
—Yo no diría eso —dijo Eph—. Habremos de recorrer un largo camino antes de regresar a algo parecido a lo que llamas normal. Pero ya no tendremos a esos chupasangres acabando con nosotros.
Ann parecía una mujer que había aprendido a no fijarse metas demasiado altas.
—Siento haberte llamado cabrón, amigo —dijo—. Realmente eres un hijo de puta duro.
Eph no pudo evitar sonreír. En aquellos días estaba dispuesto a aceptar cualquier elogio, aunque fuese ambiguo.
—¿Podrías hablarnos de la ciudad? —dijo Ann—. Hemos oído que todo el centro ha sido quemado.
—No, está…
Las puertas de la heladería se abrieron de par en par y Eph se dio la vuelta. Gus entró con una metralleta en la mano. Entonces vio, a través del cristal, a Nora acercándose en la distancia. No venía acompañada de Fet, sino de un chico alto que bordeaba los trece años. Eph se quedó de una pieza, pero en sus ojos fatigados afloraron las lágrimas y la emoción le hizo un nudo en la garganta.
Zack miró con aprensión a su alrededor; sus ojos oscilaron entre la imagen que tenía al frente y los carteles desvaídos en la pared…, y luego se posaron lentamente en el rostro de su padre.
Eph se acercó a él. El muchacho abrió la boca, pero no habló. Eph se agachó delante de él, ante aquel muchacho que en otro tiempo le llegaba a la altura de los ojos cuando Eph se arrodillaba. Se dio cuenta de que ahora lo superaba por unos cuantos centímetros. El pelo enmarañado sobre el rostro le ocultaba parcialmente los ojos.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Zack, casi en un susurro.
Estaba mucho más alto ahora. Su cabello era irregular, y le ocultaba las orejas; exactamente como un niño de esa edad que afirma su autonomía dejándose crecer el pelo sin la intervención de sus padres. Parecía razonablemente limpio. Y bien alimentado.
Eph lo estrechó entre sus brazos. Al hacerlo, hacía que el niño fuera real. Zack se sintió extraño en sus brazos: olía diferente, era diferente, más viejo. Débil. A Eph se le ocurrió pensar en lo demacrado que debía de parecer ante los ojos de Zack.
El muchacho no le devolvió el abrazo, y se mantuvo rígido, soportando el apretón. Eph lo apartó para mirarlo de nuevo. Quería saberlo todo, cómo había llegado hasta allí, pero comprendió que la simple presencia de Zack bastaba para llenar ese momento.
Él estaba allí. Todavía era humano. Libre.
—¡Oh, Zack…! —exclamó Eph, recordando el día en que lo había perdido, dos años antes. Las lágrimas asomaban en sus ojos—. No sabes cuánto lo siento.
Pero Zack lo miró con extrañeza.
—¿Por qué?
—Por permitir que tu madre te llevara lejos… —comenzó a decir, pero se detuvo—. ¡Zachary! —exclamó, abrumado por la alegría—. Mírate. ¡Cuánto has crecido! Ya eres un hombre…
La boca del muchacho permaneció abierta, pero se sentía demasiado aturdido para hablar. Miró a su padre; al hombre que había rondado sus sueños como un fantasma todopoderoso. El padre que lo abandonó, a quien él recordaba como un hombre alto y muy sensato, era un espectro enclenque, escuálido e insignificante. Descuidado, tembloroso… y débil.
Zack sintió una oleada de indignación.
¿Eres leal?
—Nunca he dejado de buscarte —dijo Eph—. Nunca me di por vencido. Sé que te dijeron que había muerto, pero he estado luchando todo este tiempo. Llevo dos años tratando de recuperarte…
Zack miró a su alrededor. El señor Quinlan acababa de entrar en la tienda. Zack observó detenidamente al Nacido.
—Mi madre vendrá a buscarme —dijo Zack—. Estará enfadada.
Eph asintió con firmeza.
—Sé que lo estará. Pero… está a punto de terminar todo.
—Ya lo sé —confirmó Zack.
¿Estás agradecido por todo lo que te he dado, por todo lo que te he enseñado?
—Ven aquí… —Eph rodeó los hombros de Zack, para enseñarle la bomba. Fet se adelantó para impedirlo, pero Eph apenas lo notó—. Esto es un dispositivo nuclear. Lo utilizaremos para volar una isla. Para acabar con el Amo y con todos los de su estirpe.
Zack miró el dispositivo.
—¿Por qué? —preguntó, a pesar de sí mismo.
El fin de los tiempos se acerca.
Fet miró a Nora. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Sin embargo, Eph no pareció darse cuenta, absorto en su papel de padre pródigo.
—Para hacer que las cosas sean como solían ser anteriormente —señaló Eph—. Antes de los strigoi. Antes de la oscuridad.
Zack miraba a Eph de una manera rara. El niño parpadeaba de una forma notoria, a propósito, como si necesitara de un mecanismo de defensa.
—Quiero ir a casa.
Eph asintió de inmediato.
—Y yo quiero llevarte allí. Todas tus cosas están en tu habitación, tal como las dejaste. Iremos cuando todo esto termine.
Zack negó con la cabeza, desentendiéndose de Eph. Buscaba al señor Quinlan.
—Mi casa es el castillo. En Central Park —afirmó.
La expresión esperanzada de Eph pareció flaquear.
—No, nunca regresarás a ese lugar. Tardaremos algo de tiempo, pero vas a estar bien.
El muchacho ha sido convertido.
Eph giró la cabeza hacia el señor Quinlan, que miraba fijamente a Zack.
Eph examinó a su hijo. Tenía su mismo pelo, y su tez estaba sana. Sus ojos no parecían lunas negras sobre un mar escarlata. Su garganta no estaba hinchada.
—No. Te equivocas. Es humano.
Físicamente, sí. Pero mira sus ojos. Ha traído a alguien con él.
Eph agarró al muchacho por la barbilla y le apartó el pelo de los ojos. Tal vez eran ligeramente opacos. Un poco retraídos. Zack pareció desafiante al principio, y luego intentó rehuirle, como haría cualquier adolescente.
—No —dijo Eph—. Él está bien. Él va a estar bien. Está enfadado conmigo…, es normal. Y… solo tenemos que subirlo en un barco. Hacerlo cruzar el río.
Eph miró a Nora y Fet.
—Cuanto antes mejor.
Ellos están aquí.
—¿Qué? —dijo Nora.
El señor Quinlan aseguró la capucha en su cuello.
Id al río. Neutralizaré a tantos como pueda.
El Nacido salió. Eph agarró a Zack, se dirigió a la puerta y luego se detuvo.
—Los llevaremos a él y a la bomba —le anunció a Fet.
A Fet no le gustó aquello, pero guardó silencio.
—Es mi hijo, Vasiliy —balbuceó Eph, casi suplicando—. Mi hijo…, todo lo que tengo. Pero cumpliré con mi misión. No os fallaré.
Por primera vez en mucho tiempo, Fet notó la antigua resolución de Eph, el liderazgo que solía admirar a regañadientes. Ese era el hombre al que Nora había amado, y al que Fet había seguido sin vacilación.
—Tú te quedas aquí, entonces —dijo Fet, agarrando su mochila y saliendo detrás de Gus y Nora.
Ann y William corrieron hacia él con el mapa.
—Id a los barcos —les dijo Eph—. Esperadnos allí.
—No habrá suficiente espacio para todos si vas a la isla.
—Lo solucionaremos —dijo Eph—. Ahora marchaos, antes de que ellos intenten hundir la embarcación.
Eph cerró la puerta cuando salieron, y luego se volvió hacia Zack.
Miró la cara de su hijo en busca de tranquilidad.
—Está bien, Z. Estaremos bien. Esto terminará pronto.
Zack parpadeó una vez más al ver a su padre doblar el mapa y metérselo en el bolsillo.
Los strigoi salieron de la oscuridad. El señor Quinlan vio sus improntas de calor corriendo entre los árboles y esperó para interceptarlos. Decenas de vampiros seguidos por otros, quizá cientos de ellos. Gus disparó hacia el camino, a un vehículo sin luz. Las chispas saltaron del capó y el parabrisas crujió, pero entonces se dio cuenta de que una caravana de automóviles se aproximaba hacia ellos. Gus permaneció frente al vehículo hasta asegurarse de haber liquidado al conductor, y luego saltó a un lado, cuando ya casi no le quedaba tiempo.
El coche giró en su dirección mientras él se escabullía en el bosque. Un tronco grueso detuvo al vehículo con un golpe fuerte y sonoro, aunque no antes de que la defensa delantera alcanzara a golpearlo en las piernas y lo enviara volando contra los troncos de los árboles. Su brazo izquierdo se partió como la rama de un árbol, y cuando cayó al suelo, vio su brazo colgando, roto a la altura del codo, al igual que el hombro.
Gus maldijo con los dientes apretados al sentir aquel dolor desgarrador. Sin embargo, sus instintos de combate se activaron, y se echó a correr hacia el coche, esperando que los vampiros acudieran como payasos de circo.
Subió al vehículo apoyándose en su mano ilesa, con la que sostenía su Steyr, y retiró la cabeza del conductor del volante. Era Creem, con la cabeza recostada en el asiento como si durmiera, salvo por los dos orificios en la frente, y otro en el pecho.
—Tres tiros estilo Mozambique, hijo de la chingada —dijo Gus, y le soltó la cabeza. Su nariz crujió al golpear la cruceta del volante.
Gus no vio otros ocupantes, aunque la puerta trasera estaba extrañamente abierta. El Amo…
El señor Quinlan había llegado en un abrir y cerrar de ojos para cazar a su presa. Gus se apoyó un momento en el vehículo, y había comenzado a evaluar la gravedad de la lesión en su brazo. Fue entonces cuando vio que un arroyo de sangre salía del cuello de Creem…
No era una herida de bala.
Los ojos de Creem se abrieron de golpe. Salió del coche y se abalanzó sobre Gus. El impacto del voluminoso cuerpo de Creem dejó sin aire a Gus, como un toro que golpea a un torero, lanzándolo por el aire con fuerza, casi tanta como la del coche. Gus se aferró a su arma, pero la mano de Creem se cerró alrededor de su antebrazo con una fuerza increíble, aplastándole los tendones y haciéndole abrir los dedos. Creem tenía su rodilla apretada contra el brazo fracturado de Gus, y le trituró el hueso partido como con un mortero.
Gus aulló, tanto de rabia como de dolor.
Creem tenía los ojos muy abiertos, enloquecidos y ligeramente estrábicos.
Su sonrisa de plata comenzó a expeler una mezcla de humo y vapor, sus encías de vampiro ardían por el contacto con los implantes de plata. La carne de sus nudillos se quemó por la misma razón. Pero Creem resistió, manejado por la voluntad del Amo. Cuando aquel gigante abrió la mandíbula y se le desencajó con un fuerte crujido, Gus comprendió que el Amo tenía la intención de convertirlo, y a través de él, desbaratar su plan. El dolor de su brazo izquierdo hizo que gritara, pero Gus pudo ver el aguijón de Creem asomando en la boca, extrañamente lento y fascinante, con la carne enrojecida separándose, desplegándose, revelando nuevas capas, a medida que despertaba para cumplir con su cometido.
Creem estaba siendo sometido a una transformación vertiginosa por la voluntad del Amo. El aguijón rebosó de sangre entre las nubes del vapor de plata, preparándose para atacar. La baba y la sangre residual se derramaron sobre el pecho de Gus, mientras la naturaleza demencial de Creem levantaba su nueva cabeza vampírica.
En un esfuerzo final, Gus logró girar la mano con la que sostenía el arma hasta apuntar a Creem. Disparó una vez, dos, tres veces y, como estaba tan cerca, cada salva de proyectiles le arrancó casi toda la carne y parte de los huesos de la cara y las vértebras del cuello.
El aguijón de Creem se lanzó violentamente en el aire, buscando el contacto con Gus. El mexicano siguió disparando, y una ráfaga acertó en el aguijón. La sangre y los gusanos del strigoi volaron en todas las direcciones, mientras Gus lograba finalmente romper las vértebras cervicales de Creem, destrozándole la médula espinal.
Creem se derrumbó, cayendo estrepitosamente al suelo, en medio de terribles espasmos y arrojando humo.
Gus se apartó de la sangre magnética de los gusanos. Sintió una picadura instantánea en la pierna, y rápidamente se levantó la pernera izquierda. Vio un gusano hundiéndose en su carne. Instintivamente cogió una pieza afilada de la parrilla del automóvil y metió la mano en la pierna. Se cortó lo suficiente para ver el gusano que se retorcía, cavando cada vez más profundo. Agarró aquella cosa y la sacó de su herida. El gusano se aferró con las barbas; fue casi insoportable, pero Gus logró extirpar al fino gusano, lo arrojó al suelo, y luego lo destripó con la punta de su bota tejana.
Gus se puso de pie, con el pecho jadeante, la pierna rezumando sangre. No le importaba contemplar el espectáculo de su propia sangre, siempre y cuando siguiera siendo roja. El señor Quinlan regresó y vio lo que acababa de suceder, especialmente con el cadáver vaporoso de Creem.
—¿Ves, compa? —dijo Gus con una sonrisa—. No me puedes dejar solo un puto minuto.
El Nacido sintió avanzar a otros intrusos por la ribera azotada por el viento y le señaló a Fet en esa dirección. El primero de los asaltantes se acercó al Nacido. Llegaron a por todas —era la oleada inicial de sacrificio—, y el señor Quinlan igualó su maldad. Mientras luchaba, rastreó a tres exploradores a su derecha, agrupados en torno a una mujer vampiro. Uno de ellos se separó, saltando a cuatro patas sobre el Nacido. El señor Quinlan apartó de un golpe a un vampiro bípedo para enfrentarse a la versatilidad del ciego. Le dio un manotazo al explorador, el cual cayó hacia atrás antes de saltar de nuevo como un animal apartado de su posible comida. Dos vampiros se abalanzaron sobre él, y el señor Quinlan se movió rápidamente para esquivarlos, sin perder de vista al explorador.
Un cuerpo voló por los aires, procedente de una de las mesas de la tienda, aterrizando en la espalda y los hombros del señor Quinlan con un chillido agudo. Era Kelly Goodweather, arremetiendo con su mano derecha, arañando la cara del Nacido. Él aulló y la empujó hacia atrás, y ella le mandó un zarpazo, pero él la contuvo, agarrándola de la muñeca.
Una ráfaga de la Steyr la desprendió de los hombros del señor Quinlan, que esperaba otro ataque del explorador, pero lo vio tendido en el suelo, cubierto de agujeros.
El señor Quinlan se tocó la cara. Tenía la mano blanca y pegajosa. Se volvió para perseguir a Kelly, pero ella había desaparecido.
Los cristales saltaron en uno de los ventanales del restaurante. Eph sacó su espada de plata. Llevó a Zack al mostrador de los caramelos, manteniéndolo fuera de peligro, aunque también atrapado e incapaz de correr. La bomba seguía junto a la pared en un extremo del mostrador, sobre la bolsa de Gus y el maletín de cuero negro del Nacido.
Un explorador pequeño y desagradable salió al galope del restaurante, seguido por otro pisándole los talones. Eph extendió la hoja de plata para que las criaturas la percibieran. Una forma se insinuó en el umbral de la puerta detrás ellos, apenas una silueta, oscura como una pantera.
Kelly.
Parecía terriblemente deteriorada y sus rasgos apenas eran reconocibles, incluso para su exmarido. La carúncula escarlata de su cuello colgaba exangüe bajo sus ojos apagados, negros y rojos.
Había venido a por Zack. Eph sabía qué debía hacer. Solo había una manera de romper el hechizo. Darse cuenta de ello hizo que la espada temblara en sus manos, pero la vibración provenía de la espada en sí, no de sus nervios. La hoja parecía brillar débilmente mientras Eph la sostenía en alto.
Ella caminó hacia él, flanqueada por los exploradores frenéticos. Eph le mostró su espada.
—Este es el final, Kelly… —sentenció—, y lo siento mucho… Maldita sea, lo siento de verdad…
Ella no tenía ojos para Eph; únicamente para Zack, escudado detrás de él. Su rostro era incapaz de mostrar ninguna emoción, pero Eph entendía su ansia de poseer y proteger; la entendía profundamente. Sufrió un espasmo en la espalda y el dolor se hizo casi insoportable. Pero de alguna manera lo superó y resistió.
Kelly se concentró en Eph. Hizo un gesto rápido con la mano, hacia delante, y los exploradores se abalanzaron sobre él como una jauría de perros. Se movían entrecruzándose, y Eph tuvo una fracción de segundo para decidir a quién liquidaba primero. Intentó darle a uno, pero erró el golpe, aunque se las arregló para apartar al otro. El primero contraatacó, y Eph lo golpeó con su espada, pero sin contundencia, solo con la hoja de plano contra su cabeza. La criatura cayó rodando hacia atrás, aturdida y sin poder incorporarse.
Kelly saltó sobre una mesa y se lanzó desde ella, tratando de llegar a Zack por encima de Eph. Sin embargo, Eph se interpuso en su camino y chocaron; Kelly giró hacia un lado y Eph casi cayó hacia atrás.
Eph vio al otro explorador observándolo desde un lateral y preparó su espada. Entonces Zack pasó corriendo junto a él. Eph solo pudo agarrarlo por el cuello del abrigo para tirar de él hacia atrás. Zack se liberó de la chaqueta, pero se quedó quieto, justo enfrente de su padre.
—¡Basta! —exclamó Zack, agarrando a su madre con una mano y a Eph con la otra—. ¡No!
—¡Zack! —replicó Eph. El chico estaba lo suficientemente cerca de los dos y Eph temía que él y Kelly se agarraran de la mano, desembocando en un tira y afloja.
—¡Basta! —gritó Zack—. ¡Por favor! ¡Por favor, no le hagas daño! ¡Ella es todo lo que tengo…!
Y al oír esto, Eph comprendió todo de golpe. Era él, el padre ausente, la auténtica anomalía. Siempre había sido la anomalía. Kelly relajó su postura un momento, dejando que sus brazos colgaran de los costados, desnudos.
—Iré contigo. Quiero volver —le dijo Zack a Kelly.
Pero entonces, otra fuerza asomó a los ojos de Kelly, una voluntad monstruosa y ajena. Saltó, empujando violentamente a Zack. Su mandíbula se abrió y su aguijón atacó a Eph, que apenas tuvo tiempo para moverse cuando vio el apéndice muscular desplegándose desde su cuello. Intentó golpear el aguijón, pero su equilibrio era precario y erró el golpe.
Los exploradores se abalanzaron sobre Zack, reteniéndolo. El muchacho gritó. El aguijón de Kelly se retrajo, y la punta colgó de su boca como una lengua bífida. Ella se arrojó hacia Eph, agachando la cabeza y golpeando con fuerza su plexo solar, tirándolo contra el suelo. Él se deslizó hacia atrás, chocando con fuerza contra la parte inferior del mostrador.
Rápidamente se puso de rodillas, contrayendo su espalda en un espasmo y con las costillas presionando contra su pecho; algunas de ellas se rompieron penetrando en sus pulmones. Esto le impidió girar tanto como quería mientras llevaba su espada al frente, tratando de contener a Kelly. Ella le dio una patada en el brazo, golpeándolo debajo del codo con su pie descalzo, y los puños de Eph chocaron contra la parte inferior del mostrador. La espada se desprendió de su mano y resonó en el suelo.
Eph miró hacia arriba. Los ojos de Kelly ardieron con un resplandor intenso mientras se abalanzaba sobre él para convertirlo.
Eph estiró la mano y de alguna manera el mango de la espada encajó en sus dedos. Levantó la hoja justo cuando la mandíbula de ella se desencajaba con un crujido, lista para picarlo.
La hoja le atravesó la garganta. Salió por detrás de su cuello, cortando de raíz el mecanismo de su aguijón. Eph miró horrorizado mientras el aguijón se relajaba y Kelly observaba estupefacta, con la boca abierta llena de gusanos de sangre blanca y su cuerpo cayendo contra la hoja de plata.
Por un momento —seguramente imaginado por Eph, pero legítimo de todos modos— él vio a la antigua humana Kelly asomándose a sus pupilas, buscándolo a él con una expresión de paz.
Entonces la criatura reapareció y se abandonó a su liberación.
Eph siguió sosteniéndola hasta que la sangre blanca corrió casi hasta la empuñadura de su espada. Entonces, dejando a un lado su estupor, giró y retiró la hoja, y el cuerpo de Kelly cayó de bruces contra el suelo.
Zack gemía en el suelo. De pronto se levantó con un arrebato de fuerza y de rabia contenidas, y dirigió a los exploradores. Los muertos vivientes enloquecieron y corrieron hacia Eph, que levantó la hoja húmeda en diagonal, liquidando fácilmente al primero. Esto hizo que el segundo saltara hacia atrás.
Eph vio cómo se alejaba, galopando con la cabeza casi replegada sobre los hombros.
Eph bajó su espada. Zack gritaba y jadeaba sobre los restos de su madre vampira. Miró a su padre con una mirada de angustiado disgusto.
—La has matado —dijo Zack.
—He matado a un vampiro que nos la arrebató a los dos. Que la apartó de ti.
—¡Te odio! ¡Te odio, maldita sea!
En medio de su furia, Zack encontró una linterna grande en la encimera y la cogió para atacar a su padre. Eph bloqueó el golpe dirigido a su cabeza, pero el impulso del chico lo hizo chocar contra Eph, cayendo encima de él, presionándole las costillas rotas. El chico era sorprendentemente fuerte y Eph, en cambio, estaba débil. Zack intentó golpear de nuevo a Eph, que lo detuvo con su antebrazo. El niño perdió la linterna pero siguió luchando, golpeando el pecho de su padre con los puños, y sus manos se introdujeron en el abrigo de Eph. Finalmente, su padre dejó caer la espada para sujetar las muñecas de su hijo y controlarlo.
Eph vio, arrugado en el puño izquierdo del chico, un pedazo de papel. Zack advirtió que Eph se había dado cuenta y se resistió a los intentos de su padre para que abriera los dedos.
Eph extendió el mapa arrugado. Zack había tratado de quitárselo. Escrutó los ojos de su hijo y vio su presencia. Vio al Amo observándolo a través de Zack.
—¡No! —exclamó Eph—. No…, por favor. ¡No!
Eph empujó al muchacho lejos de él. Se sintió enfermo. Miró el mapa y lo guardó en el bolsillo. Zack se levantó y retrocedió. Eph notó que el niño estaba a punto de correr hacia el arma nuclear. Hacia el detonador.
Pero el Nacido se encontraba allí; el señor Quinlan interceptó al niño y lo detuvo con un abrazo de oso, llevándolo con él. El Nacido tenía una herida en diagonal, desde el ojo izquierdo hasta la mejilla derecha. Eph se puso en pie; el dolor indescriptible de su pecho no era nada comparado con la pérdida de Zack.
Recogió su espada y caminó hacia él, aún rodeado por los brazos del Nacido. Zack gesticulaba y movía la cabeza rítmicamente. Eph sostuvo la hoja de plata cerca de su hijo, en busca de una respuesta.
La plata no lo repelió. El Amo estaba en su mente, pero no en su cuerpo.
—Este no eres tú —dijo Eph, dirigiéndose a Zack y convenciéndose también a sí mismo—. Vas a estar bien. Tengo que sacarte de aquí.
Tenemos que darnos prisa.
—Vamos a los barcos —dijo, apartándolo de Zack.
El Nacido se colocó su mochila al hombro, agarró las correas de la bomba y la sacó del mostrador. Eph agarró el paquete que estaba a sus pies y empujó a Zack hacia la puerta.
El doctor Everett Barnes se escondió detrás del cobertizo de la basura, situado a menos de veinte metros del restaurante, en el borde del aparcamiento de tierra apisonada. Aspiró el aire a través de sus dientes rotos y sintió el dolor penetrante y placentero en sus encías.
Si realmente había una bomba nuclear en juego, que la había, a juzgar por la aparente obsesión de Ephraim por vengarse, entonces Barnes necesitaba alejarse de allí tanto como pudiera, pero no antes de matar a esa perra. Tenía una pistola. Una 9 mm, con un cargador completo. Se suponía que iba a usarla contra Ephraim, pero tal como veía las cosas, Nora sería una bonificación. La guinda del pastel.
Intentó recuperar el aliento con el fin de ralentizar su ritmo cardiaco. Se llevó los dedos al pecho y sintió una arritmia repentina. Apenas sabía dónde estaba, obedeciendo ciegamente al GPS que lo conectaba con el Amo y que leía la posición de Zack gracias a un microchip oculto en el zapato del muchacho. A pesar de las seguridades ofrecidas por el Amo, Barnes se sentía nervioso; con aquellos vampiros merodeando por todos lados, no existía ninguna garantía de que pudieran distinguir a un amigo de un enemigo. Por si acaso, Barnes estaba decidido a llegar a algún vehículo, si tenía alguna posibilidad de escapar antes de que toda la zona se elevara en una nube con forma de hongo.
Vio a Nora a unos treinta metros de distancia. Apuntó lo mejor que pudo y abrió fuego. Cinco andanadas salieron de la pistola en rápida sucesión, y al menos una de ellas impactó a Nora, que cayó detrás de una línea de árboles dejando un tenue rastro de sangre flotando en el aire.
—¡Te he dado, jodido coño! —exclamó Barnes triunfante.
Se apartó de la puerta y corrió a través del descampado hacia los árboles circundantes. Si pudiera seguir el camino de tierra hacia la autopista principal, encontraría un coche u otro medio de transporte.
Llegó a la primera línea de árboles, y se detuvo allí, temblando al descubrir un charco de sangre en el suelo, pero no a Nora.
—¡Oh, mierda! —dijo, e instintivamente se volvió y se precipitó en el bosque, metiéndose la pistola en los pantalones y quemándose con el cañón—. ¡Mierda! —chilló. No sabía que una pistola pudiera calentarse tanto. Levantó ambos brazos para protegerse el rostro; las ramas rasgaban su uniforme y arrancaban las medallas de su pecho. Se detuvo en un claro y se escondió en la maleza, jadeando, con el cañón caliente quemándole la pierna.
—¿Me buscabas?
Barnes giró y vio a Nora Martínez a solo tres árboles de distancia. Tenía una herida abierta en la frente, del tamaño de un dedo. Pero exceptuando eso, se encontraba ilesa.
Intentó correr, pero ella lo agarró de la chaqueta, tirando de él hacia atrás.
—Nunca tuvimos esa última cita que querías —dijo ella, arrastrándolo al camino de tierra en medio de los árboles.
—Por favor, Nora…
Ella lo llevó al claro y lo miró otra vez. Barnes tenía el corazón acelerado y la respiración entrecortada.
—No diriges ningún campamento en particular, ¿verdad? —señaló ella.
Él sacó la pistola, pero se le enredó en los pantalones Sansabelt.
Nora se la arrebató con rapidez y la amartilló con un movimiento diestro. La acercó a su rostro.
Barnes levantó las manos.
—Por favor.
—¡Ah, aquí vienen!
Los vampiros aparecieron detrás de los árboles, dispuestos a atacar, vacilantes solo por la espada de plata en la mano de Nora. Rodearon a los dos seres humanos en busca de una oportunidad.
—Soy el doctor Everett Barnes —anunció él.
—No creo que les importen los títulos en este momento —dijo ella, manteniéndolos a raya.
Registró a Barnes, encontró el receptor GPS y lo pisoteó.
—Y yo diría que has sobrevivido a tu inutilidad hasta este momento.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó él.
—Obviamente, voy a liberar a un montón de estos chupasangres —respondió ella—. La pregunta es qué vas a hacer tú.
—Yo… ya no tengo ningún arma.
—Eso es fatal. Porque, al igual que a ti, a ellos les tiene sin cuidado que la pelea no sea equilibrada.
—Tú… no lo harías —objetó él.
—Yo sí —repuso ella—. Tengo mayores problemas aparte de ti.
—Dame un arma…, por favor…, y haré todo lo que quieras. Te daré todo lo que necesites…
—¿Quieres un arma? —preguntó Nora.
Barnes gimió algo parecido a un «sí».
—Entonces —dijo Nora—, toma una…
Sacó de su bolsillo el cuchillo de mantequilla con los bordes dentados, tan dolorosamente afilados, y se lo hundió en el hombro, entre el húmero y la clavícula.
Barnes chilló y, más importante aún, sangró de manera abundante.
Nora atacó al más grande de los vampiros con un grito de guerra, derribándolo; luego giró e incitó a los otros.
Estos se detuvieron un momento para confirmar que el otro humano no poseía ningún arma de plata y que el olor de la sangre provenía de él. Entonces corrieron hacia Barnes como perros enjaulados a los que se arroja un pedazo de carne.
Eph arrastró a Zack, siguiendo al Nacido hacia la orilla, donde comenzaba el embarcadero. Vio al señor Quinlan dudar un momento, con la bomba en forma de barril en sus brazos, antes de pasar de la arena a los tablones de madera del amplio muelle.
Nora llegó corriendo junto a ellos. Fet se alarmó por su herida, y se dirigió hacia ella.
—¿Quién te ha hecho eso? —rugió.
—Barnes —dijo—. Pero no te preocupes. No lo volveremos a ver. —Entonces se volvió al señor Quinlan—. ¡Tienes que irte! Sabes que no puedes esperar a que amanezca.
El Amo espera eso. Así que me quedaré. Quizá sea esta la última vez que vemos el sol.
—Vamos —dijo Eph, con Zack tirando de su brazo.
—Estoy listo —contestó Fet, dirigiéndose al muelle.
Eph levantó su espada, y dirigió la punta a la garganta de Fet. El exterminador lo miró, con un gesto iracundo.
—Solo yo —dijo Eph.
—¿Qué…? —Fet utilizó su propia espada para alejar a Eph—. ¿Qué diablos te crees que estás haciendo?
Eph negó con la cabeza.
—Tú te quedas con Nora.
Nora miró a Fet, y luego a Eph.
—No —dijo Fet—. Necesitáis que yo haga esto.
—Ella te necesita —dijo Eph, con un tono deliberadamente hiriente—. Tengo al señor Quinlan. —Le echó un vistazo al muelle; necesitaba partir de inmediato—. Conseguid un bote y navegad río abajo. Tengo que dejar a Zack con Ann y William para sacarlo de aquí. Les diré que os busquen.
—Deja que el señor Quinlan instale el detonador. Limítate a llevarlo allí —dijo Nora.
—Tengo que asegurarme de que esté instalado. Después volveré.
Nora lo abrazó con fuerza, y luego dio un paso atrás. Levantó la barbilla de Zack para mirarlo a la cara, para tratar de darle un poco de confianza o de consuelo.
El niño parpadeó y miró hacia otro lado.
—Todo irá bien —le dijo.
Pero la atención del niño estaba en otra parte. Oteaba el cielo, y al cabo de un momento, Eph oyó algo.
Helicópteros de color negro. Viniendo desde el sur. Descendiendo.
Gus llegó cojeando desde la playa. Eph se percató inmediatamente de la fractura en su brazo izquierdo, y la mano inflamada y sanguinolenta, aunque esto no atenuó la ira del pandillero hacia él.
—¡Helicópteros! —gritó Gus—. ¿Qué demonios estás esperando?
Eph se quitó la mochila con rapidez.
—Cógela —le dijo a Fet. El Lumen estaba dentro.
—A la mierda con el manual, hombre —replicó Gus—. ¡Esto es algo práctico!
Gus dejó caer su arma, desprendiéndose también de su bolsa con un gruñido doloroso.
—Primero el brazo sano… —Nora le ayudó a levantar el brazo destrozado, y luego buscó en el interior los dos cilindros de color púrpura. Gus retiró los seguros con los dientes, e hizo rodar las granadas de humo a ambos lados.
El humo violeta se elevó, levantado por el viento que venía de la orilla opuesta, ocultando la playa y el embarcadero y dándoles cierta cobertura frente a los helicópteros que se aproximaban.
—¡Fuera de aquí! —gritó Gus—. Tú y tu niño. Tened cuidado con el Amo. Os cubriré el trasero, pero recuerda, Goodweather: tú y yo tenemos asuntos que resolver.
Suavemente, aunque con un dolor indescriptible, Gus se remangó el puño de la chaqueta hasta la muñeca inflamada, mostrándole a Eph la palabra «madre» escrita con las cicatrices de las numerosas heridas.
—Eph —dijo Nora—, no te olvides: el Amo está aquí, en alguna parte.
En el rincón más alejado del muelle, a unos treinta metros de la orilla, Ann y William esperaban dentro de dos botes de aluminio de tres metros de eslora con motores fueraborda. Eph llevó a Zack a la primera embarcación. Como el muchacho se negó a subir, Eph lo levantó en vilo y lo metió en el bote.
—Vamos a salir de esto, ¿vale, Z? —le prometió, mirándolo a los ojos.
Zack no tenía respuesta. Observó al Nacido descargar la bomba en el otro bote, entre los asientos de atrás y los del medio; luego levantó a William suavemente pero con firmeza, y lo dejó de nuevo en el muelle.
Eph recordó que el Amo vigilaba desde la mente de Zack, y que lo observaba todo. A él particularmente, de pie en el muelle, en ese preciso instante.
—Ya está a punto de acabar todo —aseveró Eph.
La nube de humo violeta se elevó sobre la playa, soplando a través de los árboles, dejando al descubierto a más vampiros avanzando.
—El Amo necesita a un ser humano para que lo lleve a través del agua —dijo Fet, embarcándose con Nora y con Gus—. No creo que haya nadie aquí, aparte de nosotros tres. Simplemente tenemos que asegurarnos de que nadie más suba a las lanchas.
El humo violeta se desdobló en una forma extraña, como plegado sobre sí mismo. Como si algo hubiera pasado por él a una velocidad increíble.
—Espera… ¿Has visto eso? —dijo Fet.
Nora oyó el zumbido que anunciaba la presencia del Amo. La pared de humo cambió de rumbo de una manera imposible, desprendiéndose de los árboles y extendiéndose contra el viento del río hacia la orilla, azotándolos. Nora y Fet fueron separados de inmediato; los vampiros emergieron entre el humo y corrieron hacia ellos en silencio, con sus pies descalzos sobre la arena húmeda.
Los rotores del helicóptero cortaban el aire. Los crujidos de la madera del muelle y los proyectiles levantaron la arena contra sus zapatos; los francotiradores disparaban a ciegas sobre la nube de humo. Un vampiro recibió un disparo en la parte superior de la cabeza justo cuando Nora estaba a punto de degollarlo. Los rotores empujaron el humo hacia ella, y Nora hizo un giro de trescientos sesenta grados con su espada hacia fuera a ciegas, tosiendo y asfixiándose. De repente, no sabía dónde estaba la orilla y dónde el agua. Vio un remolino en el humo, como las partículas de un polvo diabólico, y escuchó de nuevo el fuerte zumbido.
El Amo. Ella siguió girando, luchando contra el humo y contra todo lo que había en él.
Gus mantuvo su brazo fracturado detrás y corrió ciegamente hacia los lados a través de la nube violeta y asfixiante, cerca de la orilla. Los veleros estaban amarrados a un muelle sin conexión con la orilla, algunos anclados a doce o quince metros dentro del río.
A Gus le palpitaba el lado izquierdo debido a la hinchazón de su brazo. Se sentía enfebrecido cuando se apartó de la nube violeta, frente a las ventanas del restaurante que daban al río, pues se esperaba una columna de vampiros hambrientos.
Pero estaba solo en la playa.
Sin embargo, no en el aire. Vio los helicópteros negros, seis de ellos exactamente sobre su cabeza, y otra media docena venían detrás. Volaban a baja altura, como un enjambre de abejas gigantes mecanizadas, haciendo que la arena azotara la cara de Gus. Uno de ellos se dirigió hacia el río, dispersando el agua, batiendo la superficie como en un estallido de un millón de fragmentos de vidrio.
Gus oyó las descargas de rifle y supo que estaban disparando a los botes. Tratando de hundirlos. Los impactos a ambos lados de sus pies también le indicaron que le disparaban a él, pero en ese momento le preocupaban más los helicópteros que se dirigían al lago en busca de Goodweather y de la bomba nuclear.
—¿Qué chingados esperas? —maldijo en español.
Gus les disparó, tratando de derribarlos. Una puñalada abrasadora en su pantorrilla le hizo caer de rodillas, y supo que había recibido un impacto de bala. Siguió disparando a los helicópteros que volaban sobre el río, y vio chispas en el rotor de la cola. Otra ráfaga de fusil le atravesó el costado con el ímpetu de una lluvia de flechas.
—¡Hazlo, Eph! ¡Hazlo de una puta vez! —gritó, cayendo sobre su codo indemne, pero aún disparando.
Un helicóptero se tambaleó, y una figura humana cayó al agua. El helicóptero se descontroló, la cola giró hacia delante y chocó con otro helicóptero, y ambos aparatos se desplomaron, estrellándose contra el río.
Gus se quedó sin munición. Se tendió en la playa, a unos pocos metros del agua, observando a aquellos pájaros de la muerte cernirse sobre él. En un instante, su cuerpo estuvo cubierto con miras láser que atravesaban la niebla de colores brillantes.
—Goodweather tiene a esos ángeles de mierda —dijo Gus, riendo e inhalando con fuerza, porque sentía que se le iba el aire—. Y yo en cambio tengo estas miras láser.
Vio que los francotiradores salían por las puertas de la cabina y le apuntaban a él.
—¡Iluminadme, hijos de puta!
La arena bailó a su alrededor, mientras recibía múltiples disparos. Decenas de balas sacudieron su cuerpo, rompiéndolo, destrozándolo…, y el último pensamiento de Gus fue: «Será mejor que no arruines esto también, doc».
—¿Adónde me lleváis?
Zack iba en el centro del bote, meciéndose con la corriente. El sonido del motor se difuminaba entre la oscuridad y la niebla púrpura, dando paso a la sensación familiar del zumbido en la mente de Zack. Aquel susurro vertiginoso se mezcló con el fragor de los helicópteros que se aproximaban.
La mujer llamada Ann retiró la abrazadera del muelle, mientras William tiraba una y otra vez de la cuerda de arranque del motor fueraborda; las corrientes de humo violeta pasaban por delante de ellos.
—A nuestra isla, río abajo —contestó Ann. Y le dijo a William—. Date prisa.
—¿Qué hay allí? —preguntó Zack.
—Nuestro refugio. Camas calientes.
—¿Y?
—Tenemos pollos. Un huerto en el que trabajamos. Se trata de una antigua fortaleza de la Guerra de la Independencia. Encontrarás a niños de tu edad. No te preocupes, estarás seguro allí.
Estabas seguro aquí, dijo la voz del Amo.
Zack asintió con la cabeza, y parpadeó. Había vivido como un príncipe, en un castillo real en el centro de una ciudad gigante. Era dueño de un zoológico. Tenía todo lo que quería.
Hasta que tu padre intentó llevarte lejos.
Algo le dijo a Zack que permaneciera concentrado en el muelle. El motor se encendió, crepitando con un rumor vivificante, y William se sentó en el asiento trasero y se ocupó del timón, dirigiéndose hacia la corriente. Los helicópteros eran visibles ahora, las luces y las miras láser iluminaban el humo púrpura en la playa. Zack contó siete grupos de siete parpadeos cada uno a medida que el muelle desaparecía de su vista.
Una mancha de humo púrpura explotó desde el borde del muelle, volando por el aire hacia ellos. Detrás de ella apareció el Amo, con su manto agitándose al viento como alas, los brazos extendidos, el bastón con cabeza de lobo en la mano.
Sus dos pies descalzos cayeron en el bote de aluminio con un estampido.
Ann, de rodillas en la proa, apenas tuvo tiempo de darse la vuelta.
—Mierda…
Vio al Amo frente a ella y reconoció en la carne pálida la figura de Gabriel Bolívar. Era el tipo del que siempre hablaba su sobrina, que lo llevaba en camisetas y adornaba las paredes de su habitación con carteles suyos. Y ahora, todo lo que Ann podía pensar era: «Nunca me gustó su música de mierda».
El Amo dejó su bastón, se abalanzó sobre ella y, en un movimiento arrasador, la partió en dos por la cintura de la misma forma que un hombre especialmente fuerte lo haría con una gruesa guía de teléfonos, y luego arrojó las dos mitades al río.
William se quedó pasmado al ver al Amo, que lo levantó de la axila y le dio un manotazo en la cara con tanta violencia que le destrozó el cuello, dejando la cabeza colgando de los hombros como la capucha de un abrigo. Lo tiró también al río, recuperó su bastón y miró al chico.
Llévame allí, hijo mío.
Zack se dirigió al timón y cambió el curso del bote. El Amo se colocó a horcajadas en el asiento central, con su manto flotando al viento, mientras seguían la estela casi desvanecida del primer bote.
El humo comenzó a diluirse, y las llamadas de Nora fueron respondidas por Fet. Se encontraron el uno al otro, y también el camino de vuelta al restaurante, escapando a los disparos de los francotiradores desde los helicópteros.
Descubrieron los restos de las armas de Gus. Fet agarró a Nora de la mano y corrieron a las ventanas junto al río, abriendo la que daba a la terraza. Nora había recogido el Lumen y lo llevaba encima.
Vieron los botes alejarse de la orilla.
—¿Dónde está Gus? —preguntó Nora.
—Tendremos que nadar para encontrarlo —dijo Fet; su brazo lesionado estaba cubierto de sangre; la herida se había vuelto a abrir—. Pero primero…
Fet disparó contra los faros del helicóptero y rompió uno con el primer disparo.
—¡No pueden disparar a lo que no pueden ver! —gritó.
Nora hizo lo mismo y su arma traqueteó al dispararla, dándole a otro. Las luces restantes barrieron la orilla en busca de la fuente de los disparos.
Fue entonces cuando Nora vio el cuerpo de Gus tendido en la arena, con el chapoteo del agua a su lado.
Su conmoción y dolor solo la paralizaron un momento. Inmediatamente, el espíritu de lucha de Gus se apoderó de ella, y también de Fet. «No llores: lucha».
Salieron a la playa con aire decidido, disparando a los helicópteros del Amo.
A medida que se alejaban de la orilla, el bote se balanceaba con más fuerza. El Nacido apretaba con fuerza las correas del arma nuclear mientras Eph se encargaba del timón, procurando no escorarse. El agua negra y verdosa salpicaba a ambos costados, rociando la carcasa de la bomba y las urnas de roble, formando un limo delgado en el suelo del bote. Lloviznaba de nuevo, y ellos navegaban siguiendo el sentido del viento.
El señor Quinlan levantó las urnas del suelo húmedo. Eph no sabía muy bien cómo interpretar el significado de aquel gesto, pero el acto de traer los restos de los Ancianos al sitio de origen del último de ellos le dejó entrever que todo estaba a punto de terminar. El tremendo impacto de volver a ver a Zack lo había descontrolado.
Pasaron la segunda isla, una playa extensa y rocosa resguardada por árboles desnudos y moribundos. Eph miró el mapa; el papel se había humedecido más y la tinta estaba empezando a difuminarse.
Eph gritó, tratando de imponerse sobre el rugido del motor y del viento, pero el dolor en las costillas constreñía su voz.
—¿Cómo, sin convertirlo, el Amo creó esa… relación simbiótica con mi hijo? —preguntó.
No sé. Lo importante ahora es que esté lejos del Amo.
—¿La influencia del Amo desaparecerá cuando nos salgamos con la nuestra, igual que la de todos sus vampiros?
Todo lo que el Amo era desaparecerá.
Eph se alegró. Sintió una verdadera esperanza. Pensó en que él y Zack podían ser padre e hijo otra vez.
—Será un poco como desprogramarlo de una secta, supongo. Eso de las terapias ya no existe. Solo quiero llevarlo de vuelta a su antigua habitación. Empezar por ahí.
La supervivencia es la única terapia. No quería decírtelo antes, porque temía que perdieras la perspectiva. Pero creo que el Amo estaba preparando a tu hijo para habitar en él en el futuro.
Eph tragó saliva.
—Me lo temía. No podía pensar en ninguna otra razón para conservarlo a su lado sin convertirlo. Pero ¿por qué? ¿Por qué Zack?
Puede que tenga poco que ver con tu hijo.
—¿Quieres decir que es por mi culpa?
No puedo saberlo. Todo lo que sé es que el Amo es un ser perverso. Le encanta echar raíces en el dolor. Alterar y corromper. Tal vez vio un reto en ti. Fuiste el primero en subir al avión en el que viajó a Nueva York. Te pusiste al lado de Abraham Setrakian, su enemigo declarado. Lograr el sometimiento de toda una raza de seres es una hazaña, aunque sea impersonal. El Amo necesita infligir dolor por sí mismo. Necesita sentir el sufrimiento ajeno. Experimentarlo de primera mano. La mejor expresión moderna para describirlo es «sadismo». Y esa ha sido su perdición.
Visiblemente agotado, Eph avistó la tercera isla oscura. Atracó el bote después de pasar la cuarta isla. Era difícil determinar la forma de la masa terrestre desde el río, e igualmente imposible ver los seis afloramientos con semejante oscuridad sin recorrerlos antes, pero Eph supo de alguna manera que el mapa era correcto y que aquel era el Sitio Negro. Los árboles negros y desnudos de aquella isla desolada parecían dedos calcinados, o brazos clamando hacia el cielo en medio del llanto.
Eph vio una ensenada y enfiló hacia ella, apagando el motor hasta tocar tierra. El Nacido agarró el arma nuclear y pisó la costa rocosa.
Nora tenía razón. Déjame aquí para que yo termine con esto. Vuelve a por tu hijo.
Eph miró al vampiro encapuchado; el rostro lacerado; dispuesto a darle fin a su existencia. El suicidio era un acto antinatural para los seres humanos… ¿y para un inmortal? El sacrificio del señor Quinlan era un acto mil veces más transgresor, antinatural y violento.
—No sé qué decir —dijo Eph.
El Nacido asintió.
Entonces es hora de irme.
El Nacido comenzó a subir por el promontorio rocoso con la bomba en sus brazos y los restos de los Ancianos en su mochila. La incertidumbre de Eph provenía de la visión que había tenido durante el sueño. El Nacido no aparecía en ella como el libertador. Pero Eph no había podido descifrar el Occido lumen en su totalidad, y tal vez su interpretación de la profecía difería de la verdadera revelación.
Eph sumergió la hélice del motor en el agua y agarró la cuerda de arranque. Estaba a punto de tirar de ella cuando escuchó el rumor de un motor, el sonido transportado en los remolinos del viento.
Otro bote se acercaba. Sin embargo, solo había otro bote con motor.
El bote de Zack.
Eph miró hacia atrás en busca del Nacido, pero ya había desaparecido en lo alto del promontorio. Su corazón latió con fuerza mientras oteaba en la niebla oscura del río, tratando de distinguir el bote que se aproximaba. El sonido parecía indicar que venía muy rápido.
Se puso de pie y saltó a las rocas, con uno de sus brazos apoyado sobre sus costillas rotas y las empuñaduras de sus espadas gemelas bamboleándose sobre sus hombros. Subió el promontorio rocoso tan rápido como pudo; el suelo humeaba y la niebla se elevaba en medio de la lluvia pertinaz como si la tierra se estuviera calentando a la espera de la deflagración atómica casi inminente.
Eph llegó a la cima, pero no vio al señor Quinlan entre los árboles. Corrió hacia el bosque muerto y lo llamó tan fuerte como se lo permitía su maltrecha caja torácica, y luego se dirigió al otro lado, a un claro pantanoso.
La niebla era densa. El Nacido había colocado la bomba en el centro aproximado de aquella isla con forma de trébol, en medio de un círculo de piedras negras, como ampollas de una herida prehistórica. El señor Quinlan se afanaba en depositar alrededor del dispositivo las urnas de roble blanco que contenían las cenizas de los Ancianos.
Oyó que Eph lo llamaba; se dio la vuelta hacia él, y en ese instante advirtió la presencia del Amo.
—¡Está aquí! —gritó Eph—. Va a…
Una ráfaga de viento dispersó la niebla. El señor Quinlan tuvo el tiempo justo para prepararse antes del impacto, agarrando al Amo mientras salía de la nada. El ímpetu del golpe lo lanzó a muchos metros de distancia, rodando invisible en la niebla. Eph vio que algo giraba en el aire y caía, y le pareció que era el bastón con cabeza de lobo de Setrakian.
Eph se sobrepuso al dolor de sus costillas fracturadas y corrió hacia la bomba, blandiendo su espada. Entonces la niebla se arremolinó a su alrededor, oscureciendo el dispositivo.
—¡Papá!
Eph se volvió, sintiendo la voz de Zack justo detrás de él. Se movió con rapidez, consciente del engaño. El dolor arreció en su costado. Se deslizó en medio de la niebla en busca de la bomba, tanteando el terreno para dar con el promontorio de piedra.
Entonces, frente a él, emanando de la niebla apareció el Amo.
Eph se tambaleó hacia atrás, sorprendido por la imagen. Dos heridas surcaban la faz del monstruo en una «X» burda, debidas a su choque y posterior enfrentamiento con el Nacido.
Imbécil.
Eph no podía enderezarse ni musitar palabra. Su cabeza rugió como si acabara de oír una explosión. Vio ondas moviéndose debajo de la carne del Amo, un gusano de sangre brotando de una herida y arrastrándose sobre su ojo herido para entrar en la siguiente. El Amo no se inmutó. Levantó los brazos, contempló la isla tenebrosa de su lugar de origen, y luego miró triunfalmente al cielo oscuro.
Eph reunió las fuerzas de que disponía y corrió hacia el Amo con la espada en vilo, directo a su garganta.
El Amo lo golpeó en la cara lanzándolo por el aire, y cayó sobre el lecho rocoso a unos metros de distancia.
Ahsudagu-wah. Suelo negro.
Eph pensó que el Amo le había partido una de las vértebras cervicales. Perdió el aire al chocar contra el suelo y temió haberse perforado un pulmón. Su otra espada yacía lejos de la mochila, en algún lugar del promontorio.
… Lengua onondaga. A los invasores europeos no les preocupó traducir el nombre correctamente, o no se molestaron en hacerlo. ¿Ves, Goodweather? Las culturas mueren. La vida no es cíclica, sino despiadadamente lineal.
Eph se esforzó en ponerse de pie; las costillas fracturadas lo apuñalaban por dentro.
—¡Quinlan! —jadeó; su voz se vio reducida casi a un simple murmullo.
Deberías haber seguido adelante con nuestro trato, Goodweather. Por supuesto, jamás habría cumplido con mi parte. Pero al menos podrías haberte ahorrado esta humillación. Este dolor. Rendirse es el camino más fácil.
Eph se sentía abrumado por el vértigo de emociones. Permanecía tan erguido como podía; el dolor en su costado lo forzaba a quedarse agachado en el suelo. Entonces detectó, a través de la niebla, el contorno de la bomba nuclear a unos cuantos metros de distancia.
—Entonces déjame ofrecerte una última oportunidad para rendirme —dijo Eph.
Cojeó hacia el dispositivo, tanteando en busca del detonador. Pensó que era un gran golpe de suerte que el Amo lo hubiera lanzado tan cerca del dispositivo…, y fue este mismo pensamiento el que lo hizo mirar de nuevo a aquel ser.
Eph vio emerger otra forma de la niebla. Era Zack, acercándose al Amo, convocado sin duda telepáticamente. El chico miró a Eph como si ya fuera un hombre, al igual que el niño amado a quien un día ya no puedes reconocer. Zack estaba con el Amo, y de repente, a Eph dejó de importarle y, al mismo tiempo, le preocupó más que nunca.
Es el fin, Goodweather. Ahora, el libro será cerrado para siempre.
El Amo contaba con eso. Daba por sentado que Eph no se atrevería a hacer daño a su hijo, a destruirlo a él si eso implicaba sacrificar también a Zack.
Los hijos están destinados a rebelarse contra sus padres. —El Amo levantó de nuevo sus manos hacia el cielo—. Siempre ha sido así.
Eph miró a Zack al lado de aquel monstruo y sonrió a su hijo con lágrimas en los ojos.
—Yo te perdono, Zack, lo hago… —dijo—. Y espero, aunque sea en el infierno, que me perdones.
Movió el interruptor de su posición automática a función manual. Lo hizo tan rápido como pudo, y no obstante, el Amo se precipitó hacia él, cerrando la brecha que los separaba. Eph activó el detonador en ese preciso instante; de lo contrario, el golpe del Amo habría partido los cables del dispositivo, dejándolo inservible.
Eph cayó hacia atrás. Se sacudió, intentando ponerse en pie.
Vio al Amo venir hacia él, con sus ojos incendiados de rojo en medio de la burda cicatriz.
Pero en aquel momento el Nacido descendió con sus alas desplegadas, justo detrás de él. El señor Quinlan tenía la otra espada de Eph. Empaló a la bestia antes de darle tiempo de reaccionar, y el Amo se arqueó en medio de espantosas convulsiones de dolor.
El Nacido desclavó la hoja de plata y el Amo se volvió hacia él. El rostro del señor Quinlan se veía horriblemente desfigurado: la mandíbula desencajada, la cavidad en la mejilla izquierda dejaba al descubierto el hueso del pómulo, la sangre iridiscente cubría su cuello. Pero aun así atacó al Amo, cortándole las manos y los brazos con su espada.
La furia psíquica del Amo dispersó la niebla mientras acechaba a su malherida creación, alejando al Nacido del detonador. Padre e hijo se enzarzaron en el más feroz de los combates.
Eph vio a Zack embelesado detrás del señor Quinlan; en sus ojos había aparecido un fulgor semejante al fuego. Zack se dio la vuelta, como si algo hubiera llamado su atención. El Amo se dirigía hacia él. Zack se agachó y recogió un objeto largo.
El bastón de Setrakian. El muchacho sabía que si giraba la empuñadura, la vaina de madera se desprendería, dejando al descubierto la hoja de plata.
Zack sostuvo la espada con ambas manos y miró al señor Quinlan desde atrás.
Eph corrió hacia él. Se plantó entre su hijo y el Nacido, apoyando un brazo sobre sus maltrechas costillas mientras con el otro sostenía la espada.
Zack miró a su padre sin bajar su espada.
Eph bajó la suya. Quería que Zack le atacara. De ser así, su misión habría sido menos funesta.
El muchacho tembló. Tal vez se debatía en su interior, resistiéndose a lo que el Amo le decía a través de su mente.
Eph le quitó la espada de Setrakian.
—Todo va bien, hijo —dijo—. Todo va bien.
El señor Quinlan dominó al Amo. Eph no podía escuchar lo que ambos se decían mentalmente, pero el zumbido en su mente era enloquecedor. El señor Quinlan agarró al Amo del cuello e hincó sus dedos en él, perforando su carne, tratando de destrozarlo.
Padre.
Entonces el Amo disparó su aguijón, que se incrustó como un pistón en el cuello del Nacido. Tal era su fuerza que le rompió las vértebras. Los gusanos de sangre invadieron el cuerpo inmaculado del señor Quinlan, deslizándose bajo su piel pálida por primera y última vez.
Eph vio las luces y oyó los rotores de los helicópteros que se acercaban a la isla. Los habían encontrado. Los reflectores escudriñaron la tierra calcinada. Era ahora o nunca.
Eph corrió tan rápido como se lo permitían sus pulmones perforados; la bomba con forma de barril brillaba en sus pupilas. Había recorrido unos diez metros cuando un aullido rasgó el aire y un golpe lo sorprendió detrás de la cabeza.
Las dos espadas escaparon de sus manos. Eph sintió que algo lo agarraba de un costado a la altura del pecho; el dolor fue insoportable. Arañó la tierra suave, y vio la hoja de la espada de Setrakian brillar con un color blanco plateado. Apenas agarró la empuñadura con la cabeza de lobo, el Amo lo alzó en vilo, dándole vueltas en el aire.
Los brazos, la cara y el cuello del Amo tenían cortes y rezumaban sangre blanca.
La criatura podía, por supuesto, curarse a sí misma, pero no había tenido oportunidad de hacerlo. Eph le envió un sablazo al cuello con la espada del anciano, pero la criatura detuvo el golpe. El dolor que sentía en el pecho era descomunal, y la fuerza del Amo era tremenda; giró la espada, apuntando a la garganta del médico.
El reflector de uno de los helicópteros los iluminó. Eph miró hacia abajo y vio la cara herida del Amo en medio de la bruma. Vio los gusanos de sangre ondulándose debajo de su piel, fortalecidos por la proximidad de la sangre humana y la anticipación de la muerte. El zumbido rugió en la cabeza de Eph, esbozando una voz, de un tono casi seráfico:
Tengo un cuerpo nuevo a mi disposición. La próxima vez que alguien mire la cara de tu hijo, me verá a mí.
Los gusanos burbujearon bajo la piel de su rostro, como en éxtasis.
Adiós, Goodweather.
Pero Eph logró liberarse justo antes de que el Amo terminara con él. Entonces se pinchó la garganta y se abrió una vena. Vio brotar el líquido escarlata, salpicando la cara del Amo y enloqueciendo a los gusanos de sangre.
Los gusanos salieron de las heridas abiertas del Amo. Se arrastraron por los cortes de sus brazos y por el agujero en el pecho, tratando de llegar a la sangre recién derramada.
El Amo gimió y se estremeció, lanzando lejos a Eph y llevándose las dos manos a la cara.
Eph cayó bruscamente. Giró, exigiendo a sus menguadas fuerzas incorporarse.
En medio de la columna de luz del helicóptero, el Amo tropezó andando hacia atrás, tratando de impedir que sus propios parásitos se deleitaran con la sangre humana que cubría su cara, obstaculizando su visión.
Eph contempló el espectáculo en medio de un deslumbramiento, y todo se hizo más lento. Un estampido en el suelo le hizo recuperar la velocidad.
Los francotiradores. Otro reflector lo iluminó, las miras de láser rojo bailoteaban en su pecho y en su cabeza…, y el arma nuclear a un palmo de distancia.
Eph se arrastró por la tierra hacia el dispositivo mientras las ráfagas horadaban el suelo a su alrededor. Llegó a él y se puso de pie para alcanzar el detonador.
Lo tuvo en su mano y encontró el botón, pero entonces vio a Zack.
El muchacho se encontraba muy cerca del lugar donde yacía el Nacido. Algunos parásitos de sangre se acercaban a él, y Eph vio a Zack intentando quitárselos de encima… Luego vio cómo se hundían en su antebrazo y en su cuello.
El cuerpo del señor Quinlan se levantó con una mirada ajena en sus ojos; una nueva voluntad: la del Amo, que entendía plenamente el lado oscuro de la naturaleza humana, pero no el amor.
—Esto es amor —dijo Eph—. ¡Dios! Es doloroso, pero esto es amor…
Y él, que siempre había llegado tarde a casi todo, estaba allí para cumplir la cita más importante de su vida. Oprimió el interruptor.
No pasó nada. Durante un momento angustioso, la isla fue un oasis de paz, a pesar del enjambre de helicópteros sobrevolando encima de la cabeza de Eph.
Vio al señor Quinlan venir hacia él; la embestida final del Amo.
Luego, dos disparos en el pecho. Cayó al suelo, contemplando sus heridas. Los dos agujeros sangrientos allí, justo a la derecha de su corazón. Su sangre se filtró en la tierra.
Miró a Zack, situado detrás del señor Quinlan, con su rostro radiante bajo la luz del helicóptero. Su voluntad aún presente, no convertido todavía. Vio los ojos de Zack —su hijo, incluso ahora, su hijo—, que aún tenía los ojos más hermosos…
Eph sonrió.
Y entonces ocurrió el milagro.
Fue el más silencioso de los acontecimientos: no hubo terremotos, huracanes, ni la separación de las aguas. El cielo se aclaró de repente y descendió una columna brillante de luz pura y esterilizadora un millón de veces más poderosa que la de cualquier reflector de helicóptero. El manto oscuro se desgarró y una luz cegadora lo iluminó todo.
El Nacido, infectado ahora con la sangre del Amo, siseó y se retorció en la luz incandescente. El humo y el vapor emanaron de su cuerpo mientras gritaba como una langosta hervida.
Nada de esto pudo apartar la mirada de Eph de los ojos de su hijo. Y cuando Zack vio la sonrisa que su padre le dirigía —bajo la luz poderosa del día glorioso—, lo reconoció por todo lo que era, lo reconoció como…
—Papá —dijo Zack en voz baja.
Y entonces el dispositivo nuclear detonó. Todo lo que estaba bajo la luz se evaporó —los cuerpos, la arena, la vegetación, los helicópteros—: todo desapareció.
Purgado.
Desde una playa río abajo, cerca del lago Ontario, Nora vio aquello muy fugazmente. Fet la condujo a un afloramiento rocoso, y ambos rodaron como una bola sobre la arena.
La onda expansiva estremeció los cimientos de la vetusta fortificación de la época de la Guerra de la Independencia, removiendo polvo y fragmentos de piedra de las paredes. Nora estaba segura de que toda la estructura se vendría abajo sobre el río. Sus oídos restallaron mientras el agua circundante se elevaba en un remolino gigantesco, y aunque tenía los ojos bien cerrados y los brazos sobre su cabeza, siguió viendo la luz brillante.
La lluvia sopló hacia los lados, el suelo emitió un gemido lastimero… y entonces la luz se desvaneció, el fuerte de piedra permaneció en pie, y todo quedó inmóvil y en silencio.
Más tarde, Nora comprendería que ella y Fet habían quedado temporalmente sordos por la explosión, pero por el momento, el silencio era profundo y espiritual. Fet aflojó el abrazo protector con el que envolvía a Nora, y se aventuraron de nuevo a la barrera rocosa mientras el agua se retiraba de la playa.
Lo que ella vislumbró —el milagro más grande en el cielo— no pudo comprenderlo por completo hasta más tarde.
Gabriel, el primer arcángel —una entidad de luz tan radiante que hizo palidecer al sol y al velado resplandor atómico—, cayó en espiral por el rayo de luz con sus alas de plata centelleante.
Miguel, el asesinado, plegó sus alas y se desplomó, quedando suspendido casi dos kilómetros por encima de la isla, y luego cayó.
Después, levantándose como si fuera de la tierra misma, llegó Oziriel, unido de nuevo, resucitado de las cenizas colectivas. Rocas y fragmentos de tierra cayeron de sus grandes alas mientras ascendía. Ya no carne, sino espíritu de nuevo.
Nora presenció todos estos prodigios en el silencio absoluto de su sordera momentánea. Y eso, quizá, hizo que aquello enraizara más profundamente en su psique. No podía oír el estruendo furioso en las plantas de sus pies, ni el crepitar de la luz cegadora que calentaba su rostro y su alma. Una auténtica escena del Antiguo Testamento presenciada por una persona que no estaba ataviada con una túnica de lino, sino con ropas de Gap. Ese suceso sacudió sus sentidos y su fe para el resto de su vida. Sin darse cuenta siquiera, Nora lloró las dulces lágrimas de la liberación.
Gabriel y Miguel se unieron a Oziriel y se elevaron juntos hacia la luz. La abertura en las nubes se iluminó resplandeciente mientras los tres arcángeles llegaban hasta ella, entonces, en un destello final de iluminación divina, se introdujeron en su interior y luego se cerró.
Nora y Fet miraron a su alrededor. El río seguía agitado, y su bote había sido arrastrado corriente abajo. Fet examinó a Nora, asegurándose de que se encontraba bien.
Estamos vivos, musitó; sus palabras no eran audibles.
¿Has visto eso?, preguntó Nora.
Fet negó con la cabeza, no como si dijera: No, sino: No lo creo.
La pareja miró el cielo, esperando que sucediera algo más.
Mientras tanto, a su alrededor, una gran parte de la playa de arena se había transformado en cristal opalescente.
Los habitantes del fuerte salieron de la empalizada, unas cuantas docenas de hombres y mujeres harapientos acompañados de un puñado de niños. Nora y Fet les habían advertido que se pusieran a cubierto, y ahora los isleños acudían a ellos en busca de una explicación.
Nora tuvo que gritar para que la oyeran.
—¿Ann y William? —preguntó—. Iban con un niño, ¡un chico de trece años!
Los adultos negaron con la cabeza.
—¡Vinieron antes que nosotros! —añadió Nora.
—Tal vez desembarcaron en otra isla —dijo un hombre.
Nora asintió, aunque estaba segura de que no había sido así. Ella y Fet habían llegado a la isla fortificada en un velero. Ann y William tendrían que haber llegado hacía mucho tiempo.
Fet apoyó su mano sobre el hombro de Nora.
—¿Y Eph?
No había manera de confirmarlo, pero ella sabía que él no regresaría nunca.