La torrencial lluvia ácida no paraba de caer, manchándolo todo, afeando la ciudad.
Desde lo alto de la cúpula de la capilla de San Pablo, el señor Quinlan observó cómo la columna de luz diurna comenzaba a disminuir mientras los relámpagos detonaban dentro de las funestas nubes. A lo lejos se escuchaba el ulular de las sirenas. Eran las patrullas de policía dirigiéndose hacia el campamento de extracción de sangre. La policía humana no tardaría en llegar. El señor Quinlan deseó que Fet y los demás hubieran podido escapar a tiempo.
Encontró el nicho en la base de la cúpula, y sacó el Lumen. Se internó por el hueco y encontró refugio en un pequeño habitáculo, resguardado de la lluvia y de la luz del alba que ya se anunciaba. Era un lugar estrecho, debajo del techo de granito; el señor Quinlan se sentía a gusto. Había anotado algunas observaciones y claves en un cuaderno. Protegido de la furia de los elementos, procedió a abrir el libro con sumo cuidado. Y comenzó a leerlo de nuevo.