El señor Quinlan cerró las páginas del Lumen y miró a Fet y a Gus, armados hasta los dientes y listos para partir. Aún había mucho que aprender sobre los orígenes del Amo, pero la mente de Quinlan ya bullía con la información que contenía el libro. Escribió un par de notas, encerró unas pocas transcripciones en círculos y se puso en pie. Fet agarró el libro, lo envolvió de nuevo, lo guardó en su mochila y se la entregó al señor Quinlan.
—No lo llevaré conmigo —le dijo al señor Quinlan—. Si no lo logramos, tú debes ser el único que sepa dónde está escondido el libro. Si nos capturan y tratan de quitárnoslo…, me refiero, aunque nos desangren, no podremos hablar sobre lo que no sabemos, ¿verdad?
El señor Quinlan asintió ligeramente, aceptando el honor.
—Realmente me alegro de deshacerme de él…
Si tú lo dices…
—Sí, lo digo. Ahora, si no lo conseguimos… —dijo Fet—. Tú tienes el arma más importante. Concluye el combate. Mata al Amo.
Nueva Jersey
ALFONSO CREEM SE SENTÓ EN UN SILLÓN RECLINABLE La-Z-Boy afelpado y blanco como la cáscara de un huevo, con las zapatillas Puma sin atar sobre el reposapiés, sosteniendo en su mano un juguete de goma mordisqueado. Ambassador y Skill, sus dos perros loberos, descansaban en el suelo de la sala, atados a las patas de la mesa, observando con sus ojos plateados la pelota de rayas rojas y blancas.
Creem apretó el juguete y los perros gruñeron. Por alguna razón esto le resultaba particularmente divertido, así que repetía el proceso una y otra vez.
Royal, el primer teniente de Creem —que había pertenecido a los Zafiros de Jersey, unos pandilleros curtidos—, estaba sentado en la parte inferior de la escalera, bebiendo una taza de café. La nicotina, la marihuana, y todo lo demás cada vez eran más difíciles de encontrar, así que Royal había improvisado una nueva forma de consumo del único vicio relativamente disponible en el Nuevo Mundo: la cafeína. Arrancaba un pedazo de un filtro de papel, hacía una bolsa con una cucharada de café molido, y luego se la metía en las encías como si fuera tabaco de mascar. Tenía un sabor amargo, pero lo mantenía espabilado.
Malvo estaba sentado junto a la ventana de enfrente, con un ojo vigilando la calle, en busca de convoyes de camiones. Los Zafiros habían recurrido al secuestro para mantenerse con vida. Los chupasangres cambiaban sus rutas, pero Creem había visto pasar un cargamento de alimentos pocos días atrás y pensó que ya era hora de entrar en acción.
Su mayor prioridad era alimentarse y alimentar a su banda. No era ninguna sorpresa que el hambre debilitaba la moral. La segunda prioridad era alimentar a sus perros. El olfato agudo de los loberos y sus habilidades innatas de supervivencia habían alertado en más de una ocasión a los Zafiros de un inminente ataque nocturno de los chupasangres. Alimentar a sus mujeres era la tercera prioridad. Las mujeres no eran muy especiales; unas cuantas vagabundas desesperadas recogidas al borde del camino, pero eran mujeres cariñosas, y estaban vivas. Estar «vivo» era algo muy sexy en aquellos días. La comida las mantenía tranquilas, agradecidas y cerca de ellos, y eso era bueno para su banda. Además, Creem no buscaba mujeres flacas ni de aspecto enfermizo. Le gustaban rollizas.
Desde hacía varios meses se enfrentaba a los chupasangres, peleando solo para defender su territorio. Para un humano resultaba imposible afianzar su posición de esta forma en esta nueva economía dominada por la sangre. El dinero en efectivo y las propiedades, e incluso el oro carecían de valor. La plata era el único artículo con el que valía la pena traficar en el mercado negro, además de los alimentos. Los humanos que trabajaban para el Grupo Stoneheart estaban confiscando toda la plata que encontraban, y la guardaban en las cámaras acorazadas de los antiguos bancos. La plata era una amenaza para los chupasangres, aunque primero tenías que fabricar un arma con ella, y no quedaban muchos plateros en aquellos días.
Así, los alimentos eran la nueva moneda (el agua todavía era abundante, pero había que hervirla y filtrarla). Stoneheart Industries, después de transformar los mataderos y los frigoríficos en campamentos de extracción de sangre, había dejado casi intacto la mayor parte del sistema de transporte de este sector. Los chupasangres, al apoderarse de toda la organización, ahora controlaban las espitas. Los alimentos eran cultivados por los humanos, que trabajaban como esclavos en los campamentos. Complementaban el breve periodo de débil luz solar con enormes granjas iluminadas con luces ultravioleta: esplendorosos invernaderos con frutas y verduras, grandes corrales para pollos, cerdos y ganado vacuno. Las lámparas ultravioleta eran letales para los chupasangres, y por lo tanto, eran las únicas zonas reservadas exclusivamente para los humanos.
Creem estaba al tanto de todo esto gracias a los conductores de Stoneheart que había secuestrado.
Fuera del campamento, la comida podía conseguirse con tarjetas de racionamiento, adquiridas solo con trabajo. Debías ser un trabajador con todos los documentos en regla para recibir una tarjeta de racionamiento: era preciso obedecer a los chupasangres para poder comer. No existía otra opción.
Los vampiros eran básicamente policías psíquicos. Jersey era un estado policial, donde los poseedores de aguijones lo observaban todo, transmitiendo sus informes de manera automática, y no sabías quién te había delatado hasta que ya era demasiado tarde. Los chupasangres simplemente trabajaban, se alimentaban y se resguardaban en nidos de tierra durante el par de horas de luz. En general, aquellos zánganos eran disciplinados y —al igual que los esclavos humanos— comían cuando les mandaban y lo que les mandaban; normalmente, las raciones de sangre procedían de los campamentos, aunque Creem había visto a algunos aventurarse fuera de la reserva. Podías caminar de noche por las calles al lado de los chupasangres si simulabas venir del trabajo, pero se esperaba que los humanos se sometieran a ellos como ciudadanos de segunda. Sin embargo, ese no era el estilo de Creem. No en Jersey. ¡No, señor! Eso jamás.
Escuchó el sonido de una pequeña campana y se hundió en la silla para coger impulso y ponerse en pie. La señal significaba que acababa de llegar un mensaje de Nueva York. De Gus.
En lo alto de su refugio, el mexicano había construido un pequeño gallinero con jaulas para palomas y algunos pollos, de los cuales obtenía de vez en cuando un huevo fresco, lleno de proteínas, grasas, vitaminas y minerales, tan valioso como la perla de una ostra. Las palomas, por su parte, le proporcionaban una manera de comunicarse con Manhattan. Le permitían estar a salvo, seguro, y sin ser detectado por los chupasangres. En ciertas ocasiones, Gus utilizaba a las palomas para coordinar una entrega de Creem: armas, municiones y algo de porno. Creem podía conseguir casi cualquier cosa por el precio adecuado.
Hoy era uno de esos días. La paloma —Harry, el Expreso de Nueva Jersey, como la llamaba Gus— se había posado en una pequeña percha de la ventana, y picoteaba la campana, a sabiendas de que Creem le daría un poco de comida.
Creem desató la banda elástica de su pata y retiró la cápsula de plástico, sacando el fino rollo de papel. Harry emitió un arrullo suave.
—Tranquila, pequeña mierda —dijo Creem mientras abría un Tupperware donde guardaba el preciado maíz y lo servía en un pocillo para recompensar a la paloma, llevándose algunos granos a la boca antes de cerrarlo.
Leyó el mensaje de Gus.
—¿Un detonador? —Se rio—. Tienes que estar cagándome…
Malvo chasqueó la lengua contra los dientes.
—Viene un coche explorador —anunció.
Los loberos se incorporaron, pero Creem les ordenó que permanecieran en su sitio. Desabrochó las correas de la pata de la mesa, pero tiraba con fuerza de la cadena del bozal para mantenerlos en silencio y a sus pies.
—Alerta a los demás.
Royal los condujo al garaje anexo. Creem aún tenía una presencia imponente, a pesar de haber perdido casi treinta kilos. Sus brazos cortos y fuertes todavía eran demasiado gruesos para cruzárselos sobre el pecho. Cuando estaba en casa, se ponía todas sus joyas de plata, sus anillos y la montura metálica de los dientes. Creem andaba forrado en plata desde que este metal había dejado de ser un montón de mierda brillante, para convertirse en la marca distintiva de los guerreros y de los forajidos.
Creem vio a sus hombres subir armados al Tahoe. Los transportes se realizaban generalmente en un convoy militar de tres vehículos, con los chupasangres delante y detrás, mientras el camión con los alimentos era conducido por humanos, que iban en medio. Esta vez, Creem quería aprovisionarse de algunos cereales, panecillos y bollos de mantequilla. Los carbohidratos lo saciaban, y además, duraban varios días, o semanas en algunos casos. La proteína era un regalo escaso, y la carne lo era aún más, pero era difícil conservarla fresca. La mantequilla de cacahuete era orgánica, con aceite en la parte superior, porque los alimentos ya no estaban procesados. Creem no podía soportarla, pero a Royal y a los loberos les encantaba.
Los vampiros no temían ser mordidos por los perros, pero con los conductores humanos era otra historia: veían el destello plateado en los ojos lobunos y realmente se cagaban del miedo. Creem no había escatimado esfuerzos en entrenar a los perros, por lo cual siempre le hacían caso, además de que era él quien los alimentaba. Sin embargo, no eran criaturas destinadas a ser domesticadas ni amansadas, razón por la cual Creem se identificaba con ellas y las mantenía a su lado.
Ambassador forcejeó con su bozal; Skill arañó el suelo con las uñas. Ellos sabían lo que vendría a continuación. Estaban próximos a ganarse la cena, y esto los aguzaba incluso más que al resto de los Zafiros, porque para un lobero, la economía permanece inalterable: comida, comida y comida.
La puerta del garaje se levantó. Creem oyó el ruido fuerte y nítido de los camiones a la vuelta de la esquina; no había ninguna otra señal sonora que rivalizara con ellos. Formarían un atasco clásico en mitad de la vía. Dejaron un camión de remolque entre dos casas situadas en la calle de enfrente, listo para aplastar al primer vehículo. Los vehículos de apoyo liquidarían a los chupasangres que venían detrás y bloquearían el convoy en aquella calle residencial.
Otra de las prioridades de Creem era mantener sus vehículos en funcionamiento. Algunos de sus hombres se encargaban de eso. La gasolina era un bien escaso, al igual que las baterías. Los Zafiros tenían dos garajes en Jersey, donde desbarataban los camiones en busca de combustible y piezas de repuesto.
El primer camión dobló la esquina con rapidez. Creem observó un cuarto vehículo en el convoy —uno adicional—, pero no le preocupó demasiado. Justo a tiempo, la grúa llegó chirriando desde el otro lado de la calle, destrozando el jardín embarrado y chocando contra la acera; embistió al primer camión por detrás, el cual quedó inmovilizado y en sentido contrario. Los vehículos de apoyo se acercaron con rapidez, bloqueando al camión con sus parachoques. Los camiones que iban en medio del convoy frenaron bruscamente, y se desviaron hacia la acera. Tenían la parte posterior cubierta con lonas; tal vez se trataba de un cargamento grande.
Royal dirigió el Tahoe directamente contra el camión de alimentos, y frenó a pocos centímetros de la rejilla. Creem soltó a Ambassador y a Skill, los cuales corrieron por el jardín embarrado hacia el convoy. Royal y Malvo saltaron, cada uno con una espada larga de plata y un cuchillo del mismo metal. Atacaron de inmediato a los chupasangres del primer camión. Royal fue especialmente cruel. Sus botas tenían picos de plata. Todo indicaba que el secuestro tardaría menos de un minuto.
La primera anomalía que notó Creem fue el camión de alimentos. Los conductores humanos permanecieron dentro de la cabina en lugar de saltar y correr. Ambassador trepó a la puerta del conductor, mostrando sus dientes afilados a la ventana cerrada, pero, desde el interior, el hombre miraba impasible la boca y los feroces colmillos del animal.
A continuación, las lonas de los vehículos gemelos se levantaron al mismo tiempo. En lugar de comida, transportaban a unos veinte o treinta vampiros que saltaron con estruendo; su furia, rapidez e intensidad eran proporcionales a las de los perros. Malvo mató a tres antes de que otro se abalanzara sobre él y golpeara su rostro. Malvo se trastabilló y cayó, y los vampiros se abalanzaron sobre él.
Royal retrocedió, como un niño con una pala de arena frente a una ola descomunal. Chocó contra el guardabarros de la camioneta, sin poder escapar.
Creem no podía ver lo que sucedía en la parte de atrás…, pero oyó gritos. Y si había aprendido algo, era que…
Los vampiros no gritan.
Creem corrió —tanto como podía hacerlo un hombre de su tamaño— hacia Royal, que estaba tendido de espaldas contra el motor del Tahoe, acorralado por seis chupasangres. Royal estaba prácticamente liquidado, pero él no podía dejarlo morir de esa manera. Creem tenía enfundada una Magnum 44, y aunque las balas no eran de plata, a él le gustaba el arma. La sacó y les voló la cabeza a dos vampiros, bam, bam; la sangre ácida y blanca roció la cara de Royal, cegándolo.
Creem vio que, más allá de Royal, Skill hundía sus colmillos afilados en el codo de un chupasangre. El vampiro, ajeno al dolor, le desgarró el pelaje espeso que le cubría la garganta con la uña coriácea del dedo medio, similar a una garra, abriéndole el cuello al perro, en una confusión de pelaje gris plateado y sangre abundante.
Creem le disparó al chupasangre y le abrió dos agujeros en la garganta. La criatura se desplomó a un lado de Skill, que gimoteaba en medio de aquella carnicería.
Otro par de chupasangres se abalanzaron sobre Ambassador, superando al feroz animal con su fuerza vampírica. Creem les disparó, volándoles parte del cráneo, hombros y brazos, pero las balas no lograron impedir que las criaturas destrozaran al lobero.
Sin embargo, lo que sí lograron sus disparos fue atraer la atención sobre él. Royal ya estaba liquidado; dos chupasangres clavaron los aguijones en su cuello, y se alimentaron de él en plena calle. Los humanos permanecieron encerrados en la cabina del camión señuelo, contemplando la escena con ojos absortos, no por el horror, sino por la excitación. Creem les disparó dos veces y oyó el estallido del cristal, pero no pudo detenerse para comprobar si les había acertado.
Subió al Tahoe con el motor todavía en marcha, con el cuerpo apretado contra el volante. Condujo el vehículo marcha atrás, escupiendo trozos de barro mientras retrocedía. Frenó, destrozando otra parte del jardín, y luego giró el volante a la izquierda. Dos chupasangres saltaron hacia él, pero Creem pisó el acelerador a fondo y el Tahoe salió disparado, derribándolos y despedazándolos contra la acera. El coche dio un bandazo ante la aceleración de Creem, que había olvidado que hacía bastante tiempo que no conducía un automóvil.
Se deslizó hacia un lado, chocando contra la acera opuesta, y el tapacubos de una rueda se desprendió. Giró el volante hacia el otro lado, tratando de corregir el rumbo. Pisó el pedal hasta el fondo, acelerando el vehículo, pero el motor se detuvo con un estertor metálico.
Creem miró el panel del tablero. La aguja de la gasolina señalaba que estaba vacío. Sus hombres solo le habían echado gasolina suficiente para hacer el trabajo. La furgoneta donde escaparían, que tenía medio tanque lleno, estaba atrás.
Creem abrió la puerta. Se agarró de la carrocería y saltó del vehículo tras ver que los chupasangres corrían hacia él, pálidos y sucios, descalzos, desnudos y sedientos de sangre. Creem recargó su Magnum con el único cargador que le quedaba, y abrió sendos agujeros a aquellos cabrones que seguían acercándose a él como si estuviera en medio de una pesadilla. Cuando se le acabaron las balas, tiró su arma a un lado y los atacó con sus puños cubiertos de plata, haciendo que los anillos confirieran más contundencia a sus golpes. Se arrancó una de sus cadenas y comenzó a estrangular a un chupasangre con ella, lo que obligó a la criatura a doblarse, bloqueando a dos vampiros que pretendían agarrarlo.
Pero Creem se sentía débil a causa de la desnutrición, y aunque era un hombre fornido, fue incapaz de continuar el combate. Las criaturas lo sometieron, pero en lugar de arrojarse sobre su garganta, le inmovilizaron los brazos con una llave, y con una fuerza sobrenatural lo arrastraron por la calzada empapado en sudor. Subieron los dos peldaños de una tienda saqueada, y lo dejaron sentado en el suelo. Asfixiado, Creem se despachó con una sarta de improperios hasta que el aire pesado lo mareó y comenzó a desmayarse. Mientras todo giraba a su alrededor, se preguntó qué demonios era lo que esperaban. Quería que se atragantaran con su sangre. No le preocupaba que lo convirtieran en un vampiro; esa era una de las ventajas de tener la boca llena de plata.
Dos empleados de Stoneheart entraron en la tienda, con sus impecables trajes negros, como el par de funcionarios de pompas fúnebres que eran. Creem creyó que habían venido a despojarlo de su plata y se incorporó, luchando con toda la fuerza que le quedaba. Los chupasangres le retorcieron los brazos de una forma dolorosa. Pero los hombres de Stoneheart se limitaron a observarlo mientras él se desplomaba en el suelo, respirando con dificultad.
Y entonces, la atmósfera en el interior de la tienda cambió. La única manera de describirlo es comparándolo con una calma chicha, esa expectación que precede a una tormenta. A Creem se le erizó el vello de la nuca. Algo estaba a punto de ocurrir, como dos manos que se acercan rápidamente la una a la otra, justo antes de aplaudir.
Un zumbido similar al torno de un dentista se alojó en el cerebro de Creem, pero sin su vibración; como el rugido de un helicóptero que se acerca sin el viento colateral. Como la monodia de un coro gregoriano, pero sin la canción.
Los chupasangres se enderezaron como soldados en el momento de pasar revista. Los dos empleados de Stoneheart se apartaron a un lado, junto a un estante vacío. Los vampiros que custodiaban a Creem lo soltaron y se alejaron, dejándolo solo, sentado en medio del sucio linóleo…
… Mientras una figura oscura irrumpía en la tienda.
Campamento Libertad
EL JEEP EN EL QUE VIAJABAN ERA UN vehículo militar acondicionado con un remolque de carga descubierto. El señor Quinlan conducía a una velocidad vertiginosa a través de la lluvia torrencial y de la oscuridad impenetrable; no necesitaba luces gracias a su visión de vampiro. Eph y los demás daban tumbos atrás, mojándose a ciegas en medio de la noche. Eph cerró los ojos y se sintió como un pequeño barco atrapado en un tifón, maltrecho pero decidido a encarar la tormenta.
Se detuvieron finalmente, y Eph levantó la cabeza y miró hacia la puerta inmensa y oscura que se recortaba contra un cielo igualmente oscuro. El señor Quinlan paró el motor del jeep; no se oían voces ni sonidos distintos a los de la lluvia y el ruido mecánico de un generador lejano.
El campamento era enorme y un muro de hormigón estaba siendo construido a su alrededor. Tenía al menos seis metros de altura, y las cuadrillas trabajaban en él día y noche, erigiendo los contrafuertes, volcando el hormigón bajo unos reflectores de cuarzo semejantes a los de un estadio. Muy pronto estaría terminado, pero entretanto una puerta de tela metálica con tablones de madera daba acceso al campamento.
Por alguna razón, Eph había imaginado que escucharía el llanto de los niños, gritos de adultos o alguna otra señal de angustia audible al acercarse a tanto sufrimiento humano. Y en efecto, el exterior oscuro y silencioso del campamento reflejaba una eficiencia opresiva más que impactante.
Era indudable que estaban siendo observados por strigoi invisibles. La visión térmica de los vampiros registró al señor Quinlan como un cuerpo brillante y caliente, y a los cinco humanos en la parte posterior del jeep como seres con una temperatura mucho más fría.
El señor Quinlan sacó una bolsa de béisbol del asiento del copiloto y se la colgó al hombro mientras bajaba del jeep. Eph no tardó en incorporarse con rapidez, con las muñecas, cintura y tobillos atados con una cuerda de nylon. Los cinco estaban amarrados con una cuerda como un grupo de presos encadenados, con apenas unos metros de holgura entre ellos. Eph iba en medio, con Gus delante y Fet detrás. Bruno iba el primero y Joaquín en la retaguardia. Uno a uno saltaron de la parte posterior del vehículo y pisaron el sendero de barro.
Eph podía oler la terrosidad febril de los strigoi, sus deposiciones de amoniaco. El señor Quinlan caminaba a su lado, como un guardia conduciendo a sus prisioneros hacia el campamento.
Eph se sentía como si estuviera entrando en la boca de una ballena y temía ser devorado. Sabía que las probabilidades de superar una situación así no eran mayores que las de lograr salir de aquel matadero.
La comunicación se estableció en silencio. El señor Quinlan no tenía exactamente la misma longitud de onda telepática de los otros vampiros, pero su señal psíquica fue suficiente para pasar la primera inspección. Físicamente, parecía menos demacrado que los otros y su carne tenía la suavidad de los pétalos de lirio, en vez del aspecto macilento y plástico de los vampiros; sus ojos eran de un rojo más intenso, con una chispa que denotaba la independencia de su voluntad y de su pensamiento.
Entraron en un angosto túnel de lona, con el techo cubierto con una malla de tela. Eph vio a través de los alambres la lluvia y la oscuridad absoluta de un cielo vacío de estrellas.
Llegaron a un centro de cuarentena. Algunas lámparas alimentadas por baterías iluminaban aquella zona, pues estaba ocupada por seres humanos. Aquel sitio, con la débil luz proyectando sombras contra las paredes, la lluvia incesante del exterior y la sensación palpable de estar rodeados de cientos de seres malévolos, tenía el aspecto de una tenebrosa tienda de campaña en medio de la jungla.
Todos los empleados tenían la cabeza afeitada, los ojos secos y fatigados; llevaban monos grises como los de los reclusos y zuecos de goma perforada.
Les preguntaron sus nombres a los cinco humanos, y estos dieron nombres falsos. Eph garabateó una firma con un lápiz de punta roma al lado de su seudónimo. El señor Quinlan permanecía al fondo, junto a una pared de lona azotada por la lluvia, mientras cuatro strigoi se encontraban apostados como golems, dos a cada lado de la puerta abatible.
El señor Quinlan dijo que había capturado a los cinco prisioneros después de que asaltaran el sótano de un mercado coreano en la calle 129. Un golpe en la cabeza, propinado por uno de ellos, era la causa de las interferencias en su señal telepática, cuando lo cierto era que Quinlan estaba bloqueando el acceso de los vampiros a sus verdaderos pensamientos. Había dejado su bolsa junto a sus pies, sobre el suelo húmedo.
Los humanos intentaron desatar los nudos y guardar la cuerda para reutilizarla. Pero el nylon mojado no cedía y tuvieron que cortarlo. Bajo la mirada vigilante de los guardias vampiros, Eph permaneció de pie con la cabeza gacha, frotándose sus muñecas en carne viva. Le era imposible mirar a un vampiro a los ojos sin mostrar odio. Además, le preocupaba que sus mentes, que funcionaban como una colmena, detectaran su verdadera identidad.
Era consciente de la perturbación que se estaba gestando en la tienda. El silencio era incómodo, y los centinelas dirigían su atención al señor Quinlan. Los strigoi habían percibido algo diferente en él.
Fet también lo advirtió, y empezó a hablar súbitamente, tratando de desviar su atención.
—¿Cuándo comemos? —preguntó.
El ser humano apartó su vista del portapapeles y lo miró.
—Cuando te alimenten —respondió sin más.
—Espero que la comida no sea demasiado grasienta —puntualizó Fet—. No me sientan bien los alimentos grasos.
Los strigoi interrumpieron sus labores y miraron a Fet como si estuviera loco.
—Yo no me preocuparía por eso —comentó el jefe.
—De acuerdo —dijo Fet.
Uno de los strigoi vio el paquete del señor Quinlan en un rincón. El vampiro se acercó a la bolsa alargada para bates de béisbol.
Fet se puso tenso. Un funcionario humano agarró a Eph de la barbilla, y utilizó una linterna para examinar el interior de su boca. El hombre tenía bolsas en sus ojos del color del té negro.
—¿Eras médico? —le preguntó Eph.
—Algo así —respondió el hombre, examinándole los dientes.
—¿Algo así?
—Bueno, era veterinario —aclaró el hombre.
Eph cerró la boca. El hombre le examinó los ojos con la linterna, y lo que vio lo dejó intrigado.
—¿Has estado tomando algún medicamento? —inquirió.
A Eph no le gustó el tono del veterinario.
—Algo así —respondió.
—Estás en muy mal estado. Un poco contaminado —señaló el veterinario.
Eph vio que el vampiro cerraba de nuevo la cremallera de la bolsa de Quinlan. La cubierta de nylon estaba forrada con plomo de delantales para rayos X, procedentes del consultorio de un dentista en Midtown. Cuando el strigoi percibió las propiedades perjudiciales de las hojas de plata, dejó caer el paquete como si se hubiera escaldado.
El señor Quinlan se apresuró hacia el paquete. Eph empujó al veterinario, enviándolo al otro lado de la tienda. El señor Quinlan hizo lo propio con un strigoi y sacó rápidamente una espada. Los vampiros estaban demasiado aturdidos para reaccionar a la sorpresiva presencia de la hoja de plata. El señor Quinlan avanzó lentamente para que Fet, Gus y los otros pudieran coger sus armas. Eph se sintió muchísimo mejor cuando tuvo una espada en sus manos. El señor Quinlan sostenía la espada de Eph, pero no había tiempo para reparar en minucias.
Los vampiros no reaccionaban como hacían los humanos. Ninguno de ellos salió corriendo por la puerta para escapar o avisar a los demás. La voz de alarma se transmitía psíquicamente. Después de la conmoción inicial, el ataque de los vampiros no se hizo esperar.
El señor Quinlan derribó a uno con un golpe en el cuello. Gus se precipitó hacia delante, atravesándole la garganta con su espada al vampiro que arremetía contra él. La decapitación era una tarea peligrosa en lugares reducidos porque la trayectoria de los sablazos podía herir fácilmente a sus compañeros, y la sangre que rociaban los vampiros era cáustica y estaba infestada de gusanos parásitos e infecciosos. Los combates con los strigoi en espacios cerrados eran siempre el último recurso, y los cinco hombres salieron de la sala de admisión de cuarentena en cuanto pudieron.
Eph, el último en armarse, no fue atacado por vampiros, sino por el veterinario y su ayudante. Se sorprendió tanto que reaccionó al ataque como si fueran strigoi y hundió su espada en la base del cuello del veterinario. El chorro de sangre arterial salpicó el poste de madera que estaba en el centro de la sala, y los dos se miraron sorprendidos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Eph.
El veterinario se puso de rodillas, y el segundo hombre miró a su amigo malherido.
Eph se alejó lentamente del moribundo, que fue arrastrado por su compañero. Eph se estremeció; acababa de matar a un hombre.
Salieron de la tienda y se encontraron en el campamento, al aire libre. La lluvia se había convertido en una neblinosa llovizna. Un sendero con techo de lona se extendía ante ellos, pero la noche hacía imposible que Eph pudiera ver todo el campamento. Aún no veían strigoi, pero sabían que la voz de alarma se había propagado. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad, de la cual emergieron los vampiros.
Los cinco se desplegaron en forma de arco para recibir a las criaturas. Tenían espacio para girar libremente sus espadas, plantarse con un pie atrás y mandar sablazos con la fuerza suficiente para cercenarles la cabeza. Eph avanzó, cortando con furia y mirando constantemente hacia atrás.
Fue así como eliminaron a la primera oleada de vampiros. Siguieron adelante, aunque no contaban con ninguna información sobre la disposición del campamento. Buscaron algún indicio de la ubicación de los internos. Una pareja de vampiros llegó desde el lado izquierdo, pero el señor Quinlan protegió su flanco, los liquidó y luego condujo a los demás en esa dirección.
Más allá, en contraste con la oscuridad, se erguía una estructura alta y estrecha: un puesto de vigilancia emplazado en el centro de un círculo de piedra. Otros vampiros llegaron corriendo a toda velocidad y los cinco hombres cerraron filas, moviéndose como una falange, con sus cinco hojas de plata cortando cabezas al unísono.
Tenían que matar con rapidez. Los strigoi estaban dispuestos a sacrificarse varios de ellos con tal de aumentar sus posibilidades de capturar y convertir a un oponente humano.
Eph pasó a la retaguardia, caminando hacia atrás mientras los cinco formaban un círculo móvil, un anillo de plata para mantener a raya al enjambre de vampiros. Eph ya se había adaptado a la oscuridad, y vio a otros strigoi congregándose en la distancia. Avanzaban, pero sin atacar. Planeaban un ataque más coordinado.
—Se están preparando para atacar —advirtió—. Creo que estamos siendo empujados en esa dirección.
Oyó el corte húmedo de una espada, y luego la voz de Fet:
—Un edificio más adelante. Nuestra única esperanza es avanzar zona por zona.
Llegamos demasiado pronto al campamento, dijo el señor Quinlan.
El cielo aún no mostraba signos de claridad. Todo dependía de aquel lapso poco fiable de luz solar. Ahora la clave era resistir en territorio enemigo hasta el precario amanecer.
Gus maldijo y liquidó a otra criatura.
—Permaneced juntos —dijo Fet.
Eph siguió caminando hacia atrás. Solo podía ver los rostros de la primera línea de los vampiros que los perseguían y los miraban fijamente. En realidad, parecían mirarlo a él.
¿Era solo su imaginación? Eph caminó más despacio y luego se detuvo por completo, permitiendo que los demás avanzaran unos pocos metros.
Los perseguidores también se detuvieron.
—¡Ah, mierda! —exclamó Eph.
Lo habían reconocido. El equivalente de una orden de captura transmitida a todas las agencias de seguridad en la red psíquica de los vampiros era un hecho cumplido. La colmena fue alertada de su presencia, lo cual significaba una sola cosa.
El Amo sabía que Eph estaba allí, y lo veía a través de sus esbirros.
—¡Oye! —gritó Fet, volviéndose hacia Eph—. ¿Por qué demonios te has detenido…? —Luego vio a los strigoi, tal vez a dos docenas de ellos, observándolos—. ¡Jesús! ¿Están hipnotizados?
Esperan órdenes.
—Cristo, vamos a…
El silbato del campamento resonó —sacudiendo a los cinco—; un bramido estridente seguido de otros cuatro en rápida sucesión. Y se hizo de nuevo el silencio.
Eph sabía cuál era el propósito de la alarma: no solo alertar a los vampiros, sino también a los humanos. Tal vez era una llamada para que buscaran refugio.
Fet miró hacia el edificio más próximo. Contempló de nuevo el cielo en busca de luz.
—Si los puedes alejar de aquí, de nosotros, conseguiremos entrar y salir de este lugar mucho más rápido —le dijo a Eph.
Eph no tenía ningún deseo de quedar convertido en un juguete rojo y masticable en manos de aquel grupo de chupasangres, pero captó la lógica del plan de Fet.
—Solo hazme un favor —dijo—, que sea rápido.
—¡Gus, quédate con Eph! —ordenó Fet.
—De ninguna manera —replicó Gus—. Voy a entrar. Bruno, quédate con él.
Eph sonrió al constatar la aversión que Gus sentía hacia él. Cogió al señor Quinlan del brazo y tiró de él, a fin de intercambiar sus espadas.
Me encargaré de los guardias humanos, dijo el señor Quinlan, y desapareció en un instante.
Eph apretó su empuñadura de cuero, y esperó a que Bruno llegara a su lado.
—¿Estás cómodo con esto?
—Mejor que bien —dijo Bruno, casi sin aliento, pero con una amplia sonrisa, como un niño. Sus dientes completamente blancos ofrecían un marcado contraste con su piel de color marrón claro.
Eph bajó su espada, corrió a la izquierda y se alejó de la edificación. Los vampiros vacilaron un momento antes de seguirlo. Eph y Bruno doblaron la esquina de una edificación anexa, semejante a un galpón, larga y completamente oscura. Más allá, la luz brillaba desde el interior de una ventana. Las luces eran una señal de la presencia de seres humanos.
—¡Por aquí! —gritó Eph, echando a correr. Bruno lo siguió jadeando. Eph miró hacia atrás y, como era de esperar, los vampiros ya estaban doblando la esquina detrás de ellos. Eph corrió en dirección a la luz, y vio a un vampiro de pie, cerca de la puerta del edificio.
Era imponente, iluminado desde atrás por la luz tenue de una ventana. Eph vio su pecho amplio y el cuello grueso como un tronco, con borrosos tatuajes, de un color verdoso a causa de la sangre blanca y de las numerosas estrías.
De inmediato, como un recuerdo traumático forzando su camino de retorno a la conciencia, la voz del Amo se alojó en la mente de Eph.
¿Qué estás haciendo aquí, Goodweather?
Eph se detuvo y le enseñó su espada al vampiro. Bruno se giró a su lado, mientras les echaba un vistazo a los que venían detrás.
¿Por qué has venido hasta aquí?
Bruno rugió y derribó a dos atacantes. Eph se dio la vuelta, momentáneamente distraído, para observar al resto de criaturas agrupadas a pocos metros de distancia —respetando la plata—, pero reparó en que se habían descuidado y se volvió rápidamente.
La punta de su espada tocó el pecho del vampiro que arremetía contra él, entrando en su piel y en sus músculos por el lado derecho, pero sin atravesarlo. Eph retiró rápidamente la hoja de plata y apuñaló la garganta del vampiro cuando la mandíbula de la criatura empezaba a desencajarse, dejando al descubierto su aguijón. El vampiro tatuado se estremeció y cayó al suelo.
—¡Cabrones! —exclamó Bruno.
El contingente de vampiros se arrojó sobre ellos. Eph giró y preparó su espada. Pero eran demasiados, y todos se movían al mismo tiempo. Eph comenzó a retroceder…
Has venido aquí para buscar a alguien, Goodweather.
… Y sintió las piedras bajo sus pies mientras se acercaba al edificio. Bruno seguía arremetiendo y despachando a sus atacantes mientras Eph retrocedía tres pasos, tanteaba el pomo de la puerta y abría el pestillo.
Ahora eres mío, Goodweather.
Su voz resonó, desorientando a Eph. El médico tocó el hombro de Bruno, indicando al pandillero que entrara con él. Pasaron corriendo junto a las jaulas improvisadas a ambos lados del estrecho pasillo, donde se hallaban confinados varios seres humanos, unos más angustiados que otros. Era una especie de asilo para locos. Los reclusos les gritaron mientras Eph y Bruno seguían corriendo.
Estás en un callejón sin salida, Goodweather.
Eph sacudió la cabeza con fuerza, intentando deshacerse de la voz del Amo, que irrumpía como una incitación a la locura. Los prisioneros arañaban las jaulas a su paso, y Eph se vio atrapado en un ciclón de terror y confusión.
El lugarteniente de los vampiros entró por el otro extremo del corredor. Eph intentó abrir una puerta que conducía a una especie de oficina, con una silla semejante a la de un dentista cuya cabecera, así como el suelo a sus pies, era una gran costra de sangre. Otra puerta daba al exterior, y Eph avanzó tres pasos. Fuera lo esperaban los vampiros, que habían rodeado el edificio, y Eph giró y atacó, dándose la vuelta justo a tiempo para sorprender a una vampira que saltaba hacia él desde el techo.
¿Por qué has venido aquí, Goodweather?
Eph esquivó el cadáver de la vampira. Él y Bruno retrocedieron, codo con codo, en dirección a una edificación sin luz ni ventanas situada junto a la valla perimetral. ¿Eran acaso las habitaciones de los vampiros? ¿Los nidos de los strigoi?
Eph y Bruno se agacharon, y descubrieron que la valla giraba bruscamente y terminaba en otra edificación completamente oscura.
Un callejón sin salida. Te lo advertí.
Eph se encaró con los vampiros que venían hacia ellos en la oscuridad.
—Sin salida para los muertos vivientes —murmuró Eph—. ¡Hijo de puta!
Bruno lo miró, atónito.
—¿Hijo de puta? ¡Eres tú el que nos ha metido en esta trampa!
Cuando te capture y te convierta, conoceré todos tus secretos.
Estas palabras le produjeron escalofríos a Eph.
—Ahí vienen —le dijo a Bruno, y se preparó para recibirlos.
Nora había ido al despacho de Barnes en el edificio administrativo, dispuesta a aceptar cualquier cosa, incluso entregarse a él, con el fin de salvar a su madre y tenerlo a su alcance. Despreciaba a su antiguo jefe, incluso más que a los vampiros opresores. La inmoralidad de Barnes le daba asco, pero el hecho de que creyera que ella era lo suficientemente débil como para someterse a su voluntad le daba náuseas.
Matarlo le demostraría eso. Si él fantaseaba con su sumisión, su plan era clavarle el cuchillo en el corazón. Matarlo con un cuchillo de mantequilla: ¡nada más apropiado!
Lo haría mientras él estuviera acostado en la cama o en medio de una de sus cenas tan espantosamente civilizadas. Él era peor que los strigoi: su corrupción no nacía de una enfermedad, no era algo que le hubieran inoculado. Su corrupción era oportunista, una elección suya.
Lo peor de todo era que pudiera verla como una víctima potencial. Él la había malinterpretado fatalmente, y lo único que le quedaba a ella era mostrarle su error. Con acero.
La hizo esperar tres horas de pie en un pasillo, sin sillas ni baños. Dos veces salió de su oficina, impecable con su uniforme blanco y almidonado. Pasó junto a Nora con unos papeles en la mano, y desapareció detrás de otra puerta. Y ella lo esperó con impaciencia; incluso cuando el silbato del campamento anunció la distribución de las raciones, su mente se concentró de lleno en su madre y en el asesinato que planeaba, mientras se llevaba una mano a su estómago que rugía.
Finalmente, la asistente de Barnes, una mujer joven, de pelo castaño y limpio a la altura de los hombros, y vestida con un impecable mono gris, le abrió la puerta sin mediar palabra; se quedó allí mientras Nora entraba. Su piel estaba perfumada y su aliento olía a menta. Nora le devolvió a la asistente su mirada de desaprobación, imaginando cómo habría logrado asegurar una posición de lujo en el mundo de Barnes.
La joven se sentó detrás de su escritorio, dejando que Nora intentara abrir la otra puerta, que permanecía cerrada con llave. Nora se volvió y se sentó en una de las dos sillas plegables apoyadas contra la pared, delante de la asistente. Esta emitió algunos sonidos en un esfuerzo por desentenderse de Nora y al mismo tiempo afirmar su superioridad. Su teléfono sonó y ella levantó el auricular, respondiendo en voz baja. El lugar, a excepción de las paredes de madera a medio acabar y del ordenador portátil, se asemejaba a una oficina anticuada de los años cuarenta: un teléfono fijo, un bloc y un lápiz, una bandeja con papel y un cartapacio. En el extremo de la mesa, al lado del papel, había una ración generosa de brownies de chocolate en un plato de papel. La asistente colgó después de susurrar unas palabras y vio a Nora mirar los dulces. Agarró el plato, comió un bocado, y algunas migas cayeron en su regazo.
Nora oyó un chasquido en el pomo de la puerta, seguido de la voz de Barnes:
—¡Adelante!
La asistente dejó el brownie fuera del alcance de Nora, y le hizo señas. Nora se dirigió a la puerta y giró el picaporte, que esta vez cedió.
Barnes estaba de pie detrás de su escritorio, metiendo unas carpetas en su maletín, preparándose para finalizar su jornada y abandonar el despacho.
—Buenos días, Carly. ¿Está listo el coche?
—Sí, doctor Barnes —canturreó la asistente—. Está en la puerta del campamento.
—Llama y asegúrate de que la calefacción esté encendida.
—Sí, señor.
—¿Nora? —dijo Barnes, todavía llenando el maletín y sin alzar la vista. Su actitud había cambiado mucho desde el último encuentro en el palacete—. ¿Hay algo que quieras comentarme?
—Tú ganas.
—¿Ah, sí? Maravilloso. Ahora dime: ¿qué gano?
—Tus intenciones. Conmigo.
Barnes vaciló un momento antes de cerrar el maletín y abrochar los cierres. La miró y asintió, un poco para sí mismo, como si tuviera dificultades para recordar su oferta inicial.
—Muy bien —dijo, y luego buscó algo en un cajón.
Nora esperó.
—¿Entonces? —preguntó.
—Entonces… —repitió él.
—¿Y ahora qué?
—Ahora tengo prisa. Pero ya te diré algo.
—¿No iré a tu casa ahora?
—Pronto. En otra ocasión. He tenido un día muy ocupado.
—Pero estoy lista…
—Ya lo veo. Pensaba que estarías un poco más ansiosa. ¿La vida en el campamento no es de tu agrado? No, creo que no. Te llamaré pronto —farfulló, aferrando el asa del maletín.
Nora captó su intención: la estaba haciendo esperar a propósito, prolongando su agonía como una venganza por haberse negado a irse a la cama con él. Un hombre viejo y sucio con delirios de poder.
—Y por favor, ten en cuenta para futuras ocasiones que no soy un hombre al que le hagan esperar. Confío en que esto te quede claro. ¿Carly?
La asistente apareció en el vano de la puerta.
—¿Sí, doctor Barnes?
—Carly, no consigo encontrar el libro de contabilidad. Tal vez puedas buscarlo y traérmelo a casa más tarde.
—Sí, doctor Barnes.
—¿A eso de las nueve y media?
Nora no vio en el rostro de la asistente la arrogancia satisfecha que se esperaba, sino un asomo de disgusto.
Los dos salieron a la antesala, susurrando. Era ridículo, como si Nora fuera la esposa de Barnes.
Nora aprovechó la oportunidad y corrió al escritorio de Barnes, buscando cualquier cosa que pudiera contribuir a su plan, algún fragmento de información reservada. Sin embargo, él se había llevado casi todos sus papeles. Sobresaliendo del cajón del medio, vio un mapa escaneado del campamento; cada zona tenía un código de distinto color. Más allá de la sala de maternidad, que ya conocía, y en la misma dirección en donde ella pensaba que se encontraba el campamento de «jubilación» había una zona llamada «Extracción», que tenía un área sombreada con la etiqueta «Sol». Nora intentó sacar el mapa para llevárselo, pero estaba adherido al fondo del cajón. Lo miró de nuevo, memorizándolo con rapidez, y cerró el cajón cuando Barnes regresó.
Se esforzó mucho en ocultar su ira y recibirlo con una sonrisa.
—¿Qué pasa con mi madre? Me prometiste…
—Y si mantienes tu parte del trato, obviamente yo mantendré la mía. Palabra de scout.
Era evidente que esperaba que ella le rogara, algo que Nora sencillamente no estaba dispuesta a hacer.
—Quiero saber si se encuentra a salvo.
Barnes asintió, con una leve sonrisa.
—Quieres plantear exigencias, ya lo veo. Soy el único que puede fijar las condiciones, en esto y en todo cuanto ocurre en el interior de este campamento.
Nora asintió, pero su mente ya estaba en otro lugar, y su muñeca se tanteaba la espalda, esperando el momento para sacar el cuchillo.
—Si tu madre va a ser procesada, lo será. No puedes hacer nada al respecto. Es probable que ya hayan ido a por ella y esté a punto de ser eliminada. Tu vida, sin embargo, sigue siendo moneda de cambio. Espero que la aproveches.
Nora tenía el cuchillo en la mano. Lo sujetó con fuerza.
—¿Has entendido? —preguntó él.
—Entendido —respondió ella con los dientes apretados.
—Tendrás que venir con una actitud mucho más agradable cuando te mande llamar, así que prepárate, por favor. Y sonríe.
Ella quería matar a aquel cabrón allí mismo.
Desde fuera de la oficina, la voz sobresaltada de su asistente irrumpió en la atmósfera caldeada:
—Señor…
Barnes se alejó antes de que Nora pudiera actuar, y volvió a la antesala.
Oyó unos pasos subiendo por las escaleras: eran pies descalzos.
Pies de vampiros.
Un grupo de cuatro vampiros fornidos, que en otro tiempo habían sido hombres, irrumpió en la oficina. Aquellos matones muertos vivientes llevaban tatuajes burdos como los de los presos sobre su piel flácida. La asistente jadeó y regresó a su escritorio, y los cuatro se apresuraron detrás de Barnes.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Se lo dijeron; telepáticamente y rápido. Barnes apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que lo agarraran por los brazos, lo levantaran casi en volandas y comenzaran a correr con él por la puerta, alejándose por el pasillo. A continuación, el silbato del campamento empezó a sonar.
Por todas partes. Algo sucedía. Nora escuchó y sintió la vibración de las puertas de abajo cerrándose.
La asistente permaneció en un rincón detrás de su escritorio, con el auricular en el oído. Nora oyó pasos rápidos en las escaleras. Las botas significaban seres humanos. La asistente se encogió, mientras Nora se dirigía a la puerta justo a tiempo para ver a Fet entrar apresurado.
Nora se quedó muda. La única arma que él traía en la mano era su espada. Su rostro denotaba la premura de un cazador tras su presa. Una sonrisa de gratitud, con la boca abierta, se dibujó en el rostro de Nora.
Fet les echó a ambas un vistazo rápido, y siguió hacia la puerta; estaba casi al otro lado cuando se detuvo, se enderezó y miró hacia atrás.
—¿Nora? —balbuceó.
Su calvicie. Su mono. No la había reconocido a primera vista.
—¡Correcto! —dijo ella.
Él la agarró y ella le arañó la espalda, escondiendo el rostro en su hombro sucio y maloliente. Él la apartó de sí un momento para mirarla de nuevo; se sentía emocionado por la enorme suerte de haberla encontrado, pero trataba de entender por qué tenía la cabeza rapada.
—Eres tú —le dijo, tocando su cabeza; luego la miró de cuerpo entero—. Tú…
—Y tú —dijo ella, mientras las lágrimas brotaban incontenibles de sus ojos. «No Eph, ya no. No Eph. Tú».
Él la abrazó de nuevo. Otros venían detrás de él. Gus y otro mexicanos. Gus dejó de correr cuando vio a Fet abrazar a un interno del campamento.
—¿Doctora Martínez?
—Soy yo, Gus. ¿Realmente eres tú?
—¡A güevo! Será mejor que lo creas —dijo él.
—¿Qué es este edificio? —preguntó Fet—. ¿La administración o algo así? ¿Qué estás haciendo aquí?
Por un momento, ella no podía recordar.
—Barnes —murmuró—. El del CDC. Dirige el campamento; ¡todos los campamentos!
—¿Dónde diablos está?
—Cuatro vampiros grandes acaban de venir a buscarlo. Su personal de seguridad. Salió por allí…
—¿Por aquí? —preguntó Fet, saliendo al pasillo.
—Un coche le espera en la puerta —explicó Nora—. ¿Eph está contigo?
Fet sintió una punzada de celos.
—Está conteniéndolos fuera. Yo iría tras Barnes, pero tenemos que volver a buscar a Eph.
—Y a por mi madre. —Nora lo agarró de la camisa—. Mi madre, no me iré sin ella.
—¿Tu madre? —preguntó Fet—. ¿Todavía está aquí?
—Eso creo —dijo, tocándole la cara—. No puedo creer que hayas venido. Y todo por mí.
Fet podría haberla besado. En medio del caos, de la confusión y del peligro, él podría haberlo hecho. El mundo había desaparecido alrededor de ellos. Era ella, solo ella delante de él.
—¿Por ti? —dijo Gus—. Diablos, nos gusta esta matanza de mierda. ¿Verdad, Fet?
La risa ahogó sus palabras.
—Tenemos que volver a por mi muchacho, Bruno —añadió.
Nora los siguió por la puerta, y luego se detuvo bruscamente. Miró a Carly, la asistente, que seguía de pie detrás de su escritorio en un rincón de la antesala, con el teléfono en la mano colgando a su lado. Se precipitó hacia ella y Carly abrió los ojos aterrorizada. Se abalanzó sobre el escritorio, cogió el brownie y el plato de papel, le dio un mordisco grande y lanzó el resto a la pared, muy cerca de la cabeza de la asistente.
Pero en ese momento triunfal, Nora solo sintió lástima por la joven.
Y de todos modos, el brownie no sabía tan bien como imaginaba.
En el patio exterior, Eph continuaba arremetiendo contra los vampiros, abriendo tanto espacio a su alrededor como le era posible. Los aguijones de los vampiros se extendían casi dos metros; la longitud de su brazo sumada a la de su espada cubría esa distancia. Así que siguió a la carga, describiendo un radio de plata de dos metros de diámetro.
Pero Bruno no estaba de acuerdo con la estrategia de Eph. Prefería eliminar cada amenaza individual por separado y, como era un asesino brutal y eficiente, hasta el momento se había salido con la suya. Pero también se estaba cansando. Persiguió a un par de vampiros que lo amenazaban desde un ángulo ciego, pero se trataba de un ardid. Bruno mordió el anzuelo, y los strigoi lo alejaron de Eph, copando el vacío entre ellos. Eph intentó acercarse a Bruno, pero los vampiros siguieron con su estrategia: separarlos para destruirlos.
Eph sintió el edificio contra su espalda. Su círculo de plata se convirtió en un semicírculo, su espada como una antorcha encendida manteniendo a raya la ferocidad de los vampiros. Algunos de ellos se pusieron a cuatro patas, con la intención de escapar de su alcance y agarrarlo por las piernas, pero Eph se las arregló para golpearlos, y con dureza, mientras el barro a sus pies se teñía de blanco a causa de la sangre vampírica. Pero a medida que los cuerpos se amontonaban, el perímetro de seguridad de Eph seguía reduciéndose.
Oyó gruñir a Bruno, y luego gritar. Estaba recostado contra la alambrada del campamento. Eph lo vio rebanar un aguijón con su espada, pero ya era demasiado tarde. Bruno había sido picado. Un solo momento de contacto, de penetración, y el daño estaba hecho: el gusano implantado, el patógeno vampírico entrando en el torrente sanguíneo. Pero no le habían drenado toda la sangre, y Bruno siguió combatiendo; de hecho, con renovado vigor. Luchó sabiendo que, aunque sobreviviera a ese ataque, ya estaba condenado. Docenas de gusanos se retorcieron debajo de la piel de su rostro y de su cuello.
Los strigoi que rodeaban a Eph fueron psíquicamente conscientes de este éxito, sintieron la victoria y arremetieron contra él con total abandono. Algunos se apartaron de Bruno para unirse a los otros vampiros que acudían desde atrás, reduciendo aún más el perímetro de defensa del médico, que sentía los codos apretujados contra el pecho, pero que a pesar de eso seguía haciéndoles cortes en las caras, en sus bocas abiertas y en sus barbillas enrojecidas. Un aguijón se disparó contra él, golpeando la pared cerca de su oído con un ruido sordo, como una flecha. Eph lo cercenó, pero había muchos más. Intentó mantener el cerco de plata, con los brazos y hombros entumecidos por el dolor. Sin embargo, bastaba con la llegada de un certero aguijón. Sintió la fuerza de la multitud de vampiros cerniéndose sobre él. El señor Quinlan aterrizó en medio del combate y se unió de inmediato a Eph. El señor Quinlan marcaba una diferencia, pero los strigoi sabían que los dos solo estaban conteniendo la marea. Eph estaba a punto de ser derrotado.
Todo terminaría pronto.
Un destello de luz surcó el firmamento. Eph creyó que se trataba de una bengala o de algún dispositivo pirotécnico enviado por los vampiros como señal de alerta, o incluso para distraerlos. Un instante de distracción supondría el fin de Eph.
Pero la fuerte luz seguía brillando, intensificándose, expandiéndose encima de ellos. Se movía más alto de lo que Eph alcanzaba a visualizar.
Lo más importante fue que el ataque de los vampiros se hizo más lento. Sus cuerpos se pusieron rígidos mientras miraban al cielo con la boca abierta.
Eph no podía creer en su buena suerte. Blandió su espada para abrir un flanco a través de los strigoi, en una jugada de último minuto para liquidarlos mientras se abría camino hasta acabar con la amenaza…
Pero tampoco pudo resistir. El fuego del cielo era muy seductor. Él también tenía que arriesgar una mirada hacia el cielo.
A través del gran sudario negro de cenizas asfixiantes, una fuerte llama caía, desgarrando el espacio como la llamarada de un soplete de acetileno. Ardió en la oscuridad como un cometa, una cabeza flamígera seguida por una cola que se iba adelgazando en el firmamento. Una lágrima ardiente de fuego rojo anaranjado descomprimiendo la falsa noche.
Solo podría tratarse de un satélite o de algo aún más grande cayendo desde la órbita exterior, entrando en la atmósfera terrestre como una bala de cañón de fuego disparada desde el sol destronado.
Los vampiros se dispersaron, tropezando entre sí con una falta de coordinación rara en ellos, con sus ojos encarnados fijos en la raya flamígera. Así debía de ser el miedo, pensó Eph. La señal del cielo penetró en su naturaleza elemental, y ellos no tuvieron otro mecanismo para expresar su terror que chillar y alejarse con torpeza.
Incluso el señor Quinlan se retiró un poco, abrumado por la luz y lo inusitado del espectáculo.
A medida que el satélite ardía y resplandecía en el cielo, desgarró la densa nube de ceniza y un despiadado rayo de luz penetró en el aire como el dedo de Dios, quemando todo cuanto encontraba a su paso en un radio de cinco kilómetros alrededor del campamento.
Mientras los vampiros chillaban frenéticos, Fet, Gus y Joaquín llegaron al encuentro de Eph. Se abalanzaron sobre la turba enloquecida, derribando a las criaturas a diestro y siniestro, persiguiendo a los vampiros que corrían desorientados en todas las direcciones.
Por un momento, la majestuosa columna de luz iluminó todo el campamento. El alto muro, los austeros edificios, el suelo cubierto de fango. Un lugar de una simpleza que rayaba en la fealdad, aunque amenazante en su vulgaridad, semejante a la del almacén trasero de una sala de exposiciones o a la cocina de un restaurante sucio: un lugar sin artificios, donde se hace el verdadero trabajo.
Eph vio la mancha arder en el cielo con creciente intensidad, con la cabeza incandescente más gruesa y más brillante hasta que finalmente se consumió y la fina cola de fuego se redujo a un hilo de llama y luego se extinguió.
Detrás, la tan esperada luz del día había empezado a iluminar el cielo, como anunciada por el colosal fogonazo. La pálida silueta del sol era visible con dificultad detrás de la nube de cenizas, con sus débiles rayos filtrándose por entre las grietas y fisuras del negro capullo de la contaminación. La claridad de aquellos rayos no era mayor que el anuncio de la aurora en el Viejo Mundo, pero fue suficiente. Las criaturas se escondieron bajo tierra durante las dos horas de tregua de luz.
Eph vio a un prisionero del campamento detrás de Fet y de Gus, y a pesar de su cabeza calva y de su mono impersonal, reconoció de inmediato a Nora. Una mezcla discordante de emociones lo asaltó. Parecía que hubieran pasado años en lugar de semanas desde que se vieron por última vez. Pero ahora había asuntos más urgentes.
El señor Quinlan se retiró a las sombras. Su tolerancia a los rayos ultravioleta había sido probada hasta el límite.
Nos encontraremos de nuevo…, en Columbia. Os deseo a todos buena suerte.
Y entonces desapareció del campamento en un abrir y cerrar de ojos.
Gus vio que Bruno lo agarraba del cuello y se acercaba a él.
—¿Qué pasó, vato?
—Ese hijo de puta está dentro de mí —dijo Bruno. El pandillero hizo una mueca, mojando sus labios resecos y escupiendo en el suelo. Permanecía con los brazos abiertos, y su actitud era extraña, como si pudiera sentir ya a los gusanos arrastrarse en su interior—. Ya estoy maldito, compadre.
Los otros guardaron silencio. En medio de su sorpresa, Gus se acercó y le examinó la garganta. Luego lo abrazó con fuerza.
—¡Bruno! —exclamó.
—Cabrones de mierda —dijo Bruno—. Un buen picotazo de mierda me han dado.
—¡Maldita sea! —gritó Gus, alejándose de él. No sabía qué hacer. Nadie lo sabía. Gus se alejó y lanzó un aullido feroz. Joaquín se dirigió a Bruno con lágrimas en los ojos.
—Este lugar… —comenzó a decir, golpeando la punta de su espada contra el suelo—. Esto es el infierno de mierda en la Tierra… —Entonces levantó su espada hacia el cielo, gritando—. ¡Mataré hasta el último de esos chupasangres en tu nombre!
Gus regresó rápidamente y señaló a Eph.
—Sin embargo, a ti no te pasó nada, ¿eh? ¿Cómo es eso? Se suponía que teníais que permanecer juntos. ¿Qué ha pasado con mi muchacho?
Fet se interpuso entre ellos.
—No es culpa suya —aseveró.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Gus, con los ojos llenos de dolor—. ¡Tú estabas conmigo! —Gus se giró hacia Bruno—. Dime que fue culpa de este hijo de puta, Bruno, y lo mato aquí mismo; ahora mismo. ¡Dímelo!
Pero aunque hubiera oído a Gus, Bruno no respondió. Estaba examinando sus manos y sus brazos, como si mirara a los gusanos que lo infestaban.
—Los vampiros son los culpables, Gus —dijo Fet—. Hay que estar centrado.
—¡Ah, estoy centrado! —rugió Gus.
Se acercó amenazante a Fet, quien se lo permitió, sabiendo que debía desahogar su desesperación.
—… Centrado como un rayo láser de mierda. Soy el Ninja de Plata. —Gus señaló a Eph—. ¡Estoy centrado!
Eph iba a alegar algo en su defensa, pero se mordió la lengua porque comprendió que Gus no estaba realmente interesado en lo que iba a decir. La ira era la única manera que el joven pandillero tenía de expresar su dolor.
Fet se volvió hacia Eph.
—¿Qué era esa cosa en el cielo?
Eph se encogió de hombros.
—No sé. Yo estaba acorralado, al igual que Bruno. Me tenían completamente rodeado. Y luego eso atravesó el cielo. Algo cayó a la Tierra y asustó a los strigoi. Una suerte jodidamente extraordinaria.
—No fue suerte —dijo Nora—. Fue otra cosa.
Eph la miró; no podía acostumbrarse a su calvicie.
—¿Qué otra cosa?
—Puedes negarlo —subrayó Nora—. O tal vez no quieras saberlo. Tal vez ni siquiera te importe. Pero eso no ocurrió simplemente porque sí, Ephraim. Eso te sucedió a ti. A nosotros. —Miró a Fet y sintió una mayor claridad—. A todos nosotros…
Eph estaba confundido. ¿Algo había ardido en la atmósfera por su causa?
—Te sacaremos de aquí —dijo—. Y también a Bruno. Antes de que alguien más salga herido.
—De ninguna manera —replicó Gus—. Acabaré con este lugar. Quiero encontrar al hijo de puta que convirtió a mi socio.
—No —dijo Nora, adelantándose—. Primero buscaremos a mi madre.
Eph se quedó atónito.
—Pero, Nora…, no creerás realmente que ella está todavía aquí, ¿verdad?
—Aún está con vida. Y no te vas a creer quién me lo dijo.
Nora le habló sobre Everett Barnes. Eph se sintió desconcertado al principio, preguntándose por qué Nora haría una broma como esa. Luego se quedó completamente atónito.
—¿Everett Barnes, encargado de un campamento de extracción de sangre?
—Encargado de todos los campamentos de extracción de sangre —precisó Nora.
Eph se resistió un momento más, antes de comprender que era completamente factible. Lo peor de esta noticia era que no carecía de sentido.
—¡Ese hijo de puta!
—Mi madre está aquí —señaló Nora—. Él me lo dijo. Y creo que sé dónde está.
—De acuerdo —repuso Eph, sintiéndose agotado y preguntándose hasta dónde podría sostener aquella conversación tan delicada—. Pero recuerda lo que Barnes intentó hacernos.
—Eso no importa.
—Nora —Eph no quería pasar más tiempo del estrictamente necesario dentro de aquella trampa mortal—, ¿no crees que Barnes te habría dicho cualquier cosa…?
—Tenemos que buscarla —reiteró Nora, dándose media vuelta.
Fet la secundó.
—Tenemos el tiempo que dure el sol —comentó—. Antes de que la nube de cenizas se cierre de nuevo. Iremos a echar un vistazo.
Eph miró al exterminador y luego a Nora. Ellos tomaban las decisiones juntos. Eph era minoría.
—Está bien —concedió—. Hagámoslo con rapidez.
Gracias al resplandor del cielo, que permitía un poco de luz en el mundo —como un regulador de luz girando lentamente desde la iluminación más baja a la que le sigue en potencia—, el campamento cobró el aspecto de un lúgubre presidio o un puesto fronterizo de estilo militar. La gran valla que rodeaba el perímetro estaba rematada con una maraña de alambre de púas. La mayoría de los edificios eran rudimentarios, cubiertos con la suciedad de la lluvia contaminada, con la notable excepción del edificio administrativo, junto al cual estaba el símbolo corporativo de Stoneheart: una esfera negra dividida lateralmente en dos por un rayo azul acero, como un ojo parpadeando intermitentemente.
Nora los condujo rápidamente por el sendero que llevaba al interior del campamento, pasando por otras puertas interiores y edificios.
—La sala de maternidad —les dijo, señalando la puerta alta—. Las mujeres embarazadas permanecen aisladas, a salvo de los vampiros.
—¿Quizá por superstición?
—No sé, pero creo que realmente se trata de una cuarentena. ¿Qué le pasaría a un feto si la madre fuera convertida? —preguntó Nora.
—No lo sé. Nunca pensé en eso —dijo Fet.
—Parece que han tomado las precauciones de seguridad necesarias para que eso nunca suceda —comentó Nora.
Pasaron junto a la entrada principal, a lo largo de la pared interior. Eph miraba continuamente hacia atrás.
—¿Dónde están los humanos? —preguntó.
—Las mujeres embarazadas viven en las caravanas de allí. Los sangradores viven en barracones, en el lado oeste. Es como un campo de concentración. Creo que mi madre será procesada en esa zona que está más adelante.
Señaló dos edificios oscuros que estaban más allá de la sala de maternidad; ninguno de los dos tenía un aspecto prometedor. Se apresuraron hasta llegar a la entrada de un gran almacén. Los puestos de vigilancia instalados en la entrada estaban vacíos en ese momento.
—¿Es aquí? —preguntó Fet.
Nora miró a su alrededor, tratando de orientarse.
—Vi un mapa… No sé. No es lo que había imaginado.
Fet inspeccionó los puestos de vigilancia. Dentro había varios monitores con pantallas pequeñas; todo estaba oscuro. No se veían sillas ni interruptores.
—Los vampiros vigilan este lugar —observó Fet—. ¿Para mantener a los humanos fuera o dentro?
La entrada no estaba cerrada. La primera sala, que debía ser la oficina o el área de recepción, estaba ocupada con rastrillos, palas, azadas, carritos de jardinería, azadones y carretillas. El suelo era de tierra apisonada.
Oyeron gruñidos y chillidos procedentes del interior. Un escalofrío nauseabundo envolvió a Eph, pues en un primer momento pensó que eran ruidos humanos. Pero no.
—Son animales —dijo Nora, moviéndose hacia la puerta.
La enorme nave era un resplandor pletórico de zumbidos. Tenía tres pisos de altura, y dos veces el tamaño de una cancha de fútbol. Era básicamente una granja interior, imposible de abarcar con una sola mirada. Unas lámparas grandes colgaban de las vigas del techo, y también había torres de iluminación erigidas sobre un huerto y grandes parcelas. El calor era extremo, pero estaba atenuado por la brisa que provenía de unos ventiladores de gran tamaño.
Los cerdos se revolcaban en el fango, en el exterior de una pocilga sin techo. Al frente había un gallinero con altas alambradas, cerca de lo que parecían ser un establo y un corral de ovejas, según indicaban los sonidos. El olor a estiércol se propagaba con la brisa de la ventilación.
Eph se tapó los ojos por la fuerte luz proyectada desde arriba, que eliminaba todas las sombras. Avanzaron por uno de los pasillos, en el cual se extendía un canal de riego perforado, que descansaba sobre unos soportes de unos sesenta centímetros de altura.
—Una fábrica de alimentos —anotó Fet, señalando las cámaras de los edificios—. La gente trabaja y los vampiros supervisan.
Entrecerró los ojos para mirar las luces.
—Tal vez sean rayos ultravioleta mezclados con lámparas normales, imitando la intensidad de luz que ofrece el sol.
—Los seres humanos también necesitan la luz —observó Nora.
—Los vampiros no pueden entrar. La gente permanece sola aquí, cuidando los animales y los cultivos.
—Dudo que los dejen solos —comentó Eph.
Gus los llamó con un silbido.
—Las vigas —indicó.
Eph miró hacia arriba. Recorrió el techo con su mirada, obteniendo una vista panorámica, y vio una figura que se movía por una pasarela a unos dos tercios de altura de la pared.
Era un hombre, vestido con un abrigo largo y gris semejante a un guardapolvo, y un sombrero impermeable de ala ancha. Se movía tan rápido como podía a lo largo de la estrecha pasarela con barandillas.
—Un hombre de Stoneheart —dijo Fet.
Eran los empleados de Eldritch Palmer, que desde su fallecimiento le habían transferido su lealtad al Amo tras asumir el control de la gran infraestructura industrial del conglomerado de Palmer. Eran simpatizantes de los strigoi, y especuladores, en términos de la nueva economía basada en víveres y en un techo.
—¡Eh! —gritó Fet. El hombre no respondió; simplemente agachó la cabeza y se movió con mayor rapidez.
Eph recorrió la pasarela con sus ojos, hasta llegar al rincón. En una plataforma amplia y triangular —un puesto de observación con el soporte de un francotirador— asomaba el cañón de una metralleta, apuntando hacia el techo, a la espera de alguien que la manejara.
—Agachaos —dijo Fet, y se dispersaron. Gus y Bruno corrieron hacia la entrada. Fet agarró a Nora y la puso a cubierto en un rincón del gallinero. Eph se apresuró al corral de las ovejas, y Joaquín a los cultivos.
Eph se agachó y corrió a lo largo de la valla; lo que más temía era quedarse atrapado en una situación como esta. Sin embargo, no iba a morir a manos humanas. Eso ya lo había decidido hacía mucho tiempo. Allí, eran objetivos al descubierto, en el tranquilo interior de la granja iluminada, pero él podía hacer algo al respecto.
Las ovejas se agitaron, balando con tanta fuerza que no pudo oír nada más. Miró hacia atrás y vio a Gus y a Bruno correr hacia una escalera lateral.
El empleado de Stoneheart llegó al soporte y comenzó a manipular la metralleta, dirigiendo el cañón hacia el suelo. Le disparó primero a Gus, ametrallando el suelo detrás de él hasta que lo tuvo fuera de su campo de tiro. Gus y Bruno corrieron hacia el lado opuesto, pero la escalera sobresalía de la pared, y el hombre de Stoneheart podía dar en el blanco antes de que consiguieran llegar a la pasarela.
Eph retiró los cables que cerraban el establo de las ovejas. La puerta se abrió de golpe y las ovejas salieron balando por todo el recinto. Eph se agarró a la valla y levantó su pie justo a tiempo, evitando ser pisoteado por las ovejas que escapaban.
Oyó disparos, pero no miró hacia atrás. Más bien corrió al establo de las vacas y repitió el procedimiento, abriendo la puerta corredera y liberando al ganado. No eran Holstein gordas, sino vacas flacas, con la piel colgando de sus flancos y los ojos muy abiertos y ágiles. Salieron en todas las direcciones, algunas galopando hacia el huerto y derribando los manzanos de troncos débiles.
Eph recorrió la zona de productos lácteos en busca de sus compañeros. Vio a Joaquín, muy lejos hacia la derecha, detrás de una de las lámparas de los huertos con una herramienta en la mano, apuntando con ella al francotirador. Fue una idea genial, pues distrajo al hombre de Stoneheart para que Gus y Bruno pudieran subir por la escalera. Joaquín se puso a cubierto y el empleado de Stoneheart arrancó la lámpara que tenía cercana para ocultarse en las sombras, de modo que la bombilla explotó con una lluvia de chispas.
Fet corría, parapetándose detrás de una vaca desorientada mientras se aproximaba a una escalera adosada a la pared, al lado derecho del soporte del tirador. Eph se encontraba en una esquina de la lechería, pensando en correr hacia el muro, cuando la tierra empezó a saltar a sus pies. Corrió hacia atrás mientras las balas mordían la esquina de madera donde un momento antes había apoyado la cabeza.
La escalera se estremeció mientras Fet subía hacia la pasarela. El hombre de Stoneheart se movía en todas las direcciones, tratando de dirigir el arma hacia Gus y Bruno, pero ellos estaban acuclillados junto a la pasarela y las balas impactaron contra los barrotes de hierro. Joaquín alumbró al empleado de Stoneheart con otra lámpara y Fet vio la mueca en la cara del hombre, como si supiera que sería derrotado. ¿Quiénes eran aquellas personas dispuestas a cumplir la voluntad de los vampiros?
«Inhumanos», pensó.
Y ese pensamiento le dio fuerzas para salvar los últimos peldaños. El hombre de Stoneheart no había visto que se acercaban a él por su lado ciego, pero en cualquier momento podía mirar en esa dirección. Imaginar el largo cañón de la ametralladora escupiendo balas hacia él le hizo correr más rápido, y sacó la espada de su mochila.
«Hijos de puta inhumanos».
El hombre de Stoneheart oyó o sintió las botas de Fet. Dio media vuelta, con los ojos completamente abiertos, antes de disparar el arma, aunque demasiado tarde. Fet estaba muy cerca. Le hundió la espada en el vientre, y luego la sacó. Desconcertado, el hombre cayó de rodillas; parecía tan sorprendido por la traición de Fet al nuevo orden vampírico como este por la traición de aquel a su propia especie. Vomitó sangre y bilis, que cayeron estrepitosamente sobre el cañón humeante.
El sufrimiento agónico del hombre era muy diferente al de cualquier vampiro. Fet no estaba acostumbrado a matar a otros seres humanos. La espada de plata era eficaz para matar vampiros, pero totalmente inútil para liquidar a seres humanos.
Bruno llegó corriendo desde la otra pasarela, agarró al hombre antes de que Fet pudiera reaccionar y lo arrojó por encima del borde inferior del soporte. El empleado de Stoneheart se agitó en el aire; la sangre salía de su cuerpo y cayó de cabeza contra el suelo. Gus agarró el gatillo del arma humeante. Giró el cañón en todas las direcciones, inspeccionando toda la granja artificial. Luego lo levantó y apuntó a los numerosos reflectores que iluminaban la granja como lámparas de cocina.
Fet oyó unos gritos y reconoció la voz de Nora, que estaba debajo de él agitando los brazos y señalando el arma mientras las ovejas corrían a su lado.
Fet agarró a Gus de los brazos, justo por debajo de sus hombros. No para detenerlo, sino para llamar su atención.
—No —le dijo, refiriéndose a las lámparas—. Esta comida es para los seres humanos.
Gus hizo una mueca, pues quería acabar con aquellas instalaciones. Alejó el cañón de las luces brillantes y disparó a través del edificio cavernoso; las ráfagas abrieron agujeros en la pared del fondo, y una lluvia de cartuchos cayó alrededor del soporte.
Nora fue la primera en salir de la granja interior. Notaba cómo los otros la empujaban para que saliera; la luz pálida del cielo se desvanecería pronto. Se sintió más angustiada a cada paso que daba, y empezó a correr.
El otro edificio estaba rodeado por una valla cubierta con una tela metálica negra, opaca. Pudo ver el interior del edificio; era una estructura antigua, la vieja planta procesadora de alimentos, y no tan grande como la granja. Un edificio industrial de aspecto impersonal, que decía «matadero» a gritos.
—¿Es este? —preguntó Fet.
Más allá, Nora vio que la valla exterior describía una curva.
—A menos que… sea distinto al plano.
Ella se aferró a esa esperanza. Obviamente, no era la entrada a una comunidad de jubilados ni a ningún otro tipo de edificio acogedor.
Fet la detuvo.
—Déjame entrar primero —dijo—. Espérame aquí.
Ella lo vio alejarse, mientras sus compañeros la rodeaban, al igual que las dudas en su mente.
—¡No! —dijo con determinación, y alcanzó a Fet. Tenía la respiración entrecortada y sus palabras eran poco audibles—. Iré contigo.
Fet abrió la puerta lo justo para que pudiera entrar. Los otros se dirigieron a otra puerta lateral separada de la entrada principal; estaba entornada.
La maquinaria zumbaba en el interior. Un fuerte olor, difícil de identificar en un principio, impregnaba el aire.
Un olor metálico, como de monedas viejas en un puño sudoroso y caliente. Sangre humana.
Nora se detuvo un instante. Sabía lo que iba a ver, incluso antes de llegar a los primeros cubículos.
Dentro de unas habitaciones no más grandes que un cuarto de baño para discapacitados, varias sillas de ruedas con respaldos altos estaban reclinadas debajo de unos tubos plásticos en espiral que colgaban de los tubos de alimentación. Estos tubos, largos y asépticos, eran utilizados para transportar la sangre humana hasta un sistema de recipientes rodantes. Los cubículos estaban vacíos.
Más adelante, pasaron junto a una cámara frigorífica donde la sangre era empaquetada y almacenada durante el siniestro proceso de recogida. Su fecha de caducidad natural era de cuarenta y dos días, aunque como sustento para vampiros —como alimento puro— el lapso de tiempo tal vez fuera mucho más corto.
Nora supuso que las personas mayores eran llevadas allí, inmovilizadas en las sillas de ruedas, mientras los tubos extraían la sangre de su cuello. Ella casi podía verlos con los ojos en blanco, seguramente llevados allí por el control que tenía el Amo de sus mentes viejas y frágiles.
Nora se sintió cada vez más angustiada y siguió buscando; sabía la verdad, pero no podía aceptarla. Gritó el nombre de su madre, y el silencio como respuesta fue horrible, haciendo que su propia voz retumbara en sus oídos y vibrara en medio de su desesperación.
Llegaron a una amplia sala; los azulejos cubrían tres cuartas partes de las paredes, y varios desagües en el suelo estaban manchados de rojo. Un matadero. Cadáveres arrugados colgando de los ganchos, con la piel desollada extendida y apilada en el suelo.
Nora sintió náuseas, pero no tenía nada que expulsar en su estómago vacío. Se agarró del brazo de Fet, y él la ayudó a mantenerse en pie.
«Barnes», pensó. Ese carnicero mentiroso vestido de uniforme.
—Lo mataré —dijo.
Eph se acercó a ellos.
—Tenemos que irnos.
Nora, que había hundido su cabeza en el pecho de Fet, notó que éste asentía.
—Enviarán helicópteros y a la policía con armas de fuego convencionales —advirtió Eph.
Fet envolvió a Nora en su brazo y la acompañó hasta la puerta más cercana. Nora no quería ver nada más. Quería salir de aquel campamento para siempre.
En el exterior, el cielo moribundo presentaba el color amarillo de los enfermos de ictericia. Gus trepó a la cabina de una excavadora aparcada al otro lado del camino de tierra, cerca de la valla. Movió los controles, y el motor se encendió.
Nora miró hacia arriba tras advertir la rigidez de Fet. Una docena de seres humanos fantasmales, ataviados con monos, merodeaban por allí, después de vagar por las barracones contraviniendo el toque de queda. Sin duda, se habían sentido atraídos por el tableteo de la metralleta y por las alarmas. O tal vez debían cumplir su horrible tarea en el matadero.
Gus bajó de la máquina para reprocharles su pasividad y cobardía. Pero Nora lo detuvo.
—No son cobardes —aclaró—. Están desnutridos, tienen hipotensión, es decir, la presión arterial baja… Tenemos que ayudarles a valerse por sí mismos.
Fet dejó que Nora subiera a la cabina de la excavadora y moviera los controles.
—Gus —dijo Bruno—, yo me quedo aquí.
—¿Qué? —exclamó Gus.
—Me quedaré aquí hasta acabar con toda esta mierda. Ha llegado la hora de una pequeña venganza. De demostrarles que mordieron al hijo de puta equivocado.
Gus captó su intención de inmediato.
—Eres todo un héroe malvado, hombre.
—El más malo. Más malo que tú.
Gus sonrió, ahogado por el orgullo hacia su amigo.
Chocaron sus manos, tirando el uno del otro en un abrazo fraternal. Joaquín hizo lo mismo.
—Nunca te olvidaremos, hombre —dijo Joaquín.
El rostro de Bruno mostraba su enfado, a fin de ocultar sus emociones más profundas. Volvió a mirar al edificio donde extraían la sangre.
—Y estos hijos de puta tampoco. Te lo garantizo —aseveró Bruno.
Fet le había dado la vuelta a la excavadora y la llevó hacia delante, embistiendo la valla perimetral y destrozándola con las orugas del tractor.
Se escucharon las sirenas de la policía. Eran muchas, cada vez más próximas.
—Señora —dijo Bruno, dirigiéndose a Nora—, voy a quemar este lugar. Por usted y por mí. Se lo aseguro.
Nora asintió, todavía inconsolable.
—Marchaos ya —dijo Bruno, mirando de nuevo el matadero, con su espada en la mano—. ¡Todos vosotros! —les increpó a los humanos, ahuyentándolos—. Necesito cada minuto que me queda.
Eph le ofreció su mano a Nora, pero Fet ya estaba de vuelta a su lado, y salió del brazo de Fet, pasando a un lado de Eph, que tras un breve momento de vacilación los siguió por la cerca derribada.
Bruno, furioso de dolor, notó los gusanos moverse en su interior. El enemigo estaba dentro de su sistema circulatorio, propagándose a través de sus órganos y retorciéndose dentro de su cerebro. Se movió con rapidez, llevando las lámparas ultravioleta desde la granja a la fábrica de extracción de sangre. Las colgó de las puertas para retrasar la incursión de los vampiros. Luego se dedicó a romper los tubos y a desmantelar los aparatos de recogida de sangre, como si desgarrara sus arterias infectadas. Apuñaló las bolsas de sangre refrigerada abriéndoles tajos, dejando el suelo y su ropa bañados de un color escarlata, no sin antes asegurarse de derramar hasta la última gota de los recipientes. A continuación destruyó los equipos, las aspiradoras y las bombas.
Los vampiros intentaban entrar, pero se quedaban achicharrados por la luz ultravioleta. Bruno descolgó los cadáveres y las pieles humanas, pero no sabía qué hacer con ellos. Deseó tener gasolina y cerillas. Encendió las máquinas y cortó los cables con la intención de provocar un cortocircuito en el sistema eléctrico.
Cuando el primer policía se abrió paso, encontró a un Bruno de aspecto salvaje, completamente cubierto de sangre, que estaba destrozando el lugar. Le disparó a quemarropa. Dos ráfagas le rompieron la clavícula y el hombro izquierdo, haciéndolos añicos.
Bruno oyó que otros entraban y subió por una escalera situada junto a los estantes de almacenamiento, ascendiendo hasta el punto más alto del edificio. Se colgó con una sola mano sobre los policías y los vampiros, atraídos tanto por la destrucción como por la sangre que empapaba su cuerpo y goteaba al suelo. Mientras los vampiros corrían por la escalera y se lanzaban hacia él, Bruno arqueó el cuello sobre las criaturas hambrientas que estaban abajo. Llevándose su espada a la garganta, gritó: «¡A la mierda!», y derramó el último paquete de sangre humana que quedaba en el edificio.
Nueva Jersey
EL AMO PERMANECIÓ INMÓVIL EN EL ATAÚD lleno de marga —que el infiel Abraham Setrakian había hecho a mano— transportado en la penumbra de la parte trasera de una furgoneta, que formaba parte de un convoy de cuatro vehículos que iba de Nueva Jersey a Manhattan.
Los innumerables ojos del Amo habían presenciado la estela luminosa de la nave espacial consumiéndose en el cielo oscuro, desgarrando la noche como la uña de Dios. Y luego la columna de luz y el desafortunado aunque no sorprendente regreso del Nacido…
Este suceso coincidía exactamente con la crisis que vivía Ephraim Goodweather. El rayo flamígero le había salvado la vida. El Amo lo sabía: no había coincidencias, solo presagios.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué auguraba este incidente? ¿Qué fuerza escondía Goodweather para lograr que los agentes de la naturaleza acudieran en su rescate?
Un desafío.
Un desafío verdadero y directo que el Amo aceptaba de buen grado, pues la victoria es proporcional a la grandeza del enemigo.
Que el cometa artificial incendiara el cielo de Nueva York confirmaba la intuición del Amo de que su lugar de origen, aún desconocido, se encontraba en algún sector de esa región geográfica. Esa certidumbre motivó al Amo. En cierto modo, era como un reflejo del cometa que anunció el lugar de nacimiento de otro dios que caminó sobre la Tierra dos mil años antes.
La tregua de luz estaba a punto de llegar a su fin, y los vampiros se disponían a salir de sus guaridas. Su rey extendió la mano, preparándolos para la batalla, movilizándolos con su mente.
A todos y a cada uno de ellos.