Capítulo cuarenta y cuatro

Doblo por la calle de Roman, aparco frente al camino de entrada y corro hacia la puerta principal para echarla abajo de una patada. Observo cómo se astilla la madera antes de que la puerta quede colgando de las bisagras y se abra ante mí. Albergo la esperanza de pillarlo desprevenido para poder golpear todos sus chacras y acabar con él de una vez por todas.

Avanzo despacio sin dejar de mirar a mi alrededor. Me fijo en las paredes, pintadas del color de la cascara del huevo, en los jarrones llenos de flores de seda, en las láminas tamaño póster con la firma de los «sospechosos habituales»: Noche estrellada, de Van Gogh; El beso, de Gustav Klimt; y también una enorme reproducción de El nacimiento de Venus, de Botticelli, protegida por un marco dorado y situada encima de la repisa de la chimenea.

Por extraño que parezca, todo me resulta bastante normal, así que no puedo evitar preguntarme si me habré equivocado de casa. Esperaba algo extravagante, escabroso, un conjunto postapocalíptico con sofás de cuero negro, mesas cromadas, muchísimos espejos y obras de arte desconcertantes… Algo más moderno, más siniestro. Cualquier cosa menos este tranquilo palacio de cretona en el que no logro encajar a alguien como Roman.

Recorro la casa y compruebo todas las habitaciones, todos los armarios; incluso miro debajo de la cama. Cuando queda claro que no está aquí, vuelvo a la cocina, busco sus reservas de elixir y las arrojo al fregadero. Sé que es algo pueril, un sinsentido que no supondrá la más mínima diferencia, ya que todo volverá atrás en cuanto me vaya. Pero, aunque solo suponga una leve inconveniencia, por lo menos sé que esa inconveniencia la habré causado yo.

Luego rebusco en los cajones en busca de un trozo de papel y un bolígrafo, porque necesito hacer una lista de las cosas que no se me pueden olvidar. Un sencillo grupo de instrucciones que no resultarán demasiado confusas para alguien que probablemente no recordará lo que significan, y que sin embargo serán lo bastante claras y concisas como para evitar que repita los mismos y terribles errores de nuevo.

Escribo:

1. ¡No vuelvas a por la sudadera!

2. ¡No confíes en Drina!

3. ¡No vuelvas a por la sudadera bajo ningún concepto!

Y luego, para no olvidarlo por completo y con la esperanza de que active algún resorte en mi memoria, añado:

4. Damen IMAGE

Y después de repasarlo otra vez (y una vez más) para asegurarme de que está todo y de que no he pasado nada por alto, doblo el papel en un cuadradito, me lo guardo en el bolsillo y me acerco a la ventana. Cuando miro hacia arriba, veo que el cielo ha adquirido un tono azul oscuro sin rastro de sol y que la luna llena flota a un lado. Luego respiro hondo y me dirijo hacia el horrible sofá de cretona. Sé que ha llegado el momento.

Cierro los ojos y estiro los brazos hacia la luz, impaciente por experimentar esa gloria resplandeciente una última vez. Aterrizo sobre las suaves briznas de hierba de ese campo vasto y fragante. Gracias a su suavidad y su exuberancia, corro, brinco y doy vueltas por el prado; hago piruetas, saltos mortales hacia atrás y hacia delante. Acaricio con los dedos las maravillosas flores de pétalos palpitantes e inhalo su deliciosa esencia mientras paseo entre los árboles vibrantes que flanquean el arroyo lleno de colores. Tengo la intención de verlo todo, de memorizar hasta el último detalle. Desearía que hubiera una forma de guardar este maravilloso sentimiento y conservarlo para siempre.

Luego, como tengo poco tiempo y necesito verlo una última vez, estar con él como antes, cierro los ojos para hacer aparecer a Damen.

Lo visualizo tal y como apareció por primera vez ante mí en el aparcamiento del instituto. Comienzo por su brillante cabello oscuro, que se ondula alrededor de sus pómulos y llega justo hasta sus hombros; sigo con sus oscuros y profundos ojos almendrados, que ya por entonces me resultaban extrañamente familiares. ¡Y los labios! Esos labios carnosos e incitantes con la forma perfecta del arco de Cupido. Y ese cuerpo grande y musculoso… El recuerdo es tan intenso, tan tangible, que cada matiz, cada poro de su piel está presente.

Y cuando abro los ojos lo descubro inclinándose ante mí, ofreciéndome su mano para poder disfrutar de nuestro último baile. Así pues, coloco mi mano sobre la suya mientras él me rodea la cintura con el brazo y me guía a través de ese espléndido prado en una serie de grandes círculos. Nuestros cuerpos se balancean, nuestros pies parecen flotar al compás de una melodía que solo nosotros escuchamos. Y cada vez que él empieza a desvanecerse, cierro los ojos y lo hago aparecer de nuevo para seguir el baile donde lo dejamos. Como el conde Fersen y María Antonieta, como Alberto y Victoria, como Marco Antonio y Cleopatra… Somos los amantes más famosos del mundo, todas las parejas que hemos sido alguna vez. Y hundo la cara en el hueco cálido y dulce de su cuello, negándome a permitir que nuestra canción llegue a su fin.

Sin embargo, aunque en Summerland no existe el tiempo, sí que existe allí donde voy. Así que deslizo los dedos por su rostro para memorizar la suavidad de su piel, su mandíbula y la textura de sus labios cuando se aprietan contra los míos.

Quiero convencerme de que es él… de que realmente es él… incluso mucho después de que se haya desvanecido.

En el momento en que salgo del prado, me encuentro a Romy y a Rayne, que me esperan justo en la linde. Y, por la expresión de sus rostros, sé que han estado observándome.

—Te estás quedando sin tiempo —dice Rayne, que me mira con esos ojos enormes que siempre consiguen sacarme de quicio.

Sin embargo, sacudo la cabeza y sigo mi camino; me molesta saber que han estado espiándome y estoy harta de que sigan entrometiéndose.

—Lo tengo todo pensado —explico por encima del hombro—. Así que sois libres de… —Me quedo callada, ya que no tengo la menor idea de a qué se dedican cuando no están importunando. Así que me encojo de hombros. Sé que, tramen lo que tramen, ya no me atañe.

Caminan a mi lado sin dejar de mirarse, comunicándose en ese lenguaje íntimo de las gemelas antes de decir:

—Algo no va bien. —Clavan la mirada en mí, instándome a escuchar—. Algo va terriblemente mal. —Sus voces se mezclan en perfecta armonía.

Sin embargo, yo me limito a hacer un gesto de indiferencia, porque no tengo el menor interés en descifrar sus códigos.

Cuando veo los escalones de mármol ante mí, corro hacia delante. Veo por el rabillo del ojo las estructuras más hermosas del mundo antes de entrar en tromba en el edificio. Las voces de las gemelas quedan silenciadas por las puertas que se cierran a mi espalda. Permanezco de pie en el enorme vestíbulo de mármol y cierro los ojos con fuerza, esperando que no desaparezca como la última vez, esperando poder regresar a tiempo.

Pienso: «Estoy preparada. Estoy preparada, de verdad. Así que, por favor, permite que regrese. Permite que regrese a Eugene, Oregón. Con mi madre, mi padre, Riley y Buttercup. Por favor, déjame volver… y todo volverá a estar bien…».

Y justo después aparece un pasillo corto con una habitación al fondo… Una habitación vacía, salvo por una mesa y un taburete. Pero no se trata de una vieja mesa cualquiera. Es una de esas enormes mesas de metal, parecida a las que teníamos en el laboratorio de química de mi antiguo instituto. Y, cuando me siento en el taburete, una gigantesca esfera de cristal levita delante de mí. Empieza a parpadear y a emitir destellos hasta que aparezco en la imagen, sentada delante de esta misma mesa de metal, atareada con un examen de ciencias. Y, aunque es la última escena que habría elegido repetir, sé que es mi única oportunidad para regresar.

De modo que respiro hondo, presiono el dedo contra la pantalla… y ahogo una exclamación cuando todo lo que me rodea se vuelve negro.