Me despierto temprano. Supongo que se debe a que es el último día de mi vida, al menos de la vida que he construido aquí, y a que estoy impaciente por vivirlo tan intensamente como pueda. Estoy segura de que seré recibida por los coros habituales de «¡Lerda!» y «¡Fracasada!», y los más recientes de «¡Bruja!». Pero el hecho de saber que será la última vez que los escuche hace que todo resulte diferente.
En Hillcrest High (el instituto al que voy a regresar) tengo muchísimos amigos, así que la perspectiva de entre semana resulta mucho más atractiva, casi divertida. No recuerdo ni una sola vez en la que me sintiera tentada de saltarme las clases (como me ocurre aquí todo el tiempo) y nunca me deprimió la idea de no encajar.
Y, para ser sincera, creo que esa es la razón por la que tengo tantas ganas de regresar. Porque, dejando a un lado la emoción que me produce la posibilidad de volver a ver a mi familia, el hecho de tener un grupo de amigos que me quieren y me aceptan tal como soy… hace que la decisión resulte mucho más fácil.
Una decisión que tomaría en un abrir y cerrar de ojos si no fuera por Damen.
No obstante, aunque apenas puedo aceptar la idea de que jamás volveré a verlo de nuevo (jamás volveré a sentir el contacto de su piel, la calidez de su mirada ni sus labios sobre los míos), sigo empeñada en seguir adelante.
Si eso significa recuperar mi antigua vida y regresar con mi familia… en realidad no me queda otra opción.
Drina me mató para poder quedarse con Damen. Y Damen me trajo de vuelta para poder seguir conmigo. Y, aunque lo quiero con locura, aunque se me parte el corazón ante la posibilidad de no volver a verlo, ahora sé que cuando me devolvió la vida alteró el orden natural de las cosas. Me convirtió en algo que jamás debería haber sido.
Y mi deber es volver a colocarlo todo en su lugar.
Me sitúo delante del armario para buscar mis vaqueros más nuevos, un suéter negro con cuello de pico y mis flamantes bailarinas negras… la misma ropa que llevaba puesta en la visión. Después me paso los dedos por el pelo, me aplico un poco de brillo de labios y me pongo los pendientes con brillantes diminutos que mis padres me regalaron en mi decimosexto cumpleaños (porque ellos se darían cuenta al instante si no los llevo puestos). La pulsera con forma de herradura que Damen me regaló no tiene lugar en la vida a la que voy a regresar, pero no pienso quitármela.
Luego cojo el bolso, echo un último vistazo a mi habitación, ridiculamente grande, y me encamino hacia la puerta. Estoy impaciente por examinar por última vez la vida que no siempre disfruté y de la que probablemente no recordaré nada. Necesito despedirme de algunas personas y arreglar unas cuantas cosas antes de marcharme para siempre.
Empiezo a buscar a Damen en el mismo instante en que entro en el aparcamiento del instituto. Lo busco a él, su coche, cualquier cosa, cualquier nimiedad, lo que sea. Quiero ver cualquier cosa relacionada con él mientras pueda, así que me siento muy decepcionada al comprobar que no está.
Aparco el coche y me dirijo a clase. Intento no dejarme llevar por el pánico, no sacar conclusiones precipitadas, no reaccionar de forma exagerada por que todavía no haya llegado. Porque, aunque se está volviendo más y más normal a medida que el veneno destruye poco a poco las mejoras conseguidas en cientos de años, a juzgar por el aspecto que tenía ayer (todavía maravilloso, sexy y nada envejecido), me da la impresión de que todavía faltan bastantes días para que toque fondo.
Además, sé que aparecerá tarde o temprano. ¿Por qué no iba a hacerlo? Es la estrella indiscutible del instituto. El más guapo, el más rico, el que organiza las fiestas más increíbles o, al menos, eso he oído. Casi le hacen una ovación cuando aparece. ¿Quién resistiría algo así, eh?
Camino entre los estudiantes y me fijo en la gente con la que nunca he hablado y que jamás me ha dirigido la palabra salvo para gritarme cosas horribles. Y, aunque estoy segura de que ellos no me echarán de menos, no puedo evitar preguntarme si se darán cuenta de que me he ido. Si todo sale como lo he planeado, volveré al pasado, ellos volverán al pasado y el tiempo que he vivido aquí se convertirá en un mero parpadeo en sus pantallas.
Respiro hondo y me encamino hacia la clase de lengua mientras me preparo mentalmente para ver a Damen con Stacia, pero cuando entro, me la encuentro sola. En realidad está cuchicheando con Hoñor y con Craig, como de costumbre, pero Damen no está por ningún lado. Y, cuando paso a su lado de camino a mi sitio, lista para esquivar cualquier cosa que pueda arrojar en mi camino, solo me encuentro silencio. Es obvio que se niega a reconocer mi presencia y que no piensa molestarse en ponerme la zancadilla, y eso me llena de miedo e intranquilidad.
Después de sentarme en mi sitio y colocar mis cosas, me paso los siguientes cincuenta minutos paseando la mirada entre el reloj y la puerta, más nerviosa a cada segundo que pasa. Me imagino toda clase de posibilidades horribles hasta que por fin suena el timbre y salgo pitando hacia el pasillo.
Ha llegado la cuarta hora y Damen sigue sin aparecer, así que está a punto de darme un síncope cuando entro en la clase de historia y veo que Roman tampoco está.
—Ever —dice el señor Muñoz cuando me pongo a su lado para contemplar con la boca abierta y un nudo en el estómago el sitio vacío de Roman—, tienes mucho trabajo que hacer para ponerte al día.
Lo miro de reojo. Sé que quiere hablar sobre mi asistencia a clase, las tareas que me faltan y otros asuntos irrelevantes que no necesito oír. Corro hacia la puerta, atravieso el patio a la carrera y dejo atrás las mesas del comedor antes de detenerme en la acera. Suelto un suspiro de alivio cuando lo veo. Bueno, no lo veo a él, pero veo su coche. El resplandeciente BMW negro que tanto solía mimar y que ahora tiene una gruesa capa de polvo y barro está aparcado de cualquier manera en una zona no autorizada.
A pesar de todo, a pesar de lo asqueroso que está, lo miro como si fuera la cosa más bonita que hubiese visto en mi vida. Porque sé que si su coche está aquí, él también lo está. Y que todo va bien.
Justo cuando pienso que debería cambiarlo de sitio para que no se lo lleve la grúa, alguien carraspea a mi espalda y una voz grave dice:
—Disculpe, ¿no debería estar en clase?
Me doy la vuelta y descubro al director Buckley.
—Hum… sí… —le digo—, pero primero quería… —Señalo el coche mal aparcado de Damen como si no solo pretendiera hacerle un favor a mi amigo, sino también a todo el instituto.
Pero a Buckley le preocupan menos las infracciones de aparcamiento que las continuas faltas injustificadas de las «delincuentes» como yo. Y, puesto que aún le escuece nuestro último y desafortunado encuentro, cuando Sabine transformó la expulsión en una suspensión, me mira de arriba abajo con los ojos entornados y dice:
—Tiene dos opciones. Puedo llamar a su tía y pedirle que abandone su trabajo para venir aquí… O… —Hace una pausa para intentar amedrentarme con el suspense, aunque no hace falta tener poderes psíquicos para saber adonde quiere ir a parar—. O puedo acompañarla de vuelta a clase. ¿Cuál prefiere?
Durante un momento me siento tentada de elegir la primera opción… solo para ver qué hace. Pero al final lo sigo de vuelta hasta el aula. Sus zapatos repiquetean sobre el cemento del patio y a lo largo del pasillo antes de dejarme frente a la puerta del señor Muñoz. Roman no solo ocupa ya su sitio, sino que además sacude la cabeza y se echa a reír mientras yo regreso al mío.
Y, aunque a estas alturas Muñoz está más que acostumbrado a mi comportamiento errático, es obvio que quiere llamarme la atención. Me pide que responda todo tipo de preguntas acerca de acontecimientos históricos, tanto los que hemos estudiado como los que no. Y, como mi mente está tan ocupada con Roman, Damen y mis planes de futuro, me limito a responder de manera mecánica, «visualizando» las respuestas de su mente y repitiéndolas casi al pie de la letra.
Así pues, cuando dice:
—Bueno, Ever, dime también qué cené anoche, anda…
Yo respondo de manera automática:
—Dos trozos de pizza que le habían sobrado y una copa y media de Chianti.
Mi cerebro está tan absorto en mis dramas personales que tardo un momento en darme cuenta de que se ha quedado boquiabierto.
De hecho, todo el mundo se ha quedado con la boca abierta.
Bueno, todo el mundo menos Roman, que se limita a sacudir la cabeza y a reír con más ganas que antes.
Y, justo cuando suena el timbre e intento salir pitando hacia la puerta, Muñoz me detiene y dice:
—¿Cómo lo haces?
Aprieto los labios y me encojo de hombros, como si no tuviera la más remota idea de lo que me habla. No obstante, es obvio que no va a dejar pasar el tema; lleva semanas dándole vueltas.
—¿Cómo… cómo sabes las cosas? —pregunta, mirándome con los ojos entornados—. Hechos históricos que ni siquiera hemos estudiado todavía… cosas sobre mí…
Bajo la vista al suelo y respiro hondo, preguntándome qué tendría de malo darle algún hueso que roer. Bueno, me marcho esta noche y lo más probable es que él no recuerde nada de esto, así que ¿qué mal podría hacer decirle la verdad?
—No lo sé. —Alzo los hombros en un gesto de indiferencia—. La verdad es que no hago nada. Las imágenes y la información aparecen sin más en mi cabeza.
Él me mira mientras decide si creerme o no. No tengo ni tiempo ni ganas de intentar convencerlo, pero quiero despedirme con algo agradable, así que le digo:
—Por ejemplo, sé que no debería rendirse con su libro, porque se lo publicarán algún día.
Abre los ojos de par en par. Su expresión varía entre la esperanza y la más absoluta incredulidad.
Y, aunque me mata tener que decirlo, aunque el mero hecho de pensarlo hace que me entren ganas de romper cosas, sé que es necesario añadir algo más, que lo correcto es decírselo. ¿Qué daño podría hacer? Me voy a marchar de todas formas, y Sabine se merece salir un poco y pasarlo bien. Además, dejando a un lado su afición por los calzoncillos de los Rolling Stones, su gusto por las canciones de Bruce Springsteen y su obsesión por la época renacentista… este tipo parece inofensivo. Por no mencionar que las citas no llevarán a ningún sitio, ya que he visto a mi tía saliendo con un tío que trabaja en su edificio….
—Se llama Sabine —le digo antes de pensarlo bien y cambiar de opinión. Al ver la confusión que inunda sus ojos, añado—: Ya sabe, la rubita de Starbucks. La mujer que derramó el batido en su camisa. Esa en la que no puede dejar de pensar.
Me mira fijamente; es obvio que se ha quedado sin habla. Y, dado que prefiero marcharme y dejar el asunto así, recojo mis cosas y me dirijo a la puerta. No obstante, echo un vistazo por encima del hombro para decirle:
—Y no debería darle miedo hablar con ella. En serio. Reúna coraje y acérquese sin más. Es una mujer muy agradable, ya lo verá.