Una vez reunidos todos los ingredientes, todos salvo el agua de manantial, el aceite de oliva virgen extra y las velas blancas largas (que Lina no tenía, aunque eran lo más normal que le había pedido), además de la cascara de naranja y la foto de Damen (que no esperaba encontrar allí), volvemos a mi coche.
Y no he hecho más que abrir la puerta cuando Ava dice:
—Creo que caminaré hasta casa desde aquí; en realidad vivo a la vuelta de la esquina.
—¿Estás segura?
Extiende los brazos hacia los lados como si quisiera abrazar la noche. Sus labios se curvan en una sonrisa.
—Se está tan bien aquí fuera que quiero disfrutarlo —me dice.
—¿Tan bien como en Summerland? —inquiero. No puedo evitar preguntarme a qué viene este repentino brote de felicidad, ya que en la sala trasera de Lina estaba muy seria.
Ella echa la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto la piel pálida de su cuello, y suelta una carcajada. Luego me mira a los ojos.
—No te preocupes. No tengo planeado abandonar la sociedad y trasladarme allí de forma permanente. Aunque me parece maravilloso tener la posibilidad de visitar el lugar cuando necesito una pequeña escapada.
—Ten cuidado y no vayas demasiado a menudo —le aconsejo, la misma advertencia que Damen me hizo una vez—. Summerland resulta adictivo —añado al ver que ella se abraza la cintura y se encoge de hombros, aunque sé que no he hecho más que malgastar el aliento, porque es obvio que volverá tan pronto y tan a menudo como le sea posible.
—Bueno, ¿tienes todo lo que necesitas? —me pregunta.
Asiento con la cabeza y me apoyo contra la puerta del coche.
—Y el resto lo conseguiré de camino a casa.
—¿Seguro que estás preparada para esto? —Me mira con expresión seria una vez más—. Ya sabes, para abandonar esta vida. Para dejar a Damen…
Trago saliva con fuerza. Prefiero no pensar en eso. Prefiero mantenerme ocupada, concentrarme en una sola cosa en cada instante hasta que llegue mañana y sea el momento de decir adiós.
—Porque una vez que lo hayas hecho, no podrás volver atrás.
Hago un gesto despreocupado con los hombros y sostengo su mirada antes de decir:
—Según parece, eso no es cierto. —Contemplo cómo inclina la cabeza a un lado y el cabello rojizo le cubre el rostro, hasta que ella atrapa los mechones y se los coloca detrás de la oreja.
—Pero vas a ser… bueno, eres consciente de que volverás a ser normal, ¿verdad? No tendrás acceso a semejantes conocimientos, no sabrás nada de… ¿Estás segura de que quieres regresar a todo eso?
Clavo la mirada en el suelo y le doy una patada a una piedra pequeña.
—Escucha, no voy a mentirte. Todo está ocurriendo mucho más rápido de lo que esperaba. Tenía la esperanza de tener algo más de tiempo para… acabar las cosas. Sin embargo, últimamente… Bueno, sí, creo que estoy preparada. —Hago una pausa para repetir esas palabras en mi mente, a sabiendas de que no transmiten lo que siento en realidad—. Lo que quiero decir es que «sé» que estoy preparada. De hecho, estoy más que preparada. Porque volver a poner todo en su lugar y vivir las cosas tal y como deberían haber sido… bueno, me parece lo más correcto, ¿no crees?
Y, aunque no quería que ocurriera, mi voz se eleva al final de la frase haciendo que todo parezca una pregunta en lugar de la afirmación que pretendía hacer. Así pues, sacudo la cabeza y digo:
—Lo que quiero decir es que con toda certeza, sin ningún género de dudas, es lo más correcto. —Y después agrego—: Bueno, ¿por qué otro motivo si no tuve acceso a esos registros?
Ava me mira a los ojos sin vacilar y con expresión seria.
—Además, ¿te haces una idea de lo mucho que me entusiasma la idea de estar con mi familia de nuevo?
Extiende los brazos hacia mí y me estrecha con fuerza contra su pecho mientras susurra:
—Me alegro muchísimo por ti. De verdad. Y, aunque voy a echarte de menos, me honra que confíes en mí para finalizar el trabajo.
—No sé cómo darte las gracias —murmuro con un nudo en la garganta.
Sin embargo, ella se limita a acariciarme el pelo con la mano mientras replica:
—Créeme, ya lo has hecho.
Me aparto de ella y miro a mi alrededor para contemplar la espléndida noche que reina en esta encantadora ciudad costera. Apenas puedo creer que vaya a alejarme de todo esto… de Sabine, de Miles, de Haven, de Ava… de Damen… De todo. Como si jamás hubiera existido.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta Ava con voz suave y dulce, como si fuera capaz de leerme el pensamiento.
Asiento, me aclaro la garganta y señalo la pequeña bolsa púrpura con el nombre de la tienda (Mystics & Moonbeams) escrito en letras doradas que tiene a los pies.
—¿Seguro que tienes claro el uso de las hierbas? Debes guardarlas en un lugar seco y oscuro, y no puedes triturarlas ni añadirlas al… líquido rojo… hasta el último día… el tercer día.
—No te preocupes. —Se echa a reír—. Lo que no está aquí… —Coge la bolsa y se la aprieta contra el pecho— está aquí. —Se señala la frente y sonríe.
Asiento con la cabeza y parpadeo para contener las lágrimas. Me niego a venirme abajo, porque sé que esta es solo la primera de muchas despedidas.
—Me pasaré por tu casa mañana y te dejaré el resto —le digo—. Solo por si al final lo necesitas, aunque no lo creo. —Luego subo al coche, pongo el motor en marcha y me alejo. Me dirijo a Ocean sin un gesto de despedida, sin mirar atrás, porque sé que mi única esperanza ahora es mirar hacia el futuro y concentrarme en eso.
Después de parar en unos grandes almacenes para conseguir el resto de los objetos, subo las bolsas a mi habitación y extiendo su contenido sobre el escritorio. Rebusco entre los montones de aceites, hierbas y velas, impaciente por coger los cristales, ya que son los que requieren más trabajo. Hay que prepararlos de manera individual según su categoría antes de envolverlos con el saquillo de seda y sacarlos fuera a fin de que puedan absorber la mayor cantidad de luz de luna que sea posible. Así que, mientras tanto, hago aparecer una maja y un mortero (olvidé comprarlos en el supermercado, pero puesto que son una herramienta y no un ingrediente real, supongo que no pasa nada por manifestarlos) para poder machacar algunas de las hierbas y ponerlas a hervir en unas probetas (también manifestada), antes de mezclarlas todas con el hierro, los minerales y los polvos de colores que Lina introdujo en esos frascos de cristal etiquetados con tanto cuidado. Hay que completarlo todo en siete pasos precisos que comienzan con el repiqueteo del cuenco de cristal que ha sido afinado específicamente para vibrar en sintonía con el séptimo chacra a fin de proporcionar inspiración, percepción más allá del espacio y el tiempo y un montón de cosas más que conectan con lo divino. Y, mientras contemplo el montón de ingredientes apilados delante de mí, no puedo evitar sentir un arrebato de excitación, ya que sé que todo empieza a encajar después de unas cuantas salidas en falso.
Decir que me preocupaba no poder encontrar estas cosas en un solo lugar sería un eufemismo. Era una lista tan extraña y variada que ni siquiera sabía si existirían algunas de las cosas, y eso me deprimió incluso antes de empezar. Pero Ava me aseguró que Lina no solo podría proporcionármelas, sino que además era de plena confianza. Y, aunque todavía no tengo claro esto último, lo cierto es que no podía acudir a nadie más.
No obstante, la forma en que Lina me miraba, esa forma de observarme con los ojos entornados mientras reunía los polvos y las hierbas, me puso de los nervios. Y cuando cogió el boceto que yo había dibujado y me preguntó: «¿Qué es exactamente lo que piensas poner en práctica? ¿Alguna fórmula alquímica?», tuve la certeza de que había cometido un error colosal.
Ava me miró de reojo y estaba a punto de intervenir cuando sacudí la cabeza y me obligué a responder con una sonrisa:
—Bueno, si se refiere a la alquimia en el verdadero significado de la palabra (dominar la naturaleza, prevenir el caos y prolongar la vida durante un tiempo indeterminado)… —una definición que había memorizado poco antes, después de buscar la palabra en el diccionario— entonces no. Me temo que mis intenciones no son tan elevadas. Solo pretendo hacer un poco de magia blanca: lanzar un hechizo para aprobar los exámenes finales, para conseguir una cita para el baile de graduación y quizá para acabar con mis alergias, que están a punto de entrar en todo su apogeo ahora que llega la primavera. Porque no quiero salir en las fotos con la nariz roja y goteante, ¿sabe?
Y, al ver que eso no había conseguido convencerla, en especial la parte de las alergias, añadí:
—Por eso necesito el cuarzo rosa, porque, como bien sabe, se supone que atrae el amor… Ah, y también la turquesa… —Señalé el colgante que llevaba—. Bueno, ya sabe que es famosa por su capacidad de sanación y… —Aunque estaba preparada para seguir parloteando y recitar todas las cosas que había aprendido apenas una hora antes, decidí acabar así y me encogí de hombros.
Desenvuelvo los cristales con mucho cuidado y sostengo cada uno de ellos en ambas palmas antes de cerrar los dedos e imaginarme una brillante luz blanca que penetra hasta su núcleo y lleva a cabo el importantísimo paso de «limpieza y purificación», el cual, según leí en internet, no es más que el primer paso para preparar las piedras. El segundo es pedirles (¡en voz alta!) que absorban la poderosa energía de la luna a fin de proporcionar el servicio para el que la naturaleza las ha creado.
—Turquesa —susurro. Echo un vistazo a la puerta para asegurarme de que está cerrada, ya que sería de lo más embarazoso que Sabine entrara y me pillara arrullando un montón de piedras—. Te pido que sanes, purifiques y equilibres los chacras, que es para lo que te ha creado la naturaleza. —Respiro hondo y le transmito a la piedra la energía de mis intenciones antes de meterla en el saquillo y coger la siguiente. Me siento ridícula y un poco farsante, pero sé que no me queda más remedio que seguir adelante.
Continúo con el cuarzo rosa pulido; cojo las piedras una por una y las inundo con luz blanca antes de repetir cuatro veces (una por cada una):
—Deseo que traigas amor incondicional y paz infinita.
Las dejo en el saquillo de seda roja y contemplo cómo se sitúan alrededor de la turquesa.
Luego cojo la estaurolita (una hermosa piedra que, según dicen, está formada a partir de las lágrimas de las hadas) y le pido que me proporcione la sabiduría de otras épocas, buena suerte y la ayuda necesaria para contactar con otras dimensiones.
A continuación, sujeto con ambas manos el trozo grande de zoisita. Después de limpiarla con la luz blanca, cierro los ojos y susurro:
—Deseo que transformes todas las energías negativas en positivas, que ayudes en la conexión con los reinos místicos y que…
—¿Ever? ¿Puedo pasar?
Contemplo la puerta y sé que lo único que me separa de Sabine es una hoja de madera de cuatro centímetros. Luego observo el montón de hierbas, aceites, velas y polvos, y la piedra a la que le estoy hablando.
—Y que, por favor, ayudes en la recuperación, las enfermedades y ¡todo lo que sea que estás destinada a hacer! —exclamo en un susurro.
La meto en la bolsa en cuanto acabo de pronunciar las palabras, pero no encaja.
—¿Ever?
La empujo de nuevo para intentar introducirla en el interior, pero la abertura es tan pequeña y la piedra tan grande que me será imposible lograrlo sin romper las costuras.
Sabine llama una vez más: tres golpes firmes que me informan de que sabe que estoy aquí, de que sabe que estoy tramando algo y de que su paciencia está a punto de agotarse. Y, aunque no tengo tiempo para charlas, no me queda más remedio que decirle:
—¡Un segundo!
Introduzco la piedra en la bolsa a la fuerza, corro hasta la terraza para dejarla sobre una mesa pequeña con las mejores vistas de la luna y después regreso a la habitación a toda velocidad. Casi me da un síncope cuando Sabine vuelve a llamar y me fijo en el estado del dormitorio: sé lo que va a pensar, pero no tengo tiempo para cambiar nada.
—¿Ever? ¿Te encuentras bien? —pregunta con preocupación y cierto enfado.
—Claro. Solo… —Agarro el bajo de la camiseta y me la saco por la cabeza. Le doy la espalda a la puerta mientras le digo—: Bueno, ahora ya puedes pasar… Solo… —Y en el momento en que entra, vuelvo a ponerme la camiseta. Finjo un súbito arranque de modestia, como si no pudiera soportar que me viera desnuda (aunque antes nunca me ha importado demasiado)—. Solo estaba cambiándome —mascullo.
Veo que frunce el ceño al mirarme y que olisquea el aire en busca de alguna señal de marihuana, alcohol, cigarrillos aromatizados o cualquier otra cosa que consideren peligrosa en el último libro sobre adolescentes que se ha leído.
—Tienes algo en… —Señala la parte delantera de mi camiseta—. Algo… rojo… que probablemente no salga.
Retuerce la boca a un lado mientras observo mi camiseta y descubro una enorme raya roja que relaciono con el polvo que necesito para el elixir. Comprendo de inmediato que la bolsa que lo contiene está agujereada, y cuando me fijo en el escritorio, veo que el polvo se ha derramado por toda la mesa y también el suelo.
Genial… ¡Una forma estupenda de fingir que te estabas poniendo una camiseta limpia!, exclamo para mis adentros.
Mi tía se acerca a mi cama, se sienta en el borde y cruza las piernas sin soltar el teléfono móvil que lleva en la mano. Solo tengo que echar un vistazo al color gris rojizo de su aura para saber que la expresión preocupada de su cara tiene menos que ver con mi aparente falta de ropa limpia que con… mi extraño comportamiento, mi creciente reserva y mis hábitos alimenticios. Cosas que, en su opinión, llevan a algo mucho más siniestro.
Estoy tan concentrada en cómo explicar esas cosas que no veo venir su pregunta:
—Ever, ¿te has saltado las clases hoy?
Me quedo paralizada. Observo cómo mira mi escritorio y se fija en el montón de hierbas, velas, aceites, minerales y todas las cosas extrañas que no está acostumbrada a ver… al menos agrupadas de esa manera… como si tuvieran un propósito… como si su disposición fuera mucho menos aleatoria de lo que parece a primera vista.
—Pues sí… Me dolía la cabeza. Pero no era para tanto. —Me dejo caer sobre la silla de mi escritorio y empiezo a hacerla rodar hacia delante y hacia atrás con la esperanza de apartar su atención de la mesa.
Sabine pasea la vista entre el experimento alquímico y yo, y está a punto de ponerse a hablar cuando le digo:
—Bueno, no es para tanto ahora que se me ha pasado. Porque, créeme, antes lo era. Tuve una de mis migrañas. Ya sabes cómo me pongo cuando me pasa.
Me siento como la peor sobrina del mundo… una mentirosa desagradecida… una charlatana que no dice más que tonterías. No sabe la suerte que tiene de poder librarse de mí tan pronto.
—Tal vez sea porque no comes lo suficiente. —Suelta un suspiro, se quita los zapatos con los pies y me estudia con detenimiento antes de añadir—: Aunque lo cierto es que pareces crecer a marchas forzadas. ¡Estás incluso más alta que hace unos días!
Me miro los tobillos y me quedo atónita al ver que los vaqueros nuevos que hice aparecer me quedan mucho más cortos que esta mañana.
—¿Por qué no fuiste a la enfermería si no te sentías bien? Sabes que no tienes permiso para marcharte de esa manera.
La miro con atención. Desearía poder decirle que no se preocupe, que no malgaste un solo segundo más de su tiempo preocupándose por mí, que pronto acabará todo. Porque, aunque voy a echarla de menos, está claro que su vida mejorará. Se merece algo mejor que esto. Se merece a alguien mejor que yo. Y es agradable saber que pronto disfrutará de un poco de paz.
—Es una enfermerucha —le digo—. Lo único que hace es repartir aspirinas, y ya sabes que eso no me hace nada. Solo necesitaba volver a casa y tumbarme un rato. Es lo único que me funciona. Así que… me fui.
—¿Y lo hiciste? —Se inclina hacia mí—. Me refiero a lo de volver a casa. —Y en el momento en que nuestros ojos se encuentran, sé que me está desafiando. Que es una prueba.
—No. —Suspiro y clavo la vista en la alfombra antes de ondear la bandera blanca—. Fui en coche hasta el cañón y…
Ella me observa, a la espera.
—Me quedé allí durante un rato. —Respiro hondo y trago saliva con fuerza, a sabiendas de que eso es lo máximo que puedo acercarme a la verdad.
—Ever, ¿todo esto es por Damen?
Y, en el instante en que la miro a los ojos, me echo a llorar sin poder evitarlo.
—Ay, cielo… —me dice en un murmullo. Abre los brazos de par en par y yo salto de la silla para arrojarme a ellos. Todavía no me he acostumbrado a mis piernas larguiruchas, y estoy a punto de tirarla al suelo con la torpeza de mis movimientos.
—Lo siento —le digo—. Yo… —Pero soy incapaz de acabar la frase. Una nueva oleada de lágrimas inunda mis ojos y me echo a llorar otra vez.
Ella me acaricia el pelo mientras sollozo y susurra:
—Sé lo mucho que lo echas de menos. Sé lo duro que debe de resultar para ti…
Sin embargo, en el instante en que pronuncia esas palabras, me aparto. Me siento culpable por fingir que todo esto es por Damen cuando lo cierto es que solo es por él en parte. También es porque echo de menos a mis amigos (tanto a los de Laguna como a los de Oregón). Y porque echo de menos mi vida… tanto la que me labré aquí como la que estoy a punto de recuperar en Oregón. Porque, aunque es obvio que todos estarán mejor sin mí, y cuando digo «todos» me refiero a todos, incluido Damen, eso no significa que las cosas sean más fáciles.
Pero hay que hacerlo. No me queda otro remedio.
Y, cuando lo pienso así, bueno, me resulta más fácil aceptarlo. Porque la verdad es que, sea cual sea la razón, me han concedido una oportunidad increíble, de esas que solo se presentan una vez en la vida.
Y ha llegado el momento de regresar a casa.
Solo desearía tener algo más de tiempo para despedirme.
Al pensar en eso me entra de nuevo la llorera. Sabine me abraza con más fuerza y me susurra palabras de aliento. Me aferró a ella y me acurruco entre sus brazos, donde me siento segura… y querida… y a salvo.
Como si todo fuera a salir bien.
Y, mientras la estrecho con los ojos cerrados y la cara hundida contra su cuello, muevo los labios con suavidad para decirle adiós.