«¿Qué ocurrirá ahora que ya no tiene esa bebida? ¿Se pondrá mejor o peor?»
Esa fue la pregunta que Ava me hizo en cuanto nos metimos en el coche. Y lo cierto es que no supe qué responder. Y aún no lo sé. Así que no dije nada y me limité a encogerme de hombros.
—Lo siento mucho —me dijo al tiempo que entrelazaba las manos sobre su regazo y me miraba con expresión sincera—. Me siento responsable.
Hago un gesto negativo con la cabeza, porque, aunque la culpa fue en parte suya por insistir tanto en ver la casa, es a mí a quien se le ocurrió la brillante idea de entrar sin permiso. Es a mí a quien atraparon con las manos en la masa porque olvidé vigilar las entradas. Así que si hay algún culpable, esa soy yo.
No obstante, peor aún que el hecho de que me pillara es saber que, a ojos de Damen, he pasado de ser una rarita acosadora a ser una fracasada patética que se engaña a sí misma. Está absolutamente convencido de que intentaba añadir alguna especie de estúpido brebaje mágico a su bebida con la esperanza de conquistarlo de nuevo.
Porque eso es justo lo que le aseguró Stacia cuando él le contó la historia.
Y eso es justo lo que eligió creer.
De hecho, es lo que cree todo el instituto, incluidos unos cuantos profesores míos.
Lo que significa que ir a clase se ha convertido en una experiencia aún más horrible que antes. Porque ahora no solo debo sufrir un interminable coro de «¡Ler-daaa!», «¡Fracasada!» y «¡Bruja!», sino que además dos de los profesores me han pedido que me quede después de clase.
Con todo, no puedo decir que la petición del señor Robins me pillara por sorpresa. Puesto que ya habíamos mantenido una pequeña charla sobre mi supuesta incapacidad para seguir adelante y forjarme una vida post-Damen, la verdad es que no me extrañó que me ordenara quedarme después de clase para hablar del «incidente».
Lo que sí me sorprendió fue mi forma de reaccionar, lo pronto que recurrí a hacer la única cosa que creí que no haría jamás: acogerme a la Quinta Enmienda.
—Perdone —dije interrumpiéndolo antes de que acabara. No me interesaba ninguno de los bienintencionados «consejos de amigo» que mi recientemente divorciado y semialcohólico profesor de lengua pudiera darme—. Pero, hasta el momento, se trata solo de un rumor. Una alegación sin prueba alguna que la sustente. —Lo miré a los ojos a pesar de que mentía. Aunque a Ava y a mí nos pillaron con las manos en la masa, Damen no sacó ninguna fotografía. No existe un nuevo vídeo mío circulando por YouTube—. Así que, a menos que vaya a acusarme formalmente… —Hago una pausa para aclararme la garganta, en parte para darle un efecto dramático a mis palabras y en parte porque ni yo misma podía creer que fuera a decir lo que iba a decir—, seguiré siendo inocente hasta que se demuestre lo contrario. —El hombre abrió la boca, dispuesto a hablar, pero yo todavía no había terminado—: De modo que a menos que quiera discutir sobre mi comportamiento en esta clase (que es ejemplar, como usted y yo sabemos) o sobre mis notas (que son más que ejemplares), a menos que quiera discutir sobre una de esas dos cosas… creo que no tenemos nada más que decirnos.
Por fortuna, con el señor Muñoz todo es un poco más sencillo. Aunque lo más probable es que eso se deba a que soy yo quien se dirige a él… Porque creo que mi profesor de historia, obsesionado con el Renacimiento, será el hombre indicado para ayudarme a encontrar el nombre de una hierba en particular que necesito para fabricar el elixir…
Anoche, cuando intenté buscarlo en Google, me di cuenta de que no tenía ni la menor idea de lo que escribir en el cuadro de búsqueda. Y, como Sabine sigue de uñas conmigo a pesar de que como, bebo y actúo con tanta normalidad como puedo, pirarme a Summerland, aunque fuera durante unos minutos, estaba fuera de cuestión.
Y eso convierte al profesor Muñoz en mi única esperanza… o al menos en mi esperanza más inmediata. Porque ayer, cuando Damen arrojó el contenido de todas las botellas por el fregadero, desapareció la mitad de mis provisiones, ya de por sí escasas. Lo que significa que debo fabricar más. Mucho más. No solo para mantener las fuerzas hasta que me marche, sino porque necesito mucha cantidad para lograr la recuperación de Damen.
Y, puesto que nunca llegó a darme la receta, las únicas indicaciones que tengo son las que presencié en el cristal el día que vi como padre y él preparaban el brebaje. El hombre nombró todos los ingredientes en voz alta, pero luego se detuvo y le susurró el último a su hijo al oído en voz tan baja que me fue imposible escucharlo.
No obstante, el señor Muñoz no me sirve de ninguna ayuda. Después de consultar unos cuantos libros antiguos y volver con las manos vacías, me mira y me dice:
—Ever, me temo que no logro encontrar la respuesta a esto, pero ya que estás aquí…
Levanto las manos para evitar que sus palabras lleguen más lejos de lo que ya lo han hecho. Y aunque no me siento orgullosa de la manera en que traté al señor Robins, si el señor Muñoz no se detiene recibirá el mismo discursito.
—Créame, ya sé dónde quiere ir a parar. —Asiento sin dejar de mirarlo a los ojos—. Pero lo ha entendido todo mal. No es lo que usted cree… —Me quedo callada al darme cuenta de que en lo que se refiere a excusas, esta resulta poco convincente. Solo alude al hecho de que aunque «podría» haber ocurrido, no ocurrió de la forma que él piensa. Lo que prácticamente equivale a declararme culpable, pero con circunstancias atenuantes. Sacudo la cabeza y me reprendo a mí misma mientras pienso: «Genial, Ever. Sigue así y al final necesitarás que Sabine te represente».
Muñoz me mira y yo lo miro a él, y ambos negamos con la cabeza: llegamos a un acuerdo mutuo de dejar las cosas como están. No obstante, cuando cojo la mochila y hago ademán de marcharme, el Profesor estira el brazo, me agarra la manga con la mano y dice:
—Ten paciencia. Todo saldrá bien.
Y eso es todo lo que hace falta. Ese sencillo gesto es lo único que necesito para «ver» que Sabine ha acudido a Starbucks casi todos los días. Ambos disfrutan de un vacilante coqueteo y, aunque por suerte la cosa aún no ha pasado de las sonrisas, el señor Muñoz se muere de ganas de que vaya más allí. Sé perfectamente que debo hacer lo que sea necesario para impedir que, Dios no lo quiera, empiecen a «quedar», pero en estos momentos no tengo tiempo para encargarme de eso.
Me libro de su energía y me dirijo a la puerta. Apenas he llegado al pasillo cuando se acerca Roman, que aminora sus pasos para acompasarlos a los míos. Me mira con desprecio cuando dice:
—¿Te ha servido de ayuda el señor Muñoz?
Sigo andando, aunque doy un respingo cuando siento su gélido aliento sobre mi mejilla.
—Se te está acabando el tiempo —me dice con una voz tan suave y reconfortante como el abrazo de un amante—. Ahora las cosas van más deprisa, ¿no crees? Antes de que te des cuenta, todo habrá acabado. Y entonces… entonces solo quedaremos tú y yo.
Me encojo de hombros, porque eso no es del todo cierto. He visto el pasado. Sé lo que ocurrió en aquella iglesia de Florencia. Si no me equivoco, hay seis huérfanos inmortales rondando por el planeta. Seis pilluelos que podrían estar en cualquier sitio… suponiendo que consiguieran seguir adelante. Pero, si Roman no lo sabe, no voy a ser yo quien se lo diga.
Así pues, lo miro a los ojos resistiendo el hechizo de esas profundidades azul oscuro, y le digo:
—Qué suerte tengo…
—Y yo. —Sonríe—. Vas a necesitar a alguien que te ayude a curar tu corazón roto. Alguien que te entienda. Alguien que sepa lo que eres en realidad. —Desliza el dedo por mi brazo. Su contacto resulta increíblemente frío a pesar del tejido de algodón de mi manga, así que me apresuro a apartarme.
—No sabes nada sobre mí —le digo mientras recorro su rostro con la mirada—. Me subestimas. Yo en tu lugar no empezaría a celebrarlo tan pronto. Estás a mil años luz de ganar esta batalla.
Y, aunque pretendía que sonara como una amenaza, mi voz resulta demasiado débil y temblorosa como para que nadie se la tome en serio. Acelero el paso y dejo su risa burlona atrás mientras me encamino hacia la mesa del almuerzo en la que esperan Miles y Haven.
Me siento en el banco y los miro con una sonrisa. Tengo la impresión de que ha pasado una eternidad desde la última vez que estuvimos juntos, y verlos sentados aquí me provoca una ridícula sensación de felicidad.
—Hola, chicos —los saludo con una sonrisa bobalicona que soy incapaz de reprimir.
Ellos me miran, se miran el uno al otro y asienten al unísono con la cabeza, como si hubieran ensayado este momento.
Miles da un sorbo de su refresco, una bebida a la que jamás se habría acercado antes. Sus uñas rosa brillante golpetean la lata y empiezo a sentir un nudo en el estómago. Me planteo sintonizar con sus pensamientos, ya que eso me prepararía para el motivo de su «visita», pero decido no hacerlo porque no quiero escucharlo dos veces.
—Tenemos que hablar —dice Miles—. Sobre Damen.
—No —interviene Haven, que fulmina a Miles con la mirada antes de coger del bolso los palitos de zanahoria, el típico almuerzo con cero calorías de las chicas de la banda guay—. Es sobre Damen y sobre ti.
—¿De qué hay que hablar? Está con Stacia y yo… trato de sobrellevarlo.
Se miran el uno al otro e intercambian una mirada breve pero cargada de significado.
—¿De verdad lo intentas? —pregunta Miles—. Porque, en serio, Ever, colarte en su casa y revolver su comida es algo bastante retorcido. No es precisamente el tipo de cosas que hace alguien que «intenta» seguir adelante con su vida…
—¿Qué? ¿Es que creéis que todos los rumores que oís son ciertos? Todos estos meses de amistad, todas las veces que habéis estado en mi casa, y aun así me creéis capaz de eso… —Sacudo la cabeza, pero me niego a ir más allá. Lo único que he conseguido con Damen es un efímero instante de reconocimiento seguido de desdén, y eso que nuestro vínculo se remonta a siglos atrás… Así que ¿qué puedo esperar de Miles y Haven, a quienes conozco desde hace menos de un año?
—Bueno, la verdad es que no veo por qué Damen iba a inventarse algo así —dice Haven, que me mira a los ojos con una expresión tan dura y reprobadora que me queda claro que no ha venido a ayudarme. Porque tal vez actúe como si solo quisiera lo mejor para mí, pero lo cierto es que está disfrutando de mi caída. Después de perder a Damen, después de ver cómo Roman sigue persiguiéndome incluso a pesar de que ella le ha dejado claro su interés, se alegra de verme por los suelos. Y la única razón por la que se digna sentarse conmigo ahora es que puede mirarme a los ojos mientras se regodea.
Clavo la mirada en la mesa, sorprendida de lo mucho que me duele eso. Pero intento no juzgarla ni guardarle rencor. Sé muy bien lo que es sentirse celosa, y no tiene nada de racional.
—Tienes que dejarlo en paz —dice Miles, que da un nuevo sorbo de su refresco sin apartar los ojos de los míos—. Tienes que dejarlo en paz y seguir adelante.
—Todo el mundo sabe que lo estás acosando —señala Haven antes de cubrirse la boca con la mano. Sus uñas están pintadas del color de las zapatillas de ballet, muy distinto del color negro habitual—. Todo el mundo sabe que te colaste en su casa… y dos veces, que nosotros sepamos. En serio, estás fuera de control. Te estás comportando como una chiflada.
Vuelvo a contemplar la mesa. Me pregunto cuánto más durará este asalto.
—De cualquier forma, como amigos tuyos que somos, solo queremos convencerte de que debes dejarlo estar. Necesitas olvidar el pasado y seguir adelante. Porque la verdad es que tu comportamiento da miedo, por no mencionar que…
Haven habla sin parar, tocando todos los puntos que han acordado antes de acercarse a mí. Dejé de escuchar en cuanto la oí decir «como amigos tuyos que somos». Quiero quedarme con eso y rechazar todo lo demás, por más que ahora ya no sea cierto.
Sacudo la cabeza y levanto la vista. Descubro que Roman se ha sentado a la mesa y tiene los ojos fijos en mí. Le da unos golpecitos a su reloj de pulsera y después señala a Damen de una forma tan siniestra, tan amenazadora, que me levanto de un salto de la silla. Dejo atrás la voz de Haven, que se convierte en un zumbido distante mientras corro hacia mi coche. Me reprendo por haber desperdiciado el tiempo con semejantes tonterías cuando hay cosas mucho más importantes que hacer.