Capítulo treinta y dos

—Vale, ya hemos llegado. Ahora limítate a actuar con calma. —Me acurruco en la parte trasera cuando Ava se acerca a la verja—. Solo saluda, sonríe y dale el nombre que te he dicho.

Encojo las piernas con la intención de hacerme menos visible, una tarea que me habría resultado mucho más fácil hace tan solo dos semanas, antes de pegar este ridículo estirón. Me agacho todo lo que puedo y coloco mejor la manta que me cubre mientras Ava baja la ventanilla, le dedica una sonrisa a Sheila y le dice que se llama Stacia Miller (la que me ha sustituido en la lista de Damen de huéspedes bienvenidos). Espero que todavía no haya venido por aquí las veces suficientes como para que Sheila la reconozca.

Y, en el momento en que la puerta de la verja se abre y emprendemos la marcha hacia el hogar de Damen, me quito la manta de encima y vuelvo a sentarme. Veo que Ava contempla el vecindario con evidente envidia y que sacude la cabeza mientras murmura:

—Qué ostentoso…

Hago un gesto despreocupado con los hombros y contemplo también los alrededores, ya que nunca les he prestado demasiada atención. Este lugar siempre me ha parecido un cúmulo de falsas granjas de la Toscana y lujosas haciendas hispanas con césped bien cuidado y garajes subterráneos que uno debe dejar atrás si quiere llegar al castillo francés de Damen.

—No entiendo cómo es posible que ese chico pueda permitirse vivir aquí, pero debe de ser agradable —dice mirándome a los ojos.

—Apuesta en las carreras de caballos —murmuro. Me concentro en la puerta del garaje mientras Ava se adentra en el camino de entrada y tomo nota de hasta el más ínfimo detalle antes de cerrar los ojos y «desear» que se abra.

La «veo» abrirse y elevarse en mi mente, y luego separo los párpados justo a tiempo para contemplar cómo rechina y arranca antes de volver a caer con un rotundo golpe. Una señal inconfundible de que aún me queda mucho para ser una experta en telequinesis, el arte de mover cualquier cosa que pese más que un bolso de Prada.

—Hum… creo que debería ir por detrás, como siempre —le digo, algo avergonzada por haber fracasado de forma tan estrepitosa.

Sin embargo, Ava no quiere ni oír hablar del tema. Coge mi mochila y se encamina hacia la puerta principal. Cuando corro tras ella y le digo que es inútil, que está cerrada y que no podemos entrar por ahí, sigue avanzando y afirma que en ese caso tendremos que abrirla.

—No es tan sencillo como crees —le digo—. Confía en mí, lo he intentado varias veces y no ha funcionado. —Echo un vistazo a la puerta que hice aparecer la última vez que estuve aquí… y que sigue apoyada contra el muro del fondo, justo donde la dejé. Según parece, Damen está demasiado ocupado siendo «guay» y persiguiendo a Stacia como para deshacerse de ella.

Sin embargo, en el instante en que pienso eso, desearía poder borrarlo de mi mente. Esa idea me deja triste, vacía y mucho más desesperada de lo que estoy dispuesta a admitir.

—Bueno, esta vez me tienes a mí para ayudarte. —Sonríe—. Y creo que ya hemos demostrado lo bien que trabajamos juntas.

Me mira con tal expectación y optimismo que no me parece lógico negarme a intentarlo. Así pues, cierro los ojos mientras ambas unimos nuestras manos y visualizo la puerta abriéndose ante nosotras. Y, pocos segundos después de oír cómo se retira el pestillo, la puerta se abre de par en par para dejarnos paso libre.

—Después de ti. —Ava asiente con la cabeza, consulta su reloj y frunce el ceño antes de decir—: Dímelo una vez más: ¿cuánto tiempo tenemos exactamente?

Me miro la muñeca y veo la pulsera con forma de herradura de cristal que Damen me regaló aquel día en las carreras, la misma que llena mi corazón de anhelo cada vez que la veo. Pero me niego a quitármela. Bueno, lo cierto es que no puedo hacerlo. Es el único recuerdo de lo que una vez compartimos.

—Oye, ¿te encuentras bien? —me pregunta Ava con la frente arrugada por la preocupación.

Trago saliva con fuerza y asiento.

—Tenemos tiempo de sobra, aunque debo advertirte que Damen tiene la mala costumbre de saltarse las clases y volver a casa antes de tiempo.

—En ese caso será mejor que empecemos. —Ava sonríe, se adentra en el vestíbulo y mira a su alrededor. Pasea la mirada desde la gigantesca lámpara de araña de la entrada hasta el elaborado pasamanos de hierro forjado que adorna las escaleras. Se gira hacia mí con un brillo especial en los ojos y me pregunta—: ¿Dices que este chico tiene diecisiete años?

Me dirijo a la cocina sin molestarme en contestar, puesto que ella ya conoce la respuesta. Además, hay cosas mucho más importantes en juego que los metros útiles del edificio y la improbabilidad de que un chico de diecisiete años que no sea una estrella de la música ni de la televisión posea un lugar como este.

—Oye… espera —dice al tiempo que me agarra del brazo para detenerme—. ¿Qué hay arriba?

—Nada. —Y me doy cuenta de que la he fastidiado en cuanto pronuncio esa palabra, ya que he respondido demasiado rápido como para resultar creíble. Aun así, lo último que quiero es que Ava suba a fisgonear y encuentre su habitación «especial».

—Vamos… —dice ella, sonriendo como una adolescente rebelde cuyos padres se han marchado fuera el fin de semana—. ¿Cuándo acaban las clases? ¿A las tres menos diez?

Asiento levemente, pero eso es suficiente para animarla.

—¿Cuánto se tarda en llegar? ¿Diez minutos desde el instituto hasta aquí?

—Más bien dos. —Niego con la cabeza—. No, borra eso. Más bien treinta segundos. No te haces una idea de lo rápido que conduce Damen.

Vuelve a consultar su reloj y me mira. Una sonrisa juguetea en las comisuras de sus labios cuando me dice:

—Bueno, eso nos deja mucho tiempo para echar un vistazo a la casa, cambiar las bebidas y marcharnos.

Y, cuando la miro, lo único que puedo oír es la vocecilla de mi cabeza que grita: «¡Di que no! ¡Di que no! ¡Limítate a decirle que no!».

Sé muy bien que debería hacerle caso a esa vocecilla. Pero dejo de escucharla de inmediato cuando Ava dice:

—Venga, Ever… No todos los días se presenta la oportunidad de ver una casa como esta. Además, necesitamos encontrar algo útil, ¿has considerado eso?

Aprieto los labios y asiento como si me doliera. La sigo a regañadientes mientras ella echa a correr como una colegiala entusiasmada por ver su habitación nueva, cuando lo cierto es que me lleva más de diez años. Se dirige hacia la primera puerta abierta que ve y que resulta ser el dormitorio de Damen. Cuando la sigo al interior, no estoy segura de si me siento sorprendida o aliviada al ver que está tal y como la dejé.

Aunque más desordenada.

Bastante más desordenada.

Pero me niego a pensar qué puede haber ocurrido para que esté así.

No obstante, las sábanas, los muebles, incluso los cuadros de las paredes (todos, me alegra poder decir) siguen igual que antes. Son las mismas cosas que le ayudé a colocar hace unas semanas, cuando me negué a pasar un minuto más en ese mausoleo en el que solía dormir. La verdad es que enrollarme con él en medio de todos esos recuerdos polvorientos empezaba a darme escalofríos.

Aunque, técnicamente hablando, ahora yo también soy uno de esos recuerdos polvorientos.

Con todo, seguía prefiriendo que nos quedáramos en mi casa una vez que los muebles nuevos estuvieron en su lugar. Supongo que me sentía… no sé, más «segura». Como si la amenaza de que Sabine regresara en cualquier momento pudiera evitar que hiciera algo que no tenía claro si quería hacer.

Algo que ahora, después de todo lo que ha ocurrido, me parece una soberana estupidez.

—Vaya, mira el baño de esta habitación… —comenta Ava mientras contempla la enorme mampara de cristal con el diseño de mosaicos y suficientes cabezales de ducha como para asear a veinte personas—. ¡Podría acostumbrarme a vivir así! —Se sienta en el borde de la bañera del jacuzzi y juguetea con los grifos—. ¡Siempre he querido uno de estos! ¿Lo has utilizado alguna vez?

Aparto la mirada, pero no antes de que ella pueda atisbar el sonrojo que tiñe mis mejillas. El hecho de que le haya contado unos cuantos secretos y haya permitido que venga aquí no significa que tenga acceso libre a mi vida privada.

—Tengo uno en casa —respondo al final con la esperanza de zanjar el tema y acabar de una vez con la visita turística para seguir con lo nuestro. Necesito volver abajo para poder cambiar las botellas de elixir de Damen por las que he traído. Y, si ella se queda aquí arriba sola, me temo que jamás querrá marcharse.

Le doy unos golpecitos a mi reloj de pulsera para recordarle quién de las dos está al mando aquí.

—Está bien… —dice, aunque casi arrastra los pies cuando salimos del dormitorio al pasillo. Sigue avanzando pesadamente y se detiene unas cuantas puertas más allá y dice—: Echemos un vistazo rápido a lo que hay aquí.

Y, antes de que pueda detenerla, entra en «la Habitación»… el lugar sagrado de Damen. Su santuario privado. Su espeluznante soleo.

Sin embargo, ha cambiado.

Y me refiero a que ha cambiado drásticamente.

Todos los recuerdos de la trayectoria vital de Damen se han desvanecido; no hay ningún Picasso, ningún Van Gogh… ni siquiera el sofá de terciopelo está a la vista.

Todo ha sido reemplazado por una mesa de billar con fieltro de color rojo, una barra de bar de mármol bien surtida con brillantes taburetes cromados, y una larga fila de sillones reclinables de cara a una pared ocupada por una pantalla plana gigantesca.

No puedo evitar preguntarme qué ha sido de todas sus viejas cosas. Tengo que admitir que antes esos objetos de valor incalculable me ponían los nervios de punta, pero ahora que han sido sustituidos por brillantes artilugios modernos, me parecen algo así como símbolos perdidos de tiempos mucho mejores.

Echo de menos al antiguo Damen. Echo de menos al novio guapo, inteligente y caballeroso que se aferraba con firmeza a su pasado renacentista.

Este Damen del nuevo milenio es un desconocido para mí. Y, mientras contemplo esta habitación una vez más, me pregunto si no será demasiado tarde para ayudarlo.

—¿Qué pasa? —Ava me mira con el ceño fruncido—. Te has quedado pálida.

La agarro del brazo y tiro de ella escaleras abajo.

—Tenemos que darnos prisa… —le digo—. ¡Antes de que sea demasiado tarde!