No voy a clase de arte. Me marcho justo después del almuerzo.
No, retiro lo dicho. Porque lo cierto es que me marcho en mitad del almuerzo. Segundos después de mi horrible encuentro con Roman, corro hacia el aparcamiento (seguida por un interminable coro de «¡Ler-daaa!»), me meto en el coche y salgo a toda velocidad mucho antes de que suene el timbre.
Necesito alejarme de Roman. Distanciarme lo más posible de ese escalofriante tatuaje… del intrincado uróboros que aparece y desaparece de la vista entre destellos, igual que el de la muñeca de Drina.
La prueba irrefutable de que Roman es un inmortal renegado… como yo supuse desde el principio.
Y, aunque Damen no me advirtiera sobre ellos, aunque ni siquiera supiera que existían hasta que Drina pasó al lado oscuro, no puedo creer que me haya costado tanto darme cuenta. Roman come y bebe, tiene un aura visible y pensamientos accesibles (bueno, al menos para mí), pero ahora comprendo que todo eso no es más que una fachada. Como esos escenarios de Hollywood que se colocan esmeradamente para que parezcan lo que no son. Eso es lo que ha hecho Roman: ha proyectado la imagen de un chico inglés despreocupado y alegre, con un aura resplandeciente y pensamientos felices y calenturientos, mientras que por dentro es todo menos eso.
El verdadero Roman es siniestro.
Y espeluznante.
Y diabólico.
Y cualquier otra cosa que sea sinónimo de «malo». Pero lo peor es que planea matar a mi novio, y todavía no sé por qué.
Porque el motivo es una de las cosas que no conseguí averiguar durante mi perturbadora visita a los recovecos más profundos de su mente.
El motivo será algo muy importante si me veo obligada a matarlo, ya que es imperativo apuntar al chacra correcto si quiero librarme de él para siempre. Y no saber el motivo significa que podría fallar.
Quiero decir, ¿debería apuntar al chacra principal (o «chacra raíz», como lo llaman a veces), el centro de la furia, la violencia y la ambición? ¿O quizá al chacra del ombligo o chacra sacro, que es donde se asientan la envidia y los celos? Si no averiguo qué es lo que lo mueve, sería muy fácil elegir el equivocado. Algo que no solo no acabaría con él, sino que también lo pondría increíblemente furioso. Me dejaría con seis chacras más donde elegir, pero para entonces, me temo que él ya habría comprendido cuáles son mis intenciones.
Además, matar a Roman demasiado pronto solo me acarrearía consecuencias nefastas: sería como asegurarme de que se lleva consigo a la tumba el secreto de lo que le ha hecho a Damen y al resto de los chicos del instituto. Por no mencionar que no se me da muy bien matar a la gente… Las únicas veces que he llegado a las manos en el pasado ha sido cuando no tenía otra elección más que luchar o morir. Y tan pronto como me di cuenta de lo que le había hecho a Drina, deseé no tener que volver a hacerlo nunca más. Porque, aunque ella me había matado muchas veces antes, aunque admitió haber asesinado a toda mi familia (incluyendo a mi perro), eso no hizo que me sintiera menos culpable. La verdad es que saber que soy la única responsable de su muerte hace que me sienta fatal.
Y, puesto que estoy más o menos donde empecé, decido volver al principio. Giro hacia la autopista de la costa y me dirijo a casa de Damen con la idea de aprovechar las dos próximas horas, mientras todavía están en el instituto, para colarme en su casa y echar un vistazo por allí.
Me detengo junto al puesto de guardia, saludo a Sheila con la mano y continúo hacia la entrada. Como es natural, he asumido que se abriría antes de que llegara, así que tengo que pisar el freno a fondo para evitar daños mayores en la parte frontal del coche, porque la puerta no se mueve.
—¡Oiga! ¡Oiga! —grita Sheila, que se apresura a llegar hasta mi coche como si yo fuera una intrusa, como si no me hubiera visto nunca antes. Y lo cierto es que, hasta la semana pasada, yo venía aquí casi todos los días.
—-Hola, Sheila. —Sonrío de manera agradable, amistosa y nada amenazadora—. Voy a casa de Damen, así que si no te importa abrir la verja para que pueda continuar…
Me mira con los ojos entornados y los labios fruncidos en una mueca seria.
—Debo pedirle que se marche.
—¿Qué? Pero ¿por qué?
—No está en la lista —explica. Tiene los brazos en jarras y su rostro no muestra ni el menor signo de remordimiento, aun después de todos estos meses de sonrisas y saludos.
Me quedo inmóvil, con los labios apretados, mientras asimilo sus palabras.
Estoy fuera de la lista. Estoy fuera de la lista permanente. Excluida, desterrada o cualquiera que sea el término utilizado para expresar que te han denegado el acceso a una gloriosa comunidad privada durante un tiempo indefinido.
Eso de por sí solo ya es bastante malo, pero tener que escuchar el mensaje de destierro oficial de boca de Sheila y no de mi novio… hace que sea mucho peor.
Clavo la vista en mi regazo y agarro la palanca de cambios con tanta fuerza que estoy a punto de arrancarla. Luego trago saliva y la miro a los ojos antes de decir:
—Bueno, es evidente que ya te han advertido de que Damen y yo hemos roto. Solo quería hacer una visita rápida para recoger algunas de mis cosas, porque como podrás ver… —Abro la cremallera de la mochila y meto la mano en el interior— todavía tengo la llave.
La mantengo en alto y observo cómo el sol de mediodía se refleja en el brillante metal dorado, demasiado absorta en mi propia mortificación como para prever que ella estiraría la mano para arrebatármela.
—Y ahora le pido educadamente que se retire de ahí —dice antes de meterse la llave en el bolsillo delantero, cuyo contorno resulta visible, ya que el tejido de la camisa se tensa sobre sus descomunales pechos. Apenas me ha dado tiempo a cambiar el pie del pedal del freno al del acelerador cuando añade—: Ahora váyase. Dé marcha atrás. No me obligue a pedírselo dos veces.