En el momento en que me giro hacia el templo, las puertas se abren ante mí. Y, puesto que no son como las puertas automáticas de los supermercados, imagino que eso significa que soy digna de entrar.
Me adentro en un enorme y espacioso vestíbulo lleno de una luz brillante y cálida, un resplandor luminoso que, al igual que en el resto de Summerland, inunda hasta el último recoveco, hasta el último rincón y hasta el último espacio sin proyectar sombras o zonas oscuras, sin emanar de ningún sitio en particular. Luego avanzo por un corredor flanqueado por columnas de mármol blanco esculpidas al estilo de la antigua Grecia; un corredor en el que hay dispuestas unas gigantescas mesas de madera tallada a las que se sientan monjes ataviados con túnicas, sacerdotes, rabinos, chamanes y todo tipo de buscadores espirituales. Todos ellos observan grandes esferas de cristal y tablillas flotantes con la intención de estudiar las imágenes que aparecen en ellas.
Me detengo un instante para decidir si sería grosero interrumpirles y preguntarles si pueden indicarme dónde se encuentran los registros akásicos. Pero hay tanto silencio en la estancia y ellos parecen tan absortos en su trabajo que me resulta imposible molestarles, así que sigo adelante. Dejo atrás una serie de magníficas estatuas esculpidas en el más puro mármol blanco y me adentro en una sala grande y recargada que me recuerda a las grandes catedrales italianas (o, al menos, a las fotografías que he visto de ellas). Tiene el mismo tipo de techos abovedados y vidrieras de colores, y también frescos con imágenes tan maravillosas que habrían hecho llorar al mismísimo Miguel Ángel.
Me quedo en mitad de la sala, atónita, con la cabeza echada hacia atrás para intentar verlo todo. Doy vueltas y más vueltas hasta que me canso y me siento mareada, hasta que comprendo que es imposible contemplarlo todo de una sentada. A sabiendas de que ya he malgastado bastante tiempo, cierro los párpados con fuerza y sigo el consejo de Romy: para obtener algo, debo desearlo primero.
Deseo que me conduzcan hasta las respuestas que busco y, cuando abro los ojos, veo aparecer un largo pasillo ante mí.
La iluminación es más tenue de lo acostumbrado en este lugar, una especie de resplandor incandescente. Y, aunque no tengo ni la menor idea de adonde conduce, empiezo a andar. Sigo la hermosa alfombra persa que parece continuar hasta el infinito y deslizo las manos sobre el muro cubierto de jeroglíficos, acariciando las imágenes con la yema de los dedos mientras las veo en mi mente: toda la historia se revela con un simple contacto, como una especie de braille telepático.
De repente, sin ningún tipo de señal o advertencia, me encuentro en la entrada de otra sofisticada estancia. Aunque esta es sofisticada en un sentido distinto, ya que no tiene grabados ni murales; es sofisticada por su pura y absoluta simplicidad.
Sus muros circulares son lisos y brillantes y, aunque en un principio me han parecido simplemente blancos, cuando los observo con atención me doy cuenta de que no tienen nada de «simple». Se trata de un blanco auténtico, un blanco en el más estricto sentido de la palabra. Un blanco que solo puede obtenerse con la mezcla de «todos» los colores: un espectro completo de pigmentos mezclados para crear el verdadero color de la luz… tal y como aprendí en clase de arte. Del techo cuelgan gigantescos conjuntos de prismas que albergan en su interior cristales de talla impecable, los cuales brillan y reflejan la luz para crear un caleidoscopio multicolor que llena la estancia de espirales irisadas. Aparte de eso, el único objeto que hay en la sala es un solitario banco de mármol que parece extrañamente cálido y confortable, sobre todo porque ese material es conocido por ser cualquier cosa menos eso.
Después de tomar asiento y entrelazar las manos sobre mi regazo, contemplo las paredes y veo que se cierran con suavidad tras de mí, como si el pasillo que me ha conducido hasta aquí no hubiera existido jamás.
Sin embargo, no tengo miedo. A pesar de que no existe ninguna salida visible y de que parece que estoy atrapada en esta extraña habitación circular, me siento segura, en paz, protegida. Como si la estancia me acurrucara, me reconfortara; como si sus paredes redondeadas fueran enormes y fuertes brazos que me encerraran en un abrazo de bienvenida.
Tomo una honda bocanada de aire, impaciente por obtener respuestas a todas mis preguntas, y veo que una enorme pantalla de cristal aparece justo delante de mí, suspendida en lo que antes era un espacio vacío, a la espera de que yo haga el siguiente movimiento.
Ahora que estoy tan cerca de obtener respuestas, mi pregunta ha cambiado de repente.
Así que en lugar de concentrarme en «¿Qué le ha ocurrido a Damen y qué puedo hacer para solucionarlo?», pienso: «Muéstrame todo lo que necesito saber sobre Damen».
Porque creo que esta puede ser mi única oportunidad para descubrir todo lo posible sobre ese elusivo pasado del que él se niega a hablar. Intento convencerme de que no me estoy entrometiendo en su vida, de que solo busco soluciones y de que cualquier información que obtenga servirá para ayudarme a conseguir mi objetivo. Además, si en realidad no soy digna de obtener ese conocimiento, nada me será revelado. Así que ¿qué hay de malo en preguntar?
Tan pronto como el pensamiento queda completado, el cristal empieza a emitir un zumbido. Vibra con energía mientras la pantalla se inunda con un torrente de imágenes tan nítidas como las de un televisor de alta definición.
Aparece un pequeño y desordenado taller de trabajo. Las ventanas están cubiertas con densos y oscuros jirones de algodón y las paredes están iluminadas por una multitud de velas. Damen se encuentra allí. Tiene alrededor de tres años y lleva una sencilla túnica marrón que le llega por debajo de las rodillas. Está sentado junto a una mesa plagada de pequeños frascos burbujeantes, un montón de rocas, latas llenas de polvos de colores, majas y morteros y tarros de tintura. Observa a su padre mientras este introduce su pluma en un pequeño bote de tinta para registrar el trabajo del día con una serie de complicados símbolos. El hombre se detiene de vez en cuando para consultar un libro titulado Corpus hermeticum, de un tal Ficino. Damen lo imita y garabatea su propio pedazo de papel.
Está tan adorable con esas mejillas regordetas de querubín, ese flequillo castaño que llega hasta sus inconfundibles ojos oscuros y esos rizos que le cubren la nuca que no puedo reprimir el impulso de extender los brazos hacia él. Todo parece tan real, tan accesible y tan cercano que tengo la certeza de que puedo experimentar ese mundo con solo tocarlo.
Sin embargo, en cuanto mis dedos se acercan, el cristal se calienta hasta un punto insoportable y me veo obligada a apartar la mano. Mi piel se quema y se llena de ampollas que se curan de inmediato. Me doy cuenta de que se han establecido ciertos límites: puedo observar, pero no interferir.
Las imágenes avanzan hasta el décimo cumpleaños de Damen, un día muy especial caracterizado por los regalos, los dulces y una visita tardía al taller de su padre. Ambos comparten algo más que el cabello oscuro, la piel morena y una hermosa mandíbula cuadrada: el apasionado deseo de perfeccionar un brebaje alquímico que promete no solo transformar el plomo en oro, sino también prolongar la vida durante un tiempo indefinido… La piedra filosofal.
Se sumergen en su trabajo y siguen su rutina habitual: Damen machaca las hierbas con la maja y el mortero antes de añadir con cuidado la cantidad precisa de sales, aceites, líquidos de colores y minerales. Luego le entrega la mezcla a su padre para que este la agregue a los frascos burbujeantes. El hombre hace una pausa antes de cada paso para anunciar lo que piensa hacer y aleccionar a su hijo sobre la tarea que llevan a cabo:
—Buscamos la transmutación. Intentamos conseguir que la enfermedad se convierta en salud, el plomo en oro, la vejez en juventud… y, muy posiblemente, también la inmortalidad. Todo procede de un único elemento básico y, si logramos reducirlo hasta su núcleo fundamental, ¡podremos crear cualquier cosa a partir de él!
Damen lo escucha hechizado; está pendiente de todas y cada una de sus palabras, a pesar de que ha escuchado ese mismo discurso muchas veces con anterioridad. Y, aunque hablan en italiano, un idioma que jamás he estudiado, entiendo todo lo que dicen.
Su padre nombra cada ingrediente antes de añadirlo y luego, tras decidir que ya es suficiente por ese día, se guarda el último. Está convencido de que ese es el componente final, de que esa hierba de aspecto extraño tendrá un efecto aún más mágico si se le añade a un elixir que haya reposado durante tres días.
Tras verter el líquido rojo opalescente en un frasco de cristal más pequeño, Damen lo tapa con mucho cuidado y lo coloca en una alacena secreta. Apenas han terminado de limpiar los últimos restos del desorden que han montado cuando su madre (una belleza de piel cremosa ataviada con un sencillo vestido de muaré y con el cabello rubio recogido bajo una cofia de la que se le escapan unos mechones rizados) les advierte de que el almuerzo está listo. El amor de la mujer es tan sincero, tan claro, que se refleja en la sonrisa que reserva para su marido y en la mirada que le dirige a Damen. Sus entrañables ojos oscuros y los de su hijo son como dos gotas de gua.
Y, justo cuando se preparan para marcharse a casa a almorzar, tres hombres de piel oscura cruzan la puerta. Reducen al padre de Damen y exigen que les entregue el elixir. La madre empuja a su hijo hacia el interior de la alacena para que se esconda, y le advierte de que se quede ahí quieto, que no haga ningún ruido y que no salga hasta que sea seguro.
Damen se acurruca en ese espacio oscuro y húmedo, y lo observa todo a través de un pequeño agujero que hay en la madera. Ve cómo esos hombres destrozan el taller de su padre, el trabajo de toda su vida, en el afán de su búsqueda. Y, aunque su padre les entrega sus notas, eso no basta para salvarlos. El pequeño Damen se echa a temblar mientras contempla indefenso cómo asesinan a sus padres a sangre fría.
Permanezco sentada en el banco de mármol; la cabeza me da vueltas y tengo el estómago hecho un nudo. Siento todo lo que siente Damen, sus turbulentas emociones, su absoluta desesperación… Se me nubla la vista con sus lágrimas y mi respiración, cálida y jadeante, resulta indistinguible de la suya. Ahora somos uno. Estamos unidos por un dolor inimaginable.
Ambos conocemos el mismo tipo de pérdida. Ambos nos consideramos culpables en cierto modo. Lava sus heridas y cuida de los cadáveres, convencido de que al cabo de tres días podrá añadir al elixir el ingrediente final, esa hierba de aspecto extraño, y devolverles la vida. Pero al tercer día lo despiertan un grupo de vecinos alertados por el olor; unos vecinos que lo encuentran tendido al lado de los cuerpos, con la botella de líquido rojo aferrada en la mano.
Lucha contra ellos, consigue recuperar la hierba y la introduce en el líquido con desesperación. Está decidido a llegar hasta sus padres, a darles de beber a ambos, pero sus vecinos lo reducen antes de que pueda hacerlo.
Puesto que todo el mundo tiene la certeza de que practica algún tipo de brujería, se decide que quede a cargo de la iglesia, donde, destrozado por la pérdida y alejado de todo aquello que conoce y quiere, debe soportar los maltratos de varios sacerdotes empecinados en librarlo del demonio que lleva dentro.
Damen sufre en silencio. Sufre durante años… hasta que llega Drina. Y Damen, que ahora es un chico fuerte y guapo de catorce años, queda hechizado al ver su flameante cabello rojo, sus ojos verde esmeralda y su piel de alabastro… Su belleza es tan impactante que resulta imposible no mirarla embobado.
Los veo juntos. Apenas puedo respirar mientras ellos forjan un vínculo tan afectuoso y protector que me arrepiento de haber querido contemplarlo. He sido impulsiva, temeraria e imprudente… he actuado sin pensar. Porque, aunque sé que está muerta y que ya no supone ninguna amenaza para mí, ver cómo Damen cae bajo su hechizo es más de lo que puedo soportar.
Atiende las heridas que le han infligido los sacerdotes y la trata con reverencia y cuidado infinitos. Rechaza la innegable atracción que siente y se hace la promesa de protegerla, de salvarla, de ayudarla a escapar. Y ese día llega mucho antes de lo esperado, ya que una plaga se extiende por Florencia: la temida peste negra que mató a millones de personas y las convirtió en una masa agonizante, abotargada y purulenta.
Damen contempla indefenso cómo varios de sus compañeros del orfanato caen enfermos y mueren, pero no es hasta que Drina se ve afectada cuando recupera el trabajo de su padre. Vuelve a fabricar el elixir del que había renegado tantos años atrás… el que había asociado con la pérdida de todo aquello que quería. Pero ahora, sin otra elección y reacio a perderla, obliga a Drina a beberlo. Reserva lo suficiente para él y el resto de los huérfanos con la esperanza de librarlos de la enfermedad, sin tener ni idea de que eso también los convertirá en inmortales.
Con un poder que no son capaces de comprender e inmunes a los gritos agonizantes de los enfermos y los sacerdotes moribundos, los huérfanos se desbandan. Regresan a las calles de Florencia y saquean a los muertos. Sin embargo, Damen, con Drina a su lado, solo tiene un objetivo en mente: vengarse de los tres hombres que asesinaron a sus padres. Sigue su rastro hasta el final solo para descubrir que, sin el último ingrediente, han sucumbido a la plaga.
Espera a que mueran, tentándolos con la promesa de una cura que no piensa proporcionarles. Sorprendido por el vacío emocional que le deja la victoria cuando por fin contempla sus cadáveres, se vuelve hacia Drina y busca consuelo entre sus amorosos brazos…
Cierro los ojos con la intención de bloquear toda esta información, pero sé que quedará grabada a fuego en mi mente, sin importar cuánto me esfuerce por borrarla. Porque saber que fueron amantes ocasionales durante casi seiscientos años es una cosa.
Y verlo… es otra muy distinta.
Aunque detesto admitirlo, no puedo evitar darme cuenta de que el antiguo Damen, con su crueldad, su avaricia y su vanidad infinita, tiene un horrible y enorme parecido con el nuevo Damen, el que me ha dejado por Stacia.
Después de contemplar un siglo en el que ambos forman un vínculo caracterizado por una avaricia y una lujuria inagotables, ya no me interesa llegar a la parte en la que nos conocemos. Ya no me interesa ver esa versión anterior a mí, si tengo que ver otros cien anos más de esto.
Justo cuando cierro los ojos y ruego en silencio: «¡Mostradme el final, por favor! ¡No puedo seguir contemplando esto!», el cristal fluctúa y resplandece, y las imágenes empiezan a pasar hacia delante con tal rapidez que apenas puedo distinguirlas. No veo más que un breve destello de Damen, de Drina y de mí en mis muchas encarnaciones (una morena, una pelirroja, una rubia) mientras todo pasa a na velocidad vertiginosa ante mis ojos (un rostro y un cuerpo irreconocibles, aunque los ojos siempre me resultan familiares).
He cambiado de opinión y deseo que la velocidad se reduzca un poco, pero las imágenes siguen pasando como una exhalación. Imágenes que culminan con una en la que Roman (con los labios fruncidos y los ojos llenos de regocijo) contempla a un Damen muy envejecido… y muy muerto.
Y luego…
Y luego… nada.
El cristal se queda en blanco.
—¡No! —grito. Mi voz resuena en los altos muros de la estancia vacía y el eco vuelve hasta mí—. ¡Por favor! —suplico—. ¡Vuelve atrás! ¡Esta vez lo haré mejor! ¡De verdad! Prometo que no me enfadaré ni me sentiré celosa. ¡Estoy dispuesta a verlo todo, pero vuelve atrás, por favor!
Sin embargo, a pesar de mis ruegos, el cristal se desvanece y desaparece de mi vista.
Miro a mi alrededor en busca de alguien que pueda ayudarme, un bibliotecario experto en registros akásicos o algo así, pero soy la única persona presente en la habitación. Hundo la cabeza entre las manos y me pregunto por qué he sido tan estúpida como para permitir que mis celos e inseguridades controlaran mi vida una vez más.
Ya sabía lo de Drina y Damen. Sabía lo que iba a ver. Y por ser una cobarde incapaz de enfrentarme a la información que se me ha proporcionado, ahora no tengo ni la menor idea de cómo salvarlo Ni la menor idea de cómo hemos podido pasar de una maravillosa «A» a una horrible «Z».
Lo único que sé es que Roman es el responsable. Una patética confirmación de lo que ya había supuesto. Ese tío lo está debilitando de algún modo, le está arrebatando la inmortalidad. Y, si quiero tener alguna oportunidad de salvar a Damen, necesito descubrir si no el «por qué», sí al menos «cómo».
Porque si hay algo que sé con seguridad es que Damen no envejece. Lleva en el mundo seiscientos años y todavía parece un adolescente.
Apoyo la cabeza en las manos. Me detesto por ser tan miserable, tan ridícula, tan estúpida… tan tremendamente patética que me he privado de las respuestas que he venido a buscar aquí. Desearía poder rebobinar toda la sesión y volver a empezar… Desearía poder volver atrás…
—No puedes volver atrás.
Me giro al escuchar la voz de Romy y me pregunto cómo ha sido capaz de llegar a esta habitación. Sin embargo, cuando miro a mi alrededor me doy cuenta de que ya no estoy en ese hermoso espacio circular. Me encuentro de nuevo en el vestíbulo, a unas cuantas mesas de distancia de donde antes se encontraban los monjes, los sacerdotes, los chamanes y los rabinos.
—Y jamás deberías avanzar hacia el futuro. Porque, cada vez que lo haces, te privas del momento presente, que al fin y al cabo es lo único que existe de verdad.
Vuelvo a mirarla. No sé muy bien si se refiere a mi crisis ante el cristal o a la vida en general.
Sin embargo, ella se limita a sonreír.
—¿Te encuentras bien?
Me encojo de hombros y aparto la vista. ¿Para qué voy a molestarme en explicárselo? De todas formas, lo más probable es que ya lo sepa.
—La verdad es que no. —Se apoya contra la mesa y sacude la cabeza— No sé nada. Sea lo que sea lo que te ha ocurrido ahí dentro, solo lo sabes tú. Lo único que he oído ha sido tu grito de desesperación, y he decidido averiguar lo que pasaba. Eso es todo. Ni más ni menos.
—¿Y dónde está tu malvada gemela? —pregunto mientras miro a mi alrededor por si está escondida en alguna parte.
Romy sonríe y me hace un gesto para que la siga.
—Está fuera, vigilando a tu amiga.
—¿Ava está aquí? —pregunto. Me asombra el alivio que siento al saber que sí que está, porque la verdad es que aún estoy enfadada con ella por haberme dejado tirada.
Romy se limita a indicarme que la siga una vez más y me conduce al exterior a través de las puertas principales. Ava me espera en los escalones.
—¿Dónde te has metido? —pregunto en un tono de reprobación, casi de acusación.
—Me distraje un poco. —Hace un gesto despreocupado con los hombros—. Este lugar es tan asombroso que… —Me mira con la esperanza de que haga algún tipo de broma y le dé un respiro, pero aparta la vista cuando queda claro que no voy a hacerlo.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Romy y Rayne…? —No obstante, cuando me doy la vuelta, veo que han desaparecido.
Ava entorna los ojos mientras sus dedos juguetean con los aretes de oro que ha hecho aparecer en sus orejas.
—Quise encontrarte y he acabado aquí. Pero, al parecer, no puedo entrar. —Contempla la puerta con el ceño fruncido—. Entonces, ¿es este el templo que estabas buscando?
Afirmo con la cabeza mientras me fijo en sus carísimos zapatos y en su bolso de diseño. Mi enfado aumenta con cada segundo que pasa.
La traje a Summerland para que me ayudara a salvar la vida de una persona, y su único propósito es ir de compras.
—Lo sé —replica Ava al escuchar los pensamientos que me rondan la cabeza—. Perdí el control y te pido disculpas por ello. Pero ya estoy lista para ayudarte si aún lo necesitas. ¿O ya has obtenido las respuestas que buscabas?
Aprieto los labios y clavo la vista en el suelo mientras niego con la cabeza.
—Yo… bueno… he tenido algunos problemas —explico mientras la sensación de culpabilidad me inunda por dentro, sobre todo al recordar que esos «problemas» no han sido más que tonterías mías—. Y me temo que estoy donde empecé —añado, sintiéndome como la mayor fracasada del mundo.
—Tal vez pueda ayudarte. —Sonríe y me aprieta el brazo para que sepa que es sincera.
Mi única respuesta es un encogimiento de hombros, ya que dudo mucho que Ava pueda hacer algo a estas alturas.
—Vamos, no te rindas tan fácilmente —me dice con intención ¿e animarme—. Después de todo, esto es Summerland, ¡el lugar donde todo es posible!
La miro fijamente. Sé que tiene razón, pero también sé que tengo un importante trabajo por delante cuando vuelva al plano terrestre. Un trabajo que requiere toda mi atención y concentración; algo que no permite distracciones.
Así pues, la conduzco escaleras abajo y la miro a los ojos antes de decir:
—Bueno, hay una cosa que sí puedes hacer.