Soy una estrella de YouTube.
Al parecer, las imágenes en las que aparezco intentando librarme de una inacabable cadena de sujetadores, tangas y ligueros en Victoria's Secret no solo me han hecho merecer el brillante apodo de «Lerda», sino que también han sido vistas 2.323 veces. Que resulta ser el número exacto de estudiantes del Bay View… Bueno, siempre que se tenga en cuenta a unos cuantos miembros del cuerpo facultativo.
Ha sido Haven quien me lo ha dicho. Me la he encontrado después de abrirme paso a trancas y barrancas entre un grupo de gente que me gritaba: «¡Hola, Lerda! ¡No te caigas, Lerda!», y ha sido lo bastante amable como para explicarme el origen de mi reciente popularidad y para mostrarme la dirección web del vídeo a fin de que pudiera observarme lerdeando en mi iPhone.
—Vaya, genial —le digo mientras sacudo la cabeza, consciente de que es el menor de mis problemas, pero aun así…
—Es una mierda, sí —conviene al tiempo que cierra la taquilla y me mira con una expresión que solo puede interpretarse como de lástima… Bueno, un breve instante de lástima, los pocos segundos que merece una lerda como yo—. ¿Algo más? Porque resulta que tengo que irme. Le prometí a Honor que…
La miro; y cuando digo que la miro, me refiero a que la miro de verdad: la escruto. Me fijo en que el mechón rojo de su flequillo es ahora de color rosa y que su piel pálida y su ropa oscura, típicas del look Emo, han sido sustituidas por un bronceado de aerosol, un vestido de colores vivos y el cabello ondulado, lo que la hace parecer uno de esos clones exclusivistas de los que siempre se reía. Sin embargo, a pesar de su nueva vestimenta, a pesar de que ahora pertenece a la banda guay, a pesar de todas las evidencias que tengo ante mis narices, no puedo creer que mi amiga sea responsable de lo que viste, lo que dice o lo que hace. Porque, aunque Haven tiene una marcada tendencia a pegarse a los demás y a imitar su comportamiento, conserva sus propias normas. Y sé con certeza que la brigada de Stacia y Honor es uno de los grupos al que jamás ha deseado unirse.
No obstante, soy consciente de que todo eso no hará que me resulte más fácil aceptarlo. Y, aunque me consta que es inútil, aunque está claro que no cambiará las cosas, la miro fijamente y le digo:
—No puedo creer que seas amiga de esas dos después de todo lo que me han hecho. —Sacudo la cabeza. Mi único deseo es que entienda lo mucho que me duele.
Escucho su respuesta unos segundos antes, pero eso no suaviza el golpe cuando dice en voz alta:
—¿Te empujaron? ¿Te dieron un empellón y te hicieron caer sobre esas perchas? ¿O eso lo hiciste tú sólita? —Me mira con las cejas enarcadas, los labios fruncidos y los ojos entornados. Y yo permanezco inmóvil, atónita, callada, con la garganta tan constreñida que me resultaría imposible hablar aun en el caso de que deseara hacerlo—. Me parece… que deberías tomarte las cosas menos en serio, ¿no crees? —Pone los ojos en blanco y hace un gesto negativo con la cabeza—. Pretendían gastarte una broma. Serías muchísimo más feliz si cedieras un poco y dejaras de hablar de ti misma y de todo lo que te rodea con tanta seriedad. ¡Tienes que empezar a vivir la vida! En serio, Ever, piensa en ello, ¿vale?
Se da la vuelta y se adentra sin problemas entre la multitud de estudiantes, que se dirigen a la mesa extralarga del comedor en el nuevo éxodo del almuerzo. Yo, en cambio, echo a correr hacia la puerta de salida.
¿Para qué torturarme? ¿Para qué quedarme por aquí y ver a Damen coqueteando con Stacia? ¿Para que mis amigos me llamen «lerda»? ¿Para qué tener todas estas habilidades psíquicas si no puedo aprovecharlas y darles un buen uso… como marcharme del instituto?
—¿Te marchas tan pronto?
Hago caso omiso de la voz que escucho a mi espalda y sigo andando. Roman es la última persona con la que quiero hablar en estos momentos.
—¡Oye, Ever, espera un momento! —Se echa a reír y acelera el paso hasta que consigue caminar a mi lado—. En serio, ¿dónde está el fuego?
Abro el coche y me meto dentro antes de tirar de la puerta; me faltan unos centímetros para conseguir cerrarla cuando Roman la sujeta con la palma de la mano. Y, aunque sé que soy más fuerte, que si quisiera podría cerrar la puerta de golpe y salirme con la mía, lo cierto es que todavía no estoy acostumbrada a utilizar mi nueva fuerza inmortal… Y eso es lo único que me impide hacerlo, porque, aunque me cae muy mal, no me gustaría golpearlo con tanta fuerza como para arrancarle la mano.
Prefiero reservarme eso para cuando pueda necesitarlo.
—Tengo que irme, así que si no te importa… —Tiro de la puerta una vez más, pero él se limita a sujetarla con más fuerza. La expresión divertida de su rostro junto con la sorprendente fuerza de sus dedos me hace sentir una extraña punzada en el estómago, ya que esas dos cosas aparentemente inconexas apoyan mis más secretas sospechas.
Sin embargo, cuando lo miro de nuevo, cuando observo cómo levanta la mano para darle un trago a su refresco y veo que no tiene marcas en la muñeca ni tatuajes de serpientes que se muerden su propia cola (el mítico símbolo del uróboros, la señal de que un inmortal se ha convertido en un ser peligroso), las cosas dejan de encajar.
Porque el hecho es que Roman no solo come y bebe, no solo tiene aura y pensamientos accesibles (bueno, al menos para mí), sino que además, aunque que me cueste admitirlo, no muestra signos externos de maldad que yo pueda ver. Y, si se suman todas esas cosas, resulta obvio que mis sospechas no son solo paranoicas, sino también infundadas.
Lo que significa que no es el malévolo inmortal renegado que yo creía que era.
Lo que significa que no es el responsable de que Damen me haya dejado ni de la traición de Miles y Haven. No, parece que eso es culpa mía.
Y aunque todas las evidencias me llevan hasta este punto… me niego a aceptarlo.
Porque cuando vuelvo a mirarlo, se me acelera el pulso, se me hace un nudo en el estómago y me siento abrumada por una sensación de miedo e intranquilidad. Y eso hace que me resulte imposible creer que Roman sea un joven inglés que ha acabado por casualidad en nuestro instituto y que se ha colado por mí.
Porque si hay algo que sé con certeza es que todo iba bien hasta que él llegó.
Y que desde entonces nada ha vuelto a ser igual.
—¿Te piras durante el almuerzo?
Pongo los ojos en blanco. Es bastante obvio que lo voy a hacer, así que no tengo por qué malgastar el tiempo dándole una respuesta.
—Y veo que tienes espacio para uno más. ¿Te molestaría que te acompañara?
—La verdad es que sí. Así que, si no te parece mal, quita esa… —Señalo su mano y agito los dedos de ese modo que internacionalmente significa: «¡Lárgate!».
Roman levanta las manos en un gesto de rendición y sacude la cabeza antes de decirme:
—No sé si te has dado cuenta, Ever, pero cuanto más me evitas, más ganas me dan de atraparte. Sería mucho más sencillo para ambos que te rindieras y me dejaras ganar la carrera.
Entorno los ojos en un intento por ver más allá de su aura resplandeciente y sus bien ordenados pensamientos, pero encuentro una barrera tan impenetrable que, o bien es el final de la carretera, o es algo mucho peor de lo que pensaba en un principio.
—Si insistes en darme caza… —le digo con mucho más aplomo del que siento—, será mejor que empieces a entrenarte. Porque tendrás que correr una maratón, colega.
Roman se encoge, da un respingo y abre los ojos de par en par, como si lo hubiera herido. Y, si no supiera lo contrario, pensaría que es cierto. Pero resulta que sé que no lo es. Solo está actuando, poniendo en práctica unas cuantas expresiones faciales para dar un efecto dramático al asunto. Y yo no tengo tiempo para ser el blanco de sus bromas.
Pongo la marcha atrás y salgo de la plaza de aparcamiento con la esperanza de poder dejar las cosas como están.
Sin embargo, él sonríe y golpea la capota de mi coche antes de decir:
—Como quieras, Ever. Que empiece el juego.