Estoy un poco nerviosa cuando llego a casa de Miles, ya que no sé muy bien qué voy a encontrarme. Sin embargo, cuando lo veo fuera esperando en el porche delantero, dejo escapar un pequeño suspiro de alivio al ver que las cosas no están tan mal como había imaginado.
Aparco en el camino de entrada, bajo la ventanilla y grito:
—Venga, Miles, ¡sube!
El aparta la vista de su teléfono móvil, sacude la cabeza y dice:
—Lo siento, creí que te lo había dicho. Iré en el coche de Craig.
Me quedo mirándolo atónita; mi sonrisa se queda congelada mientras repito sus palabras en mi cabeza.
¿Con Craig? ¿El mismo Craig que sale con Honor? ¿El atleta troglodita sexualmente confuso cuyas verdaderas preferencias he descubierto escuchando sus pensamientos? ¿El mismo que vive para reirse de Miles porque eso hace que se sienta «seguro», como si no fuera uno de «ellos»?
¿Ese Craig?
¿Desde cuándo eres amigo de Craig? —le pregunto mirándolo con los ojos entornados.
Miles se levanta de mala gana y se acerca a mí, dejando por un momento los mensajes de texto para decirme:
—Desde que decidí dejar de desperdiciar mi vida, dejar de ser un corto de miras y ampliar horizontes. Quizá tú deberías probar también. Resulta un tío bastante majo cuando lo conoces.
Lo observo mientras sus pulgares se afanan de nuevo y me esfuerzo por encontrar sentido a sus palabras. Me siento como si hubiera aterrizado de pronto en un universo paralelo absurdo en el que las animadoras cotillean con los góticos y los atletas salen con los colgados de teatro. Un lugar tan antinatural que en realidad jamás podría existir.
Pero existe. En un lugar conocido como instituto Bay View.
—¿El mismo Craig que te llamó marica y que te dio una paliza tu primer día de clase?
Miles se encoge de hombros.
—La gente cambia.
A mí me lo vas a decir…
Pero no es cierto.
O al menos no cambia tanto en un solo día, no a menos que tenga una buena razón para hacerlo… a menos que alguien esté manejando y controlando a la gente bajo cuerda, por decirlo de alguna manera. A menos que alguien los manipule contra su voluntad y los obligue a hacer y decir cosas que van completamente en contra de su naturaleza… Y todo sin su permiso, sin que ni siquiera se den cuenta.
—Lo siento, creía que te lo había dicho, pero supongo que he estado muy ocupado. No hace falta que vuelvas a venir a buscarme: ya tengo quien me lleve —me dice, descartando nuestra amistad con un gesto indiferente de los hombros, como si no tuviera más importancia que un viaje en coche hasta el instituto.
Trago saliva para resistir el impulso de agarrarlo por los hombros y exigid que me cuente lo que ha ocurrido, por qué actúa así (por qué todo el mundo actúa de esa manera) y por qué todos han decidido ponerse en mi contra al mismo tiempo.
Pero no lo hago. De algún modo, consigo controlarme. Sobre todo, porque tengo la terrible sospecha de que ya conozco la respuesta. Y si resulta que tengo razón, Miles no tiene la culpa.
—Vale, me alegra saberlo. —Me despido con un movimiento de cabeza y me obligo a esbozar una sonrisa—. Supongo que nos veremos por ahí —le digo mientras tamborileo con los dedos sobre la palanca de cambios, a la espera de una respuesta que no va a llegar. Me alejo del camino de entrada cuando Craig aparca detrás de mí, toca el claxon un par de veces y me hace una señal para que me aparte.
En lengua las cosas van incluso peor de lo que había imaginado. No he llegado siquiera a la mitad del pasillo cuando descubro que ahora Damen se sienta con Stacia.
Habla de mí, le pasa notas y le susurra cosas al oído, mientras yo Permanezco sola al fondo, como una completa y total marginada.
Aprieto los labios mientras me dirijo hacia mi sitio y escucho todos los susurros de mis compañeros de clase: «¡Lerda! ¡Ten cuidado, Lerda! ¡No vayas a caerte, Lerda!».
Las mismas palabras que he estado escuchando desde que salí de mi coche.
Y, aunque no tengo ni la menor idea de lo que significan, lo cierto es que no me molestan mucho, al menos hasta que Damen se une al coro. Porque en el instante en que él empieza a reírse y a burlarse igual que los demás, lo único que deseo es volver atrás. Regresar al coche e irme a casa, donde me siento segura…
Pero no lo hago. Necesito quedarme donde estoy. Asegurarme a mí misma que esto es temporal… que pronto llegaré al fondo de la cuestión… que no es posible que haya perdido a Damen para siempre.
Y, de alguna manera, eso me ayuda a seguir adelante. Bueno, eso y también el hecho de que el señor Robins le pide a todo el mundo que se calle. Cuando por fin suena el timbre y la gente se marcha, estoy ansiosa por largarme. Me encuentro junto a la puerta cuando oigo:
—¿Ever? ¿Puedo hablar contigo un momento?
Aprieto el picaporte de la puerta, con los dedos preparados para girarlo.
—No te entretendré demasiado.
Respiro hondo y me rindo, aunque pongo en marcha el iPod en cuanto veo la expresión de su rostro.
El señor Robins nunca me pide que me quede después de clase. No es de esos a los que les gusta hablar. Y lo cierto es que siempre he creído que hacer los deberes y sacar buenas notas en los exámenes me protegería de cosas así.
—No sé muy bien cómo decirte esto, no quiero sobrepasar mis límites… pero creo sinceramente que es mi obligación hablarte de un asunto. Se trata de…
Damen.
Se trata de mi auténtica alma gemela. Mi amor eterno. Mi mayor admirador durante los últimos cuatrocientos años, a quien ahora le doy asco.
Se trata de que esta misma mañana él le ha pedido permiso para cambiarse de sitio.
Porque piensa que soy una acosadora.
Y ahora, el señor Robins, un profesor de lengua recientemente separado que, a pesar de sus buenas intenciones, no sabe nada sobre mí, sobre Damen ni sobre otra cosa que no sean esas rancias novelas antiguas escritas por autores muertos, quiere decirme cómo funcionan las relaciones.
Que el amor de la juventud es muy intenso. Que todos los sentimientos son apremiantes, como si fueran lo más importante del mundo… aunque no lo sean. Habrá muchos más amores, solo debo dejar que pase el tiempo. Tengo que seguir adelante. Es crucial, sobre todo porque:
—Porque el acoso no es la solución —me dice—. Es un delito. Un delito muy grave, con consecuencias muy serias. —Frunce el ceño con la esperanza de resaltar la importancia de sus palabras.
—No lo estoy acosando —aclaro, aunque me doy cuenta demasiado tarde de que defenderme de esa palabra que empieza por «a» antes de seguir todos los pasos habituales («¿Le ha dicho eso?», «¿Por qué habrá hecho una cosa así?», «¿Qué pretendía?») como habría hecho una persona normal y corriente, me hace parecer sospechosa y culpable. Así pues, trago saliva con fuerza antes añadir—: Oiga, señor Robins, me consta que tiene usted buenas intenciones y no sé lo que le habrá dicho Damen, pero, con el debido respeto…
Lo miro a los ojos y «veo» exactamente lo que le ha dicho Damen: que estoy obsesionada con él, que estoy loca, que me paseo en coche por delante de su casa día y noche, que lo llamo por teléfono una y otra vez para dejar mensajes escalofriantes, insistentes y patéticos… Y puede que eso sea cierto en parte, pero aun así…
De cualquier forma, el señor Robins no está dispuesto a dejarme terminar la frase; sacude la cabeza y dice:
—Ever, lo último que quiero es tomar posición en esto o interponerme entre Damen y tú, porque, para serte sincero, esto no es asunto mío y es algo que al final tendrás que solucionar tú sola. Y, a pesar de tu reciente expulsión, a pesar de que rara vez prestas atención en clase y de que dejas el iPod encendido mucho después de que yo te pida que lo apagues, aun así… eres una de mis mejores y más brillantes alumnas. No me gustaría ver cómo pones en peligro lo que podría ser un esplendoroso futuro… por un chico.
Cierro los ojos y vuelvo a tragar saliva. Me siento tan humillada que desearía poder desvanecerme en el aire… y desaparecer.
No, en realidad es algo mucho peor que eso: me siento mortificada, abochornada, horrorizada, deshonrada, cualquier cosa que del fina el hecho de desear morirse de vergüenza.
—No es lo que usted piensa —le digo, sosteniendo su mirada y rogándole en silencio que me crea—. A pesar de las historias que pueda haberle contado Damen, las cosas no son lo que parecen —añado
Escucho el suspiro del señor Robins y los pensamientos que cruzan su cabeza. El profesor desearía poder compartir conmigo lo deprimido que se sintió cuando su mujer y su hija se fueron, que nunca creyó que pudiera seguir adelante… pero teme que sea inapropiado Y lo cierto es que es inapropiado.
-Deberías darte un poco de tiempo, concentrar tu atención en otras cosas —dice. Es sincero en su deseo de ayudarme, pero teme estar sobrepasando sus límites—. Pronto descubrirás que…
Suena el timbre.
Me cuelgo la mochila del hombro, aprieto los labios y lo miro.
Observo cómo niega con la cabeza antes de decir:
—Está bien. Te escribiré un justificante. Eres libre para marcharte.