Cuando llego a clase de arte, voy directa hacia mi taquilla, me pongo el blusón, cojo las cosas y vuelvo de inmediato al aula, en la que he visto a Damen apoyado contra la puerta con una expresión peculiar en la cara. Una expresión que, a pesar de su extrañeza, me llena de esperanza, ya que sus ojos están vacíos, tiene la boca abierta y parece perdido y vacilante, como si necesitara urgentemente mi ayuda.
A sabiendas de que debo aprovechar el momento, me inclino hacia él y le toco con delicadeza el brazo antes de decir:
—¿Damen? —Tengo la voz ronca y temblorosa, como si fuera la primera vez que la uso en todo el día—. Damen, cielo, ¿estás bien? —Lo recorro con la mirada mientras lucho contra el impulso de apretar mis labios contra los suyos.
Él me observa con una pizca de reconocimiento al que pronto se unen el cariño, el anhelo y el amor. Y yo lo miro con los ojos llenos de lágrimas mientras acerco los dedos a su mejilla. Veo que su aura marrón rojiza se desvanece y sé que es mío una vez más…
Y luego:
—Oye, tía, muévete, venga… Estás cerrando el paso.
y sin más dilación, el antiguo Damen desaparece y vuelve el nuevo.
Me aparta de un empujón y su aura resplandece: mi contacto le produce repulsión. Me apoyo contra la pared y me encojo al ver que Roman entra justo detrás y que, «accidentalmente», frota su cuerpo contra el mío.
—Lo siento, encanto. —Sonríe con mirada lasciva.
Cierro los ojos y me aferro a la pared en busca de apoyo. Me da vueltas la cabeza mientras la euforia del aura alegre y brillante de Roman, su energía intensa, efusiva y optimista me recorre de arriba abajo y me llena la mente de imágenes tan vivaces, tan afectuosas y tan inocuas que siento vergüenza: vergüenza por todas mis sospechas y por ser tan poco amable.
Y, sin embargo, hay algo que no encaja. Algo que desentona. La mayoría de las mentes son un torbellino de hechos, palabras apresuradas, remolinos de imágenes y sonidos estridentes que se mezclan para crear una sinfonía de lo más desafinada. Pero Roman tiene una mente ordenada, organizada, en la que un pensamiento sigue al otro con fluidez. Y eso hace que parezca forzado y artificial, como un guión escrito de antemano…
—A juzgar por tu aspecto, encanto, parece que eso te ha gustado tanto como a mí. ¿Seguro que no vas a cambiar de opinión con respecto a la cita?
Su gélido aliento me roza la mejilla; sus labios están tan cerca que temo que intente besarme. Y, justo cuando estoy a punto de empujado, Damen se sitúa a nuestro lado y dice:
—Venga, colega, no fastidies… ¿Qué estás haciendo? No merece 1a pena perder el tiempo con esta lerda.
No merece la pena perder el tiempo con esta lerda. No merece la pena perder el tiempo con esta lerda. No merece la pena perder el tiempo con esta lerda. No merece la pena perder el tiempo con esta lerda. No merece la pena perder el tiempo con esta lerda. No merece la pena perder el tiempo con esta…
—Ever, ¿has crecido?
Levanto la vista y descubro a Sabine a mi lado, pasándome un bol recién enjuagado que debe ir al lavaplatos. Y, solo después de parpadear unas cuantas veces, recuerdo que mi trabajo consiste en ponerlo ahí.
—Perdona, ¿qué has dicho? —le pregunto mientras mis dedos aferran la porcelana llena de jabón para meterla en el lavavajillas. Soy incapaz de pensar en otra cosa que no sea Damen, y las hirientes palabras que repito una y otra vez para torturarme.
—Me da la impresión de que has crecido. De hecho, estoy segura de ello. ¿No son esos vaqueros los que te compré hace poco?
Me miro los pies y me sorprendo al comprobar que se me ven varios centímetros de tobillo. Y eso me resulta aún más extraño cuando recuerdo que esta misma mañana los bajos me arrastraban por el suelo.
—Hum… tal vez —miento, porque ambas sabemos que sí son los mismos vaqueros.
Ella entorna los ojos y sacude la cabeza antes de decir:
—Estaba segura de que serían de tu talla. Según parece estás dando un estirón. —Se encoge de hombros—. Pero solo tienes dieciséis años, así que supongo que no es demasiado tarde.
«Solo dieciséis, sí, pero muy cerca de los diecisiete», pienso para mis adentros. Me muero de ganas de que llegue el día en que cumpla los dieciocho, me gradúe y me vaya a vivir a mi propia casa para poder estar a solas con mis oscuros secretos y permitir que Sabine recupere su vida tranquila y rutinaria. No tengo ni la menor idea de cómo voy a compensarla por toda su generosidad, y ahora, encima, debo añadir un par de pantalones vaqueros carísimos a la lista.
—Yo dejé de crecer a los quince, pero parece que tú vas a ser mucho más alta que yo. —Sonríe antes de pasarme un puñado de cucharas.
Le devuelvo una sonrisa débil mientras me pregunto cuánto más creceré. No quiero convertirme en uno de esos bichos raros gigantes, en una de esas chicas de las portadas de Esto es increíble. Crecer más de siete centímetros en un día no es normal… ni de lejos.
No obstante, ahora que Sabine lo menciona, también he notado que me crecen las uñas tan rápido que tengo que cortármelas casi todos los días, y que el flequillo me llega ahora por debajo de la barbilla, aunque solo hace unas semanas que me lo corté. Por no mencionar que el azul de mis ojos parece estar oscureciéndose paulatinamente y que mis dientes incisivos, que estaban torcidos, se han enderezado solos. Y, sin importar lo mal que la trate y lo poco que la limpie, la piel de mi rostro se mantiene tersa, sin manchas ni puntos negros.
¿Y ahora he crecido siete centímetros desde el desayuno?
Es obvio que solo puede deberse a una cosa: el brebaje rojo que he estado bebiendo. Bueno, aunque he sido inmortal durante casi la mitad del año, nada cambió realmente hasta que empecé a beberlo (salvo mi capacidad para curarme al instante). Sin embargo, desde que he comenzado a tomarlo, mis mejores rasgos físicos se han magnificado y realzado de repente, y los más mediocres se han perfeccionado.
Y, aunque una parte de mí se siente entusiasmada ante la perspectiva y siente curiosidad por averiguar en qué más voy a cambiar, otra parte no puede evitar notar que mi cuerpo se está preparando para la inmortalidad justo a tiempo para pasar el resto de la eternidad sola.
—Tal vez sea esa bebida que tomas siempre. —Sabine se echa a reír—. Quizá deba probarla. ¡No me importaría pasar la barrera del metro y sesenta y tres centímetros sin la ayuda de los tacones!
—¡No! —Las palabras salen de mis labios antes de que logre detenerlas, y sé que esa respuesta solo incrementará su curiosidad.
Sabine me mira con el ceño fruncido y el estropajo mojado en la mano.
—Lo que quiero decir es que seguro que no te gusta. De hecho, tengo la certeza de que detestarías esa bebida. En serio, tiene un sabor muy raro. —Asiento con la cabeza e intento componer una expresión despreocupada, ya que no quiero que sepa que lo que ha dicho me ha dejado preocupadísima.
—Bueno, no lo sabré hasta que la pruebe, ¿verdad? —me dice sin apartar la mirada de mis ojos—. De todas formas, ¿de dónde la sacas? No recuerdo haberla visto en los supermercados. Ni siquiera he visto que tenga etiqueta. ¿Cómo se llama?
—Me la trae Damen —respondo. Disfruto del sonido de su nombre en mis labios, aunque eso no ayuda a llenar el vacío que me ha dejado su ausencia.
—Bueno, pues pregúntaselo y tráeme alguna botellita, ¿quieres?
Y en el momento en que lo dice, sé que todo esto no se debe solo a la bebida. Sabine intenta que hable un poco, que le explique por qué Damen no fue a la cena del sábado y por qué no ha venido a casa desde entonces.
Cierro el lavavajillas y me doy la vuelta. Finjo limpiar la encimera, que ya está limpia, y evito mirarla a los ojos cuando digo:
—Bueno, la verdad es que no podré hacerlo. Porque lo cierto es que… nosotros… bueno… nos hemos dado algo así como un respiro. —Mi voz se rompe al final de una manera bochornosa.
Mi tía estira los brazos hacia mí con la intención de abrazarme, de consolarme, de decirme que todo irá bien. Y, aunque estoy de espaldas a ella y no puedo verla, puedo visualizarla en mi cabeza, así que doy un paso a un lado para ponerme fuera de su alcance.
—Ay, Ever, lo siento mucho. No sabía… —me dice. Deja los brazos a los costados, sin saber muy bien qué hacer con ellos ahora que me he apartado.
Hago un gesto afirmativo con la cabeza. Me siento culpable por mostrarme tan fría y distante con ella. Desearía poder explicarle que no puedo arriesgarme a un contacto físico porque no quiero conocer sus secretos. Que eso solo me distraería y me mostraría imágenes que no deseo ver. La verdad es que apenas puedo apañármelas con mis secretos, así que no tengo ningunas ganas de añadir los suyos a la lista.
—Ha sido algo… bastante repentino —le explico, aunque sé que no dejará el asunto hasta que me haya sonsacado algo más—. Ocurrió sin más, y… bueno… en realidad no sé qué más decir…
—Si necesitas hablar, cuenta conmigo.
—La verdad es que todavía no estoy preparada para hablar Todo es demasiado reciente y aún estoy intentando superarlo. Quizá más adelante…
Me encojo de hombros con la esperanza de que, cuando llegue ese «más adelante», Damen y yo estemos juntos de nuevo y todo este asunto haya quedado resuelto.