Capítulo quince

Me duele el cuello. Y tengo una sensación rara en la espalda. Y cuando abro los ojos y miro a mi alrededor… comprendo por qué. He pasado la noche en esta habitación. Justo aquí, en este antiguo sofá de terciopelo que fue diseñado para charlas triviales y coqueteos pícaros, pero no para dormir, desde luego.

Hago un esfuerzo para incorporarme y mis músculos se tensan en señal de protesta cuando me estiro, primero hacia arriba y luego hacia la punta de los pies. Y, después de mover el torso de un lado a otro y de inclinar el cuello adelante y atrás, me dirijo hacia las gruesas cortinas de terciopelo y las echo a un lado. La habitación se inunda de una luz tan brillante que se me llenan los ojos de lágrimas, así que las cierro de nuevo antes de que transcurra el tiempo necesario para acostumbrarme a la claridad. Me aseguro de que los bordes están bien juntos, de que no entra ni un rayo de luz en la estancia. Es necesario devolver al lugar su acostumbrado estado de noche, ya que Damen me ha advertido de que el fuerte sol del sur de California puede causar estragos en los objetos de esta habitación.

Damen.

El mero hecho de pensar en él me llena el corazón de tal anhelo, de tal dolor, que se me nubla la vista y empiezo a marearme. Mientras busco con la mano el aparador para aferrarme al detallado y elegante borde de madera, mis ojos recorren la sala y me recuerdan que no estoy tan sola como creo.

Su imagen me rodea por todas partes. Su retrato ha sido plasmado a la perfección por los más grandes maestros del mundo, encuadrado en marcos dignos de un museo y colgado en todas las paredes. Con el traje oscuro en el Picasso, con el semental blanco en el Velázquez… Cada uno de ellos muestra ese rostro que yo creía conocer tan bien, aunque ahora sus ojos me resultan fríos y burlones; su barbilla, alta y desafiante; y sus labios, esos labios cálidos y maravillosos que tanto he deseado saborear, parecen remotos, reservados, enloquecedoramente distantes, como si me advirtieran de que no me acercara.

Cierro los ojos, decidida a bloquear esa sensación, convencida de que el estado de pánico que invade mi mente solo conseguirá que me sienta peor. Me obligo a respirar hondo en varias ocasiones antes de llamarlo al móvil una vez más. Salta otra vez su buzón de voz, que registra una nueva ronda de: «Llámame»… «¿Dónde estás?»… «¿Te encuentras bien?»… «Llámame.» Mensajes que ya le he dejado un millón de veces.

Vuelvo a guardar el teléfono móvil en el bolso y echo un último vistazo a la habitación; mis ojos recorren la estancia con atención (evitando los retratos) para asegurarme de que no he pasado nada por alto. Debo cerciorarme de que no hay ninguna pista evidente sobre su desaparición que no haya tenido en cuenta, sin importar lo pequeña o insignificante que parezca. Ninguna pista que pueda aclararme «cómo» o «por qué».

Y, cuando tengo la certeza de que he hecho todo lo que está en mi mano, cojo el bolso y me dirijo hacia la cocina. Me detengo solo para escribir una breve nota en la que repito las mismas palabras que le he dicho por teléfono, porque sé que en el momento en que salga por la puerta, mi conexión con Damen será mucho más tenue de lo que ya es.

Tomo una honda bocanada de aire y cierro los ojos. Imagino el futuro que ayer mismo me parecía tan claro: ese futuro en el que Damen y yo estábamos juntos, felices, completos. Ojalá fuera posible hacer aparecer algo así, aunque sé en lo más profundo de mi corazón que no serviría de nada.

No se puede hacer aparecer a otra persona. Al menos no durante mucho tiempo.

Así pues, concentro mi atención en algo que sí puedo manifestar. Visualizo el tulipán rojo más perfecto del mundo, con pétalos suaves y un tallo largo. El símbolo de nuestro amor eterno. Y cuando siento que toma forma en mi mano, vuelvo a la cocina, rompo la nota y dejo el tulipán sobre la encimera.