Aparco cerca de Shake Shack y camino hacia el océano. Bajo casi a oscuras por el serpenteante sendero, decidida a encontrar la cueva secreta de Damen a pesar de que solo he estado allí en una ocasión: cuando estuvimos a punto de hacerlo. Y lo habríamos hecho… de no haber sido por mí. Supongo que tengo un largo historial de frenazos en el momento crucial. O eso, o acabo muerta. Como es obvio, tenía la esperanza de que esta noche fuera diferente.
Sin embargo, en el instante en que piso la arena y consigo llegar hasta su escondite, tengo la desgracia de contemplar que la cueva está tal y como la dejamos: las mantas y las toallas están dobladas y apiladas en un rincón, las tablas de surf están apoyadas contra las paredes, hay un traje de neopreno sobre una silla… Pero ni rastro de Damen.
Y, puesto que solo queda un lugar en mi lista de sitios donde buscarlo, cruzo los dedos y corro hacia el coche. Es sorprendente la rapidez y la soltura con que se mueven mis piernas. Mis pies apenas rozan la arena y recorro la distancia a tanta velocidad que al poco ya estoy de nuevo en el coche, saliendo del aparcamiento. Me pregunto desde cuándo soy capaz de hacer esto y qué otras habilidades inmortales podría tener.
Al llegar a la entrada de la urbanización, Sheila, la guardia de seguridad que me ha visto bastantes veces y que sabe que soy uno de los visitantes bienvenidos de la lista de Damen, sonríe y me hace una señal con la mano para que pase. Cuando subo la colina hacia su casa y aparco en el camino de entrada, lo primero que noto es que todas las luces están apagadas.
Y cuando digo todas, me refiero a todas. Incluyendo la que hay sobre la puerta, la que él siempre deja encendida.
Permanezco sentada en el Escarabajo; el motor ronronea mientras observo todas esas ventanas a oscuras. Una parte de mí quiere entrar por la puerta, subir a toda prisa las escaleras y adentrarse en su habitación «especial», esa en la que almacena sus recuerdos más preciados: los retratos que le hicieron Picasso, Van Gogh y Velázquez, junto a un montón de primeras ediciones de libros excepcionales… Reliquias de valor incalculable que hablan de su largo y remoto pasado y que están atesoradas en una estancia abarrotada en la que predominan los tonos dorados. Sin embargo, otra parte de mí prefiere quedarse donde está, a sabiendas de que no es necesario entrar para demostrar que no está en casa. El gélido e inquietante exterior del edificio con las paredes de piedra, la cubierta de tejas y las ventanas yacías carecen por completo de su cálida y afectuosa presencia.
Cierro los ojos y me esfuerzo por recordar lo último que dijo… algo sobre ir a buscar el coche para poder salir antes. Está claro que e refería a nosotros: podríamos salir antes para estar juntos por fin.
Nuestra cruzada de cuatrocientos años culminaría esta noche perfecta.
Es evidente que no quería salir antes para librarse de mí…
¿O no?
Respiro hondo y salgo del coche, porque sé que la única forma de obtener respuestas es poniéndome en movimiento. Las plantas de mis pies, fríos y húmedos, resbalan sobre el camino cubierto de rocío mientras busco las llaves, pero de pronto recuerdo que las he dejado en casa, ya que no imaginaba que fuera a necesitarlas precisamente esta noche.
Me quedo frente a la puerta, memorizando la curva de su arco, su acabado en caoba y los audaces y detallados grabados. Luego cierro los ojos y visualizo otra igual que esta. «Veo» mi puerta imaginaria abierta de par en par; nunca he intentado esto antes, pero sé que es posible, ya que en una ocasión fui testigo de cómo abría Damen la puerta de nuestro instituto… una puerta que estaba cerrada escasos momentos antes.
Sin embargo, cuando vuelvo a abrir los ojos descubro que lo único que he conseguido es manifestar otra puerta gigante de madera. Y puesto que no tengo ni la menor idea de qué hacer con ella (hasta ahora solo había hecho aparecer cosas que quería conservar), la apoyo contra la pared y me dirijo hacia la parte trasera.
Hay una ventana en la cocina; la misma ventana situada sobre el fregadero que él siempre deja entreabierta. Y después de deslizar los dedos bajo el borde y subirla hasta arriba, paso sobre el fregadero lleno de botellas de cristal vacías y salto al suelo. Mis pies aterrizan sobre las baldosas con un sonido apagado y no puedo evitar preguntarme si el allanamiento de morada se aplica también a las novias.
Observo la estancia y me fijo en la mesa y las sillas de madera, en la hilera de cacerolas de acero inoxidable, en la cafetera, la batidora y el exprimidor de última generación… Todo forma parte de la colección de los artilugios de cocina más modernos que el dinero puede comprar (o que Damen puede manifestar). Y todo ha sido seleccionado meticulosamente para dar la apariencia de una vida normal y acaudalada, como los accesorios de la hermosa decoración de una casa en miniatura, organizada a la perfección y sin utilizar.
Echo un vistazo al frigorífico esperando ver el abundante y habitual surtido de botellas de líquido rojo, pero solo encuentro unas cuantas. Y cuando miro en su despensa, el lugar donde deja que las nuevas remesas fermenten, se sazonen o lo que sea, en la oscuridad durante tres días, me quedo atónita al ver que también está casi vacía.
Permanezco inmóvil, contemplando el escaso número de botellas. Se me encoge el estómago y mi corazón empieza a latir con fuerza ante esta terrible imagen. Damen se muestra casi obsesivo en su empeño por tener siempre mucho líquido rojo disponible (más incluso desde que debe suministrármelo a mí también), y jamás permitiría que las cosas llegaran hasta este extremo.
No obstante, últimamente bebe muchísimo, tanto que su consumo casi se ha duplicado. Así que es muy posible que no haya tenido tiempo de hacer más.
Eso suena bien en la teoría, claro, pero no es muy plausible.
¿A quién pretendo engañar? Damen es de lo más organizado con estas cosas; demasiado, quizá. Jamás dejaría a un lado su obligación de fabricar el líquido… ni siquiera por un día.
No, a menos que algo vaya terriblemente mal.
Y, aunque no tengo ninguna prueba, el instinto me dice que esto está relacionado con el extraño comportamiento que muestra de un tiempo a esta parte: esas miradas vacías que me resulta imposible pasar por alto por más rápido que desaparezcan, los sudores, los dolores de cabeza, la incapacidad para manifestar objetos o el portal a Summerland… Sumado todo, parece evidente que está enfermo.
Solo que Damen no se pone enfermo.
Y cuando se clavó la espina del tallo de la rosa hace un rato, yo misma pude comprobar cómo sanaba la herida delante de mis narices.
Sin embargo, quizá tendría que empezar a llamar a los hospitales… solo para estar segura.
Damen jamás iría a un hospital. Lo vería como una señal de debilidad, de derrota. Es mucho más probable que se arrastrara como un animal herido y se escondiera en algún lugar en el que pudiera estar solo.
Solo que Damen no tiene heridas, porque estas se curan al instante. Además, jamás se arrastraría hasta ningún sitio sin decírmelo primero.
Con todo, también estaba convencida de que jamás se iría en el coche sin mí, pero tal y como han ido las cosas…
Registro sus cajones en busca de las Páginas Amarillas… otra de las cosas que utiliza en su esfuerzo por parecer normal. Porque, si bien es cierto que Damen nunca iría al hospital por voluntad propia, si se hubiera producido un accidente o cualquier otro incidente que escapara a su control, es posible que alguien lo hubiera llevado hasta allí sin su consentimiento.
Y, aunque eso contradice por completo la historia de Romsan (falsa, a buen seguro) de que vio a Damen largándose a toda prisa, no me impide llamar a todos los hospitales de Orange County, preguntar si Damen Auguste ha sido ingresado y acabar en el mismo punto.
Después de llamar al último hospital, pienso en telefonear a la policía, pero descarto la idea con rapidez. ¿Qué iba a decirles?» ¿Que mi novio inmortal de seiscientos años ha desaparecido?
Tendría la misma suerte recorriendo la autopista de la costa en busca de un BMW negro con los cristales tintados y un conductor guapísimo… la proverbial aguja en el pajar de Laguna Beach.
O… Bueno, siempre puedo quedarme aquí sentada, ya que él aparecerá tarde o temprano.
Mientras subo las escaleras hacia su habitación, me consuelo con la idea de que si no puedo estar con él, al menos puedo estar con sus cosas. Y cuando me acomodo en su sofá de terciopelo, contemplo las cosas que más aprecia con la esperanza de ser todavía una de ellas.