Atravieso a toda prisa la puerta que conduce al callejón y observo el estrecho espacio vacío mientras mis ojos se acostumbran a la oscuridad. Veo una hilera de contenedores de basura llenos a rebosar, una estela de cristales rotos, un gato callejero hambriento… pero ni rastro de Damen.
Avanzo con dificultad mientras mis ojos buscan sin descanso; mi corazón late tan aprisa que temo que se me salga del pecho. Me niego a creer que no esté aquí. Me niego a creer que me haya abandonado. ¡Roman es asqueroso! ¡Un embustero! Damen jamás se marcharía así, sin mí…
Deslizo los dedos por el muro de ladrillos en busca de apoyo, cierro los ojos para sintonizar su energía y le envío mensajes telepáticos de amor, necesidad y preocupación, pero la única respuesta que obtengo es un persistente vacío negro. Con el móvil apretado contra la oreja, esquivo los coches que se dirigen a la salida mientras miro por las ventanillas y dejo una serie de mensajes en su buzón de voz.
Se me rompe el tacón de la sandalia derecha, pero me limito a quitármelas y arrojarlas a un lado antes de seguir avanzando. Me importan un comino los zapatos. Puedo conseguir un centenar de pares más.
Sin embargo, no puedo hacer aparecer a otro Damen.
Cuando veo que el aparcamiento poco a poco se vacía y sigue sin haber ni rastro de él, me desplomo sobre el bordillo de la acera, sudorosa, exhausta y desalentada. Observo los cortes y las ampollas de mis pies, que se sanan casi de inmediato, mientras pienso en lo mucho que me gustaría poder cerrar los ojos y acceder a su mente… poder saber lo que piensa, aun cuando no lograra averiguar su paradero.
Pero lo cierto es que jamás he logrado introducirme en su cabeza. Es una de las cosas que más me gustan de él. El hecho de que esté psíquicamente fuera de mi alcance hace que me sienta normal. Y, paradojas de la vida, una de las cosas que más me gustan de él actúa ahora en mi contra.
—¿Necesitas ayuda?
Alzo la vista y descubro que Roman está de pie junto a mí, sacudiendo en una mano un juego de llaves y mis sandalias en la otra.
Sacudo la cabeza y aparto la mirada; sé que no estoy en condiciones de negarme a que me lleve a casa, pero prefiero caminar a gatas sobre brasas ardientes y cristales rotos que subirme a un coche de dos plazas con él.
—Vamos —me dice—. Prometo que no te morderé.
Recojo mis cosas, meto el teléfono móvil en el bolso y me aliso el vestido al tiempo que me levanto.
—Estoy bien —le aseguro.
—¿En serio? —Sonríe, y se acerca tanto que las puntas de nuestros pies casi se tocan—. Si te soy sincero, a mí me da la impresión de que no estás tan bien…
Me doy la vuelta y comienzo a dirigirme hacia la salida sin molestarme en detenerme cuando dice:
—Y eso significa que las cosas no te van muy bien. Mírate, Ever, por favor: estás desaliñada, descalza y… parece que tu novio te ha dejado plantada, aunque eso no lo sé con seguridad.
Respiro hondo y sigo andando con la esperanza de que se canse pronto de este jueguecito. Quiero que pase de mí y siga su camino.
—Pero incluso en ese estado patético de desesperación, tengo que admitir que estás como un tren… y espero que no te moleste que te lo diga.
Me detengo de inmediato y me doy la vuelta para mirarlo, a pesar de que estaba decidida a seguir adelante. Me siento incómoda cuando sus ojos empiezan a recorrer con un brillo inconfundible mi cuerpo de los pies a la cabeza, deteniéndose en mis piernas, mi cintura y mi pecho.
—No puedo ni imaginar en qué estaría pensando Damen, porque yo en su lugar…
—Nadie te lo ha preguntado —lo interrumpo. Cuando me doy cuenta de que comienzan a temblarme las manos, me recuerdo a mí misma que controlo la situación sin problemas, que no hay razón para sentirme amenazada… Que aunque parezca una chica indefensa normal y corriente, soy cualquier cosa menos eso. Soy más fuerte de lo que era; tan fuerte que, si realmente quisiera, podría derribar a Roman de un solo golpe. Podría mandarlo volando sobre el aparcamiento hasta el otro lado de la calle. Y no creáis que no siento la tentación de demostrárselo.
Él esboza esa sonrisa lánguida que funciona con todo el mundo menos conmigo, y sus gélidos ojos azules se clavan en los míos con una expresión tan sagaz, tan íntima, tan juguetona… que mi primer impulso es salir corriendo.
Pero no lo hago.
Porque todo en él es desafío, y no pienso dejar que gane.
—No necesito que me lleven a casa —digo al final. Me doy la vuelta para seguir caminando y siento un escalofrío al percibir que me sigue.
Noto su aliento congelado en la nuca cuando me dice:
—Ever, por favor, ¿quieres parar un momento? No pretendía molestarte.
Sin embargo, no me detengo. Sigo andando. Estoy decidida a poner tanta distancia entre nosotros como me sea posible.
—Venga… —Se echa a reír—. Solo intento ayudar. Todos tus amigos se han marchado, Damen ha desaparecido y ya no queda nadie del servicio de limpieza, lo que significa que soy tu única esperanza.
—Tengo muchas alternativas —murmuro. Lo único que quiero es que se largue de una vez para poder hacer aparecer un coche y unos zapatos y largarme a casa.
—Yo no veo ninguna.
Hago un gesto negativo con la cabeza y sigo mi camino. La conversación se ha acabado.
—¿Estás insinuando que prefieres caminar hasta casa que subirte en un coche conmigo?
Llego al final de la calle y aprieto el botón del semáforo una y otra vez, deseando que se ponga en verde para poder cruzar al otro lado y librarme de él.
—No tengo ni idea de por qué hemos empezado tan mal, pero está claro que me odias y no sé por qué. —Su voz es suave, incitante, como si de verdad quisiera empezar de nuevo, dejar el pasado atrás, hacer las paces y todo eso.
Sin embargo, yo no quiero empezar de nuevo. Y tampoco quiero hacer las paces. Lo único que quiero es que se dé la vuelta y se largue a cualquier otro sitio. Que me deje sola para que pueda encontrar a Damen.
Con todo, no puedo dejar que se vaya así, no puedo permitir que sea él quien diga la última palabra. Lo miro por encima del hombro y le digo:
—No te des tantos aires, Roman. Para odiar a alguien tiene que importarte, así que es imposible que yo te odie.
Después cruzo a toda prisa la calle, a pesar de que el semáforo todavía no se ha puesto en verde. Siento el escalofrío que me provoca su penetrante mirada mientras esquivo a un par de listillos que han acelerado al ver la luz ámbar.
—¿Qué pasa con tus zapatos? —grita—. Es una pena que los dejes aquí. Estoy seguro de que se pueden arreglar.
Sigo andando. «Veo» cómo hace una reverencia a mi espalda, trazando un arco exagerado con el brazo mientras mis sandalias cuelgan de la punta de sus dedos. Sus potentes carcajadas me siguen por la avenida hasta la calle.