Sacristía del Vaticano
Domingo, 10 de abril de 2005. 11:42
—Mala señal, dottora —susurró Fowler.
La inspectora se llevó la mano a la cintura y sacó un revólver del 38.
—Entremos.
—Creía que Boi le había quitado la pistola.
—Me quitó mi automática, que es el arma de reglamento. Este juguete es sólo por si acaso.
Ambos cruzaron el umbral. La zona del museo estaba desierta, las vitrinas apagadas. El mármol que recubría suelos y paredes devolvía la escasa luz que entraba por las escasas ventanas. A pesar de ser mediodía, las salas estaban casi a oscuras. Fowler guiaba a Paola en silencio, maldiciendo interiormente el crujido de sus zapatos. Pasaron de largo cuatro de las salas del museo. En la sexta, Fowler se detuvo bruscamente. A menos de medio metro, parcialmente oculto por la pared que formaba el corredor por donde iban a torcer, yacía algo tremendamente inusual. Una mano enguantada en blanco y un brazo cubierto por una tela de vivos colores amarillo, azul y rojo.
Al doblar la esquina comprobaron que el brazo estaba unido a un guardia suizo. Aún agarraba la alabarda con la mano izquierda, y lo que fueron sus ojos eran ahora dos agujeros rezumantes de sangre. Un poco más allá Paola vio tendidas a dos monjas de hábitos y tocas negras, unidas en un último abrazo.
Tampoco ellas tenían ojos.
La criminalista amartilló el arma. Cruzó la mirada con Fowler.
—Está aquí.
Estaban en el corto pasillo que llevaba a la sacristía central del Vaticano, habitualmente protegida por catenaria, pero con la puerta de doble hoja abierta para que el público curiosee desde la entrada el lugar en el que se reviste el Santo Padre antes de celebrar la misa.
En ese momento estaba cerrada.
—Por Dios, que no sea demasiado tarde —dijo Paola, la mirada clavada en los cuerpos.
Con aquellas eran ya al menos ocho las víctimas de Karoski. Se juró a sí misma que serían las últimas. No lo pensó dos veces. Corrió los dos metros de pasillo hasta la puerta, esquivando los cadáveres. Tiró de una hoja con la izquierda mientras con la derecha alzada, sujeto el revólver, cruzaba el umbral.
Estaba en una sala octogonal muy alta, de unos doce metros de largo, llena de luz dorada. Frente a ella, un altar flanqueado por columnas con un óleo: el descenso de la Cruz. Pegados a las bellísimas y trabajadas paredes de mármol gris, diez armarios de teca y limoncillo contenían las sagradas vestiduras. Si Paola hubiera alzado la mirada al techo, podría haber visto la cúpula adornada con hermosos frescos por cuyas ventanas entraba la luz que inundaba el lugar. Pero la criminalista sólo tenía ojos para las dos personas que había en la estancia.
Una era el cardenal Shaw. La otra era también un purpurado. A Paola le sonaba vagamente, hasta que al final pudo reconocerlo. Era el cardenal Pauljic.
Ambos estaban junto al altar. Pauljic, detrás de Shaw, terminaba de colocarle la casulla cuando irrumpió la criminalista, con la pistola apuntando directamente hacia ellos.
—¿Dónde está? —gritó Paola, y su grito resonó con un eco por la cúpula. ¿Le han visto?
El norteamericano habló muy despacio, sin dejar de mirar la pistola.
—¿Dónde está quién, señorita?
—Karoski. El que ha matado al guardia suizo y a las monjas.
No había acabado de hablar cuando Fowler entró en la habitación. Se colocó detrás de Paola. Miró a Shaw y, por primera vez, cruzó sus ojos con el cardenal Pauljic.
Hubo fuego y reconocimiento en aquella mirada.
—Hola Viktor —dijo el sacerdote, la voz baja, ronca.
El cardenal Pauljic, más conocido como Viktor Karoski, sujetó por el cuello al cardenal Shaw con el brazo izquierdo, mientras con el derecho extraía la pistola de Pontiero y la colocaba en la sien del purpurado.
—¡QUIETO! —gritó Dicanti, y el eco fue una sucesión de oes.
—No mueva un músculo, ispettora Dicanti, o veremos el color de los sesos de éste cardenal —la voz del asesino golpeó a Paola con la fuerza de la rabia y el miedo, de la pulsante adrenalina que sentía en las sienes. Recordó la furia que la había colmado cuando, tras ver el cadáver de Pontiero, aquel animal le había llamado por teléfono.
Apuntó con cuidado.
Karoski estaba a más de diez metros, y tan solo quedaban visibles una parte de su cabeza y los antebrazos, tras el escudo humano que formaba el cardenal Shaw.
Con su destreza y con un revólver, aquel era un tiro imposible.
—Arroje el arma al suelo, ispettora, o le mataré aquí mismo.
Paola se mordió el labio inferior para no gritar de rabia. Tenía allí mismo al asesino, en frente de ella, y no podía hacer nada.
—No le haga caso, dottora. Nunca le haría daño al cardenal, ¿verdad Viktor?
Karoski aferró aún más fuerte el cuello de Shaw.
—Por supuesto que sí. Tire el arma al suelo, Dicanti. ¡Tírela!
—Por favor, haga lo que le dice —gimió Shaw con un hilo de voz.
—Una excelente interpretación, Viktor —la voz de Fowler temblaba de cólera—. ¿Recuerda que nos parecía imposible que el asesino hubiera logrado salir de la habitación de Cardoso, que estaba cerrada a cal y canto? Maldita sea, fue muy fácil. No salió nunca de ella.
—¿Cómo? —se asombró Paola.
—Nosotros rompimos la puerta. No vimos a nadie. Y entonces una oportuna petición de auxilio nos mandó en una alocada persecución por las escaleras. Viktor estaría seguramente ¿debajo de la cama? ¿En el armario?
—Muy listo, padre. Ahora tire el arma, ispettora.
—Pero claro, esa petición de auxilio y la descripción del agresor venían avalada por un hombre de fe, un hombre de total confianza. Un cardenal. El cómplice de un asesino.
—¡Cállese!
—¿Qué te prometió para que le quitaras de en medio a sus competidores, en busca de una gloria que hace tiempo dejó de merecer?
—¡Basta! —Karoski estaba como loco, su rostro empapado en sudor. Una de las cejas artificiales que llevaba se estaba despegando, caía sobre uno de sus ojos.
—¿Te buscó en el Instituto Saint Matthew, Viktor? Él fue quien te recomendó que ingresaras allí, ¿verdad?
—Acabe con esas absurdas insinuaciones, Fowler. Dígale a la mujer que tire el arma o este loco me matará —ordenó Shaw, desesperado.
—¿Cuál era el plan de Su Eminencia, Viktor? —dijo Fowler, haciendo caso omiso—. ¿Tenías que simular atacarle en plena Basílica de San Pedro? ¿Y él te disuadiría de tu intento allí, a la vista de todo el pueblo de Dios y de las cámaras de televisión?
—¡No siga o le mataré! ¡Le mataré!
—Tú habrías sido el que hubiese muerto. Y él sería un héroe.
—¿Qué te prometió a cambio de las llaves del Reino, Viktor?
—¡El Cielo, maldito cabrón! ¡La vida eterna!
Karoski apartó el cañón del arma de la cabeza de Shaw. Apuntó contra Dicanti y disparó.
Fowler empujó hacia delante a Dicanti, quien dejó caer el arma. La bala de Karoski erró por muy poco la cabeza de la inspectora y destrozó el hombro izquierdo del sacerdote.
Karoski alejó de si a Shaw, quien corrió a refugiarse entre dos armarios. Paola, sin tiempo para buscar el revólver, embistió contra Karoski con la cabeza gacha, los puños cerrados. Impactó en su estómago con el hombro derecho, aplastándole contra la pared, pero no logró dejarle sin aire: las capas de relleno que llevaba para simular que era un hombre más grueso le protegieron. Aun así, el arma de Pontiero cayó al suelo con un ruido metálico y resonante.
El asesino golpeó en la espalda de Dicanti, quien aulló de dolor, pero se levantó y logró encajar un golpe en la cara de Karoski, quien trastabilló y estuvo a punto de perder el equilibrio.
Paola cometió entonces su único error.
Miró alrededor para buscar la pistola. Y entonces Karoski la golpeó en el rostro, en el estómago, en los riñones. Y finalmente la sujetó con un brazo, al igual que había hecho con Shaw. Solo que ésta vez llevaba en la mano un objeto cortante con el que acarició la cara de Paola. Era un cuchillo de pescado corriente, pero muy afilado.
—Oh, Paola, no te imaginas lo que voy a disfrutar con esto —le susurró al oído.
—¡VIKTOR!
Karoski se volvió. Fowler tenía la rodilla izquierda hincada en el suelo de mármol, el hombro izquierdo destrozado y goteando sangre por el brazo, que colgaba inerte hasta el suelo.
La mano derecha esgrimía el revólver de Paola y apuntaba directamente a la frente de Karoski.
—No va a disparar, padre Fowler —dijo el asesino, jadeante—. No somos tan distintos. Los dos hemos compartido el mismo infierno privado. Y usted juró por su sacerdocio que nunca volvería a matar.
Con un terrible esfuerzo, coloreado de dolor, Fowler consiguió llevar su mano izquierda hasta el alzacuellos. Lo sacó de la camisa con un gesto y lo lanzó al aire, entre el asesino y él. El alzacuellos giró en el aire, su tela endurecida de un blanco inmaculado excepto por una huella rojiza, allí donde el pulgar de Fowler se había posado en él. Karoski lo siguió con la mirada hipnotizado, pero no lo vio caer.
Fowler hizo un solo disparo, perfecto, que impactó entre los ojos de Karoski.
El asesino se desplomó. A lo lejos escuchó las voces de sus padres, que le llamaban, y fue a reunirse con ellos.
Paola corrió hacia Fowler, quien estaba pálido y con la mirada perdida. Mientras corría se quitó la chaqueta para taponar la herida del hombro del sacerdote.
—Recuéstese, padre.
—Menos mal que han llegado ustedes, amigos míos —dijo el cardenal Shaw, recobrando repentinamente el valor suficiente como para ponerse en pie—. Este monstruo me tenía secuestrado.
—No se quede ahí, cardenal. Vaya a avisar a alguien… —empezó a decir Paola, que estaba ayudando a Fowler a tenderse en el suelo. De repente comprendió hacia dónde se dirigía el purpurado. Hacia la pistola de Pontiero, caída cerca del cuerpo de Karoski. Y entendió que ellos eran ahora testigos muy peligrosos. Tendió la mano hacia el revólver.
—Buenas tardes —dijo el inspector Cirin, entrando en la estancia, seguido por tres agentes de la Vigilanza, y sobresaltando al cardenal, que ya se agachaba a recoger la pistola del suelo. Volvió a ponerse rígido enseguida.
—Empezaba a creer que no se presentaría usted, Inspector General. Ha de detener a éstas personas en seguida —dijo señalando a Fowler y Paola.
—Disculpe, eminencia. Enseguida estoy con usted.
Camilo Cirin echó un vistazo en derredor. Se acercó a Karoski, recogiendo por el camino la pistola de Pontiero. Tocó el rostro del asesino con la punta del zapato.
—¿Es él?
—Si —dijo Fowler, sin moverse.
—Joder, Cirin —dijo Paola—. Un falso cardenal. ¿Cómo pudo ocurrir?
—Tenía buenas referencias.
Cirin ató cabos a velocidad de vértigo. Detrás de aquel rostro de piedra había un cerebro que funcionaba a toda máquina. Recordó instantáneamente que Pauljic había sido el último cardenal nombrado por Wojtyla. Hacía seis meses, cuando ya Wojtyla apenas podía moverse de la cama. Recordó que había anunciado a Somalo y a Ratzinger que había nombrado un cardenal in pectore, cuyo nombre sólo había revelado a Shaw, para que éste lo anunciara a su muerte. No le resultó muy difícil imaginar qué labios habían inspirado al mermado Pontífice el nombre de Pauljic, ni quién había acompañado al «cardenal» a la Domus Sancta Marthae por primera vez, para presentarlo a sus curiosos compañeros.
—Cardenal Shaw, va a tener que explicar usted muchas cosas.
—No se a qué se refiere…
—Cardenal, por favor.
Shaw volvió a envararse una vez más. Comenzaba a recuperar su soberbia, su perenne orgullo, el mismo que le había perdido.
—Juan Pablo II me preparó durante muchos años para continuar su obra, Inspector General. Usted más que nadie sabe lo que puede ocurrir cuando el control de la Iglesia cae en manos de los laxos. Confío en que ahora actuará como mejor conviene a su Iglesia, amigo mío.
Los ojos de Cirin realizaron un juicio sumarísimo en medio segundo.
—Por supuesto que lo haré, Eminencia. ¿Domenico?
—Inspector —dijo uno de los agentes que habían venido con él, vestidos de traje y corbata negros.
—El cardenal Shaw saldrá ahora a celebrar la misa de novendiales en la Basílica.
El cardenal sonrió.
—Después, usted y otro agente le escoltarán hasta su nuevo destino: el monasterio de Albergradz, en los Alpes, donde el cardenal podrá reflexionar en soledad sobre sus actos. También tendrá ocasión de practicar el alpinismo.
—Un deporte peligroso, según he oído —dijo Fowler.
—Ciertamente. Plagado de accidentes —corroboró Paola.
Shaw permaneció callado, y en el silencio casi se pudo ver cómo se derrumbaba. Su cabeza estaba agachada, su papada aplastada contra el pecho. No se despidió de nadie al salir de la sacristía, acompañado por Domenico.
El Inspector General se arrodilló junto a Fowler. Paola le sostenía la cabeza, mientras apretaba la herida con su chaqueta.
—Permítame.
Apartó la mano de la criminalista. La improvisada venda de ella ya estaba empapada, y la sustituyó por su propia chaqueta arrugada.
—Tranquilos, hay una ambulancia de camino. ¿Me dirán cómo consiguió la entrada para éste circo?
—Evitamos sus taquillas, inspector Cirin. Preferimos usar las del Santo Oficio.
Aquel hombre imperturbable arqueó ligeramente una ceja. Paola comprendió que aquello era su manera de expresar asombro.
—Ah, por supuesto. El viejo Gonthas Hanër, trabajador impenitente. Veo que sus criterios de admisión al Vaticano son más laxos.
—Y sus precios más altos —dijo Fowler, pensando en la terrible entrevista que le esperaba al día siguiente.
Cirin asintió, comprensivo, y apretó aún más su chaqueta contra la herida del sacerdote.
—Eso podrá arreglarse, supongo.
En aquel momento llegaron dos enfermeros con una camilla plegable.
Mientras los sanitarios atendían al herido, en el interior de la Basílica, junto a la puerta que conducía a la Sacristía, ocho monaguillos y dos sacerdotes con sendos incensarios aguardaban, dispuestos en dos filas, a los cardenales Shaw y Pauljic. El reloj pasaba ya cuatro minutos de las doce. La misa debía haber empezado ya. El mayor de los sacerdotes estaba tentado de enviar a uno de los monaguillos a ver que sucedía. Tal vez las hermanas oblatas, las encargadas de cuidar la Sacristía, tuviesen problemas para dar con las vestiduras apropiadas. Pero el protocolo exigía que permaneciese allí sin moverse aguardando a los celebrantes.
Finalmente fue tan solo el cardenal Shaw quien apareció por la puerta que conducía a la iglesia. Los monaguillos le escoltaron hasta el altar de San José donde debía oficiar la misa. Los fieles que estaban más cerca del cardenal durante la ceremonia comentaron entre ellos que el cardenal debía haber amado mucho al papa Wojtyla: Shaw pasó toda la misa llorando.
—Tranquilo, está fuera de peligro —dijo uno de los sanitarios—. Iremos deprisa al hospital para que le curen más a fondo, pero la hemorragia está contenida.
Los camilleros alzaron a Fowler, y en ese momento Paola lo comprendió de golpe. El alejamiento de los padres, el rechazo de la herencia, el terrible resentimiento. Detuvo a los camilleros con un gesto.
—Ahora lo entiendo. El infierno privado que compartieron. Fue usted a Vietnam a matar a su padre, ¿verdad?
Fowler le miró, sorprendido. Tan sorprendido que se le olvidó hablar en italiano y le respondió en inglés.
—¿Disculpe?
—Fue la ira y el resentimiento lo que le llevó allí —Paola le respondió también en inglés susurrante, para evitar que los camilleros se enteraran de la conversación—. El odio profundo hacia su padre, el frío rechazo a su madre. La negativa a recoger la herencia. Quería cortar todo vínculo familiar. Y su entrevista con Viktor sobre el infierno. Está en el dossier que usted me dejó. Ha estado delante de mis narices todo el tiempo…
—¿A dónde quiere ir a parar?
—Ahora lo comprendo —dijo Paola, inclinándose sobre la camilla y colocando una mano amistosa sobre el hombro del sacerdote, quien, dolorido, reprimió un quejido—. Comprendo que aceptara el trabajo en el Instituto Saint Matthew, y comprendo qué le llevo a ser lo que es hoy. Su padre abusó de usted de niño, ¿verdad? Y su madre lo supo todo el tiempo. Igual que con Karoski. Por eso Karoski le respetaba. Porque ambos estaban en lados opuestos de una misma línea. Usted eligió convertirse en un hombre, y él eligió ser un monstruo.
Fowler no contesto, pero tampoco era necesario. Los camilleros reanudaron el paso, pero Fowler encontró fuerzas para mirarla y sonreír.
—Cuídese, dottora.
En la ambulancia, Fowler se debatía contra la inconsciencia. Cerró los ojos momentáneamente pero una voz conocida le devolvió a la realidad.
—Hola, Anthony.
Fowler sonrió.
—Hola Fabio. ¿Qué tal tu brazo?
—Bastante jodido.
—Tuviste mucha suerte en aquel tejado.
Dante no respondió. Él y Cirin estaban sentados juntos en un banco adosado a la cabina de la ambulancia. El superintendente esgrimía una mueca cínica a pesar de tener el brazo izquierdo enyesado y el rostro cubierto de heridas; el otro mantenía su sempiterna cara de poker.
—¿Y bien? ¿Cómo vais a matarme? ¿Cianuro en la bolsa de suero, dejareis que me desangre o será el clásico tiro en la nuca? Preferiría que fuera lo último.
Dante rió sin alegría.
—No me tientes. Tal vez algún día, pero esta vez no, Anthony. Este viaje es de ida y vuelta. Habrá una mejor ocasión.
Cirin, con el rostro imperturbable, miró al sacerdote directamente a los ojos.
—Quiero darte las gracias. Has sido de gran ayuda.
—No lo he hecho por ti. Ni por tu bandera.
—Lo sé.
—De hecho, creía que eras tú quien estaba detrás de esto.
—También lo sé, y no te culpo.
Los tres guardaron silencio durante unos minutos. Finalmente fue Cirin quien volvió a hablar.
—¿Hay alguna posibilidad de que vuelvas con nosotros?
—Ninguna, Camilo. Ya me engañaste una vez. No volverá a ocurrir.
—Una última vez. Por los viejos tiempos.
Fowler meditó unos segundos.
—Con una condición. Ya sabes cuál es.
Cirin asintió.
—Tienes mi palabra. Nadie se acercará a ella.
—Tampoco a la otra. A la española.
—Eso no te lo puedo garantizar. Aún no estamos seguros de que no tenga una copia del disco.
—He hablado con ella. No la tiene, y no hablará.
—Está bien. Sin el disco, no puede probar nada.
Hubo un nuevo silencio, aún más largo, interrumpido sólo por el pitido intermitente del electrocardiograma que el sacerdote tenía conectado en el pecho. Fowler se fue relajando, poco a poco. Entre nieblas le llegó la última frase de Cirin.
—¿Sabes, Anthony? Por un momento creí que le dirías la verdad a ella. Toda la verdad.
Fowler no escuchó su propia respuesta, aunque no hacía falta. No todas las verdades hacían libres. Sabía que ni siquiera él podía vivir con su verdad. Ni mucho menos cargaría ese peso sobre otra persona.