Sacristía del Vaticano
Domingo, 10 de abril de 2005. 11:31
El guardia suizo se derrumbó como un guiñapo mudo, sin más sonido que el que produjo su alabarda al rebotar contra el suelo de mármol. El corte en la garganta le había seccionado la tráquea por completo.
Una de las monjas salió de la sacristía atraída por el ruido. No tuvo tiempo a gritar. Karoski le golpeó brutalmente en la cara. La religiosa cayó al suelo de bruces, completamente aturdida. El asesino se tomó su tiempo para hurgar con el pie derecho bajo la toca negra de la hermana oblata. Buscaba la nuca. Eligió el punto exacto y descargó todo su peso sobre la planta del pie. El cuello se partió en seco.
La otra monja asomó la cabeza por la puerta de la sacristía, con aire confiado. Necesitaba de la ayuda de su compañera.
Karoski le hundió el cuchillo en el ojo derecho. Cuando tiró de ella para depositarla en el corto pasillo que daba acceso a la sacristía, ya arrastraba un cadaver.
Miró los tres cuerpos. Miró la puerta de la sacristía. Miró el reloj.
Aún disponía de cinco minutos para firmar sus obras.