Apartamento de la familia Dicanti

Via Della Croce, 12

Domingo, 10 de abril de 2005. 02:14

El silencio siguió a las palabras de Dicanti como una sombra oscura. Fowler se llevó las manos a la cara, entre el asombro y la desesperación.

—¿Cómo he podido estar tan ciego? Mata porque se le ha ordenado. Dios mío… pero ¿y los mensajes, y el ritual?

—Si lo piensa detenidamente no tiene ningún sentido, padre. El «Ego te absolvo», escrito primero en el suelo y luego en el pecho de las víctimas. Las manos lavadas, la lengua cortada… todo ello era el equivalente siciliano de meter una moneda en la boca de la víctima.

—Es el ritual de la mafia para indicar que el muerto ha hablado demasiado, ¿verdad?

—Exacto. Al principio pensé que Karoski juzgaba a los cardenales culpables de algo, tal vez un crimen contra él mismo o contra su propia dignidad de sacerdotes. Pero las pistas dejadas en las bolas de papel no tenían ningún sentido. Ahora creo que eso fueron añadidos personales, sus propios retoques a un esquema dictado por alguien más.

—¿Pero qué sentido tendría el matarlos de esa forma, dottora? ¿Por qué no eliminarlos sin más?

—Las mutilaciones no son más que un absurdo maquillaje al único hecho fundamental: alguien quería verlos muertos. Observe el flexo, padre.

Paola señaló la lámpara sobre la mesa, que iluminaba el dossier de Karoski. Con la habitación a oscuras, todo lo que no cayera dentro del foco de luz quedaba a oscuras.

—Ya lo comprendo. Nos obligan a mirar lo que quieren que veamos. Pero ¿quién podría querer algo así?

—La pregunta básica para averiguar quién ha cometido un crimen es ¿a quién beneficia? Un asesino en serie borra de un plumazo la necesidad de la pregunta, porque él se beneficia a si mismo. Su motivo es el cuerpo. Pero en éste caso su motivo es una misión. Si quería descargar su odio y su frustración contra los cardenales, suponiendo que los tuviera, podría haberlo hecho en otro momento en que éstos estuvieran mucho más a la vista. Mucho menos protegidos. ¿Por qué ahora? ¿Qué hay ahora de diferente?

—Porque alguien quiere influir en el Cónclave.

—Ahora pregúntese, padre, quién querría influir en el Cónclave. Pero para eso es esencial saber a quién han matado.

—Esos cardenales eran figuras preeminentes de la Iglesia. Personas de calidad.

—Pero con un nexo común entre ellos. Y nuestra tarea es encontrarlo.

El sacerdote se levantó y dio varias vueltas a la habitación, con las manos a la espalda.

Dottora, se me ocurre quién estaría dispuesto a eliminar a los cardenales, y aún más por éste método. Hay una pista que no hemos seguido convenientemente. A Karoski le realizaron una reconstrucción facial completa, tal y como pudimos comprobar gracias al modelo de Angelo Biffi. Esa operación es muy cara y requiere de una convalecencia compleja. Bien realizada, y con las debidas garantías de discreción y anonimato, puede costar más de 100.000 dólares, unos 80.000 de sus euros. Ésa no es una cantidad de la que un sacerdote pobre como Karoski pudiera disponer fácilmente. Tampoco tuvo que serle fácil entrar en Italia, o su cobertura desde su llegada. Durante todo éste tiempo han sido preguntas que he relegado a un segundo plano, pero de repente se vuelven cruciales.

—Y refuerzan la teoría de que en realidad una mano negra está detrás de los asesinatos de los cardenales.

—En efecto.

—Padre, yo no tengo el conocimiento que usted posee acerca de la Iglesia Católica y el funcionamiento de la Curia. ¿Cuál cree usted que es el común denominador que une a los tres purpurados muertos?

El sacerdote meditó unos momentos.

—Podría haber un nexo de unión. Uno que hubiera sido mucho más evidente si simplemente hubieran desaparecido o hubieran sido ejecutados. Todos ellos eran de ideología liberal. Eran parte de… ¿cómo decirlo? El ala izquierda del Espíritu Santo. Si me hubiera pedido los nombres de los cinco cardenales más partidarios del Concilio Vaticano II, estos tres hubieran figurado en ella.

—Explíquese, padre, por favor.

—Verá, con la llegada al papado de Juan XXIII, en 1958, se vio clara la necesidad de un cambio de rumbo en la Iglesia. Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II, un llamamiento a todos los obispos del mundo para que acudieran a Roma a debatir con el Papa el estado de la Iglesia en el mundo. Dos mil obispos respondieron a la llamada. Juan XXIII murió antes de que concluyera el Concilio, pero Pablo VI, su sucesor, finalizó su tarea. Por desgracia, las reformas aperturistas que contemplaba el Concilio no llegaron tan lejos como pretendía Juan XXIII.

—¿A qué se refiere?

—Se hicieron grandes cambios dentro de la Iglesia. Fue probablemente uno de los mayores hitos del siglo XX. Usted ya no lo recuerda, porque es muy joven, pero hasta finales de los sesenta una mujer no podía fumar ni llevar pantalones porque era pecado. Y eso son sólo ejemplos anecdóticos. Baste decir que el cambio fue grande, aunque no lo suficiente. Juan XXIII pretendía que la Iglesia abriera de par en par las puertas al aire vivificante del Espíritu Santo. Y sólo se entreabrieron un poco. Pablo VI se reveló un papa bastante conservador. Juan Pablo I, su sucesor, apenas permaneció en el cargo un mes. Y Juan Pablo II fue un papa apostólico, fuerte y mediático, que hizo un gran bien a la humanidad, cierto. Pero en su política de actualización de la Iglesia, fue un conservador extremo.

—¿Así que la gran reforma de la Iglesia aún está por realizarse?

—Hay mucho trabajo que hacer aún, en efecto. Cuando se publicaron los resultados del Vaticano II, los sectores católicos más conservadores casi se levantaron en armas. Y el Concilio aún tiene enemigos. Gente que cree que quien no sea católico irá al infierno, que las mujeres no tienen derecho al voto, e ideas aún peores. Desde el clero se espera que éste Cónclave nos de un papa fuerte e idealista, un papa que se atreva a acercar a la Iglesia al mundo. Sin duda, el hombre idóneo para la tarea hubiera sido el cardenal Portini, un liberal convencido. Pero él jamás hubiera captado los votos del sector ultraconservador. Otro cantar hubiera sido Robayra, un hombre del pueblo, pero con una gran inteligencia. Cardoso estaba cortado por un patrón semejante. Ambos eran defensores de los pobres.

—Y ahora están muertos.

El semblante de Fowler se ensombreció.

Dottora, lo que voy a narrarle ahora es un secreto absoluto. Estoy arriesgando mi vida y la suya, y créame, estoy asustado. Ésta línea de razonamiento apunta en una dirección en la que no me gustaría mirar, y mucho menos caminar —hizo una breve pausa para tomar aliento—. ¿Sabe usted lo que es la Santa Alianza?

De nuevo, como en casa de Bastina, volvieron a la cabeza de la criminalista las historias sobre espías y asesinatos. Siempre las había considerado cuentos de borracho, pero a aquella hora y con aquel extraño compañero, la posibilidad de que fueran reales adquiría una dimensión diferente.

—Dicen que es el servicio secreto del Vaticano. Una red de espías y agentes secretos, que no vacilan en matar cuando llega la ocasión. Son cuentos de viejas para asustar a los polis novatos. Casi nadie se lo cree.

Dottora Dicanti, puede usted creer en las historias sobre la Santa Alianza, porque existe. Existe desde hace cuatrocientos años, y es la mano izquierda del Vaticano para aquellos asuntos que ni el mismo Papa debe conocer.

—Me resulta muy difícil de creer.

—El lema de la Santa Alianza, dottora, es «La Cruz y la Espada».

Paola recordó a Dante en el hotel Raphael, apuntando con un arma a la periodista. Aquéllas habían sido exactamente sus palabras cuando le había pedido ayuda a Fowler, y entonces comprendió lo que quería decir el sacerdote.

—Oh, Dios mío. Entonces usted…

—Lo fui, hace mucho tiempo. Servía a dos banderas, la de mi país y la de mi religión. Después tuve que dejar uno de los dos trabajos.

—¿Qué sucedió?

—No puedo contárselo, dottora. No me pida que lo haga.

Paola no quiso insistir en el tema. Aquello formaba parte del lado oscuro del sacerdote, del dolor frío que le apretaba el alma con grapas de hielo. Sospechaba que había allí mucho más de lo que él le estaba contando.

—Ahora comprendo la animadversión de Dante hacia usted. Tiene que ver con ese pasado, ¿verdad, padre?

Fowler permaneció mudo. Paola debía tomar una decisión rápida, porque ya no quedaba tiempo ni podía permitirse reparos. Dejó hablar a su corazón, que sabía enamorado del sacerdote. De todas y cada una de sus partes, de la seca calidez de sus manos y de las dolencias de su alma. Deseo poder absorberlas, librarle de ellas, de todas ellas, devolverle la risa franca de un niño. Sabía de lo imposible de su deseo: en aquel hombre había océanos de amargura, que arrancaban de mucho tiempo atrás. No era sólo el muro infranqueable que para él significaba el sacerdocio. Quien quisiera llegar a él tendría que vadear los océanos, y lo más probable es que se ahogara en ellos. En aquel momento comprendió que nunca estaría a su lado, pero también supo que aquel hombre se dejaría matar antes de permitir que ella sufriera daño.

—Está bien, padre, confiaré en usted. Continúe, por favor —dijo con un suspiro.

Fowler volvió a sentarse y desgranó una estremecedora historia.

—Existen desde 1566. En aquellos oscuros tiempos, Pío V estaba preocupado por el ascenso de los anglicanos y los herejes. Como cabeza de la Inquisición, era un hombre duro, taxativo y pragmático. Entonces el sentido del Estado Vaticano en sí mismo era mucho más territorial que ahora, aunque ahora goce de aún más poder. La Santa Alianza se creó reclutando a sacerdotes jóvenes y uomos di fiducia, laicos de confianza de probada fe católica. Su misión era defender al Vaticano como país y a la Iglesia en el sentido espiritual, y su número fue creciendo con el paso del tiempo. Llegaron a ser miles en el siglo XIX. Algunos eran meros informadores, fantasmas, durmientes… Otros, apenas medio centenar, eran la elite: La Mano de San Miguel. El grupo de agentes especiales que, repartidos por el mundo, podía ejecutar una orden precisa y rápidamente. Inyectar dinero en un grupo revolucionario a conveniencia, traficar con influencias, conseguir datos cruciales capaces de cambiar el curso de las guerras. Silenciar, engañar, y en último caso, matar. Todos los miembros de la Mano de San Miguel estaban entrenados en armamento y tácticas. Antiguamente en control de poblaciones, códigos, disfraces y lucha cuerpo a cuerpo. Una Mano era capaz de partir una uva en dos con un cuchillo lanzado desde quince pasos de distancia y hablar perfectamente cuatro idiomas. Podían decapitar a una vaca, arrojar su cadáver corrupto a un pozo de agua limpia y cargar la culpa a un grupo rival con una maestría absoluta. Se les entrenaba durante años en un monasterio de una isla del Mediterráneo, cuyo nombre no revelaré. Con la llegada del siglo XX, el entrenamiento evolucionó, pero la Mano de San Miguel fue cortada casi de cuajo en la Segunda Guerra Mundial. Fue una época teñida de sangre, en la que muchos cayeron. Algunos defendieron causas muy nobles, y otros, por desgracia, otras no tan buenas.

Fowler hizo una pausa para beber un sorbo de café. Las sombras de la habitación se habían vuelto más oscuras y tenebrosas, y Paola sintió miedo físico. Se sentó al revés en la silla y se abrazó al respaldo, mientras el sacerdote continuaba.

—En 1958, Juan XXIII, el mismo Papa del Vaticano II, decidió que la hora de la Santa Alianza había pasado. Que sus servicios no eran necesarios. Y, en plena Guerra Fría, desmanteló las redes de conexión con los informantes y prohibió tajantemente a los miembros de la Santa Alianza que llevaran a cabo ninguna acción sin su aprobación previa. Y durante cuatro años, así fue. Solo quedaban doce Manos, de los cincuenta y dos que eran en 1939, y algunos eran muy mayores. Se les ordenó volver a Roma. El lugar secreto donde se entrenaban ardió misteriosamente en 1960. Y la Cabeza de San Miguel, el líder de la Santa Alianza, murió en un accidente de coche.

—¿Quién era?

—No puedo decírselo, pero no porque no quiera, sino porque no lo sé. La identidad de la Cabeza es siempre un misterio. Puede ser cualquiera: un obispo, un cardenal, un uomo di fiducia o un simple sacerdote. Tiene que ser varón, mayor de cuarenta y cinco años. Eso es todo. Desde 1566 hasta el día de hoy sólo ha trascendido el nombre de una Cabeza: el cura Sogredo, un italiano de origen español que luchó con denuedo contra Napoleón. Y esto solo en círculos muy reducidos.

—No es de extrañar que el Vaticano no reconozca la existencia de un servicio de espionaje si emplean esos métodos.

—Ése fue uno de los motivos que impulsó a Juan XXIII a acabar con la Santa Alianza. Dijo que matar no es justo, ni siquiera en nombre de Dios, y estoy de acuerdo con él. Sé que algunas de las actuaciones de la Mano de San Miguel se lo pusieron muy duro a los nazis. Un puñado de ellos salvó cientos de miles de vidas. Pero hubo un grupo, muy reducido, que vio su contacto con el Vaticano interrumpido, y cometieron errores atroces. No hablaré de eso aquí, y menos en ésta hora oscura.

Fowler agitó una mano, como queriendo disipar los fantasmas. En alguien como él, cuya economía de movimientos era casi sobrenatural, un gesto así solo podía indicar un tremendo nerviosismo. Paola se dio cuenta de que estaba deseando acabar la historia.

—No tiene porque decir nada, padre. Sólo lo que considere necesario que yo sepa.

Él se lo agradeció con una sonrisa y continuó.

—Pero aquello, como supongo que se imaginará, no fue el fin de la Santa Alianza. La llegada de Pablo VI al trono de Pedro en 1963 se vio rodeada de la situación internacional más aterradora de todos los tiempos. Apenas un año antes, el mundo había estado a centímetros de una guerra atómica[39]. Apenas unos meses después, Kennedy, el primer presidente católico norteamericano, caía abatido a tiros. Cuando Pablo VI lo supo, reclamó que se levantase de nuevo la Santa Alianza. Las redes de espías, aunque mermadas por el paso del tiempo, se recuperaron. Lo complejo era volver a constituir la Mano de San Miguel. De las doce Manos que habían sido llamadas a Roma en 1958, siete eran recuperables para el servicio en 1963. A una de ellas se le encargó reconstruir la base para formar de nuevo a los agentes de campo. La tarea le llevó casi quince años, pero logró formar un grupo de treinta agentes. Algunos habían sido escogidos desde cero, y a otros se les encontró en otros servicios secretos.

—Como usted: un agente doble.

—En realidad mi caso se denomina agente potencial. Es aquel que trabaja normalmente para dos organizaciones aliadas pero en la que la principal desconoce que la secundaria añade o modifica directrices a su tarea en cada misión. Yo acepté emplear mis conocimientos para salvar vidas, no para acabar con otras. Casi todas las misiones que me encomendaron fueron de recuperación: para salvar a sacerdotes comprometidos en lugares complicados.

—Casi todas.

Fowler inclinó el rostro.

—Tuvimos una misión compleja en la que las cosas se torcieron. Aquel día dejé de ser una Mano. No me pusieron las cosas fáciles, pero aquí estoy. Creí que sería psicólogo el resto de mi vida y mire a dónde me ha traído uno de mis pacientes.

—Dante es una de las Manos, ¿verdad, Padre?

—Años después de mi marcha, hubo una crisis. Ahora vuelven a ser pocos, por lo que he oído. Todos están ocupados lejos, en misiones de los que no se les podrá extraer con facilidad. El único que había disponible era él, y es un hombre con muy pocos escrúpulos. En realidad, idóneo para el trabajo, si mis sospechas son ciertas.

—Entonces, ¿Cirin es la Cabeza?

Fowler miró al frente, impasible. Al cabo de un minuto Paola decidió que no le iba a contestar, así que lo intentó con otra pregunta.

—Padre, dígame por qué la Santa Alianza querría hacer un montaje como éste.

—El mundo está cambiando, dottora. Las ideas democráticas se hacen hueco en muchos corazones, incluso en las de los correosos miembros de la Curia. La Santa Alianza necesita de un Papa que la apoye firmemente, o desaparecerá. Pero la Santa Alianza es una idea preconciliar. Lo que los tres cardenales tenían en común es que eran liberales convencidos, todo lo que puede ser un cardenal, al fin y al cabo. Cualquiera de ellos hubiera podido desmontar de nuevo el servicio secreto, tal vez para siempre.

—Eliminándolos desaparece la amenaza.

—Y de paso se incrementa la necesidad de la seguridad. Si los cardenales desapareciesen sin más, habría muchas preguntas. Tampoco podrían hacerlo parecer accidentes: el papado es paranoico por naturaleza. Pero, si usted está en lo cierto…

—Un disfraz para el asesinato. Dios, estoy asqueada. Me alegro de haberme alejado de la Iglesia.

Fowler se acercó a ella y se acuclilló junto a la silla, tomándola por ambas manos.

Dottora, no se equivoque. Detrás de ésta Iglesia, hecha de sangre y barro que ve ante usted, hay otra Iglesia, infinita e invisible, cuyos estandartes se alzan fuertes hacia el cielo. Esa Iglesia vive en las almas de los millones de fieles que aman a Cristo y su mensaje. Resurgirá de sus cenizas, llenará el mundo y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella.

Paola le miró de frente.

—¿De verdad cree eso, padre?

—Lo creo, Paola.

Ambos se pusieron de pie. Él la besó, tierno y firme, y ella le aceptó como era, con todas sus cicatrices. La angustia de ella se diluyó en el dolor de él y durante unas horas descubrieron juntos la felicidad.