Instituto Saint Matthew

Silver Spring, Maryland

Agosto de 1999

En la celda de aislamiento no se oía ningún ruido. Por eso el susurro que le llamaba, apremiante, exigente, invadió los oídos de Karoski como una marea.

—Viktor.

Karoski bajó de la cama con paso apresurado, como un niño. Allí estaba él, de nuevo. Había venido una vez más para ayudarle, para guiarle, para iluminarle. Para darle un sentido y un propósito a su fuerza, a su necesidad. Ya estaba bien de soportar la injerencia cruel del doctor Conroy, que le examinaba como estudiaría una mariposa clavada en un alfiler bajo su microscopio. Estaba al otro lado de la puerta de acero, pero casi podía sentirle allí en la habitación, a su lado. A él podía respetarle, podía seguirle. Él podría comprenderle, orientarle. Habían hablado durante horas de lo que debía hacer. De cómo debía hacerlo. De cómo debía comportarse, de cómo debía responder al repetitivo y molesto interés de Conroy. Por las noches ensayaba su papel y esperaba su llegada. Sólo venía una vez cada semana, pero le esperaba con impaciencia, contando hacia atrás las horas, los minutos. Mientras ensayaba mentalmente, había afilado el cuchillo muy despacio, procurando no hacer ruido. Él se lo ordenó. Podría haberle dado un cuchillo afilado, incluso una pistola. Pero quería templar su valor y su fuerza. Y había hecho lo que le había pedido. Le había dado las pruebas de su devoción, de su lealtad. Primero había mutilado al sacerdote sodomita. Semanas después había matado al sacerdote pederasta. Debía segar la mala hierba como él le pedía, y por fin recibiría el premio. El premio que deseaba más que nada en el mundo. Él se lo daría, porque nadie más podía dárselo. Nadie más podía darle aquello.

—Viktor.

Él reclamaba su presencia. Cruzó la habitación con paso presuroso y se arrodilló junto a la puerta, escuchando la voz que le hablaba del futuro. De una misión, lejos de allí. En el corazón de la cristiandad.