Apartamento de la familia Dicanti
Via Della Croce, 12
Domingo, 10 de abril de 2005. 01:45
Fowler terminó de leer el informe que le tendía Dicanti. Estaba muy sorprendido.
—Dottora, espero que no le importe, pero este perfil está incompleto. Ha escrito tan solo un resumen de lo que ya sabíamos. Sinceramente, esto no nos aporta mucho.
La criminalista se puso de pie.
—Todo lo contrario, padre. Karoski presenta un cuadro clínico muy complejo, del que dedujimos que el aumento de su agresividad convirtió a un depredador sexual castrado clínicamente en un asesino múltiple.
—Ésa es la base de nuestra teoría, en efecto.
—Pues no vale una mierda. Observe las características de perfil, al final del informe. Las ocho primeras definirían a un asesino en serie.
Fowler las consultó y asintió.
—Hay dos tipos de asesinos en serie: Desorganizados y organizados. No es una clasificación perfecta, pero sí bastante coherente. Los primeros corresponden a los criminales que cometen actos espontáneos e impulsivos, con grandes riesgos de dejar evidencias tras ellos. A menudo conocen a sus víctimas, que suelen estar en su entorno geográfico. Sus armas son de conveniencia: una silla, un cinturón… cualquier cosa que encuentren a mano. El sadismo sexual aparece postmortem.
El sacerdote se frotó los ojos. Estaba muy cansado, pues apenas había dormido unas horas.
—Discúlpeme, dottora. Continúe, por favor.
—El otro tipo, el organizado, es un asesino con movilidad alta, que captura a sus víctimas antes que usar la fuerza. La victima es un extraño que responde a un criterio específico. Las armas y las ligaduras empleadas responden a un plan preconcebido, y nunca se dejan detrás. El cadáver se abandona en un sitio neutral, siempre con una preparación. Bien, ¿a cual de ambos grupos cree que corresponde Karoski?
—Evidentemente al segundo.
—Eso es lo que cualquier observador podría deducir. Pero nosotros podemos ir más allá. Tenemos su expediente. Sabemos quién es, de dónde viene, cómo piensa. Olvide todo lo que ha sucedido en estos últimos días. Céntrese en el Karoski que entró en el Instituto. ¿Cómo era?
—Una persona impulsiva, que en determinadas situaciones estallaba como una carga de dinamita.
—¿Y tras cinco años de terapia?
—Era una persona diferente.
—¿Diría que ese cambio se produjo gradualmente o que fue repentino?
—Fue bastante brusco. Yo señalaría el cambio en el momento en que el doctor Conroy le hizo escuchar las grabaciones de sus terapias de regresión.
Paola respiró hondo antes de continuar.
—Padre Fowler, no se ofenda, pero después de leer las decenas de entrevistas que he leído entre Karoski, Conroy y usted, creo que está en un error. Y ese error nos ha hecho mirar en la dirección errónea.
Fowler se encogió de hombros.
—Dottora, no puedo ofenderme por eso. Como ya sabe, aunque tenga el título de Psicología sólo estaba en el Instituto de rebote, pues mi auténtica profesión es otra muy distinta. Usted es la experta criminalista, y es una suerte poder contar con su opinión. Pero no comprendo a donde quiere ir a parar.
—Observe de nuevo el informe —dijo Paola, señalándolo. Bajo el título «Incoherencia» he anotado cinco características que hacen imposible considerar a nuestro sujeto como un asesino en serie organizado. Con un libro de criminología en las manos, cualquier experto le diría que Karoski es un organizado anómalo, evolucionado a raíz de un trauma, en éste caso el enfrentamiento con su pasado. ¿Está familiarizado con el término disonancia cognitiva?
—Es el estado de la mente en que los actos y las creencias íntimas del sujeto presentan fuertes discrepancias. Karoski sufría de disonancia cognitiva aguda: él creía ser un sacerdote ejemplar, mientras que sus 89 víctimas clamaban que era un pederasta.
—Perfecto. Entonces, según usted, el sujeto, católico convencido, neurótico, impermeable a toda intrusión del exterior, ¿se convierte en pocos meses un asesino múltiple, sin rastro de neurosis, frío y calculador tras escuchar unas cintas en las que comprende cómo fue maltratado de niño?
—Visto desde esa perspectiva… parece algo complicado —dijo Fowler, cohibido.
—Es imposible, padre. Ese acto irresponsable cometido por el doctor Conroy sin duda le causó daño, pero desde luego no pudo provocar en él un cambio tan desmesurado. El sacerdote fanático que se tapa los oídos, enfurecido cuando usted le lee en voz alta la lista de sus víctimas no puede convertirse en un asesino organizado apenas unos meses después. Y recordemos que sus dos primeros crímenes rituales se producen en el propio Instituto: la mutilación de un sacerdote y el asesinato de otro.
—Pero dottora… los asesinatos de los cardenales son obra de Karoski. Él mismo lo ha confesado, sus huellas están en tres de los escenarios.
—Por supuesto, padre Fowler. No discuto que Karoski haya cometido esos asesinatos. Es más que evidente. Lo que intento decirle es que el motivo de que los haya cometido no es el que creíamos. La característica más importante de su perfil, el hecho que le llevo al sacerdocio a pesar de su alma torturada es el mismo que le ha condicionado para cometer éstos actos tan terribles.
Fowler comprendió. Conmocionado, tuvo que sentarse en la cama de Paola para no caer al suelo.
—La obediencia.
—Exacto, padre. Karoski no es un asesino en serie. Es un sicario.