Hotel Raphael
Largo Febo, 2
Sábado, 9 de abril de 2005. 07:58
Andrea miró hacia la puerta como si no hubiera visto una en su vida. Extrajo el disco del ordenador, lo metió en su funda de plástico y lo arrojó dentro de la papelera del cuarto de baño. Volvió a la habitación con el corazón en un puño, deseando que fuera quien fuese se hubiese marchado. Los golpes en la puerta se repitieron, educados pero muy firmes. No podía ser el servicio de limpieza. Apenas eran las ocho de la mañana.
—¿Quién es?
—¿Señorita Otero? Desayuno de bienvenida del hotel.
Andrea abrió la puerta, extrañada.
—Yo no he pedido ningún…
Se interrumpió de golpe, porque aquel no era ninguno de los elegantes botones y camareros del hotel. Era un individuo bajito pero ancho y fornido, que vestía cazadora de cuero y pantalones negros. Iba sin afeitar y sonreía abiertamente.
—¿Señorita Otero? Soy Fabio Dante, superintendente del Corpo de Vigilanza del Vaticano. Me gustaría hacerle unas preguntas.
En la mano izquierda sostenía una credencial con su foto bien visible. Andrea la estudió detenidamente. Parecía auténtica.
—Verá, superintendente, en éstos momentos estoy muy cansada y necesito dormir. Venga en otro momento.
Cerró la puerta con desgana, pero el otro interpuso el pie con la habilidad de un vendedor de enciclopedias con familia numerosa. Andrea se vio obligada a seguir en la puerta, mirándole.
—¿No me ha entendido? Necesito dormir.
—Parece que es usted quien no me ha entendido. Necesito hablar con usted urgentemente, porque estoy investigando un robo.
Mierda, ¿cómo han podido encontrarme tan rápido?
Andrea no movió un músculo de su cara, pero por dentro su sistema nervioso pasó del estado de «alarma» al estado de «crisis total». Tenía que capear aquel temporal como fuera, así que se clavó las uñas en las palmas, encogió los dedos de los pies y le indicó al superintendente que pasara.
—No dispongo de mucho tiempo. Tengo que enviar un artículo a mi periódico.
—Un poco pronto para enviar el artículo, ¿verdad? Las máquinas no comenzarán a imprimir hasta dentro de muchas horas.
—Bueno, me gusta hacer las cosas con antelación.
—¿Se trata de alguna noticia especial, quizás? —dijo Dante, dando un paso hacia el portátil de Andrea. Ésta se puso delante de él, bloqueándole el paso.
—Ah, no. Nada especial. Las habituales conjeturas sobre quién será el nuevo Sumo Pontífice.
—Por supuesto. Una cuestión ésta de suma importancia, ¿verdad?
—De suma importancia, en efecto. Pero no da para mucho en cuanto a noticias. Ya sabe, el habitual reportaje de interés humano aquí y allá. No hay muchas noticias últimamente, ¿sabe?
—Y así nos gusta que sea, señorita Otero.
—Exceptuando claro, ese robo del que me hablaba. ¿Qué es lo que les han robado?
—Nada del otro mundo. Unos sobres.
—¿Qué contenían? Seguramente algo muy valioso. ¿La nómina de los cardenales?
—¿Qué le hace pensar que el contenido era de valor?
—Debe serlo, o no habrían enviado a su mejor sabueso tras la pista. ¿Tal vez alguna colección de sellos de correos del Vaticano? He oído que los filatélicos matan por ellos.
—En realidad no eran sellos. ¿Le importa que fume?
—Debería pasarse a las pastillas de menta.
El subinspector olfateó el ambiente.
—Bueno, por lo que huelo usted no sigue sus propios consejos.
—Ha sido una noche dura. Fume, si es que encuentra un cenicero vacío…
Dante encendió un cigarro y exhaló el humo.
—Como le decía, señorita Otero, los sobres no contenían sellos. Se trataba de una información extremadamente confidencial que no debería llegar a manos equivocadas.
—¿Por ejemplo?
—No comprendo. ¿Por ejemplo qué?
—Qué manos serían las equivocadas, superintendente.
—Aquéllas cuya dueña no supiera lo que le conviene.
Dante miró alrededor y, efectivamente, no vio ningún cenicero. Zanjó la cuestión arrojando la ceniza al suelo. Andrea aprovechó la ocasión para tragar saliva: si aquello no era una amenaza, ella era monja de clausura.
—¿Y qué clase de información es ésa?
—Del tipo confidencial.
—¿Valiosa?
—Podría serlo. Espero que cuando encuentre a la persona que cogió los sobres sea de las que saben negociar.
—¿Está usted dispuesto a ofrecer mucho dinero?
—No. Estoy dispuesto a ofrecerle conservar los dientes.
A Andrea no le dio pavor la oferta de Dante sino el tono. Enunció aquellas palabras con una sonrisa y el mismo tono con el que pediría un descafeinado. Y aquello era realmente peligroso. De repente se lamentó de haberle dejado entrar. Se jugó una última carta.
—Bueno, superintendente, ha sido un rato de lo más interesante, pero ahora he de pedirle que se vaya. Mi compañero fotógrafo está a punto de volver, y es un poco celoso…
Dante se echó a reír. Andrea no se reía en absoluto. El otro había sacado una pistola y le estaba apuntando entre ambos pechos.
—Basta de tonterías, preciosa. No hay ningún compañero. Déme los discos o veremos en vivo el color de sus pulmones.
Andrea frunció el ceño en dirección al arma.
—No va a dispararme. Estamos en un hotel. Habría policía aquí en menos de medio minuto, y no encontraría jamás lo que busca, sea lo que sea.
El superintendente dudó unos instantes.
—¿Sabe qué? Tiene razón. No le voy a disparar.
Y le propinó un puñetazo terrible con la mano izquierda. Andrea vio luces de colores y un muro sólido frente a ella, hasta que se dio cuenta de que el golpe la había tumbado y el muro era el suelo de la habitación.
—No tardaré mucho, señorita. Lo justo para llevarme lo que necesito.
Dante se acercó al ordenador. Tocó las teclas hasta que desapareció el salvapantallas y se vio sustituido por el reportaje en el que Andrea estaba trabajando.
—¡Premio!
La periodista se incorporó a medias, palpándose la ceja izquierda. Aquel cabrón se la había partido. Chorreaba sangre, y no podía ver nada por ese ojo.
—No lo entiendo. ¿Cómo me ha encontrado?
—Señorita, usted misma nos dio autorización para ello dándonos su número de móvil y firmando el impreso de aceptación. —Mientras hablaba, el superintendente sacó del bolsillo de la cazadora dos objetos: un destornillador y un cilindro de metal brillante, no muy grande. Apagó el portátil, le dio la vuelta y empleó el destornillador para dejar al descubierto el disco duro. Pasó el cilindro varias veces por el mismo y Andrea comprendió lo que era: un imán potente. A tomar por saco el reportaje y toda la información del disco duro—. Si hubiera leído atentamente la letra pequeña del impreso que firmó, hubiera visto que en uno de ellos nos autoriza a localizar su móvil por satélite «en caso de que esté en peligro su seguridad». Una cláusula que se ideó por si se nos colaba un terrorista entre la Prensa, pero que ha resultado de lo más útil en su caso. Alégrese de que la haya encontrado yo, y no Karoski.
—Ah, sí. Estoy dando saltos de alegría.
Andrea había conseguido ponerse de rodillas. Con la mano derecha palpó hasta encontrar el cenicero de cristal de Murano que había planeado llevarse como souvenir de la habitación. Estaba en el suelo junto a la pared, donde ella había estado fumando como una posesa. Dante se acercó a ella y se sentó en la cama.
—He de reconocer que debemos darle las gracias. Si no fuera por el vil latrocinio que cometió, a éstas horas los desmanes de ese psicópata serían portada en todo el mundo. Usted quiso obtener provecho personal de la situación y no lo ha conseguido. Eso es un hecho. Ahora sea lista y dejaremos las cosas como están. No tendrá su exclusiva pero salvará la cara. ¿Qué me dice?
—Los discos… —y musitó unas palabras ininteligibles.
Dante se agachó hasta que su nariz tocó la de la periodista.
—¿Cómo dices, encanto?
—Digo que te den por el culo, cabrón —dijo Andrea.
Y le golpeó en el oído con el cenicero. Hubo una explosión de ceniza cuando el durísimo cristal impactó contra el superintendente, que se llevó la mano a la cabeza dando un grito. Andrea se levantó, tambaleándose, e intentó darle una segunda vez, pero el otro fue más rápido. Le sujetó el brazo cuando el cenicero estaba a pocos centímetros de su cara.
—Vaya, vaya. Así que la putita tiene garras.
Dante le apretó la muñeca y le retorció el brazo hasta que soltó el cenicero. Después le dio un puñetazo en la boca del estómago. Andrea cayó de nuevo al suelo, sin aire, sintiendo como si una bola de acero le oprimiera el pecho. El superintendente se palpaba la oreja, de la que caía un hilillo de sangre. Se miró al espejo. Tenía el ojo izquierdo medio cerrado, lleno de ceniza, y colillas en el pelo. Volvió junto a la joven y echó un pie hacia atrás con intención patearle el tórax. Si le hubiera dado, el golpe le habría roto varias costillas. Pero Andrea fue más lista. Cuando el otro estaba echando el pie hacia atrás, le dio una patada en el tobillo de la pierna con la que se apoyaba. Dante cayó, desmadejado sobre la moqueta, dándole tiempo a la periodista a correr hasta el baño. Cerró la puerta de golpe.
Dante se levantó, cojeando.
—Abre, zorra.
—Que te jodan, hijo de puta —dijo Andrea, más para si misma que para su agresor. Se dio cuenta de que estaba llorando. Pensó en rezar, pero se acordó de para quién trabajaba Dante y decidió que tal vez no sería buena idea. Intentó apoyarse en la puerta pero no le sirvió de mucho. La puerta se abrió del todo, empujando a Andrea contra la pared. El superintendente entró hecho una furia, la cara roja e hinchada de rabia. Ella intentó defenderse, pero él le agarró por el pelo, propinándole un brutal tirón, que le arrancó un buen mechón de pelo. Por desgracia le sujetaba con una fuerza increíble, y ella poco pudo hacer más que arañarle las manos y la cara, intentando soltar la cruel presa. Consiguió hacer dos surcos de sangre en la cara de Dante, quien se enfureció aún más.
—¿Dónde están?
—Que te…
—¡¡¡DÓNDE…
—… jodan.
—… ESTÁN!!!
Le sostuvo fuerte la cabeza contra el espejo del baño antes de estamparle la frente contra él. Una telaraña se extendió por todo el espejo, y en su centro quedó un redondel de sangre que se iba escurriendo poco a poco hacia la pila del lavabo.
Dante la obligó a mirar su propio reflejo en el destrozado espejo.
—¿Quieres que siga?
De repente Andrea sintió que ya tenía suficiente.
—En la papelera del baño —murmuró.
—Muy bien. Agáchate y cógelo con la mano izquierda. Y basta ya de truquitos o te cortaré los pezones y te los haré tragar.
Andrea siguió las instrucciones y le entregó el disco a Dante. Éste lo comprobó. Parecía idéntico al que habían recibido en la Vigilanza.
—Muy bien. ¿Y los otros nueve?
La periodista tragó saliva.
—Los tiré.
—Y una mierda.
Andrea sintió que volaba de vuelta a la habitación, y en realidad lo hizo durante casi metro y medio, arrojada por Dante. Aterrizó sobre la moqueta con las manos y la cara.
—No los tengo, joder. ¡No los tengo! ¡Mira en las putas papeleras de la Piazza Navona, coño!
El superintendente se acercó, sonriendo. Ella siguió en el suelo respirando muy deprisa, agitada.
—¿No lo comprendes, verdad zorra? Todo lo que tenías que hacer era darme los putos discos y te hubieras vuelto a tu casa con un moratón en la cara. Pero no, te crees más lista que el hijo de la señora Dante, y eso no puede ser. Así que vamos a pasar a palabras mayores. Tu oportunidad de salir de esto respirando ha pasado.
Colocó una pierna a cada lado del cuerpo de la periodista. Sacó la pistola y le apuntó a la cabeza. Andrea volvió a mirarle a los ojos, aunque estaba muy asustada. Aquel cabrón era capaz de todo.
—No vas a disparar. Harías mucho ruido —dijo con mucha menos convicción que antes.
—¿Sabes qué, putita? Una vez más, tienes razón.
Y sacó de un bolsillo un silenciador, que comenzó a enroscar en el cañón del arma. Andrea volvió a encontrarse frente a la promesa de la muerte, esta vez menos ruidosa.
—Tírala, Fabio.
Dante se dio la vuelta, el asombro pintado en el rostro. En la puerta de la habitación estaban Dicanti y Fowler. La inspectora sostenía una pistola, y el sacerdote la llave electrónica con la que habían entrado. La placa de Dicanti y el alzacuellos de Fowler fueron cruciales a la hora de conseguirla. Habían tardado en llegar porque antes de ir allí habían comprobado otro nombre de los cuatro que habían conseguido en casa de Albert. Los ordenaron por edades, empezando por la más joven de las periodistas españolas, que resultó ser auxiliar en un equipo de televisión y tener el pelo castaño, como les contó el locuaz recepcionista de su hotel. Igual de locuaz se mostró el del hotel de Andrea.
Dante miraba estúpidamente el arma de Dicanti, con el cuerpo vuelto hacia ellos mientras su pistola seguía encañonando a Andrea.
—Vamos, ispettora, usted no lo haría.
—Está usted agrediendo a una ciudadana comunitaria en suelo italiano, Dante. Yo soy una agente de la ley. No puede decirme lo que puedo y lo que no puedo hacer. Suelte el arma o me veré obligado a disparar.
—Dicanti, no lo entiende. Ésta mujer es una delincuente. Ha robado información confidencial que pertenece al Vaticano. No se aviene a razones y podría echarlo todo a perder. No es nada personal.
—Ya me ha dicho esa frase antes. Y ya he notado que usted se encarga personalmente de un montón de asuntos nada personales.
Dante se enfureció visiblemente, pero prefirió cambiar de táctica.
—De acuerdo. Permítanme que la acompañe al Vaticano simplemente para averiguar qué ha hecho con los sobres que robó. Responderé personalmente de su seguridad.
A Andrea le dio un vuelco el corazón cuando escuchó aquellas palabras. No quería pasar ni un minuto más con aquel bastardo. Comenzó a girar las piernas muy despacio, para colocar el cuerpo en determinada posición.
—No —dijo Paola.
La voz del superintendente se endureció. Se dirigió a Fowler.
—Anthony. No puedes permitírselo. No podemos permitirle que saque todo a la luz. Por la Cruz y la Espada.
El sacerdote le miró, muy serio.
—Ésos no son ya mis símbolos, Dante. Y menos si se esgrimen para derramar sangre inocente.
—Pero ella no es inocente. ¡Robó los sobres!
Aún no había acabado de hablar Dante, cuando Andrea alcanzó la posición que estaba buscando desde hacía rato. Calculó un momento y lanzó el pie hacia arriba. No lo hizo con todas sus fuerzas —y no por falta de ganas— sino dándole prioridad a la puntería. Quería acertar de pleno en las pelotas de aquel cabrón. Y fue justo donde golpeó.
Sucedieron tres cosas a la vez.
Dante soltó el disco que aún sostenía y se agarró los testículos con la mano izquierda, mientras con la derecha amartillaba el arma y comenzaba a apretar el gatillo. El superintendente boqueaba como una trucha fuera del agua, porque estaba respirando dolor.
Dicanti salvó la distancia que le separaba de Dante en tres zancadas y se lanzó de cabeza contra su estómago.
Fowler reaccionó medio segundo después de Dicanti —no sabemos si porque estaba perdiendo reflejos por la edad o porque estaba evaluando la situación— y corrió hacia la pistola que, a pesar de la patada, seguía apuntando a Andrea. Consiguió agarrar a Dante por la muñeca derecha casi en el mismo momento en el que el hombro de Dicanti impactaba en el pecho de Dante. El arma se disparó hacia el techo.
Cayeron los tres en un confuso revoltijo, cubiertos por una lluvia de escayola. Fowler, sin soltar la muñeca del superintendente, hizo presión con ambos pulgares en el punto en que la mano se une al brazo. Dante soltó la pistola, pero consiguió encajar un rodillazo en la cara de la inspectora, que rodó a un lado sin sentido.
Fowler y Dante se incorporaron. Fowler sostenía el arma por el cañón, con la mano izquierda. Con la derecha hizo presión en el mecanismo que soltaba el cargador, que cayó pesadamente al suelo. Con la otra mano hizo caer la bala de la recámara. Dos movimientos rápidos más, y tenía el percutor sobre la palma. Lo arrojó al otro lado de la habitación y tiró la pistola al suelo, a los pies de Dante.
—Ahora ya no sirve de mucho.
Dante sonrió, metiendo la cabeza entre los hombros.
—Tampoco tú sirves de mucho, viejo.
—Demuéstralo.
El superintendente arremetió contra el sacerdote. Fowler se hizo a un lado, lanzando el brazo. Falló la cara de Dante por poco, golpeando en el hombro. Dante amagó un golpe con la izquierda, y Fowler esquivó hacia el otro lado, solo para encontrarse el puño de Dante justo entre las costillas. Cayó al suelo, apretando los dientes, sin aire.
—Estás oxidado, anciano.
Dante recogió la pistola y el cargador. No tenía tiempo para buscar y montar el percutor, pero no podía dejar el arma detrás. Con las prisas, no fue consciente de que Dicanti también tenía un arma que habría podido usar, pero afortunadamente quedó debajo del cuerpo de la inspectora cuando ésta rodó inconsciente.
El superintendente miró alrededor, miró en el baño, en el armario. Andrea Otero no estaba, y el disco que había dejado caer durante la refriega tampoco. Una gota de sangre en la ventana le hizo asomarse, y por un instante creyó que la periodista tenía el poder de caminar por el aire como Cristo sobre las aguas. O mejor dicho, de gatear.
Enseguida se dio cuenta de que la habitación en la que se encontraban quedaba a la altura del tejado del edificio vecino, que protegía el bello claustro del convento de Santa María de la Paz, construido por Bramante.
Andrea no tenía ni idea de quién había construido el claustro (ni tampoco que, irónicamente, Bramante había sido el primer arquitecto de San Pedro del Vaticano). Pero gateó igualmente sobre aquellas tejas de color tostado que brillaban al sol de la mañana, intentando no llamar la atención de los turistas más madrugadores que recorrían el claustro. Quería llegar al otro extremo del tejado, donde una ventana abierta prometía la salvación. Ya estaba a medio camino. El claustro tenía dos niveles altos, por lo que el tejado se inclinaba peligrosamente sobre las piedras del patio a casi nueve metros de altura.
Ignorando la tortura que aún le lastraba los genitales, Dante se aupó a la ventana y salió en pos de la periodista. Ésta volvió la cabeza y le vio poner los pies sobre las tejas. Intentó avanzar más deprisa, pero la voz de Dante la detuvo.
—Quieta.
Andrea se dio la vuelta. Dante le estaba apuntando con un arma inutilizada, pero eso ella no lo sabía. Se preguntó si aquel tío estaría tan loco como para disparar su arma a plena luz del día, en presencia de testigos. Porque los turistas les habían visto y contemplaban extasiados la escena que tenía lugar sobre sus cabezas. Poco a poco aumentaba el número de espectadores. Una lástima que Dicanti estuviera sin sentido en el suelo de la habitación, porque se estaba perdiendo un ejemplo de libro de lo que en psiquiatría forense se conoce como bystander effect[36], una teoría (más que probada) que asegura que a medida que aumenta el número de viandantes que ven a una persona en apuros, descienden las probabilidades de que alguien ayude a la víctima (y aumentan las de que señalen con el dedo y avisen a sus conocidos para que lo vean).
Ajeno a las miradas, Dante caminaba agachado, lentamente hacia la periodista. Según se acercaba vio con satisfacción que llevaba uno de los discos en la mano. Debía decir la verdad: había sido tan idiota de tirar el resto de los sobres. Por lo tanto, aquel disco cobraba una importancia mucho mayor.
—Dame el disco y me marcharé. Lo juro. No quiero hacerte daño —mintió Dante.
Andrea estaba muerta de miedo, pero hizo gala de un valor y unas agallas que hubieran avergonzado a un sargento de la Legión.
—¡Y una mierda! Lárgate o lo tiro.
Dante se quedó parado, a mitad de camino. Andrea tenía el brazo extendido, la muñeca ligeramente flexionada. Con un simple gesto, el disco volaría como un frisbi. Podría partirse al tocar el suelo. O quizá el disco planearía con la ligera brisa de la mañana y podría cogerlo al vuelo alguno de los mirones, que se evaporaría antes de que él pudiera llegar hasta el claustro del convento. Y entonces, adiós.
Demasiado riesgo.
Aquello eran unas tablas. ¿Qué hacer en ese caso? Distraer al enemigo hasta inclinar la balanza a tu favor.
—Señorita —dijo alzando mucho la voz—, no salte. No se qué le ha empujado a ésta situación, pero la vida es muy hermosa. Si lo piensa, verá que tiene muchas razones para vivir.
Sí, eso tenía sentido. Acercarse lo suficiente como para ayudar a la loca con la cara cubierta de sangre que había salido al tejado amenazando suicidarse, intentar sujetarla sin que nadie observe cómo le arrebato el disco, y después en el forcejeo no ser capaz de salvarla. Una tragedia. De Dicanti y Fowler ya se encargarían desde arriba. Ellos sabían presionar.
—¡No salte! Piense en su familia.
—¿Pero qué dices, imbécil? —se asombró Andrea—. ¡No pienso saltar!
Desde abajo, los mirones utilizaban el dedo para señalar, en vez de para pulsar las teclas del teléfono y llamar a la Polizia. Alguno ya había comenzado a gritar «Non saltare, non saltare». A ninguno le pareció extraño que el rescatador tuviese una pistola en la mano (o tal vez no distinguían lo que llevaba el intrépido rescatador en la mano derecha). Dante se regocijó para sus adentros. Cada vez estaba más cerca de la joven reportera.
—¡No tema! ¡Soy policía!
Andrea comprendió demasiado tarde lo que pretendía el otro. Ya estaba a menos de dos metros.
—No te acerques, cabrón. ¡Lo tiraré!
Desde abajo, los espectadores creyeron escuchar que la que se iba a arrojar era ella, pues apenas se fijaron en el disco que llevaba en la mano. Hubo más gritos de «no, no», y alguno de los turistas incluso declaró a Andrea su amor eterno si bajaba del tejado sana y salva.
Mientras, los dedos extendidos del superintendente casi rozaban los pies descalzos de la periodista, que estaba vuelta hacia él. Ésta retrocedió un poco y resbaló unos centímetros. La multitud (pues ya casi había cincuenta personas en el claustro, e incluso algunos clientes asomados a las ventanas del hotel) contuvo el aliento. Pero enseguida alguien gritó:
—¡Mira, un cura!
Dante se volvió. Fowler estaba de pie sobre el tejado, y tenía una teja en cada mano.
—¡Aquí no, Anthony! —gritó el superintendente.
Fowler no pareció escucharle. Le lanzó una de las tejas, con endiablada puntería. Dante tuvo suerte de protegerse la cara con el brazo. De no haberlo hecho así, tal vez el crujido que se oyó cuando la teja golpeó con fuerza en su antebrazo hubiera sido el de su cráneo rompiéndose, en vez del antebrazo. Se desplomó sobre el tejado y rodó hasta el borde. Pudo agarrarse de puro milagro a un saliente, golpeándose las piernas con una de las preciosas columnas, talladas por un sabio escultor bajo la supervisión de Bramante, quinientos años atrás. Irónicamente, los espectadores que no auxiliaron a la víctima si lo hicieron con Dante, y entre tres personas consiguieron descolgar aquel títere roto hasta el suelo. Éste se lo agradeció perdiendo el conocimiento.
En el tejado, Fowler se dirigió a Andrea.
—Señorita Otero, haga el favor de volver a la habitación antes de que se haga daño.