En cierto lugar de Roma

02:48 horas

Paola condujo hasta la dirección que le había dado Fowler sin tenerlas todas consigo. Era un bloque de apartamentos. Tuvieron que esperar en el portal con el dedo pegado al portero automático durante un buen rato. Mientras esperaban, Paola le preguntó a Fowler:

—Ese amigo… ¿cómo lo conoció?

—Podríamos decir que él fue mi última misión antes de dejar mi antiguo empleo. Entonces él tenía catorce años y era bastante rebelde. Desde entonces he sido… ¿cómo decirlo? Una especie de consejero espiritual para él. Nunca hemos perdido el contacto.

—Y ahora ¿pertenece a su empresa, padre Fowler?

Dottora, si usted no me hace preguntas comprometidas yo no tendré que darle mentiras plausibles.

Cinco minutos después, el amigo del sacerdote se decidió a abrirles. Resultó ser otro sacerdote. Muy joven. Les hizo pasar a un pequeño estudio, amueblado con muebles baratos, pero muy limpio. Había dos ventanas, ambas con las persianas bajadas por completo. En un extremo de la estancia había una mesa de unos dos metros de ancho, cubierta por cinco monitores de ordenador, de los de pantalla plana. Bajo la mesa bullían un centenar de luces, como un descontrolado bosque de árboles de Navidad. En el otro extremo había una cama deshecha, de la que era evidente que su ocupante había saltado hacía breves instantes.

—Albert, te presento a la dottora Paola Dicanti. Colaboro con ella.

—Padre Albert.

—Ah, por favor, sólo Albert —el joven cura sonrió de forma agradable, aunque su sonrisa era casi un bostezo—. Lamento el desorden. Demonios, Anthony, ¿qué te trae por aquí a estas horas? No tengo ganas de jugar al ajedrez ahora. Y de paso, podrías avisar de que habías venido a Roma. Supe que volvías a la acción la semana pasada. Me hubiera gustado enterarme por ti.

—Albert se ordenó sacerdote el año pasado. Es un joven impulsivo, pero también un genio de los ordenadores. Y ahora nos va a hacer un favor, dottora.

—¿En qué lío te has metido ahora, viejo loco?

—Albert, por favor. Respeta a la dottora aquí presente —dijo Fowler, fingiéndose ofendido—. Queremos que nos consigas una lista.

—¿Cuál?

—La lista de acreditaciones de Prensa del Vaticano.

Albert se quedó muy serio.

—Eso que me pides no es fácil.

—Albert, por el amor de Dios. Tú entras y sales de los ordenadores del Pentágono como otros entran a su cuarto de baño.

—Rumores sin fundamento —dijo Albert, aunque su sonrisa dijera otra cosa—. Pero aunque fuera cierto, una cosa no tiene nada que ver con la otra. El sistema informático del Vaticano es como la tierra de Mordor. Es inexpugnable.

—Vamos, Frodo26. Estoy convencido de que ya has estado allí antes.

—Chisssst, no digas nunca en voz alta mi nombre de hacker, loco.

—Lo siento, Albert.

El joven se puso muy serio. Se rascó la mejilla, donde aún había restos de la pubertad, en forma de huidizas marcas rojas. Volvió su atención a Fowler.

—¿Realmente es imprescindible? Sabes que no estoy autorizado a hacer esto, Anthony. Contraviene todas las normas.

Paola no quiso preguntar de quién tendría que venir la autorización para algo así.

—La vida de una persona podría estar en peligro, Albert. Y nosotros nunca hemos sido hombres de normas —Fowler miró a Paola, pidiéndole que le echara una mano.

—¿Puede usted ayudarnos, Albert? ¿Realmente consiguió entrar antes?

—Si, dottora Dicanti. He estado allí antes. Una vez, y no llegué muy lejos. Y le puedo jurar que no he estado más acojonado en mi vida. Disculpe mi lenguaje.

—Tranquilo. Ya había escuchado esa palabra antes. ¿Qué sucedió?

—Me detectaron. En el momento preciso en el que eso ocurrió, se activó un programa que puso a dos perros guardianes tras mis talones.

—¿Qué significa eso? Recuerde que habla con una ignorante en la materia.

Albert se animó. Le encantaba hablar de su trabajo.

—Que había dos servidores ocultos, esperando sólo a que alguien cruzara sus defensas. En el momento que lo conseguí, activaron todos sus recursos para localizarme. Uno de los servidores intentaba localizar mi dirección desesperadamente. El otro comenzó a ponerme chinchetas.

—¿Qué son chinchetas?

—Imagine usted que sigue un camino que atraviesa un arroyo. El camino está formado por piedras planas que sobresalen por encima de la corriente. Lo que hacía el ordenador era retirar la piedra a la que yo tenía que saltar y sustituirla por información perniciosa. Un troyano multiforme.

El joven se sentó frente al ordenador y les trajo una silla y una banqueta. Era evidente que no recibía muchas visitas.

—¿Un virus?

—Uno muy poderoso. Si hubiera dado un solo paso más, sus líneas de código hubieran arrasado mi disco duro y me habría puesto totalmente en sus manos. Es la única vez en mi vida que he usado el botón de pánico —dijo el sacerdote, señalando un botón rojo, de apariencia inofensiva, que estaba a un lado del monitor central. Del botón salía un cable que se perdía en la maraña de debajo.

—¿Qué es?

—Es un botón que corta la corriente en todo el piso. La restablece al cabo de diez minutos.

Paola le preguntó por qué cortar la corriente en todo el piso y no limitarse a desenchufar el ordenador de la pared. Pero el chico ya no le escuchaba, tenía la vista fija en la pantalla, mientras sus dedos volaban sobre el teclado. Fue Fowler quien le respondió.

—La información se transmite en milisegundos. El tiempo que Albert podría tardar en agacharse y tirar del cable podría ser crucial, ¿comprende?

Paola comprendía a medias, pero le interesaba todo bastante poco. En aquel momento lo más importante era localizar a la periodista española rubia, y si de ese modo la encontraban, pues tanto mejor. Era evidente que ambos sacerdotes se habían visto antes en situaciones similares.

—¿Qué va a hacer ahora?

—Levantará una pantalla. No sé muy bien cómo lo hace, pero conecta su ordenador a través de cientos de ordenadores, en una secuencia que finaliza en la red del Vaticano. Cuanto más complejo y largo es el camuflaje más tardan en localizarle, pero hay un margen de seguridad que no se debe traspasar jamás. Cada ordenador conoce sólo el nombre del ordenador anterior que le ha pedido la conexión, y sólo durante la conexión. Así, si la conexión se interrumpe antes de que le alcancen, no tendrán nada.

El rítmico tableteo del teclado se prolongó durante casi un cuarto de hora. Cada cierto tiempo se iluminaba un punto de color rojo sobre un mapamundi que figuraba en una de las pantallas. Había cientos de ellos, cubriendo prácticamente la mayor parte de Europa, el norte de África, América del Norte, Japón… Paola observó que había mayor densidad de puntos en los países económicamente más ricos, y apenas uno o dos en el cuerno de África y una decena en Suramérica.

—Cada uno de esos puntos que ve usted en este monitor corresponden a un ordenador de los que Albert va a utilizar para alcanzar el sistema del Vaticano, empleando una secuencia. Puede ser el ordenador de un chaval de un instituto, de un banco o de un despacho de abogados. Puede estar en Beijing, en Austria o en Manhattan. Cuanto más lejos geográficamente están unos de otros más eficaz resulta la secuencia.

—¿Cómo sabe que uno de esos ordenadores no se apagará accidentalmente, interrumpiendo todo el proceso?

—Empleo un historial de conexiones —dijo Albert, con voz distante, sin dejar de teclear—. Normalmente utilizo ordenadores que están encendidos constantemente. Hoy en día, con los programas de intercambio de archivos, mucha gente deja el ordenador encendido las veinticuatro horas, descargando música o pornografía. Ésos son los sistemas ideales para utilizarlos como puentes. Uno de mis favoritos es el ordenador de —y citó un personaje muy conocido de la política europea—. El tío tiene afición por las fotos de jovencitas con caballos. De vez en cuando le sustituyo esas fotos por imágenes de golfistas. El Señor prohíbe esas perversiones.

—¿No tienes miedo de sustituir una perversión por otra, Albert?

El joven se echó a reír ante la ironía del sacerdote, pero no quitó los ojos de comandos e instrucciones que sus dedos materializaban en el monitor. Finalmente levantó una mano.

—Ya casi estamos. Pero os aviso, no podremos copiar nada. Estoy empleando un sistema en el que uno de sus ordenadores está haciendo el trabajo por mí, pero borra la información copiada en éste ordenador en el momento en que superan un determinado número de kilobytes. Así que mejor que tengáis buena memoria. Desde el momento en el que nos descubran, tenemos sesenta segundos.

Fowler y Paola asintieron. Fue el primero quien asumió el papel de dirigir a Albert en su búsqueda.

—Ya está. Estamos dentro.

—Dirígete al departamento de Prensa, Albert.

—Ya está.

—Busca acreditaciones.

A menos de cuatro kilómetros de distancia, en los sótanos de las oficinas del Vaticano arrancó uno de los ordenadores de seguridad, llamado Archangele (Arcángel). Una de sus subrutinas había detectado la presencia de un agente externo en el sistema. Inmediatamente se activó el programa de localización. El primer ordenador activó a su vez a otro, llamado Sancte Michael (San Miguel[34]). Eran dos supercomputadoras Cray, capaces de realizar 1 billón de operaciones por segundo y que costaban cada uno más de 200.000 euros. Ambos empezaron a emplear hasta el último de sus ciclos de cálculo en rastrear al intruso.

Una ventana de alerta se disparó en la pantalla principal. Albert apretó los labios.

—Mierda, aquí vienen. Tenemos menos de un minuto. No hay nada con acreditaciones.

Paola se puso muy tensa, mientras vio que los puntos rojos en el mapamundi empezaban a decrecer. Al principio había varios cientos, pero desaparecían a una velocidad alarmante.

—Pases de prensa.

—Nada, joder. Cuarenta segundos.

—¿Medios de comunicación? —apuntó Paola.

—Ahora. Aquí hay una carpeta. Treinta segundos.

En la pantalla apareció un listado. Era una base de datos.

—Mierda, tiene más de tres mil entradas.

—Ordena por nacionalidad y busca España.

—Ya está. Veinte segundos.

—Joder, viene sin fotos. ¿Cuantos nombres hay?

—Más de cincuenta. Quince segundos.

Apenas quedaban treinta puntos rojos sobre el mapamundi. Todos se inclinaron hacia delante en la silla.

—Elimina a los hombres y ordena a las mujeres por edades.

—Ya está. Diez segundos.

—Las más jóvenes primero.

Paola apretó las manos con fuerza. Albert distrajo una mano del teclado y colocó el índice sobre el botón de pánico. Grandes gotas de sudor caían por su frente mientras escribía con la otra mano.

—¡Aquí! ¡Aquí está, por fin! ¡Cinco segundos, Anthony!

Fowler y Dicanti leyeron y memorizaron a toda prisa los nombres y que aparecían en la pantalla. Aún no habían acabado cuando Albert apretó el botón y la pantalla y toda la casa se volvieron negras como el carbón.

—Albert —dijo Fowler en la completa oscuridad.

—¿Si, Anthony?

—¿No tendrás por casualidad unas velas?

—Deberías saber que yo no utilizo sistemas analógicos, Anthony.