Sede central de la UACV

Via Lamarmora, 3

Sábado, 9 de abril de 2005. 01:25

—Éste paquete llegó hace casi cuatro horas. ¿Se puede saber porqué nadie se ha dado cuenta antes de lo que contenía?

Boi la miró, paciente pero hastiado. Era muy tarde para aguantar tonterías de una subordinada. Sin embargo, se contuvo mientras guardaba la pistola que Fowler le acabada de devolver.

—El sobre venía a su nombre, Paola, y cuando llegó usted estaba en la Morgue. La chica de recepción lo dejó con mi correo, y yo he tardado en verlo. Cuando me he dado cuenta de quién lo enviaba, he puesto en marcha a la gente, y a estas horas ha tardado tiempo. Lo primero fue llamar a los artificieros. No encontraron nada sospechoso en el sobre. Cuando descubrí de qué se trataba, la llamé a usted y a Dante, pero el superintendente no aparece por ninguna parte. Y Cirin no se pone al teléfono.

—Estarán durmiendo. Es de madrugada, por Dios.

Se encontraban en la sala de Dactiloscopia, un recinto estrecho repleto de lámparas y bombillas. El olor del polvo para huellas estaba por todas partes. Había técnicos a los que les encantaba el aroma —incluso uno juraba que se lo esnifaba antes de estar con su novia, porque era afrodisíaco, según él—, pero a Paola le desagradaba. El olor le daba ganas de estornudar y las manchas se pegaban a la ropa oscura y tardaban varios lavados en salir.

—Y bien, ¿sabemos seguro que éste mensaje lo mando mandó Karoski?

Fowler estaba estudiando la letra con la que el remitente había escrito la dirección. Sostenía el sobre con los brazos un poco extendidos. Paola sospechó que tal vez no veía bien de cerca. Seguramente tendría que usar gafas para leer en breve. Se preguntó qué tal le quedarían.

—Ésta es su grafía, desde luego. Y la macabra broma de incluir el nombre del subinspector también parece propia de Karoski.

Paola recogió el sobre de manos de Fowler. Lo colocó sobre la gran mesa que cubría la sala. La superficie de ésta era completamente de cristal y estaba retroiluminada. Sobre la mesa estaba el contenido del sobre, en sendas bolsas de plástico transparente. Boi señaló la primera bolsa.

—Esa nota lleva sus huellas. Va dirigida a usted, Dicanti.

La inspectora sostuvo ante los ojos la bolsa que contenía la nota, escrita en italiano. Leyó su contenido en voz alta, a través del plástico.

Querida Paola:

¡Cómo te hecho de menos! Estoy en MC 9, 48. Se está muy calentito y a gusto. Espero que puedas venir a saludarnos lo antes posible. Entretanto te envío un vídeo de mis vacaciones. Besos, Maurizio.

Paola no pudo evitar un estremecimiento, mezcla de ira y horror. Intentó contener las lágrimas, forzándose a si mima a dejarlas dentro. No iba a llorar delante de Boi. Tal vez delante de Fowler, pero no de Boi. De Boi nunca.

—¿Padre Fowler?

—Marcos capítulo 9, versículo 48. «Donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».

—El infierno.

—Exacto.

—Maldito hijo de puta.

—No hay ninguna alusión a su persecución de hace unas horas. Es muy posible que la nota fuera redactada antes. El disco fue grabado ayer por la mañana, según la fecha que consta en los archivos del interior.

—¿Sabemos el modelo de la cámara o el ordenador con el que fue grabado?

—Con el programa que utilizó dichos datos no quedan registrados en el disco. Sólo la hora, el programa y la versión del sistema operativo. Ni un número de serie, ni un código, nada que pueda servir para identificar el equipo emisor.

—¿Huellas?

—Dos parciales. Las dos son de Karoski. Pero no me hubiera hecho falta saberlo. Con ver el contenido hubiera sido suficiente.

—Pues ¿a qué espera? Ponga el DVD, Boi.

—Padre Fowler, ¿nos disculpa un momento?

El sacerdote percibió enseguida la situación. Miró a Paola a los ojos. Ella le hizo un leve gesto, diciéndole que todo estaría bien.

—Cómo no. ¿Café para tres, dottora Dicanti?

—El mío con dos terrones, por favor.

Boi esperó a que Fowler saliera de la sala antes de coger a Paola de la mano. A Paola le desagradó el tacto, demasiado carnoso y húmedo. Había suspirado por volver a sentir aquellas manos sobre su cuerpo muchas veces, había odiado a su dueño por su desprecio e indiferencia, pero en aquel momento no quedaban ni las brasas de aquel fuego. Se había extinguido en un océano verde, minutos atrás. Solamente restaba su orgullo, del que la inspectora andaba bien sobrada. Y desde luego que no iba a ceder a su chantaje emocional. Sacudió el brazo, y el director retiró la mano.

—Paola, sólo quiero advertirte. Lo que vas a ver te resultará muy duro.

La criminalista le dedicó una sonrisa dura y sin humor y se cruzó de brazos. Quería guardar las manos lo más lejos posible de su contacto. Por si acaso.

—¿De repente me tuteas otra vez? Estoy muy acostumbrada a ver cadáveres, Carlo.

—No los de tus amigos.

La sonrisa tembló en el rostro de Paola como un trapo al viento, pero su ánimo no vaciló ni un segundo.

—Ponga el vídeo, director Boi.

—¿Así quieres que sea? Podría ser muy distinto.

—No soy una muñeca para que me trates como se te antoje. Me rechazaste porque era peligrosa para tu carrera. Preferiste regresar a la cómoda infelicidad de tu mujer. Ahora yo prefiero mi propia infelicidad.

—¿Por qué ahora, Paola? ¿Por qué ahora después de todo este tiempo?

—Porque antes no he tenido fuerzas. Pero ahora las tengo.

Él se pasó la mano por los cabellos. Comenzaba a entender.

—Nunca podrás tenerle a él, Paola. Aunque es lo que él querría.

—Tal vez tengas razón. Pero es mi decisión. Tú ya tomaste la tuya hace tiempo. Preferiría ceder a las obscenas miradas de Dante.

Boi hizo una mueca de asco ante la comparación. Paola se regocijó al verlo, porque había oído chillar de rabia el ego del director. Había sido un poco dura con él, pero su jefe se lo merecía por haberla tratado como a una mierda todos estos meses.

—Como usted quiera, dottora Dicanti. Yo seré otra vez el jefe irónico y usted la guapa novelista.

—Créeme, Carlo. Así es mejor.

Boi sonrió, triste y despechado.

—De acuerdo, entonces. Veamos el disco.

Como si dispusiera de un sexto sentido (y para ese entonces Paola ya estaba segura de que lo tenía) llegó el padre Fowler con una bandeja de algo que podría pasar por café sólo si el consumidor jamás en su vida hubiera probado esa infusión.

—Aquí tienen. Veneno de máquina con cafeína. ¿Debo suponer que ya podemos reanudar la reunión?

—Claro, padre —respondió Boi. Fowler les estudió disimuladamente. Boi parecía más triste, pero también detectó en su voz ¿alivio? Y a Paola la vio más fuerte. Menos insegura.

El director se colocó unos guantes de látex y extrajo el disco de la bolsa. Los del laboratorio le habían llevado una mesita con ruedas desde la sala de descanso. La mesita tenía una televisión de 27 pulgadas y un DVD de los baratos. Boi prefería ver allí la grabación, ya que en la sala de juntas las paredes eran de cristal, y habría sido como mostrárselo a todo el que cruzara por el pasillo. Para entonces los rumores sobre el caso que estaban llevando Boi y Dicanti circulaban por todo el edificio, pero ninguno se acercaba a la verdad. Ni de lejos.

El disco comenzó a reproducirse. La película se inició directamente, sin pantallas de título ni nada parecido. El estilo era chapucero, la cámara se movía histéricamente y la iluminación era lamentable. Boi había ajustado el brillo de la televisión casi al máximo.

—Buenas noches, almas del mundo.

Paola dio un respingo al escuchar la voz de Karoski, la voz que le había atormentado con aquella llamada tras la muerte de Pontiero. En la pantalla, no obstante, aún no se veía nada.

—Ésta es una grabación de cómo voy a eliminar de la faz de la tierra a los hombres más santos de la Iglesia, cumpliendo la labor de las Tinieblas. Mi nombre es Viktor Karoski, sacerdote renegado del culto romano. Durante años abusé de los niños, protegido por la estulticia y connivencia de mis antiguos jefes. Por esos méritos he sido escogido por Lucifer en persona para la tarea, en estos momentos en los que nuestro enemigo el Carpintero elige a su franquiciado en ésta bola de barro.

La pantalla pasó del negro absoluto a una penumbra. En la imagen aparecía un hombre ensangrentado, con la cabeza caída, atado a lo que parecían las columnas de la cripta de Santa María in Traspontina. Dicanti apenas pudo reconocerlo como el cardenal Portini, la primera víctima. Aquél cuyo cadáver ni siguiera habían visto porque la Vigilanza lo había incinerado. Portini gemía ligeramente, y todo lo que se veía de Karoski era la punta de un cuchillo que rozaba la carne del brazo izquierdo del cardenal.

—Éste es el cardenal Portini, demasiado cansado para chillar. Portini hizo mucho bien al mundo, y mi Amo abomina de su carne fétida. Ahora veréis cómo acabo con su miserable existencia.

El cuchillo se apoyó en la garganta y la cortó, en un solo tajo. La cámara volvió a quedarse negra, para luego enseñar a una nueva víctima atada al mismo lugar. Era Robayra, y estaba muy asustado.

—Éste es el cardenal Robayra, lleno de miedo. Tenía una gran luz en su interior. Es hora de devolver su luz a su Creador.

Ésta vez Paola tuvo que apartar la vista. La cámara mostró cómo el cuchillo vaciaba las cuencas de los ojos de Robayra. Una solitaria gota de sangre salpicó el visor. Era el espectáculo más horrendo que la criminalista había contemplado jamás, y sintió cómo se le revolvía el estómago. La imagen cambió una vez más y mostró lo que ella estaba temiendo ver.

—Éste es el subinspector Pontiero, un seguidor del Pescador. Le pusieron en mi búsqueda, pero nada puede contra la fuerza del Padre de la Oscuridad. Ahora el subinspector sangrará despacio.

Pontiero miraba de frente a la cámara, y su cara no era su cara. Tenía los dientes apretados, pero la fuerza de sus ojos no se había extinguido. El cuchillo le cortó la garganta muy despacio, y Paola volvió a apartar la mirada.

—Éste es el cardenal Cardoso, amigo de los desheredados de la tierra, los piojos y las pulgas. Su amor era para mi Dueño tan repugnante como las entrañas podridas de una oveja. También ha muerto.

Un momento, allí había una discrepancia. En vez de imágenes, estaban viendo unas fotografías del cardenal Cardoso en su lecho de dolor. Había en total tres fotos, de colores verdosos y desvaídos. La sangre era de un antinatural color oscuro. Las tres fotos duraban en pantalla unos quince segundos, cinco segundos por cada una de ellas.

—Ahora voy a matar a otro hombre santo, el más santo de todos ellos. Habrá quien intente impedírmelo, pero su final será el mismo que el de éstos que habéis visto morir ante vuestros ojos. La Iglesia, cobarde, os lo ha ocultado. Ya no podrá seguir haciéndolo. Buenas noches, almas del mundo.

El DVD se paró con un zumbido, y Boi apagó la televisión. Paola estaba blanca. Fowler apretaba dientes muy fuerte, furioso. Los tres permanecieron unos minutos en silencio. Era necesario recobrar la cordura tras ver aquella sanguinaria brutalidad. Paola, que había sido la más afectada por la grabación, fue sin embargo la primera en hablar.

—Las fotografías. ¿Por qué fotografías? ¿Por qué no video?

—Porque no podía —dijo Fowler—. Porque en la Domus Sancta Marthae no funcionaban las cámaras, ni en general «nada más complicado que una bombilla». Eso dijo Dante.

—Y Karoski lo sabía.

—¿Qué me dicen del jueguecito de la posesión diabólica?

La criminalista sintió que de nuevo algo no encajaba. Aquel vídeo le lanzaba en direcciones totalmente diferentes. Necesitaba una buena noche de sueño, descanso y un sitio tranquilo en el que sentarse a pensar. Las palabras de Karoski, las pistas dejadas en los cadáveres, todo el conjunto tenía un hilo conductor. Si lo encontrase, podría tirar del ovillo. Pero hasta entonces carecían de tiempo.

Y, por supuesto, se va al carajo mi noche de sueño.

—Los devaneos histriónicos de Karoski con el demonio no son lo que más me preocupa —apuntó Boi, anticipándose a los pensamientos de Paola—. Lo más grave es que nos está retando a detenerle antes de que acabe con otro de los cardenales. Y el tiempo corre.

—¿Pero qué podemos hacer? —preguntó Fowler—. En el funeral de Juan Pablo II no dio señales de vida. Ahora los cardenales están más protegidos que nunca, la Domus Sancta Marthae está cerrada a cal y canto, al igual que el Vaticano.

Dicanti se mordió el labio. Estaba cansada de jugar según las reglas de aquel psicópata. Pero ahora Karoski había cometido un nuevo error: había dejado un rastro que ellos podrían seguir.

—¿Quién ha traído esto, director?

—Ya he encargado a dos chicos que sigan el rastro. Llegó por mensajería. La agencia fue Tevere Express, una empresa local que reparte en el Vaticano. No hemos conseguido hablar con el jefe de ruta, pero las cámaras del exterior del edificio han captado la matrícula de la moto del mensajero. La placa está registrada a nombre de Giuseppe Bastina, de 43 años. Vive por la zona de Castro Pretorio, en la Via Palestra.

—¿No tiene teléfono?

—El teléfono no figura en la relación de Tráfico y no hay teléfonos a su nombre en Información Telefónica.

—Quizás figure a nombre de su mujer —apuntó Fowler.

—Quizás. Pero por ahora es nuestra mejor pista, así que se impone dar un paseo. ¿Viene usted, padre?

—Después de usted, dottora.