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Sábado, 9 de abril de 2005. 01:05
Paola había buscado a Fowler por todas partes. No fue ninguna sorpresa cuando le encontró allí abajo, con el arma en la mano, la chaqueta del clergyman pulcramente doblada sobre una silla, el alzacuellos en la repisa de la cabina de disparo, las mangas por encima del cuello. Llevaba puestos los auriculares protectores, así que Paola esperó a que vaciase un cargador antes de acercarse. Le fascinaba el gesto de concentración, la postura de disparo perfectamente conseguida. Sus manos eran muy fuertes, a pesar de que el dueño había cumplido medio siglo. El cañón del arma apuntaba hacia delante sin desviarse un milímetro después de cada disparo, como si estuviera incrustado en roca viva.
La criminalista le vio vaciar no uno, sino tres cargadores. Tiraba despacio, sin prisas, entrecerrando los ojos, la cabeza levemente ladeada. Finalmente se dio cuenta de que ella estaba en la sala de entrenamiento. Ésta consistía en cinco cabinas separadas por gruesas maderas, de las cuales partían unos cables de acero. De los cables pendían las dianas, que podían llevarse a un máximo de cuarenta metros mediante un sistema de poleas.
—Buenas noches, dottora.
—Una hora un poco extraña para las prácticas, ¿verdad?
—No quería ir al hotel. Sabía que ésta noche no podría dormir.
Paola asintió. Lo comprendía perfectamente. Estar de pie en el funeral sin hacer nada había sido terrible. Aquélla sería una noche de insomnio garantizado. Se moría de ganas por hacer algo útil.
—¿Dónde está mi querido amigo el superintendente?
—Ah, recibió una llamada urgente. Estábamos comentando el informe de la autopsia de Cardoso cuando se ha ido corriendo dejándome con la palabra en la boca.
—Muy propio de él.
—Si. Pero no hablemos de eso… Veamos qué tal se le ha dado el ejercicio, padre.
La criminalista presionó el botón que acercaba la diana de papel con la silueta de un hombre pintada en negro. El monigote tenía un círculo blanco en el centro del pecho. Tardó en llegar, porque Fowler había situado la diana al máximo de distancia. No le sorprendió nada ver que casi todos los agujeros habían dado dentro del círculo. Lo que le sorprendió fue que uno de ellos había fallado. Le decepcionó que no hubiera encajado todos los tiros en la diana, como los protagonistas de las películas de acción.
Pero él no es un héroe de acción. Es un ser de carne y hueso. Inteligente, culto y un tirador muy bueno. De algún modo, ése disparo fallido le hace humano.
Fowler siguió la dirección de su mirada y se rió, divertido, de su propio fallo.
—He perdido algo de práctica, pero aún me gusta mucho disparar. Es un deporte excepcional.
—Siempre y cuando sea un deporte.
—Aún no confía en mí, ¿verdad dottora?
Paola no respondió. Le gustaba ver a Fowler allí, sin el alzacuellos, vestido sólo con una camisa arremangada y unos pantalones negros. Pero las fotos de El Aguacate que Dante le había mostrado seguían dando botes en su cabeza de tanto en tanto, como monos borrachos en una bañera.
—No, padre. No del todo. Pero quiero confiar en usted. ¿Le basta con eso?
—Tendrá que bastar.
—¿De dónde sacó el arma? La armería está cerrada a éstas horas.
—Ah, me la prestó el director Boi. Es la suya. Me dijo que hace tiempo que no la utiliza.
—Por desgracia es cierto. Debería haber conocido a ese hombre hace tres años. Era un gran profesional, un gran científico. Lo sigue siendo, pero antes brillaba en sus ojos la curiosidad, y ahora ese brillo se ha apagado. Lo ha sustituido la ansiedad del oficinista.
—¿Es amargura o nostalgia lo que hay en su voz, dottora?
—Un poco de las dos cosas.
—¿Tardó mucho en olvidarle?
Paola se fingió asombrada.
—¿Cómo dice?
—Ah, vamos, no se ofenda. He visto como él crea espacios de aire sólido entre ustedes dos. Boi mantiene las distancias a la perfección.
—Por desgracia es algo que se le da muy bien.
La criminalista dudó un momento más antes de continuar. Volvía a sentir aquella sensación de vacío en el estómago que se producía a veces cuando miraba a Fowler. La sensación de montaña rusa. ¿Debía confiar en él? Pensó, con triste y descolorida ironía, que al fin y al cabo era un sacerdote, y estaba muy habituado a ver los lados más rastreros de la gente. Igual que ella, dicho sea de paso.
—Boi y yo tuvimos un romance. Breve. No se si dejé de gustarle o simplemente le estorbaba en sus ansias de promoción.
—Pero usted prefiere la segunda opción.
—Me gusta engañarme. En eso y en muchas cosas. Siempre me digo a mi misma que vivo con mi madre para protegerla pero en realidad soy yo la que necesita protección. Supongo que por eso me enamoro de personas fuertes, pero inadecuadas. Personas con las que no puedo estar.
Fowler no respondió. Ella había sido muy clara. Ambos se quedaron mirándose muy cerca. Pasaron los minutos en silencio.
Paola estaba absorta en la mirada verde del padre Fowler, conociendo íntimamente sus pensamientos. De fondo creía escuchar un sonido insistente, pero no le prestó atención. Tuvo que ser el sacerdote quien se lo recordase
—Será mejor que atienda la llamada, dottora.
Y entonces Paola cayó en la cuenta que aquel ruido molesto era su propio móvil, que ya empezaba a sonar furioso. Respondió a la llamada y por un instante se enfureció. Colgó sin despedirse.
—Vamos, padre. Era el laboratorio. Esta tarde alguien envió un paquete por mensajería. En el remite figuraba el nombre de Maurizio Pontiero.