Plaza de San Pedro
Viernes, 8 de abril de 2005. 10:15
El funeral de Juan Pablo II transcurrió con tediosa normalidad. Todo lo normal que pueda ser el funeral del líder religioso de más de mil millones de personas al que asistan algunos de los jefes de estado y de las testas coronadas más importantes de la Tierra. Pero no solo ellos estaban allí. Cientos de miles de personas abarrotaban la Plaza de San Pedro, y detrás de cada uno de aquellos rostros había una historia que bullía tras los ojos de su dueño como un fuego tras las rejas de la chimenea. Algunos de esos rostros tendrían, no obstante una importancia radical en ésta historia.
Uno de ellos era el de Andrea Otero. No vio a Robayra por ninguna parte. La periodista descubrió tres cosas en la azotea a la que se encaramó, junto con otros compañeros de un equipo de televisión alemán. Una, que mirando fijamente con prismáticos te entra un terrible dolor de cabeza a la media hora. Dos, que las nucas de todos los cardenales parecen iguales. Y tres, que sólo había ciento doce purpurados sentados en aquellas sillas. Lo comprobó varias veces. Y la lista de electores que tenía impresa sobre sus rodillas proclamaba que debían ser ciento quince.
Camilo Cirin no se habría sentido nada cómodo si hubiera conocido los pensamientos que ocupaban a Andrea Otero, pero tenía sus propios (y graves) problemas. Viktor Karoski, el asesino en serie de cardenales, era uno de ellos. Pero mientras que Karoski no causó ningún problema a Cirin durante el funeral, sí lo hizo un avión sin identificar que invadió el espacio aéreo del Vaticano en plena celebración. La angustia que dominó a Cirin durante unos momentos recordando los atentados del 11 de septiembre no era menor que la de los pilotos de los tres cazas que fueron en su persecución. Por suerte el alivio llegó minutos después, cuando se descubrió que el piloto del avión sin identificar era un macedonio que había cometido un error. El episodio llevó los nervios de Cirin al límite. Un subordinado cercano comentaría después que escuchó a Cirin levantar la voz por primera vez tras quince años a sus órdenes.
Otro subordinado de Cirin, Fabio Dante, estaba entre el público. Maldecía su suerte porque la gente se apiñaba al paso del féretro con el papa Wojtyla sobre él, y muchos gritaron Santo subito![33] en sus orejas. Desesperadamente intentaba ver por encima de los carteles y las cabezas, buscando a un fraile carmelita con barba abundante. No fue el que más se alegró de que terminara el funeral, pero casi.
El padre Fowler fue uno de los muchos sacerdotes que repartieron la comunión entre el público, y en más de una ocasión creyó ver la cara de Karoski en la persona que iba a recibir el cuerpo de Cristo de sus manos. Mientras cientos de personas desfilaban delante de él para recibir a Dios, Fowler rezaba por dos motivos: uno era la causa que le había llevado a Roma y el otro era pedir iluminación y fortaleza al Todopoderoso ante lo que había hallado en la Ciudad Eterna.
Ignorante de que Fowler pedía ayuda al Creador en buena parte por causa de ella, Paola escrutaba los rostros de la multitud desde la escalinata de San Pedro. Se había colocado en una esquina, pero no rezó. Nunca lo hacía. Tampoco miraba a la gente con mucha atención, pues al cabo de un rato todas las caras le parecían iguales. Lo que hacía era pensar en los motivos de un monstruo.
El doctor Boi se situó delante de varios monitores de televisión con Angelo, el escultor forense de la UACV. Recibían la imagen directa de las cámaras de la RAI que había sobre la Plaza, antes de que pasaran por realización. Allí montaron su propia caza, de la que obtuvieron un dolor de cabeza parecido al de Andrea Otero. Del «ingeniero», como lo seguía llamando Angelo en su afortunada ignorancia, ni rastro.
En la explanada, agentes del Servicio Secreto de George Bush llegaron a las manos con agentes de la Vigilanza cuando éstos no le permitieron el paso a aquellos en la Plaza. Para aquellos que conozcan, aunque sólo sea de oídas, la labor del Servicio Secreto, resultará insólito que, durante aquel día se quedaran fuera. Nadie, nunca, en ningún lugar, les había negado el paso tan rotundamente. Desde la Vigilanza se les negó el permiso. Y, por mucho que insistieron, fuera se quedaron.
Viktor Karoski asistió al funeral de Juan Pablo II con suma devoción, rezando en voz alta. Cantó con una voz hermosa y profunda en los momentos apropiados. Vertió una lágrima muy sincera. Hizo planes para el futuro.
Nadie se fijó en él.