Domus Sancta Marthae
Piazza Santa Marta, 1
Jueves, 7 de abril de 2005. 18:10
Dante y Paola subieron al coche que había traído Boi. El director les dejaría en la morgue antes de continuar hasta la UACV para intentar determinar cuál había sido el arma homicida en cada uno de los escenarios. Fowler iba a subir también al vehículo cuando una voz le llamó desde la puerta de la Domus Sancta Marthae.
—¡Padre Fowler!
El sacerdote se dio la vuelta. Era el cardenal Shaw. Le hacía gestos con la mano y Fowler se acercó.
—Eminencia. Espero que ya se encuentre mejor.
El cardenal le sonrió con afectación.
—Aceptamos con resignación las pruebas que nos manda el Señor. Querido Fowler, quería tener la oportunidad de darle las gracias personalmente por su oportuno rescate.
—Eminencia, cuando llegamos usted ya estaba a salvo.
—¿Quién sabe, quién sabe lo que podría haber hecho ese lunático de haber vuelto? Cuenta usted con todo mi agradecimiento. Me encargaré personalmente de que en la Curia se sepa lo buen soldado que es usted.
—Realmente es innecesario, Eminencia.
—Hijo mío, nunca se sabe cuándo puede usted necesitar un favor. Cuándo va uno a meter la pata. Es importante conseguir puntos, ya lo sabe.
Fowler le miró, inescrutable.
—Claro que, hijo mío… —continuó Shaw—. El agradecimiento de la Curia podría ser aún más completo. Incluso podríamos reclamar su presencia aquí, en el Vaticano. Camilo Cirin parece estar perdiendo reflejos. Tal vez podría ocupar su puesto alguien que se asegurase de que el escándalo se borrara del todo. Que desapareciese.
Fowler comenzaba a entender.
—¿Su Eminencia me solicita que pierda algún expediente?
El cardenal hizo un gesto de complicidad bastante infantil y bastante incongruente, sobre todo considerando el tema del que estaban tratando. Creía estar consiguiendo lo que quería.
—Exacto, hijo mío, exacto. Los cadáveres no vengan injurias.
El sacerdote sonrió maliciosamente.
—Vaya, una cita de Blake[31]. Jamás había oído a un cardenal recitar los Proverbios del Infierno.
Shaw se envaró y almidonó la voz. No le gustaba el tono del sacerdote.
—Los caminos del Señor son misteriosos.
—Los caminos del Señor son contrarios a los del Enemigo, Eminencia. Lo aprendí en la escuela, de niño. Y aún no ha perdido validez.
—Los instrumentos de un cirujano a veces se manchan. Y usted es como un bisturí bien afilado, hijo. Digamos que sé que representa más de un interés en éste caso.
—Yo sólo soy un humilde sacerdote —dijo Fowler, fingiendo extrañeza.
—No me cabe duda. Pero en ciertos círculos se habla de sus… habilidades.
—¿Y en esos círculos no se habla también de mi problema con la autoridad, Eminencia?
—Algo de eso hay también. Pero no me cabe duda de que cuando llegue el momento actuará usted como es debido. No permita que el buen nombre de su Iglesia se vea arrastrado por las portadas de los periódicos, hijo.
El sacerdote respondió con un silencio frío y despectivo. El cardenal le dio unos paternalistas golpecitos en la hombrera de la impecable chaqueta de su clergyman y descendió el tono de su voz hasta convertirlo en un susurro.
—En estos tiempos que corren, ¿quién no tiene algún secretillo que otro? Podría ser que su nombre apareciera en otros papeles. Por ejemplo, en las citaciones del Sant’Uffizio. Una vez más.
Y sin más, se dio la vuelta y volvió a entrar en la Domus Sancta Marthae. Fowler subió al coche, donde le esperaban sus compañeros con el motor en marcha.
—¿Se encuentra bien, padre? No trae buena cara —se interesó Dicanti.
—Perfectamente, dottora.
Paola le estudió atentamente. La mentira era patente: Fowler estaba tan pálido como un costal de harina. En aquel momento no aparentaba diez años más de los que tenía.
—¿Qué quería el cardenal Shaw?
Fowler le dedicó a Paola un intento de sonrisa despreocupada, que solo empeoró el conjunto.
—¿Su Eminencia? Ah, nada. Tan solo que le diera recuerdos a un amigo común.