Domus Sancta Marthae

Piazza Santa Marta, 1

Jueves, 7 de abril de 2005. 17:35

Apenas había pasado una hora desde que el asesino había escapado de aquella habitación. Paola pudo sentir aún su presencia en la estancia como el que respira un humo acerado e invisible. De viva voz se mostraba siempre racional sobre los asesinos en serie. Era fácil hacerlo cuando emitía (las más de las veces) sus opiniones desde un cómodo despacho enmoquetado.

Era muy distinto entrar de esa manera en la habitación, con cuidado para no pisar la sangre. No sólo para no contaminar la escena del crimen. El motivo principal de no pisar era porque la maldita sangre estropeaba para siempre unos buenos zapatos.

Y también el alma.

Hacía casi tres años que el director Boi no procesaba personalmente una escena del crimen. Paola sospechaba que Boi estaba llegando a aquel nivel de compromiso por ganar puntos ante las autoridades del Vaticano. Desde luego no podría ser para progresar políticamente con sus superiores italianos porque todo aquel maldito asunto se tenía que guardar en secreto.

Él había entrado primero, con Paola detrás. Los demás esperaron en el pasillo, mirando al frente y sintiéndose incómodos. La criminalista escuchó cómo Dante y Fowler intercambiaban unas palabras —incluso juraría que algunas dichas en un tono de voz muy poco educado— pero hizo un esfuerzo por poner toda su atención sobre lo que había dentro de la habitación y no en lo que había dejado fuera.

Paola se quedó junto a la puerta, dejando a Boi seguir su rutina. Primero las fotografías forenses, una desde cada esquina de la habitación, otra en vertical al cadáver, otra desde cada uno de los posibles lados, y una de cada uno de los elementos que el investigador pudiera considerar relevantes. En definitiva, más de sesenta destellos de flash iluminando la escena con tonos irreales, blanquecinos e intermitentes. También sobre el ruido y el exceso de luz se impuso Paola.

Respiró hondo, procurando ignorar el olor a sangre y el regusto metálico que dejaba en la garganta. Cerró los ojos y contó mentalmente de cien a cero, muy despacio, intentando acompasar los latidos de su corazón con el ritmo de la cuenta decreciente. El descarriado galopar del cien era tan solo un trote suave en el cincuenta y un tambor contundente y preciso en el cero.

Abrió los ojos.

Sobre la cama estaba tendido el cardenal Geraldo Cardoso, de 71 años. Cardoso estaba atado al cabecero ornamentado de la cama por dos toallas anudadas fuertemente. Llevaba puesto el capelo cardenalicio, totalmente ladeado, con un aire perversamente cómico.

Paola recitó, despacio, el mantra de Weber. «Si quieres conocer a un artista, contempla su obra». Lo repitió una y otra vez, moviendo los labios en silencio hasta borrarle el significado a las palabras en su boca, pero imprimiéndoselo a su cerebro, como el que moja un sello en tinta y lo deja seco tras estamparlo en el papel.

—Comencemos —dijo Paola en voz alta, y sacó una grabadora del bolsillo.

Boi ni siquiera la miró. Estaba enfrascado en ese momento en la recogida de rastros y en estudiar la forma de las salpicaduras de sangre.

La criminalista empezó a dictarle a su grabadora tal y como le habían enseñado en Quantico. Haciendo una observación y una deducción inmediata. El resultado de aquellas conclusiones se parecería bastante a una reconstrucción de cómo había sucedido todo.

Observación: El cadáver está atado por las manos en su propia habitación, sin ningún signo de violencia en el mobiliario.

Inferencia: Karoski se introdujo en la habitación con algún subterfugio y redujo a la víctima con rapidez y en silencio.

Observación: Hay una toalla con sangre en el suelo. Parece arrugada.

Inferencia: Con toda probabilidad Karoski colocó a la víctima una mordaza y la sacó para seguir adelante con su macabro modus operandi: cortar la lengua.

Observación: Escuchamos un alarido.

Inferencia: Lo más probable es que al sacar la mordaza Cardoso encontrara el modo de gritar. Luego la lengua es lo último que corta, antes de pasar a los ojos.

Observación: La víctima conserva ambos ojos y la garganta seccionada. El corte parece apresurado y lleno de sangre. Las manos permanecen en su lugar.

Inferencia: El ritual de Karoski en éste caso comenzó por torturar el cuerpo, para después continuar con el despiece ritual. Fuera la lengua, fuera los ojos, fuera las manos.

Paola abrió la puerta de la habitación y le pidió a Fowler que pasara un momento. Fowler hizo una mueca al contemplar el macabro espectáculo, pero no apartó la mirada. La criminalista rebobinó la cinta de la grabadora y ambos escucharon el último punto.

—¿Cree que hay algo especial en el orden en que realiza el ritual?

—No lo sé, dottora. El habla es lo más importante en un sacerdote: por su voz se administran los sacramentos. Los ojos no definen en absoluto el ministerio sacerdotal, ya que no intervienen de manera crítica en ninguna de sus funciones. Pero sin embargo, sí lo hacen las manos, que son sagradas ya que tocan el cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Las manos de un sacerdote son sagradas siempre, independientemente de lo que éste haga.

—¿Qué quiere decir?

—Incluso un monstruo como Karoski sigue teniendo las manos sagradas. Su capacidad para impartir los sacramentos es la misma que la del más santo y puro de los sacerdotes. Es un contrasentido, pero es así.

Paola se estremeció. La idea de que un ser tan abyecto pudiera tener un contacto directo con Dios le parecía repugnante y terrible. Intentó recordarse a si misma que aquel era uno más de los motivos que le había hecho renegar de Dios, pensar de Él que era un tirano insufrible en su cielo de algodón. Pero profundizar en el horror, en la depravación de aquellos como Karoski que supuestamente debían de realizar Su obra, estaba produciendo en ella un efecto muy diferente. Sintió la traición que Él debía sentir y por unos instantes se puso en Su lugar. Recordó a Maurizio más que nunca y lamentó que no estuviera allí para intentar poner sentido a toda aquella maldita locura.

—Dios santo.

Fowler se encogió de hombros, sin saber muy bien que decir. Volvió a salir de la habitación. Paola volvió a conectar la grabadora.

Observación: La víctima está vestida con el traje talar, abierto completamente. Bajo él lleva puesta una camiseta interior de algodón y calzones tipo boxer. La camiseta está desgarrada, probablemente con un instrumento afilado. Sobre el pecho hay varios cortes, que forman las palabras EGO TE ABSOLVO.

Inferencia: El ritual de Karoski en éste caso comenzó por torturar el cuerpo, para después continuar con el despiece ritual. Fuera la lengua, fuera los ojos, fuera las manos. Las palabras EGO TE ABSOLVO fueron encontradas también en los escenarios de Portini —según las fotos presentadas por Dante— y Robayra. La variación en éste caso es extraña.

Observación: Hay gran cantidad de manchas de salpicaduras y retrosalpicaduras por las paredes. También una huella parcial de pisada en el suelo, junto a la cama. Parece sangre.

Inferencia: Todo en esta escena del crimen es muy extraño. No podemos deducir que su estilo haya evolucionado, o que se haya adaptado al medio. Su modus es anárquico, y…

La criminalista pulsó el botón de stop en la grabadora. Allí había algo que no encajaba, algo que estaba terriblemente mal.

—¿Qué tal va, director?

—Mal. Muy mal. He sacado huellas de la puerta, de la mesilla de noche y del cabecero de la cama, pero poco más. Hay varios juegos de huellas, pero creo que uno corresponde a las de Karoski.

En aquel momento estaba sosteniendo una lámina de plástico en la que se había impreso una huella de índice bastante clara, que acababa de obtener del cabecero de la cama. La estaba comparando al trasluz con la huella aportada por Fowler de la ficha de Karoski (obtenida por el propio Fowler en su celda tras la fuga de éste, ya que no era práctica habitual en el Saint Matthew tomar las huellas a los pacientes).

—Sólo es una impresión previa, pero creo que hay coincidencia en varios puntos. Esta horquilla ascendente es bastante característica, y ésta cola déltica… —decía Boi, más para sí mismo que para Paola.

Paola sabía que cuando Boi reconocía como buena una huella dactilar, es que lo era. Boi tenía fama como experto dactilógrafo. Viéndole allí lamentó la lenta ruina que había convertido a un excelente forense en un burócrata.

—¿Nada más, doctor?

—Nada más. Ni pelos, ni fibras, nada. Éste hombre es realmente un fantasma. Si llega a usar guantes me hubiera creído que a Cardoso lo mató un espíritu.

—No hay nada de espiritual en esa tráquea reventada, doctor.

El director miró el cadáver con pasmada extrañeza, tal vez reflexionando sobre las palabras de su subordinada o extrayendo sus propias conclusiones. Finalmente le respondió:

—No, no mucho, la verdad.

Paola salió de la habitación, dejando a Boi encargándose de su trabajo. Pero sabía que poco o nada iba a encontrar. Karoski era mortalmente listo y a pesar de su apresuramiento no había dejado nada tras de sí. Sobre su cabeza seguía rondando una inquieta sospecha. Miró a su alrededor. Había llegado Camilo Cirin, acompañado de otra persona. Era un hombrecillo delgaducho y quebradizo en apariencia, pero de mirada tan afilada como su nariz. Cirin se le acercó y le presentó como el magistrado Gianluigi Varone, juez único de la Ciudad del Vaticano. El individuo no le cayó simpático a Paola: parecía una versión cetrina y macilenta de un buitre con chaqueta.

El juez redactaría un atestado para el levantamiento del cadáver, que se llevaría a cabo con el más absoluto secreto. Los dos agentes del Corpo de Vigilanza que antes se habían encargado de custodiar la puerta se habían cambiado de ropa. Llevaban sendos monos de trabajo de color negro y guantes de látex. Ellos serían los encargados de limpiar y sellar la habitación tras la salida de Boi y su equipo. Fowler se había sentado en un pequeño banco al extremo del pasillo, y leía en calma su breviario. Cuando Paola se vio libre de Cirin y el magistrado, se acercó al sacerdote y se sentó a su lado. Fowler no pudo evitar una sensación de deja vu.

—Bueno, dottora. Ahora conoce usted a unos cuantos cardenales más.

Paola se rió, triste. Cuántas cosas habían cambiado en apenas treinta y seis horas, desde que ambos esperaban juntos a la puerta del despacho del Camarlengo. Solo que no estaban ni siquiera un paso más cerca de atrapar a Karoski.

—Creía que las bromas macabras eran territorio del superintendente Dante.

—Ah, y lo son, dottora. Sólo estoy de visita.

Paola abrió la boca y la cerró de nuevo. Quería hablarle a Fowler de lo que le rondaba por la cabeza sobre el ritual de Karoski, pero aún no sabía qué es lo que le preocupaba tanto. Decidió esperar hasta meditarlo lo suficiente.

Como Paola tendría ocasión de comprobar amargamente más tarde, aquella decisión sería un tremendo error.