Academia del FBI

Quantico, Virginia

22 de agosto de 1999

—Pase, pase. Supongo que sabe quién soy, ¿verdad?

Para Paola, conocer a Robert Weber era el equivalente a lo que sentiría un egiptólogo si Ramses II le invitara a tomar café. Entró en la sala de reuniones, donde el famoso criminólogo estaba repartiendo las calificaciones a los cuatro estudiantes que habían seguido el curso. Llevaba diez años retirado, pero sus pasos firmes aún imponían un respeto reverencial en los pasillos del FBI. Aquel hombre había revolucionado la ciencia forense al crear un nuevo método para localizar a los criminales: el perfil psicológico. En el elitista curso que el FBI impartía para formar nuevos talentos a lo largo del globo, él era siempre el encargado de dar las notas. A los chicos les encantaba, porque podían ver cara a cara a alguien a quien admiraban mucho.

—Claro que le conozco, señor. Debo decirle…

—Si, ya lo sé, es un honor conocerme y bla bla bla. Si me dieran un dólar cada vez que me dicen esa frase ahora sería un hombre rico.

El criminalista tenía la nariz hundida en una gruesa carpeta. Paola metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un papel arrugado, que le tendió a Weber.

—Es un honor conocerle, señor.

Weber miró el papel y se echó a reír. Era un billete de un dólar. Extendió la mano y lo recogió. Lo alisó y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—No arrugue los billetes, Dicanti. Son propiedad del Tesoro de los Estados Unidos de América —pero sonrió, complacido ante la oportuna respuesta de la joven.

—Lo tendré en cuenta, señor.

Weber endureció la cara. Era el momento de la verdad, y cada palabra de las que siguió fue como un mazazo para la joven.

—Usted es débil, Dicanti. Roza los mínimos en las pruebas físicas y en las de puntería. Y no tiene carácter. Se derrumba enseguida. Se bloquea ante la adversidad con excesiva facilidad.

Paola estaba apesadumbrada. Que una leyenda viva te saque los colores en un momento es un trago muy difícil de pasar. Es aún peor cuando su voz carraspeante no deja el más mínimo resquicio de simpatía en su voz.

—Usted no razona. Es buena, pero tiene que sacar lo que lleva dentro. Y para eso tiene que inventar. Invente, Dicanti. No siga los manuales al pie de la letra. Improvise y verá. Y sea más diplomática. Aquí tiene sus notas finales. Ábralas cuando salga del despacho.

Paola recogió el sobre de Weber con manos temblorosas y abrió la puerta, agradecida de poder escapar de allí.

—Una cosa más, Dicanti. ¿Cuál es el verdadero motivo de un asesino en serie?

—Su hambre de matar. Que no puede contenerla.

El viejo profiler negó con disgusto.

—Se encuentra cerca de donde debería, pero aún no está ahí. Vuelve a pensar como los libros, señorita. ¿Usted puede comprender el ansia de matar?

—No, señor.

—A veces hay que olvidar los tratados de psiquiatría. El verdadero motivo es el cuerpo. Analice su obra y conocerá al artista. Que sea lo primero que piense su cabeza cuando entre a una escena del crimen.

Dicanti corrió a su habitación y se encerró en el baño. Cuando consiguió la serenidad suficiente, abrió el sobre. Tardó un buen rato en comprender lo que veía.

Había obtenido las máximas calificaciones en todas las materias, y una valiosa lección. Nada es lo que parece.